CAPÍTULO52

Graham sonrió al sentir el rugido de los motores del jet mientras se elevaba sobre la pista, dejando atrás a St. Louis, virando al sur en dirección al sol y finalmente hacia el este, rumbo a su casa.

Molly y Willy estaban allí.

—No perdamos tiempo diciendo quién se arrepiente de qué. Te buscaré en Marathon, muchacho —le dijo Molly por teléfono.

Esperaba que con el correr del tiempo podría recordar los pocos buenos momentos, la satisfacción de ver trabajar a esas personas con tanta dedicación en sus respectivas especialidades. Suponía que eso podría encontrarse en cualquier parte siempre que uno tuviera los conocimientos suficientes como para saber qué era lo que estaba observando.

Hubiera sido presuntuoso agradecerles a Lloyd Bowman y a Beverly Katz, por lo tanto se limitó a decirles por teléfono lo agradable que había sido trabajar nuevamente con ellos.

Pero algo le preocupaba un poco: cómo se había sentido cuando Crawford se dio vuelta del teléfono en Chicago para decirle «Es Gateway».

Probablemente ésa fue la alegría más intensa y salvaje que jamás había experimentado. Era inquietante saber que el momento más feliz de su vida había ocurrido entonces, en ese sofocante recinto del jurado en la ciudad de Chicago. Cuando inclusive antes lo sabía, lo sabía.

No le dijo a Lloyd Bowman cómo se sentía; no era necesario.

—Sabe usted, cuando Pitágoras confirmó la exactitud de su teorema, ofrendó cien bueyes a la Musa —dijo Bowman—. No existe una sensación más linda ¿verdad? No me conteste… dura más si no se desperdicia hablando.

La impaciencia de Graham iba en aumento a medida que se acercaba a su casa y a Molly. Cuando llegara a Miami tendría que ir a la plataforma de embarque para subir a Aunt Lula, el viejo DC-3 que volaba a Marathon.

Le gustaban los DC-3. Ese día le gustaba cualquier cosa.

Aunt Lula había sido fabricado cuando Graham tenía cinco años y sus alas estaban siempre sucias con una capa de aceite que salpicaba los motores. Tenía gran confianza en el avión. Corrió hacia él como si hubiera aterrizado para rescatarlo en medio de la selva.

Vio las luces de Islamorada cuando la isla pasó bajo el ala del DC-3. Todavía eran visibles las crestas blancas de las olas del Atlántico. En contados minutos aterrizaron en Marathon.

Fue como la primera vez que llegó allí. En esa oportunidad había volado también en el Aunt Lula y a menudo volvió al aeropuerto al atardecer para verlo llegar, lento y estable, los alerones bajos, lanzando chispas por los caños de escape y todos los pasajeros tranquilamente instalados detrás de las ventanillas iluminadas.

Era bonito también observar los despegues, pero se quedaba algo triste y vacío cuando el viejo avión realizaba el gran giro hacia el norte, dejando el aire impregnado de unos amargos adioses. Aprendió a mirar solamente los aterrizajes y los saludos de bienvenida.

Eso fue antes que Molly.

El avión giró hacia la plataforma de embarque con un chirrido final. Graham vio a Molly y Willy parados bajo los focos, detrás de la valla.

Willy estaba plantado firmemente delante de ella. Se quedaría allí hasta que Graham se les reuniera. Sólo entonces daría alguna vuelta por allí, para examinar algo que le interesara. Eso le gustaba mucho a Graham.

Molly era casi tan alta como Graham. Eso también le gustaba; cada vez que se besaban era como si estuvieran en la cama, los dos a la misma altura.

Willy le ofreció llevarle la valija. Pero Graham le dio en cambio la bolsa con sus trajes.

Molly condujo el automóvil cuando se dirigieron al cayo Sugarloaf. Graham reconocía los objetos iluminados por los faros e imaginaba los demás.

Oyó el ruido del mar cuando abrió la puerta al llegar al jardín de su casa.

Willy entró a la casa llevando la bolsa de los trajes sobre la cabeza mientras la otra punta golpeaba la parte posterior de las pantorrillas.

Graham se quedó parado en el jardín, espantando distraídamente los mosquitos. Molly puso su mano sobre la cara de él.

—Deberías entrar a la casa antes de que te coman entero.

Él asintió. Sus ojos estaban húmedos.

Molly esperó un poco más, agachó la cabeza y mientras lo miraba subiendo y bajando las cejas le dijo:

—Martinis, bistecs, abrazos y demás. Por aquí derecho… y la cuenta de la luz, la del agua e interminables conversaciones con mi hijo —agregó torciendo la boca hacia un lado.