El sábado llegó un pequeño paquete dirigido a Will Graham al Cuartel General del FBI, Washington, conteniendo la grabación. Había sido enviado desde Chicago el mismo día en que fue asesinado Lounds.
Ni el laboratorio ni la sección Impresiones Digitales encontraron nada útil en el estuche del cassette ni en la envoltura.
Una copia de la grabación partió rumbo a Chicago en el correo de esa tarde. El agente especial Chester se la entregó a Graham en el salón del jurado a mediados de la tarde. Tenía adjunto un memorando de Lloyd Bowman:
Las pruebas de la voz confirman que se trata de Lounds. Evidentemente repetía lo que le dictaban. Es un cassette nuevo, fabricada durante los últimos tres meses y no ha sido utilizada anteriormente. Su contenido está siendo analizado por la sección Ciencia del Comportamiento. El doctor Bloom debería escucharlo cuando esté suficientemente recuperado. Usted lo decidirá.
Evidentemente el criminal está tratando de fastidiarlo.
Creo que lo hará más de una vez.
Un estricto voto de confianza, muy apreciado.
Graham sabía que debía escuchar la grabación. Esperó hasta que se fuera Chester.
No quería quedarse encerrado en el cuarto del jurado con ella. Sería mejor el juzgado desierto, por lo menos entraba un poco de sol por las ventanas. Las encargadas de la limpieza habían pasado por allí y en los rayos de luz podían verse todavía partículas de polvo.
El grabador era pequeño y de color gris. Graham lo depositó sobre el escritorio de los abogados defensores y oprimió la tecla.
Se oyó la monótona voz de un técnico que decía:
«Caja número 426238, ítem 814, etiquetado y archivado, una cassette. Es una grabación de la grabación original».
Un cambio en la calidad del sonido.
Graham se agarró con ambas manos de la baranda del palco del jurado. Freddy Lounds parecía cansado y asustado.
«He tenido un gran privilegio. He visto, he visto con asombro, con asombro y reverente temor, reverente temor, la fuerza del Gran Dragón Rojo».
La grabación original había sido interrumpida frecuentemente a medida que se realizaba. El aparato registró todas las veces el chasquido de la tecla de stop. A Graham le pareció ver el dedo sobre la tecla. El dedo del Dragón.
«Mentí respecto a Él. Todo lo que escribí fueron mentiras que me dijo Will Graham. Él me obligó a escribirlas. Yo he, he blasfemado contra el Dragón. No obstante. El Dragón es misericordioso. Ahora quiero servirle. Él me ha ayudado a comprender Su Esplendor y lo alabaré. Cuando los periódicos publiquen esto, deberán escribir siempre con mayúsculas la E de Él.
»Él sabe que usted me hizo mentir, Will Graham. Pero porque me vi obligado a hacerlo. Él será más misericordioso conmigo que con usted, Will Graham.
»Lleve las manos a su espalda, Will Graham, y busque las pequeñas protuberancias encima de la pelvis. Tantee la columna vertebral entre ellas. Ése es el lugar preciso en que el Dragón le quebrará la espalda».
Graham mantuvo las manos sobre la baranda. «No pienso hacerlo». ¿No conocía acaso el Dragón el nombre de la región ilíaca o prefería no utilizarlo?
«Hay muchas cosas que debe temer. De… de mis propios labios aprenderá a temer algo más».
Una pausa antes del horrible alarido. Peor aún, ese gemido emitido por una boca sin labios musitando: «Aldito siergüenza usted rometió».
Graham metió la cabeza entre sus rodillas hasta que las manchas brillantes dejaron de agitarse ante sus ojos. Abrió la boca y respiró hondo.
Transcurrió una hora antes de que pudiera volver a oírla.
Llevó el grabador al cuarto del jurado y trató de escuchar la grabación allí. Estaba demasiado cerca. Dejó el grabador funcionando y se dirigió a la sala del tribunal. Podía oírla a través de la puerta abierta.
«He tenido un gran privilegio».
Había alguien en la puerta del salón. Graham reconoció al joven empleado de la oficina del FBI en Chicago y le hizo señas para que se acercara.
—Llegó una carta para usted —dijo el joven—. El señor Chester me encargó que se la entregara. Me dijo que la revisara y que le dijera que el inspector de correspondencia la pasó por la pantalla fluoroscópica.
El mensajero sacó la carta del bolsillo de su saco. El sobre era de color violeta. Graham esperaba que fuera de Molly.
—Como puede ver está sellada.
—Gracias.
—Además es día de paga.
El joven le entregó el cheque.
El alarido de Freddy resonó en el grabador y el empleado dio un respingo.
—Lo siento —dijo Graham.
—No sé cómo puede aguantarlo.
—Vuelva a su casa —insinuó Graham.
Se sentó en el palco del jurado para leer la carta. Ansiaba un respiro. La carta era del doctor Hannibal Lecter.
Querido Will:
Unas pocas líneas para felicitarlo por el trabajo que hizo con el señor Lounds. Merece toda mi admiración. ¡Qué muchacho inteligente es usted!
El señor Lounds me ofendió a menudo con su cháchara ignorante, pero me ilustró respecto a una cosa: la temporada que pasó usted en la clínica psiquiátrica. Si mi abogado no hubiera sido tan inepto, debería haberlo mencionado durante el juicio, pero no importa ya.
Me parece, Will, que usted se preocupa demasiado. Se sentiría mucho más cómodo si no se controlara tanto.
Nosotros no inventamos nuestros temperamentos, Will; los recibimos junto con los pulmones, páncreas y todo lo demás. ¿Por qué combatirlo, entonces?
Quiero ayudarlo, Will, y me gustaría empezar preguntándole lo siguiente: Esa depresión tan grande que experimentó luego de haber matado al señor Garren Jacob Hobbs, no se debió al acto en sí ¿verdad? ¿No se debió realmente al hecho de que al matarlo experimentara un gran placer?
Recapacite, pero no se preocupe. ¿Por qué no podría sentir un gran placer? A Dios debe gustarle. Él lo hace todo el tiempo ¿y acaso no estamos hechos a su imagen y semejanza?
Tal vez en el periódico de ayer leyó que Dios hizo caer el miércoles por la noche el techo de una iglesia de Tejas sobre treinta y cuatro feligreses, justo en el momento en que entonaban un himno de alabanzas a ÉL ¿No le parece que debe de haberle gustado?
Treinta y cuatro. ¡Cómo no iba a dejarle a Hobbs para usted!
La semana anterior ciento sesenta filipinos murieron en un accidente aéreo. ¿Cómo no iba a permitirle matar a ese despreciable Hobbs? No le repugnaría un crimen insignificante. Ahora son dos. Está bien.
No se pierda los periódicos. Dios siempre toma la delantera.
Saludos.
Hannibal Lecter, M. D.
Graham sabía que Lecter estaba totalmente equivocado respecto a Hobbs, pero durante una fracción de segundo se preguntó si no tendría un poco de razón en el caso de Freddy Lounds. El enemigo que albergaba Graham en su interior estaba de acuerdo con cualquier acusación.
Había apoyado su mano sobre el hombro de Freddy en la fotografía del Tattler para mostrar que él había dicho realmente a Freddy todos esos conceptos insultantes sobre el Dragón. ¿O habría querido exponer peligrosamente a Freddy, aunque sólo fuera un poquito? Eso era lo que se preguntaba a sí mismo.
Lo frenaba la absoluta certeza de que no perdería a sabiendas una oportunidad de liquidar al Dragón.
—Lo que pasa es que estoy prácticamente agotado por todos ustedes, locos hijos de puta —dijo Graham en voz alta.
Quería un respiro. Llamó a Molly pero nadie contestó el teléfono de la casa de los abuelos de Willy.
—Seguro que han salido en la maldita casa rodante —musitó.
Salió para tomar un café, en parte para asegurarse a sí mismo que no se estaba escondiendo en el cuarto del jurado.
En la vidriera de una joyería vio una fina y antigua pulsera de oro. Le costó buena parte de su sueldo. La hizo envolver y poner el franqueo para enviarla por correo. Pero sólo cuando tuvo la seguridad de que no había nadie cerca del buzón, escribió la dirección de Molly en Oregón. Graham no se daba cuenta como en cambio lo notaba Molly, que hacía regalos cuando estaba enojado.
No quería volver al cuarto del jurado para seguir trabajando, pero debía hacerlo. El recuerdo de Valerie Leeds le dio bríos.
«Siento no poder atender ahora su llamada», había dicho Valerie Leeds. Deseaba haber podido conocerla. Deseaba. Inútil, pensamiento infantil.
Graham estaba cansado, herido en su amor propio, resentido, reducido a un estado de mentalidad infantil en el que los patrones de sus medidas eran los primeros que había aprendido; en el que la dirección «norte» equivalía a la autopista 61 y un metro ochenta era sempiternamente la altura de su padre.
Se obligó a concentrarse en el minuciosamente detallado perfil de las víctimas que estaba armando sobre la base de una pila de informes y sus propias observaciones.
Buena posición. Ese constituía un paralelo. Ambas familias gozaban de buena posición. Qué curioso que Valerie Leeds ahorrara dinero con las medias.
Graham pensó si habría sido pobre en su niñez. Así lo creía; los hijos del matrimonio estaban, tal vez, demasiado bien vestidos.
Graham había sido un niño pobre, que tuvo que seguir a su padre desde los astilleros de Biloxi y Greenville hasta los botes del lago Erie. Siempre el alumno nuevo en el colegio, siempre el forastero. Tenía un semioculto resentimiento contra los ricos.
Tal vez Valerie Leeds había sido una niña pobre. Estuvo tentado de ver nuevamente la película que tenía de ella. Podría hacerlo en la sala del tribunal. No. Los Leeds no eran su problema inmediato. Conocía a los Leeds. Pero no conocía a los Jacobi.
Le desesperaba la falta de conocimiento de las intimidades de los Jacobi. El incendio de su casa de Detroit había dado cuenta de todo, álbumes de familia, probablemente sus diarios también.
Graham trataba de conocerlos a través de los objetos que querían, compraban y usaban. Era todo lo que tenía.
El expediente de la testamentaría de los Jacobi tenía siete centímetros de grosor y la mayoría consistía en listas de sus pertenencias —un nuevo hogar como consecuencia del traslado de Birmingham—. «Miren toda esta basura». Todo estaba asegurado, identificado con números correlativos como lo exigían las compañías de seguros. Quién dudará que un hombre al que se le quemó toda la casa, asegurará en la nueva hasta el último alfiler.
El abogado, Byron Metcalf, le había enviado copias carbónicas en lugar de fotocopias, de las declaraciones del seguro. Las copias al carbón estaban borroneadas y su lectura era difícil.
Jacobi tenía una lancha para hacer esquí, Leeds tenía una lancha para hacer esquí. Jacobi tenía un triciclo con motor, Leeds tenía otro similar. Graham se pasó el pulgar por la lengua y dio vuelta la hoja.
El cuarto ítem de la segunda página era un proyector de cine Chinon Pacific.
Graham se detuvo. ¿Cómo se le había pasado? Había revisado todas las cajas y cajones guardados en el depósito buscando algo que pudiera brindarle algún dato sobre la vida cotidiana de los Jacobi.
¿Dónde estaba el proyector? Podía verificar la declaración del seguro con el inventario que Byron Metcalf había hecho en calidad de albacea al mandar a depósito las pertenencias de los Jacobi. Los ítems habían sido verificados y marcados por el supervisor del guardamuebles que firmó la boleta de depósito.
Se demoró quince minutos en revisar la lista de los artículos almacenados. Ningún proyector, ninguna fumadora, ninguna película.
Graham se recostó contra el respaldo de su silla y miró a los Jacobi que le sonreían desde la fotografía ubicada frente a él.
«¿Qué demonios hicieron con eso?».
«¿Fue robado?».
«¿Lo robó el asesino?».
«¿Si el asesino lo robó, lo vendió y a quién?».
«Dios mío, haz que pueda encontrar al que lo compró».
A Graham se le había pasado ya el cansancio. Quería saber si faltaba algo más. Buscó durante una hora, comparando el inventario del guardamuebles con la declaración del seguro. Todo concordaba excepto esos preciosos ítems. Deberían de estar en la lista de objetos guardados por Byron Metcalf en la caja de seguridad del banco de Birmingham.
Estaban todos en la lista. Excepto dos.
Pequeña caja de cristal de 10x7 cm; tapa de plata sellada. Figuraba en la lista del seguro pero no estaba en la caja de seguridad. Marco de plata sellada de 23x27 cm, grabado con flores y motivos de la vid. Tampoco figuraba en el inventario.
¿Robados? ¿Extraviados? Eran objetos pequeños, fáciles de ocultar. Por lo general la plata que es robada y vendida se funde inmediatamente. Sería difícil rastrearlos. Pero los equipos de filmación tenían números de identificación grabados en la parte interior y exterior. Podrían ubicarse.
¿Los habría robado el asesino?
Mientras contemplaba la fotografía manchada de los Jacobi, Graham sintió el suave estímulo de una nueva conexión. Pero la solución se presentaba áspera, desilusionante y mínima.
Había un teléfono en el cuarto del jurado. Graham se comunicó con la sección de Homicidios de Birmingham. Habló con el jefe a cargo de la guardia.
—Tengo entendido que usted tiene anotadas las personas que entraron y salieron de la casa de los Jacobi luego que fue sellada ¿verdad?
—Espere que mande a alguien a buscarlo —dijo el jefe de la guardia.
Graham sabía que tenían un registro. Era una medida muy acertada tomar nota de todas las personas que entraban o salían del lugar donde se había cometido un crimen y a Graham le complació enterarse que lo habían hecho en Birmingham. Esperó cinco minutos hasta que un empleado se comunicó con él.
—Aquí está. ¿Qué quiere saber?
—Quiero saber si figura Niles Jacobi, hijo del muerto.
—Veamos… sí. El 2 de julio a las siete de la tarde. Estaba autorizado a buscar objetos personales.
—¿No dice por casualidad si llevaba una valija?
—No. Lo siento.
Cuando Byron Metcalf contestó el teléfono su voz era ronca y su respiración agitada. Graham se preguntó qué estaría haciendo.
—Espero no haberlo molestado.
—¿En qué puedo ayudarlo, Will?
—Necesito que me dé una mano con Niles Jacobi.
—¿Y ahora qué ha hecho?
—Creo que se llevó unas cuantas cosas de la casa de sus padres después que los mataron. Falta un marco de plata en su lista de la caja de seguridad. Cuando estuve en Birmingham encontré una fotografía suelta de la familia en el dormitorio de Niles. Debía de haber estado enmarcada; es evidente pues tiene la marca del passepartout.
—Maldito mocoso. Le di permiso para que buscara su ropa y unos libros que precisaba —dijo Metcalf.
—Niles tiene amistades muy costosas. Pero lo que más me interesa es lo siguiente, un proyector de cine y una máquina fumadora que también faltan. Quiero saber si se los llevó. Probablemente lo hizo, pero de lo contrario, puede haber sido el asesino. En ese caso necesito tener los números de serie para pasárselos a las casas de empeño. Tenemos que incorporarlos a la lista nacional de objetos robados. Posiblemente el marco ya esté fundido.
—Fundido va a quedar cuando acabe con él.
—Otra cosa más, si Niles se llevó el proyector, tal vez haya conservado las películas. No le darían ni un céntimo por ellas. Yo quiero esas películas. Necesito verlas. Si usted lo encara directamente va a negar absolutamente todo y tirará las películas a la basura, si es que las tiene.
—De acuerdo —contestó Metcalf—. El título de su automóvil pasó al estado. Yo soy albacea de modo que no preciso orden judicial para entrar. A mi amigo el juez no le va a importar empapelarle el cuarto por mí. Lo llamaré cuando sepa algo.
Graham reanudó su trabajo.
Buena posición. Poner buena posición en el perfil que va a utilizar la policía.
Graham se preguntó si la señora Leeds y la señora Jacobi hacían las compras del mercado con ropa de tenis. En ciertos barrios se consideraba como algo elegante. Era una tontería hacerlo en otros, puesto que era doblemente provocativo ya que suscitaba al mismo tiempo resentimiento de clases y lujuria.
Graham las imaginó empujando los carritos con verduras, las cortas faldas plisadas rozándoles los muslos tostados, los pequeños pompones de sus medias de toalla sacudiéndose, pasando junto al hombre corpulento de mirada aviesa que estaba comprando el fiambre para comer un emparedado en su automóvil.
¿Cuántas familias había que tuvieran tres hijos y un animal doméstico y a las que mientras dormían las separaba solamente del Hada de los Dientes una cerradura común y corriente?
Mientras Graham imaginaba las futuras víctimas, visualizaba personas inteligentes y exitosas en simpáticas casas.
Pero la siguiente persona que debería enfrentarse con el Dragón no tenía hijos ni animalitos y su casa no era por cierto simpática. La próxima persona que debía hacer frente al Dragón era Francis Dolarhyde.