CAPÍTULO49

No fue sencillo localizar la casa de Francis Dolarhyde. La dirección que tenían en Gateway era simplemente la de una casilla de correo en St. Charles.

Inclusive el propio alguacil de St. Charles tuvo que revisar un plano de la compañía eléctrica para estar seguro.

Los representantes del alguacil le dieron la bienvenida al equipo de SWAT de St. Louis y los escoltaron hasta el otro lado del río y la caravana avanzó tranquilamente por la ruta estatal 94. Un agente sentado al lado de Graham en el primer automóvil indicaba el camino. Crawford, ubicado en el asiento de atrás y reclinado entre los dos, chupaba algo que tenía entre los dientes. Encontraron muy poco tráfico en el extremo norte de St. Charles, solamente una camioneta llena de chicos, un micro de la compañía Greyhound y un camión de remolque.

Vieron el resplandor no bien traspusieron los límites de la ciudad.

—¡Eso es! —dijo el agente—. ¡Allí está!

Graham apretó el acelerador a fondo. El resplandor aumentaba a medida que avanzaban por la ruta. Crawford chasqueó los dedos indicando que quería el micrófono.

—Atención, todas las unidades, la casa se está incendiando. Vigílenla. Tal vez está saliendo de allí. Alguacil, ordene un bloqueo de las calles, por favor.

Una gruesa columna de chispas y humo se inclinaba en dirección sudeste sobre el campo, y en ese momento sobre sus cabezas.

—Aquí —dijo el agente—. Doble por este camino de grava.

En ese momento vieron a la mujer, su silueta recortada contra el fuego, al mismo tiempo que ella alzaba los brazos al oírlos aproximarse.

Y en ese instante la casa en llamas pareció explotar hacia arriba y hacia afuera, las vigas ardientes y los marcos de las ventanas volaron por los aires, describiendo lentos y brillantes arcos en el cielo nocturno, al mismo tiempo que la furgoneta presa del fuego caía hacia un costado y las siluetas anaranjadas de los árboles, convertidos en teas, se desleían y opacaban. El suelo se estremeció y la explosión sacudió a los automóviles de la policía.

La mujer había caído de boca sobre el camino. Crawford y Graham y los agentes corrieron hacia ella bajo esa lluvia ardiente, y algunos se adelantaron un poco más esgrimiendo sus armas.

Crawford rescató a Reba de brazos de un agente que sacudía las brasas de su pelo.

La tomó de los brazos, acercando su cara a la de ella, arrebatada por el fuego.

—Francis Dolarhyde —le dijo sacudiéndola suavemente—. ¿Dónde está Francis Dolarhyde?

—Está allí adentro —respondió alzando su mano tiznada hacia el incendio y dejándola caer—. Está muerto allí dentro.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Crawford indagando sus ojos ciegos.

—Estaba con él.

—Cuénteme, por favor.

—Se disparó un tiro en la cara. Yo puse mi mano sobre ella. Incendió la casa. Se mató de un tiro. Yo puse mi mano sobre él. Estaba en el piso. Yo puse mi mano sobre él. ¿Puedo sentarme?

—Sí —contestó Crawford. Se metió en el asiento de atrás de un automóvil policial con ella. La rodeó con sus brazos y la dejó llorar.

Graham, parado en el camino, contemplaba las llamas hasta que sintió que su cara ardía también. Los vientos de altura empujaron el humo contra la faz de la luna.