Dolarhyde pagó el taxi cuando se detuvo frente a una casa de departamentos en Eastern Parkway, a dos cuadras del Museo de Brooklyn. Caminó el resto del trayecto. Aficionados al jogging pasaron junto a él, rumbo a Prospect Park.
Desde el refugio donde estaba parado, junto a la boca del subterráneo, tenía una buena perspectiva del edificio de estilo renacentista griego. No conocía el museo de Brooklyn, pero había leído su guía, porque la encargó después de ver escrito en pequeñas letras «Brooklyn Museum» debajo de reproducciones del Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol.
Los nombres de grandes pensadores, desde Confucio hasta Demóstenes, estaban grabados sobre la piedra en la entrada. Era un edificio imponente, rodeado de jardines con variadas plantas, una morada apropiada para el Dragón.
El subterráneo rugió bajo la calle y su trepidación le hizo cosquillear las plantas de los pies. Aire viciado salía de las rejillas y se mezclaba con el olor a tintura de su bigote.
Faltaba solamente una hora para que cerrara. Cruzó la calle y entró. La encargada del guardarropa le tomó su valija.
—¿Estará mañana abierto el guardarropa? —preguntó.
—El museo estará cerrado mañana —contestó antes de alejarse la encargada, una mujer ya marchita vestida con un guardapolvo azul.
—¿Las personas que vendrán mañana no podrán utilizar el guardarropa?
—No. El museo estará cerrado y el guardarropa también.
—Gracias. Qué suerte.
—No hay de qué.
Dolarhyde circuló entre las grandes cajas de vidrio del Hall Oceánico y el Hall de las Américas, ubicados en la planta baja, que contenían cerámicas de los Andes, armas primitivas e impresionantes máscaras de los indios de la costa noroeste.
Faltaban ya sólo cuarenta minutos para que cerraran. No tenía más tiempo para estudiar la planta baja. Sabía dónde estaban ubicados los ascensores para el público y las salidas.
Subió al quinto piso. Se sentía ya más cerca del Dragón, pero no importaba, sabía que no daría la vuelta a un pasillo y tropezaría con Él. El Dragón no estaba en exhibición para el público; el cuadro se encontraba encerrado a oscuras, bajo llave, desde que volviera de la Tate Gallery de Londres.
Dolarhyde se había enterado telefónicamente de que el Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol rara vez se mostraba al público. Tenía casi doscientos años de antigüedad y era una acuarela, la luz podría desteñirla.
Dolarhyde se detuvo frente al cuadro de Albert Bienstadt, Una Tormenta en las Montañas Rocosas —Mte. Rosalie 1866—. Desde allí podía ver las puertas cerradas del Departamento de Cuadros y el Depósito de Cuadros. Ahí era donde estaba el Dragón. No una copia ni una fotografía: el Dragón. Allí se dirigiría el día siguiente cuando concertara la cita.
Recorrió todo el perímetro del quinto piso, pasando por el corredor de los retratos, sin ver para nada los cuadros. Lo que le interesaba eran las salidas. Encontró la salida de incendio y la escalera principal y verificó la ubicación de los ascensores para el público.
Los guardias eran unos amables hombres de edad madura, con zapatos de suelas gruesas y años de estar parados. Dolarhyde advirtió que ninguno estaba armado a excepción de uno en el hall de entrada. A lo mejor era un policía que quería ganarse unas horas extras.
Por la red de altoparlantes se anunció que ya era hora de cerrar.
Dolarhyde se paró en la calle bajo la figura alegórica de Brooklyn y observó a la gente que salía del museo y se internaba en esa agradable tarde estival.
Los aficionados al jogging saltaban en el mismo lugar, esperando que la marea humana cruzara hacia la otra vereda rumbo al subterráneo.
Dolarhyde pasó un rato recorriendo los jardines. Luego llamó a un taxi y le dio al chófer la dirección de una tienda que había encontrado en las Páginas Amarillas.