Pasados que fueron tres días, después de acordar con los clientes que le habían encargado obras que tendrían que esperar a su regreso, hechas las despedidas en la sinagoga y confiada la casa y los bienes visibles que contenía a los cuidados del vecino Ananías, partió de Nazaret el carpintero José con su mujer, camino de Belén, adonde va para censarse, y ella también, de acuerdo con los decretos llegados de Roma.

Si, por un atraso en las comunicaciones o fallo en la traducción simultánea, aún no ha llegado al cielo la noticia de tales órdenes, muy asombrado deberá estar el Señor Dios al ver tan radicalmente transformado el paisaje de Israel, con gente que viaja en todas direcciones, cuando lo propio y natural, en estos días inmediatos a la Pascua, sería que la gente se desplazase, salvo justificadas excepciones, de un modo por así decir centrífugo, tomando el camino de casa desde un punto central, sol terrestre u ombligo luminoso, de Jerusalén hablamos, claro está. Sin duda la fuerza de la costumbre, aunque falible, y la perspicacia divina, absoluta esa, harán fácil el reconocimiento e identificación, incluso desde tan alto, del lento avance que muestra el regreso de los peregrinos a sus ciudades y aldeas, pero lo que, a pesar de todo, no puede dejar de confundir la vista es el hecho de que estas rutas, conocidas, se crucen con otras que parecen trazadas a la ventura y que son, ni más ni menos, los itinerarios de aquellos que, habiendo celebrado o no en Jerusalén la Pascua del Señor, obedecen ahora las profanas órdenes de César, aunque no es muy difícil sustentar una tesis diferente, la de que fue César Augusto quien, sin saberlo, obedeció la voluntad del Señor, si es verdad que Dios tenía decidido, por razones de él sólo conocidas, que José y su mujer, en este momento de su vida, tendrían marcado en su destino ir a Belén.

Extemporáneas y fuera de propósito a primera vista, estas consideraciones deben ser recibidas como pertinentísimas, puesto que gracias a ellas nos será posible llegar a la invalidación objetiva de aquello que a algunos espíritus tanto les agradaría hallar aquí; por ejemplo, imaginar a nuestros viajeros, solos, atravesando aquellos parajes inhóspitos, aquellos descampados inquietantes, sin un alma próxima y fraterna, confiados sólo a la misericordia de Dios y al amparo de los ángeles. Ahora bien, inmediatamente después de salir de Nazaret se puede ver que no va a ser así, pues con José y María viajan otras dos familias, de las numerosas, en total, entre viejos, adultos y chiquillos, unas veinte personas, casi una tribu. Cierto es que no se dirigen a Belén, una de ellas se quedará a mitad del camino, mucha más al sur, hasta Bercheba, pero aunque hayan de separarse antes, porque vayan más deprisa unos que los otros, posibilidad siempre razonable, seguirán apareciendo en el camino nuevos viajeros, sin contar con los que vendrán andando en sentido contrario, quizá, quién sabe, a censarse en Nazaret, de donde ahora salen estos. Los hombres caminan delante, formando un grupo, y con ellos van los chicos que han cumplido ya trece años, mientras que las mujeres, las niñas y las viejas, de todas las edades, forman otro confuso grupo allá atrás, acompañadas por los chiquillos pequeños. En el momento en que iban a ponerse en camino, los hombres, en coro solemne, alzaron la voz para pronunciar las oraciones propias del caso, repitiéndolas las mujeres discretamente, casi en sordina, aprendido tienen que de nada vale que clame quien pocas esperanzas tiene de ser oído, aunque no pida nada y sólo esté alabando.

Entre las mujeres, la única que va encinta, y tan adelantada, es María, y sus dificultades son tales que de no haber dotado la Providencia de una paciencia infinita a los asnos que creó, y de no menor fortaleza, a los pocos pasos ya esta otra pobre criatura habría rendido el ánimo, rogando que la dejasen allí, a la orilla del camino, a la espera de su hora, que sabemos va a ser en breve, a ver dónde y cuándo, pero no es esta gente aficionada a las apuestas, que sería en este caso cuándo y dónde nacerá el hijo de José, sensata religión ésta que prohibió el azar.

Mientras llega el momento, y durante el tiempo que aún tenga que padecer la espera, la embarazada podrá contar, más que con las pocas y distraídas atenciones de su marido, entretenido como va en la conversación de los hombres, podrá contar, decíamos, con la probada mansedumbre y los dóciles lomos del animal, que va echando de menos, si mudanzas de vida y carga que pueden llegar al entendimiento de un asno, los golpes de vergajo, y sobre todo que le consientan caminar sin prisas, con su paso natural, suyo y de sus semejantes, que algunos como él van en la jornada. Por causa de esta diferencia, se retrasa a veces el grupo de las mujeres y, cuando tal acontece, los hombres, desde delante, se paran y permanecen a la espera de que ellas se aproximen, pero no tanto que lleguen a reunirse unas y otros, estos llegan incluso hasta el punto de fingir que se han parado sólo a descansar, no hay duda de que el camino a todos sirve, pero ya se sabe que donde cantan gallos no pían las gallinas, si acaso cacarean cuando han puesto un huevo, así lo ha impuesto y proclamado la buena ordenación del mundo en que nos cuadró vivir. Va pues María mecida por el suave andar de su corcel, reina entre las mujeres, que sólo ella va montada, la borricada restante transporta la carga general. Y para que no todo sean sacrificios, lleva en el regazo, ahora a uno, luego a otro, tres niños de pecho, con lo que descansan las madres respectivas y empieza ella a habituarse a la carga que la espera.

En este primer día de viaje, como las piernas aún no estaban hechas al camino, la etapa no ha sido extremadamente larga, no hay que olvidar que van en la misma compañía viejos y chiquillos, unos que, por haber vivido, han gastado ya todas sus fuerzas y no pueden ahora fingir que las tienen, otros que, por no saber gobernar las que empiezan a tener, las agotan en dos horas de carreras desatinadas, como si acabara el mundo y hubiera que aprovechar sus últimos instantes. Hicieron alto en una aldea grande, llamada Isreel, donde se situaba un caravasar que, por ser estos días, como dijimos, de intenso tráfago, encontraron en un estado de confusión y algarabía que parecía de locos, aunque, a decir verdad, era la algarabía mayor que la confusión, por lo que, al cabo de algún tiempo, habituados la vista y el oído, se podía presentir, primero, y luego reconocer, en aquel conjunto de gente y animales en constante movimiento dentro de los cuatro muros, una voluntad de orden no organizada ni consciente, como un hormiguero asustado que intentase reconocerse y recomponerse en medio de su propia dispersión.

Tuvieron la suerte las tres familias de poder acogerse al abrigo de un arco, arreglándoselas los hombres por un lado y las mujeres por otro, pero esto fue más tarde, cuando la noche cerró y el caravasar, animales y personas, se entregó al sueño.

Antes tuvieron las mujeres que preparar la comida y llenar los odres en el pozo, mientras los hombres descargaban los asnos y los llevaban a beber, pero en una ocasión en que no hubiera camellos en el bebedero, porque estos, en sólo dos sorbos brutales, lo dejaban seco y era necesario llenarlo un sinfín de veces antes de que se dieran por satisfechos. Al cabo, dispuestos los asnos en el comedero, se sentaron los viajeros a cenar, empezando por los hombres, que las mujeres ya sabemos que en todo son secundarias, basta recordar una vez más, y no será la última, que Eva fue creada después que Adán y de una costilla suya, cuándo aprenderemos que hay ciertas cosas que sólo comenzaremos a entender cuando nos dispongamos a remontarnos a las fuentes.

Después de que los hombres cenaran y mientras las mujeres, allá en un rincón, se alimentaban con las sobras, ocurrió que un anciano entre los ancianos, que viviendo en Belén iba a censarse a Ramalá y se llamaba Simeón, usando de la autoridad que le confería la edad y de la sabiduría que se cree es su efecto, interpeló a José sobre cómo pensaba que habría que proceder si se verificaba la posibilidad, obviamente razonable, de que María, pero no pronunció su nombre, no diera a luz antes del último día del plazo impuesto para el censo. Se trataba, evidentemente, de una cuestión académica, si tal palabra es adecuada al tiempo y al lugar, porque sólo a los agentes del censo, instruidos en las sutilezas procesales de la ley romana, cabría decidir sobre casos tan altamente dudosos como éste de presentarse una mujer con una barriga tan abultada en las oficinas del censo, Venimos a inscribirnos, y no es posible averiguar, in loco, si lleva dentro varón o hembra, sin hablar ya de la nada desdeñable probabilidad de una camada de gemelos del mismo o de ambos sexos. Como perfecto judío que se preciaba de ser, tanto en la teoría como en la práctica, jamás el carpintero pensaría en responder, usando de la simple lógica occidental, que no es a aquél que tiene que soportar una ley a quien incumbe suplir los fallos que en ella se encuentren, y que si Roma no fue capaz de prever éstas y otras hipótesis, será porque está mal servida de legisladores y hermeneutas.

Colocado, pues, ante la difícil cuestión, José se detuvo a pensar, buscando en su cabeza el modo más sutil de darle respuesta, una respuesta que, demostrando a la asamblea reunida en torno a la fogata sus dotes de argumentador, fuese, al mismo tiempo, formalmente brillante.

Finalizada la sufrida reflexión, y alzando lentamente los ojos que, en el tiempo que duró la gestación de la respuesta, mantuvo fijos en las ondeantes llamas de la hoguera, dijo el carpintero, Si llegado el último día del censo no hubiera nacido aún mi hijo, será porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas. Dijo Simeón, Fuerte presunción la tuya, que así te arrogas la ciencia de lo que el Señor quiere o no quiere.

Dijo José, Dios conoce todos mis caminos y cuenta todos mis pasos, y estas palabras del carpintero, que podemos encontrar en el Libro de Job, significaban, en el contexto de la discusión, que allí, entre los presentes y sin excepción de los ausentes, José reconocía y proclamaba su obediencia al Señor y manifestaba su humildad, sentimientos, cualquiera de ellos, contrarios a la pretensión diabólica, insinuada por Simeón, de aspirar a conocer los saberes enigmáticos de Dios. Así debió de entenderlo el anciano, pues permaneció callado y a la espera, de lo que se aprovechó José para volver a la carga, El día del nacimiento y el día de la muerte de cada hombre están sellados y bajo guarda de los ángeles desde el principio del mundo, y es el Señor, cuando le place, quien quiebra un sello y luego otro, muchas veces al mismo tiempo, con su mano derecha y con su mano izquierda, y hay casos en que tarda tanto en partir el sello de la muerte que hasta parece haberse olvidado de aquel viviente. Hizo una pausa, vaciló un momento, pero remató luego, sonriendo con malicia, Quiera Dios que esta charla no haga que se acuerde de ti. Se rieron los circunstantes, pero a escondidas, porque era manifiesto que el carpintero no había sabido guardar, entero, el respeto que a un anciano se debe, aun cuando la inteligencia y la sensatez, por efecto de la edad, no abunden ya en sus juicios. El viejo Simeón tuvo un gesto de cólera, dio un tirón a su túnica y respondió, Quizá haya Dios roto el sello de tu nacimiento antes de tiempo y todavía no deberías estar en el mundo, si de manera tan impertinente y presuntuosa te comportas con los ancianos, que más que tú vivieron y que en todas las cosas saben más que tú. Dijo José, Simeón, me preguntaste cómo se debería proceder si mi hijo no hubiera nacido antes del último día del censo y la respuesta a la pregunta no podía dártela yo, porque no conozco la ley de los romanos, como, según creo, tampoco tú la conoces, No la conozco, Entonces te dije, Sé lo que dijiste, no te canses en repetírmelo, Fuiste tú quien empezó a hablarme con palabras impropias cuando me preguntaste quién me creía para pretender conocer la voluntad de Dios antes de ser manifestada, si yo te ofendí luego, te ruego que me perdones, pero la primera ofensa vino de ti, recuerda que, siendo anciano y por eso mi maestro, no puedes dar el ejemplo de la ofensa.

Alrededor de la hoguera hubo un discreto murmullo de aprobación, el carpintero José, claramente, llevaba la victoria en el debate, a ver ahora con qué sale Simeón, qué respuesta le da. Y he aquí como lo dijo, sin espíritu ni imaginación, Por deber de respeto, no tenías más que responder a mi pregunta, y José dijo, Si te respondiese como querías, pronto quedaría al descubierto la vanidad de la cuestión, tendrás que admitir, por mucho que te cueste, que lo que yo hice fue mostrarte el mayor respeto, facilitándote, anunque no lo quisiste entender, la oportunidad de discurrir sobre un tema que a todos interesaría, es decir, si querría o podría el Señor, alguna vez, esconder su pueblo ante los ojos del enemigo, Ahora estás hablando del pueblo de Dios como si fuese tu hijo no nacido, No pongas en mi boca, Simeón, palabras que no he dicho ni diré, y escucha lo que es para ser comprendido de una manera y lo que es para ser comprendido de otra. A esta tirada no respondió ya Simeón. Se levantó el corro y fue a sentarse en el lugar más oscuro, acompañado de otros hombres de la familia, obligados por la solidaridad de la sangre, pero, en lo más íntimo, despechados por la tristísima figura que el patriarca había hecho en aquellas justas verbales.

Allí, entre la compañía, cubriendo el silencio que siguió a los rumores y murmullos de quien se dispone al reposo, se hizo otra vez perceptible el sordo oleaje de las conversaciones en el caravasar, cortadas por alguna exclamación más sonora, por el resuello y pateo de los animales y, a veces, por el bramido áspero, grotesco, de un camello picado de celo. Fue entonces cuando, todos juntos, concertando el ritmo del recitado, los viajeros de Nazaret, sin cuidarse ya de la reciente discordia, entonaron en voz baja, pero ruidosamente siendo tantos, la última y la más larga de cuantas oraciones van dirigidas al Señor a lo largo del día y que así dice, Alabado seas tú, Dios nuestro, rey del universo, que haces caer las ataduras del sueño sobre mis ojos y el torpor sobre mis párpados, y que a mis pupilas no retiras la luz. Sea tu voluntad, Señor mi Dios, que me acueste ahora en paz y pueda mañana despertar para una vida feliz y pacífica, consiente que me aplique en el cumplimiento de tus preceptos y no permitas que me acostumbre a acto alguno de transgresión. No permitas que caiga en el poder del pecado, de la tentación ni de la vergüenza. Has que tengan presencia en mí las buenas inclinaciones, no dejes que tengan poder sobre mí las malas. Líbrame de las inclinaciones ruines y de las enfermedades mortales, y que no me vea perturbado por sueños malos y malos pensamientos y que no sueñe con la Muerte. Pasados pocos minutos, ya los más justos, si no los más cansados, dormían, algunos tuvieron que esperar mucho, allí estaban, sin otro abrigo la mayoría que sus propias túnicas, sólo los viejos y los chiquillos, frágiles unos y otros, gozaban del conforto de un paño grueso o de una escasa manta. Al faltarle el alimento, la hoguera se consumía, unas llamas desmayadas danzaban aún sobre el último leño recogido de camino para este útil fin.

Bajo el arco que abrigaba a las gentes de Nazaret, todos dormían. Todos, con excepción de María. Al no poder tumbarse por causa de la incomodidad del vientre, que a la vista más parecía contener un gigante, se reclinó en unas alforjas buscando amparo para sus martirizados riñones. Como los otros, estuvo oyendo el debate entre José y el viejo Simeón, y se alegró con la victoria del marido, como es obligación de toda mujer, aunque se trate de peleas incruentas, como ésta fue.

Pero ya estaba barrido de su memoria el motivo de la discusión, o es que el recuerdo del debate se había sumergido entre las sensaciones que dentro de su cuerpo iban y venían, igual que las marcas del océano, nunca visto, pero del que alguna vez oyó hablar, fluyendo y refluyendo, entre el ansioso choque de las olas que eran los movimientos del hijo, movimientos singulares, como si estando dentro de ella quisiera levantarla, a pulso, sobre sus hombros. Sólo los ojos de María estaban abiertos, brillando en la penumbra, y siguieron brillando incluso cuando la hoguera se apagó del todo, pero nada de extraño tiene esto, les sucede a todas las madres desde el principio del mundo, aunque nosotros lo supiéramos definitivamente cuando a la mujer del carpintero José se le apareció un ángel, que lo era, según su propia declaración, a pesar de venir en figura de mendigo itinerante.

También en el caravasar cantaban gallos en la fresca madrugada, pero los viajeros, mercaderes, arrieros, conductores de camellos, urgidos por sus obligaciones, apenas esperaron el primer canto, y muy temprano empezaron los preparativos de la jornada, cargando las bestias con sus haberes y teneres propios, o con las mercaderías del negocio, de este modo levantaban en el campo un barullo que dejaba pequeña a la vista, o a los oídos mejor, para usar la palabra exacta, la algarabía de la víspera. Cuando estos se hubieron ido, el caravasar pasa algunas horas más tranquilas, como un lagarto pardo tendido al sol, pues se quedan sólo los huéspedes que decidieron descansar un día entero, hasta que, acercándose la caída de la tarde, empiece a llegar el nuevo turno de camineros, a cual más sucio, pero todos fatigados, aunque manteniendo intactas y poderosas las cuerdas vocales, acaban de entrar y están gritando ya como posesos de mil diablos, con perdón. Que la compañía de Nazaret vaya engrosada desde aquí es algo que no debe sorprender a nadie, se juntaron diez personas más, mucho se engaña quien imagine que esta tierra es un desierto, mayormente en época tan festiva, de censos y de Pascuas, conforme fue explicado.

Entendió José, de sí y para sí, que su deber sería hacer las paces con el viejo Simeón, no por pensar que con la noche hubieran perdido fuerza y razón sus argumentos, sino porque fue instruido en el respeto a los más viejos y en particular a los ancianos que, pobrecillos, habiendo vivido una larga vida, que ahora se apaga robándoles el espíritu y el entendimiento, no pocas veces se ven desconsiderados por la gente joven. Se aproximó a él, y le dijo en tono de comedimiento, Vengo a pedirte disculpas si te parecí insolente e infatuado anoche, nunca fue mi intención faltarte al respeto, pero ya sabes cómo son las cosas, una palabra tira de la otra, las buenas tiran de las malas, y acabamos diciendo siempre más de lo que queríamos. Simeón oyó con la cabeza baja y respondió al fin, Estás disculpado. A cambio de su generoso movimiento, era natural que José esperase una respuesta más benévola del obstinado viejo y, con la esperanza de oír palabras que creía merecer, caminó a su lado durante un buen trozo de tiempo y de camino. Pero Simeón, con los ojos puestos en el polvo del sendero, hacía como si no advirtiera su presencia, hasta que el carpintero, justamente enfadado, esbozó el gesto de quien va a alejarse. Entonces el viejo, como si súbitamente lo hubiese abandonado el pensamiento fijo que lo ocupaba, dio un paso rápido y lo cogió de la túnica. Espera, dijo. Sorprendido, José se volvió hacia él. Simeón se había parado y repetía, Espera. Fueron pasando los otros hombres y ahora están estos dos en medio del camino, como en tierra de nadie, entre el grupo de los varones, que se iba alejando, y el de las mujeres, allí atrás, cada vez más cerca. Por encima de las cabezas podía verse la silueta de María, balanceándose al compás de la andadura del asno.

Habían dejado el valle de Isreel. La senda, ladeando cerros, vencía dificultosamente la primera cuesta, para embreñarse en los montes de Samaria, por el lado de poniente, a lo largo de los cerros áridos tras los que, cayendo hacia el Jordán y arrastrando en dirección sur su brasero ardiente, el desierto de Judea quemaba y requemaba la antiquísima cicatriz de una tierra que, siendo prometida a unos, nunca sabría a quién entregarse.

Espera, dijo Simeón, y el carpintero obedeció, ahora inquieto, temeroso sin saber por qué. Las mujeres estaban cerca ya. Entonces el viejo volvió a andar, agarrándose a la túnica de José, como si le huyeran las fuerzas, y dijo, Anoche, después de retirarme a dormir, tuve una visión, Una visión, Sí, pero no una visión de ver cosas, como siempre acontece, fue más bien como si pudiese ver lo que está detrás de las palabras aquellas que dijiste, que si tu hijo no hubiera nacido aún cuando llegase el último día del censo, sería porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas, Sí, yo dije eso, pero qué viste tú, No vi cosas, fue como si, de pronto, tuviese la certeza de que sería mejor que los romanos no supieran nada de la existencia de tu hijo, que nadie supiera nunca nada de él y que, si ha de venir a este mundo, al menos que viva en él sin pena ni gloria, como aquellos hombres que allí van y las mujeres que ahí vienen, ignorado, como cualquiera de nosotros, hasta la hora de su muerte y después de ella, Siendo su padre lo que yo soy, es decir nada, un carpintero de Nazaret, esa vida que le deseas es la que seguramente va a tener, No eres tú el único que dispone de la vida de tu hijo, Sí, todo el poder está en el Señor Dios, él es quien lo sabe, Así fue siempre y así lo creemos, Pero háblame de mi hijo, qué has sabido de mi hijo, Nada, sólo aquellas palabras tuyas que, en un relámpago, me pareció que contenían otro sentido, como si mirando por primera vez un huevo tuviese la percepción del pollito que hay dentro, Dios quiso lo que hizo e hizo lo que quiso, en sus manos está mi hijo, yo nada puedo, En verdad, así es, pero estos son aún los días en los que Dios comparte con la mujer la posesión del niño, Que después, si es varón, será mía y de Dios, O sólo de Dios, Todos lo somos, No todos, hay algunos que andan divididos entre Dios y el Diablo, Cómo saberlo, Si la ley no hubiera silenciado a las mujeres para todo y para siempre, tal vez ellas, porque inventaron aquel primer pecado, del que todos los demás nacieron, supieran decirnos lo que nos hace falta saber, Qué, Qué partes divina y demoníaca las componen, qué especie de humanidad llevan dentro de sí, No te comprendo, creo que estabas hablando de mi hijo, No hablaba de tu hijo, hablaba de las mujeres y de cómo generan los seres que somos, si no será por voluntad de ellas, si es que lo saben, por lo que cada uno de nosotros es este poco y este mucho, esta bondad y esta maldad, esta paz y esta guerra, revuelta y mansedumbre.

José miró hacia atrás, venía María en su asno, con un chiquillo ante ella, montando a horcajadas, a la manera de los hombres y, por un instante, imaginó que era ya su hijo y a María la vio como si fuera la primera vez, avanzando en delantera de la tropa femenina, ahora engrosada. Todavía resonaban en sus oídos las extrañas palabras de Simeón, pero le costaba trabajo aceptar que una mujer pudiera tener tanta importancia, al menos ésta suya nunca le dio señal, por mediocre que fuese, de valer más que el común de todas. Fue en este momento, pero entonces iba mirando hacia delante, cuando le vino a la memoria el caso del mendigo y de la tierra luminosa. Se estremeció de la cabeza a los pies, se le erizaron el pelo y las carnes, y aún más cuando, al volverse de nuevo hacia María, vio, con sus ojos claramente visto, caminando al lado de ella a un hombre alto, tan alto que sus hombros se veían por encima de las cabezas de las mujeres y era, por estos signos, el mendigo que nunca pudiera ver.

Volvió a mirar y allí estaba él, presencia insólita, incongruencia total, sin ninguna razón humana que justificara su presencia, varón entre mujeres. Iba José a pedirle a Simeón que mirase también él hacia atrás, que le confirmase estos imposibles, pero el viejo ya se había adelantado, dijo lo que tenía que decir y ahora se unía a los hombres de su familia para recobrar el simple papel de hombre de más edad, que es siempre el que menos tiempo dura. Entonces, el carpintero, sin otro testigo, volvió a mirar a la mujer. El hombre ya no estaba allí.