Francis Dolarhyde no llegó a su trabajo el lunes por la mañana.
Salió de su casa exactamente a tiempo, como siempre lo hacía. Su aspecto era impecable, su conducción, precisa. Se puso las gafas oscuras cuando dio la curva anterior al río Missouri y avanzó bajo el sol de la mañana.
La conservadora de hielo de poliestireno expandido chirrió al rozar el asiento del acompañante. Se inclinó hacia un lado y la depositó sobre el piso, recordando que debía buscar el hielo seco y recoger la película en…
En ese momento cruzaba el canal del Missouri cuya correntada se deslizaba bajo el puente. Miró las pequeñas crestas de las olitas del turbulento río y de repente tuvo la sensación de que él se deslizaba y el río permanecía inmóvil. Lo invadió una extraña, desconcertante y aplastante sensación. Aflojó el acelerador.
La furgoneta aminoró su marcha y se detuvo en el carril exterior. El tráfico empezó a atascarse detrás de su vehículo, haciendo sonar las bocinas. Pero él no oía nada.
Permanecía sentado, deslizándose lentamente hacia el norte sobre el río inmóvil, enfrentando el sol matinal. Unas lágrimas rodaron bajo sus anteojos oscuros y cayeron como gotas calientes sobre sus antebrazos.
Alguien golpeaba la ventanilla. Un conductor con la cara pálida por el madrugón e hinchada por el sueño, le gritaba algo del otro lado de la ventanilla.
Dolarhyde miró al hombre. Unas intermitentes y fuertes luces azules avanzaban desde el otro extremo del puente. Sabía que debía reanudar la marcha. Le pidió a su cuerpo que apretara el acelerador y le obedeció. El hombre que estaba parado junto a la furgoneta tuvo que dar un salto hacia atrás para salvar sus pies.
Dolarhyde se detuvo en la playa de estacionamiento de un gran motel situado cerca de la ruta nacional 270. Un ómnibus de escolares estaba estacionado en la playa y contra el vidrio de su ventanilla posterior descansaba el pabellón de una tuba.
Dolarhyde se preguntó si tendría que subir a ese ómnibus junto con todos los ancianos.
No, no era eso. Buscó con su mirada el Packard de su madre. «Entra. No pongas los pies sobre el asiento», dijo su madre. No era eso tampoco.
Estaba en la playa de estacionamiento de un motel en el lado oeste de St. Louis y quería poder Elegir, pero no lo lograba.
Dentro de seis días, si es que podía esperar tanto, mataría a Reba McClane. Dejó escapar súbitamente un agudo sonido por su nariz.
Tal vez el Dragón estaría dispuesto a tomar primero a los Sherman y esperar hasta la otra luna. No. No lo haría.
Reba McClane no conocía al Dragón. Creía que estaba en compañía de Francis Dolarhyde. Quería recostar su cuerpo contra el de Francis Dolarhyde. Aceptó gustosa a Francis Dolarhyde en la cama de su abuela.
«Ha sido realmente maravilloso, D», dijo Reba McClane en el jardín.
A lo mejor le gustaba Francis Dolarhyde. Para una mujer eso era algo despreciable y pervertido. Comprendió que debería despreciarla por ello, pero oh, Dios, qué lindo era.
Reba McClane era culpable por haberle gustado Francis Dolarhyde. Manifiestamente culpable.
Si no fuera por el poder de su Transformación y si no fuera por el Dragón, jamás la habría llevado a su casa. No hubiera sido capaz de hacer el amor. ¿O estaba equivocado?
«Ay, Dios mío, qué hombre. Qué placer».
Eso fue lo que dijo. Había dicho «hombre».
Finalizado el desayuno, el grupo se retiraba del motel, pasando junto a su furgoneta. Sus miradas vagas pasaron sobre él dejando leves y numerosas impresiones.
Necesitaba pensar. No podía volver a su casa. Se registró en el motel, llamó por teléfono a su trabajo y dijo que estaba enfermo. Le dieron un cuarto agradable y tranquilo. El único motivo decorativo eran unos pésimos grabados de barcos. Nada más brillaba en las paredes.
Dolarhyde se recostó sin quitarse la ropa. Unas manchas de luz salpicaban el cielo raso de yeso. Cada cinco minutos tenía que levantarse para orinar. Durante un momento tembló de frío y luego comenzó a transpirar. Transcurrió una hora.
No quería entregarle al Dragón a Reba McClane. Pensaba en lo que haría el Dragón si no lo complacía.
El miedo intenso se manifiesta en oleadas; el cuerpo no puede soportarlo durante mucho tiempo. Dolarhyde podía pensar durante la pesada calma entre cada oleada.
¿Cómo podría evitar entregársela al Dragón? Una solución lo atosigaba insistentemente. Se levantó.
El interruptor de la luz resonó fuertemente en el baño recubierto de azulejos. Dolarhyde echó un vistazo al caño de la cortina de la ducha, un sólido caño de una pulgada asegurado a dos paredes del baño. Quitó la cortina y la colgó sobre el espejo.
Se agarró del caño con una mano, dejando que sus pies rozaran el borde de la bañera. Era lo suficientemente fuerte. Y su cinturón también era fuerte. Podía hacerlo. No tenía miedo a eso.
Anudó la punta de su cinturón al caño con un nudo marinero. El extremo de la hebilla formaba un nudo corredizo. El grueso cinturón no se hamacaba, colgaba hacia abajo como un rígido dogal.
Se sentó sobre la tapa del inodoro y se quedó mirándolo. No habría caída, pero podría soportarlo. Podía mantener las manos apartadas del lazo hasta estar lo suficientemente débil para alzar los brazos.
¿Pero cómo estar seguro de que su muerte podía afectar al Dragón, ahora que él y el Dragón se habían desdoblado? Quizá no lo afectaría. ¿Y entonces cómo saber que el Dragón dejaría en paz a Reba?
Tal vez transcurrirían varios días hasta que encontraran su cuerpo. Ella se preguntaría adonde se había metido. ¿Y durante ese lapso no se le ocurriría a lo mejor ir a su casa y buscarlo por allí? ¿Subiría al primer piso en busca de él y recibiría una sorpresa?
El Gran Dragón Rojo demoraría una hora en escupir sus pedazos por la escalera.
¿Debería llamarla y advertírselo? ¿Pero qué podría hacer contra Él por más que estuviera prevenida? Nada. Sólo podría esperar morir lo más rápidamente posible, esperar que en Su ira mordiera bien profundamente.
En el primer piso de la casa de Dolarhyde el Dragón esperaba en las fotografías que había enmarcado con sus propias manos. El Dragón esperaba en los numerosos libros de arte y revistas, renaciendo cada vez que un fotógrafo ¿hacía qué?
Dolarhyde podía oír en su mente la poderosa voz del Dragón maldiciendo a Reba. La maldeciría primero y luego la mordería. Maldeciría a Dolarhyde también, explicándole a ella que no valía nada.
—No hagas eso. No hagas eso —La voz de Dolarhyde retumbó en los azulejos. Escuchó su voz, la voz de Francis Dolarhyde, la voz que Reba McClane entendía sin dificultad, su propia voz. Había tenido vergüenza de su voz toda su vida; les había dicho a otras personas cosas amargas y horribles con esa voz.
Pero nunca había oído la voz de Francis Dolarhyde maldiciéndolo.
—No hagas eso.
La voz que escuchaba ahora nunca jamás lo había maldecido. Había repetido los insultos del Dragón. El recuerdo lo avergonzaba.
Pensó que probablemente no era muy hombre. Se le ocurrió pensar que realmente nunca lo había descubierto y ahora sentía cierta curiosidad.
Reba McClane le había proporcionado un leve dejo de orgullo. Y éste le decía que morir en un cuarto de baño era un final muy mediocre.
¿Y qué otra cosa? ¿Qué otra forma había?
Existía una forma, pero para él equivalía a una blasfemia. Pero era una salida.
Caminó de una punta a la otra del cuarto del motel, entre las camas y de la puerta a la ventana. Mientras caminaba practicaba lo que diría. Las palabras salían perfectamente bien si respiraba hondo entre cada frase y no se apuraba.
Podía hablar con toda corrección entre cada oleada de miedo. En ese momento sentía una muy fuerte, tanto que tuvo una arcada. Luego vendría un momento de calma. Lo esperó y cuando llegó agarró el teléfono e hizo una llamada a Brooklyn.
Los integrantes de la banda juvenil de un colegio se disponían a subir al ómnibus que los esperaba en la playa de estacionamiento del motel. Los chicos vieron acercarse a Dolarhyde. Tenía que cruzar entre ellos para llegar a su furgoneta.
Un chico gordito y de cara redonda frunció el ceño, hinchó su pecho y flexionó sus bíceps después que pasó Dolarhyde. Dos chicas soltaron una risita. Dolarhyde no llegó a oírla, pues la tuba apoyada contra la ventanilla del ómnibus resonó a su paso.
A los veinte minutos detenía la furgoneta en el callejón, a trescientos metros de la casa de su abuela.
Se secó la cara con un pañuelo, y respiró hondo un par de veces. Sujetó con fuerza en la mano izquierda la llave de su casa, mientras empuñaba el volante con la derecha.
Un sonido agudo brotó de su nariz. Se repitió un poco más fuerte. Más y más fuerte todavía. «Ponte en marcha».
El vehículo avanzó velozmente, lanzando una lluvia de grava a su paso a medida que la silueta de la mansión se agrandaba a través del parabrisas. La furgoneta entró al jardín inclinada sobre dos de sus ruedas, Dolarhyde bajó y se echó a correr hacia la casa.
Entró, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, bajó presurosamente la escalera que conducía al sótano, y buscó en su llavero la llave del candado del baúl.
Las llaves estaban arriba. No perdió tiempo en reflexionar. Emitió un agudo sonido por la nariz, lo más fuerte que pudo para anular cualquier pensamiento y ahogar las voces a medida que corría escaleras arriba.
Abrió el escritorio y revisó los cajones en busca de la llave, sin mirar el grabado del Dragón que colgaba frente a la cama.
—¿QUÉ ESTAS HACIENDO?
¿Dónde estaban las llaves, dónde se habían metido las llaves?
—¿QUÉ ESTÁS HACIENDO? DETENTE. NUNCA HE VISTO UN CHICO TAN ASQUEROSO Y SUCIO COMO TÚ. DETENTE.
Sus manos inquietas se movieron con más lentitud.
—MÍRAME. MÍRAME.
Aferró el borde del escritorio, tratando de no darse vuelta hacia la pared. Apartó penosamente su mirada cuando, a pesar de todos sus esfuerzos, su cabeza giró.
—¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?
—Nada.
El teléfono sonaba, el teléfono sonaba, el teléfono sonaba. Lo atendió dando la espalda al cuadro.
—Hola, D. ¿Cómo te sientes? —era la voz de Reba McClane.
Carraspeó.
—Muy bien —fue casi un susurro.
—Traté de comunicarme con tu oficina. Me dijeron que estabas enfermo, no pareces estar muy bien a juzgar por tu voz.
—Conversa un poco conmigo.
—Por supuesto que conversaré contigo. ¿Para qué crees que te llamé? ¿Qué es lo que te pasa?
—Gripe —respondió.
—¿Vas a ver a un médico?… Hola, te preguntaba si irías a ver a un médico.
—Habla fuerte —buscó dentro de un cajón y luego en el de al lado.
—¿Qué pasa, estamos ligados? D., no deberías estar solo si te sientes mal.
—DILE QUE VENGA ESTA NOCHE A CUIDARTE.
Estuvo a punto de cubrir la bocina del teléfono a tiempo.
—Dios mío ¿qué fue eso? ¿Hay alguien contigo?
—La radio, moví la otra perilla.
—Oye, D., ¿no quieres que te envíe a alguien? No pareces estar en muy buen estado. Iré yo misma. Le pediré a Marcia que me lleve durante la hora del almuerzo.
—No.
Las llaves estaban bajo un cinturón enrollado dentro del cajón. Ya las tenía en su mano. Retrocedió hacia el pasillo sin soltar el teléfono.
—Estoy bien. Dentro de poco te veré.
Bajó la escalera corriendo. Arrancó el cable telefónico de la pared y el aparato cayó rodando detrás de él.
Un feroz alarido de furia.
—VEN AQUÍ, CARA DE CULO.
Otra vez bajó al sótano. Dentro del baúl y junto a la caja de dinamita había una pequeña valija que contenía dinero, tarjetas de crédito y permisos de conducir extendidos a diferentes nombres, su pistola, el cuchillo y la navaja.
Agarró la valija y corrió hasta la planta baja, pasando rápidamente frente a la escalera, dispuesto a luchar si el Dragón bajaba. Se metió en la furgoneta y salió a toda velocidad, haciéndola colear sobre el sendero de grava.
Aminoró la marcha al llegar a la ruta y se inclinó hacia un lado para vomitar bilis. El miedo había disminuido un poco.
Avanzando a la velocidad reglamentaria, utilizando las luces intermitentes con suficiente antelación a los giros, se dirigió cuidadosamente hacia el aeropuerto.