—¿Está listo para decirme qué clase de «paseo» es éste? —le preguntó Reba McClane a Dolarhyde el sábado por la mañana luego de haber viajado en silencio durante diez minutos. Esperaba que se tratara de un picnic.
La furgoneta se detuvo. Oyó que Dolarhyde abría la ventanilla.
—Dolarhyde —dijo—. El doctor Warfield debe de haber dejado mi nombre.
—Sí, señor. ¿Puede colocar esto bajo el limpiaparabrisas cuando estacione el vehículo?
Avanzaron lentamente. Reba sintió que el camino hacía una curva. Olores extraños y pesados en el viento. Un elefante barritó.
—El zoológico —señaló ella—. Fantástico.
Habría preferido un picnic. Pero qué demonios, era un buen programa.
—¿Quién es el doctor Warfield?
—El director del zoológico.
—¿Es amigo suyo?
—No. Le hicimos un favor al zoológico con una película y nos lo retribuyen.
—¿En qué forma?
—Usted podrá tocar un tigre.
—¡No me diga!
—¿Vio alguna vez un tigre?
Se alegró de que pudiera hacerle la pregunta.
—No. Recuerdo un puma que vi cuando era muy pequeña. Era todo lo que había en el zoológico de Red Deer. Creo que será mejor que conversemos un poco sobre esto.
—Están trabajando en el diente del tigre. Tienen que anestesiarlo. Si lo desea puede tocarlo.
—¿Habrá mucha gente, haciendo cola?
—No, nada de público. Warfield, yo y un par de personas. Los de la televisión llegarán después que hayamos salido nosotros. ¿Quiere hacerlo? —Había cierto apremio en la pregunta.
—¡Ya lo creo! Muchas gracias… es una sorpresa magnífica.
El vehículo se detuvo.
—Eh… ¿cómo sabré que está totalmente dormido?
—Hágale cosquillas. Si se ríe, salga corriendo.
El piso del cuarto de curaciones parecía de linóleo. Era una habitación fresca con muchos ecos. Del extremo más alejado llegaba un calor irradiado.
Un rítmico arrastrar de pesados pies y Dolarhyde la guió hacia un costado hasta que Reba sintió la presión bifurcada de un rincón.
Estaba ya allí, podía olerlo.
Una voz dijo:
—Arriba, ahora. Despacito. Bájenlo. ¿Podemos dejar la camilla debajo de él, doctor Warfield?
—Sí, envuelvan ese almohadón en una de esas toallas verdes y colóquenlo debajo de la cabeza. Le pediré a John que los busque una vez que hayamos terminado.
Los pasos se alejaron.
Esperó que Dolarhyde le dijera algo pero no lo hizo.
—Ya está aquí —comentó Reba.
—Lo trajeron diez hombres en una camilla. Es grande. Tres metros. El doctor Warfield está auscultando su corazón. Ahora le levanta un párpado. Aquí viene.
Un cuerpo amortiguó el ruido que oía delante de ella.
—Doctor Warfield, Reba McClane —dijo Dolarhyde.
Reba estiró su mano. Una mano grande y suave la agarró.
—Gracias por permitirme venir —dijo ella—. Es un lujo.
—Me alegro que haya podido venir. Me alegra el día. A propósito, agradecemos la película.
La voz del doctor Warfield era profunda, de alguien culto y de edad madura y negro. Suponía que de Virginia.
—Estamos esperando hasta tener la seguridad de que su respiración y latidos sean suficientemente fuertes y firmes para que empiece el doctor Hassler. El doctor Hassler está un poco más lejos colocándose el espejo en la frente. Acá entre nosotros le confiaré que se lo pone solamente para evitar que se le caiga la peluca. Venga que se lo presentaré. ¿Señor Dolarhyde?
—Lo seguiremos.
Ella le tendió la mano a Dolarhyde. Se demoró en agarrarla pero lo hizo suavemente. Su palma dejó unas marcas de transpiración en los nudillos de Reba.
El doctor Warfield le colocó la mano sobre el brazo y avanzaron lentamente.
—Está profundamente dormido. ¿Tiene una impresión general? Le describiré todo lo que quiera. —Se interrumpió sin saber bien cómo expresarse.
—Recuerdo dibujos que vi en libros cuando era chiquita y una vez vi un puma en el zoológico que había cerca de mi casa.
—El tigre es un gran puma —dijo Warfield—. Pecho más amplio, cabeza más grande y estructura y musculatura más pesadas. Es un macho de Bengala de cuatro años. Mide casi tres metros de largo desde el hocico hasta la punta de la cola y pesa trescientos tres kilos. Está acostado sobre su lado derecho bajo fuertes focos.
—Puedo sentir los focos.
—Es muy llamativo, con rayas de color anaranjado y negro, el anaranjado es tan fuerte que parece colorear el aire que lo rodea.
De repente, al doctor Warfield le pareció que era muy cruel hablar sobre colores. Una mirada a la cara de Reba lo tranquilizó.
—Está a casi dos metros de distancia. ¿Puede olerlo?
—Sí.
—El señor Dolarhyde le habrá contado que un tonto lo golpeó entre las rejas con la pala de un jardinero. Le rompió el gran colmillo superior izquierdo con el filo de la pala. ¿Todo en orden, doctor Hassler?
—Está bien. Le daremos uno o dos minutos más.
Warfield le presentó el dentista a Reba.
—Querida, es usted la primera sorpresa agradable que me ha brindado Frank Warfield —manifestó Hassler—. Tal vez le interese examinar esto. Es un diente de oro, un colmillo en realidad —Lo puso sobre la mano de Reba—. Es pesado ¿verdad? Limpié el diente roto y le tomé una impresión nueva hace ya unos cuantos días y hoy le colocaré esta corona. Podría haberla hecho en blanco, por supuesto, pero pensé que así quedaría más divertido. El doctor Warfield le contará que nunca dejo escapar una oportunidad para llamar la atención. Es muy poco considerado y no me permite colocar un aviso en la jaula.
Pasó sus dedos sensibles y curtidos siguiendo la forma ahusada y curva hasta tocar la punta.
—¡Qué buen trabajo! —Sintió una respiración profunda y pausada junto a ella.
—Los chicos se van a llevar una sorpresa cuando lo vean bostezar —señaló Hassler—. Y no creo que tiente a los ladrones. Y ahora, el programa. Usted no es aprensiva, ¿verdad? Su fornido amigo nos está observando como un hurón. No la ha obligado a hacer esto, ¿verdad?
—¡No! No, yo quiero hacerlo.
—Estamos mirando la espalda del tigre —dijo el doctor Warfield—. Está dormido a menos de ochenta centímetros de distancia, sobre una mesa a la altura de su cintura. Haremos lo siguiente: pondré su mano izquierda —usted es diestra ¿verdad?—, pondré su mano izquierda en el borde de la mesa y así podrá tantear con la derecha. No se apure. Yo estaré acá al lado de usted.
—Y yo también —anunció el doctor Hassler.
Ambos disfrutaban con la experiencia. El cabello de Reba olía a aserrín fresco bajo el sol por el calor de las luces.
Los fuertes focos sobre su cabeza le hacían cosquillear el cuero cabelludo. Podía oler su pelo caliente, el jabón de Warfield, alcohol y desinfectante y el olor del felino. Sintió un pequeño mareo que rápidamente se desvaneció.
Agarró el borde de la mesa y estiró su mano hasta que los dedos tocaron las puntas de los pelos de la piel, calientes por la luz, luego una zona más fría y enseguida un calor intenso y profundo que brotaba de adentro. Apoyó toda la mano contra el tupido manto y la movió suavemente, sintiendo deslizarse la piel contra su palma, a favor y en contra del pelo, comprobando cómo resbalaba el pellejo sobre las anchas costillas cuando éstas subían y bajaban.
Agarró con fuerza la piel y los pelos asomaron entre sus dedos. Su rostro se arrebató ante la verdadera presencia del tigre y no pudo evitar realizar típicos y desordenados gestos en su cara, a pesar de que durante años había conseguido evitarlos.
Warfield y Hassler se alegraron al advertir que había hecho a un lado su autocontrol. La veían a través de una nueva perspectiva, como si apoyara su cara contra una vidriera empapada en flamantes sensaciones.
Los fuertes músculos de Dolarhyde se estremecieron mientras la observaba desde la sombra. Una gota de sudor corrió por sus costillas.
—El otro lado es más interesante —dijo el doctor Warfield junto a su oído.
La condujo al otro lado de la mesa, mientras ella pasaba su mano todo a lo largo de la cola.
Dolarhyde sintió una pequeña opresión en el pecho cuando los dedos se deslizaron sobre los velludos testículos. Los encontró en su mano y prosiguió su tanteo.
Warfield levantó una pesada mano y la puso sobre la de ella. Reba palpó la aspereza de la planta y percibió débilmente el olor al piso de la jaula. Warfield presionó un dedo para hacer salir la garra. Los pesados y flexibles músculos de las paletas rebasaban las manos de Reba.
Palpó las orejas del tigre, el ancho de su cabeza y, cuidadosamente, guiada por el veterinario, tocó la rugosa lengua. Un aliento cálido estremeció el vello de sus antebrazos.
Finalmente, el doctor Warfield le colocó el estetoscopio. Mientras su cara miraba hacia lo alto y sus manos sentían el rítmico movimiento del pecho, el poderoso latido del corazón del tigre resonó en todo el cuerpo de Reba.
Reba McClane, sonrojada y exaltada, guardó silencio mientras emprendieron el camino de regreso. Solamente una vez se dio vuelta hacia Dolarhyde para decirle lentamente:
—Gracias, muchas gracias. Si no le importa, me encantaría tomar un Martini.
—Espere un momento aquí —le dijo Dolarhyde cuando estacionó en su jardín.
Reba se alegraba de que no hubieran ido a su departamento. Era viejo y seguro.
—No se ponga a hacer orden. Acompáñeme adentro y dígame que está todo ordenado.
—Espere aquí.
Llevó el paquete con las botellas y realizó una rápida inspección. Se detuvo en la cocina y permaneció un momento cubriéndose la cara con las manos. No estaba seguro de lo que hacía. Olía peligro, pero no por parte de la mujer. No pudo mirar arriba de la escalera. Tenía que hacer algo y no sabía cómo. Debería llevarla de vuelta a su casa.
No se habría animado a hacer nada de esto antes de su Transformación. Y ahora comprendía que podía hacer cualquier cosa. Cualquier cosa.
La alargada sombra azulada de la furgoneta caía sobre el jardín iluminado por el sol poniente cuando Dolarhyde salió de la casa. Reba McClane se apoyó sobre sus hombros hasta que tocó el suelo con sus pies.
Sintió la presencia de la casa. Percibió su altura por el eco de la puerta de la furgoneta al cerrarse.
—Cuatro pasos sobre el pasto. Luego hay una rampa —dijo él.
Ella lo tomó del brazo. Sintió un estremecimiento y la tela de algodón mojada por la transpiración.
—Hay de veras una rampa. ¿Para qué?
—Vivían unos viejos.
—Pero ahora no están más.
—No.
—Parece fresca y alta —dijo cuando entró a la sala. Aire de museo. ¿Podría ser incienso lo que olía? El tic tac de un reloj a lo lejos—. Es una casa grande ¿verdad? ¿Cuántos cuartos tiene?
—Catorce.
—Es vieja. Las casas que hay aquí son viejas —rozó una pantalla con fleco y la tocó con los dedos.
El tímido señor Dolarhyde. Se había dado cuenta perfectamente bien que al verla con el tigre lo había excitado; se había estremecido como un caballo cuando lo tomó del brazo al salir del cuarto de curaciones.
La idea de arreglar todo eso había sido un gesto elegante de su parte. Y quizás aunque no estaba muy segura, elocuente.
—¿Martini?
—Déjeme acompañarlo y lo prepararé —dijo Reba quitándose los zapatos.
Dejó caer en el vaso unas gotas de vermut de su dedo. Dos medidas y media de gin y dos aceitunas. Buscó rápidamente puntos de referencia en la casa: el tic tac del reloj, el zumbido de un equipo de aire acondicionado en una ventana. Había un manchón caliente en el piso cerca de la cocina donde había caído el sol durante la tarde.
Dolarhyde la condujo a su gran sillón y él se instaló en el sofá.
El aire estaba cargado. Como ocurre con la fosforescencia en el mar, iluminaba el movimiento; encontró un lugar para depositar su vaso en una mesita junto a ella mientras él ponía música.
A Dolarhyde le parecía que el cuarto había cambiado. Era la primera persona que lo había acompañado voluntariamente a su casa y el cuarto estaba como dividido en dos panes, la de Reba y la de él.
La música de Debussy resonaba mientras afuera oscurecía.
Le preguntó sobre Denver y ella le contó algunas cosas, algo ausente, como si estuviera pensando en algo diferente. Él le describió la casa y el gran jardín rodeado por un cerco de plantas. No había mayor necesidad de hablar.
En medio del silencio y mientras él cambiaba un disco ella dijo:
—Ese maravilloso tigre, esta casa, usted está lleno de sorpresas, D. Creo que nadie lo conoce de veras.
—¿Les preguntó?
—¿A quién?
—A cualquiera.
—No.
—¿Y entonces cómo sabe que nadie sabe cómo soy? —Su esfuerzo por pronunciar bien las palabras hizo que el tono de su voz se mantuviera neutro.
—Oh, algunas empleadas de Gateway nos vieron el otro día cuando subíamos a su furgoneta. No se imagina lo curiosas que estaban. De repente tuve mucha compañía en la máquina de Coca.
—¿Qué querían saber?
—Querían chismes jugosos. Cuando descubrieron que no había ninguno, siguieron su camino. Estaban sondeándome.
—¿Y qué dijeron?
Ella había pensado convertir la ávida curiosidad de las mujeres en humor dirigido hacia ella misma. Pero no resultó así.
—Están intrigadas por todo —manifestó—. Usted les parece muy misterioso e interesante. Vamos, es un cumplido.
—¿Le dijeron qué aspecto tengo?
La pregunta fue hecha ligeramente, como al pasar, con gran habilidad, pero Reba sabía que nadie bromea jamás. La enfrentó directamente.
—No se lo pregunté. Pero, sí, me contaron cómo creen que es usted. ¿Quiere que se lo diga? ¿Palabra por palabra? No me lo pida si no quiere —estaba segura de que se lo pediría.
Ninguna contestación.
De repente Reba tuvo la sensación de que estaba sola en el cuarto, que el lugar que él había ocupado estaba más vacío que el vacío, que era un agujero oscuro que aspiraba todo y que no arrojaba nada. Sabía que no podía haberse ido sin que ella lo oyera.
—Creo que se lo diré —anunció—. Usted posee una especie de consistente y limpia pulcritud que les gusta. Dicen que tiene un cuerpo extraordinario —evidentemente no podía frenar ahí sin más—. Que es muy sensible respecto de su cara y que no debería serlo. Muy bien, está la loquita esa que mencionó su boca. ¿Puede ser Eileen?
—Eileen.
Ah, una señal de rebote. Se sentía como un radio astrónomo.
Reba era excelente para las imitaciones. Podía haber reproducido el comentario de Eileen con sorprendente fidelidad, pero era lo suficientemente astuta como para no copiar el modo de hablar de alguien frente a Dolarhyde. Repitió las palabras de Eileen romo si hubiera estado leyendo una transcripción.
—«No es mal parecido. Te juro por Dios que he salido con otros que son mucho más feos. Una vez salí con un jugador de hockey que tenía una pequeña hendidura sobre el labio, cerca de la nariz. Todos los jugadores de hockey tienen esa marca. Es algo, sabes, muy macho. El señor D. tiene una piel magnífica y qué no daría yo por tener su pelo». ¿Contento? Ah, me preguntó también si era tan fuerte como parecía.
—¿Y?
—Le contesté que no sabía —vació el contenido de su copa y se puso de pie—. ¿Dónde diablos se ha metido, D.? —lo comprobó al moverse él entre un parlante del equipo estereofónico y ella—. Ajá. Aquí está. ¿Quiere saber qué pienso al respecto?
Encontró la boca de Dolarhyde con sus dedos y la besó, oprimiendo ligeramente sus labios contra los dientes apretados de él. Se dio cuenta inmediatamente de que la causa de su rigidez era timidez y no rechazo hacia su persona.
Él estaba absorto.
—¿Podría mostrarme ahora dónde queda el baño?
Lo tomó del brazo y lo siguió por el pasillo.
—Yo puedo volver sola.
Una vez en el baño se retocó el peinado y pasó los dedos por el lavabo en busca de pasta dentífrica o algún desinfectante bucal. Trató de buscar la puerta del botiquín de remedios y descubrió que no tenía puerta, solamente bisagras y estantes. Tocó cuidadosamente los objetos alineados sobre los estantes, temerosa de tropezar con una navaja, hasta que encontró un frasco. Le quitó el tapón y olió para verificar el contenido y procedió a hacer un buche.
Oyó un ruido conocido cuando volvió a la sala, el zumbido de un proyector rebobinando una película.
—Tengo que trabajar un poco —dijo Dolarhyde mientras le alcanzaba un Martini.
—Por supuesto —respondió Reba. No sabía cómo interpretarlo—. Me iré si le impido trabajar. ¿Vendrá hasta aquí un taxi?
—No. Quiero que se quede. De veras. Se trata solamente de unas películas que tengo que revisar. No me demoraré mucho.
Dolarhyde se dispuso a guiarla hasta el sillón. Ella sabía dónde estaba el sofá y se dirigió allí.
—¿Son sonoras?
—No.
—¿Puedo dejar la música?
Ella percibió su atención. Quería que se quedara, estaba simplemente asustado. No debería estarlo. Muy bien. Se sentó.
El Martini estaba deliciosamente helado y seco.
Él se sentó en el otro extremo del sofá y al hacerlo, su peso hizo tintinear los cubitos de hielo en su copa. El proyector seguía rebobinando.
—Creo que me recostaré un ratito, si no le importa —dijo Reba—. No, no se corra, tengo espacio de sobra. Por favor despiérteme si me quedo dormida.
Se reclinó en el sofá apoyando la copa sobre su estómago; las puntas de su pelo rozaban apenas la mano de Dolarhyde apoyada contra su muslo.
Oprimió el botón del control remoto y se inició la proyección de la película.
Dolarhyde quería ver en ese ambiente y en compañía de esa mujer, las películas de los Leeds y Jacobi. Quería mirar alternativamente la pantalla y a Reba. Sabía que ella nunca sobreviviría a ello. Las mujeres la vieron subir a su furgoneta. Más valía no pensar en eso. Las mujeres la vieron subir a su furgoneta.
Miraría la película de los Sherman, la familia a quien pensaba visitar próximamente. Vería la promesa de su futuro alivio y lo haría en presencia de Reba, mirándola todo lo que le diera la gana.
En la pantalla apareció el título La Casa Nueva escrito con monedas sobre una caja de cartón. Una larga toma de la señora Sherman y sus hijos. Juegos en la piscina. La señora Sherman sosteniéndose de la escalera, su busto generoso y reluciente asomando sobre su traje de baño mojado, sus piernas pálidas moviéndose como tijeras.
Dolarhyde estaba orgulloso del control que tenía sobre sí mismo. Pensaría en esa película, no en la otra. Pero mentalmente comenzó a hablarle a la señora Sherman tal como lo había hecho con Valeria Leeds en Atlanta.
Ahora me ve, sí.
Así es como se siente al verme, sí.
Juegos con los vestidos antiguos. La señora Sherman con el gran sombrero. Parada frente al espejo. Se da vuelta sonriendo y adopta una pose para la cámara, llevando su mano a la nuca. Tiene un camafeo en el cuello.
Reba McClane se mueve en el sofá. Deja la copa en el piso. Dolarhyde siente un peso y calor. Reba ha apoyado la cabeza sobre su muslo. Las luces de la película juguetean sobre su nuca pálida.
Dolarhyde permanece muy quieto, mueve únicamente el pulgar para parar la película y repetir una secuencia. En la pantalla la señora Sherman se para frente al espejo luciendo el gran sombrero. Se da vuelta hacia la cámara y sonríe.
Ahora me ve, sí.
Así es como se siente al verme, sí.
¿Me siente ahora? sí.
Dolarhyde está temblando. Los pantalones lo están torturando. Tiene calor. Siente un aliento cálido a través de la tela. Reba ha hecho un descubrimiento.
Su pulgar acciona temblorosamente el interruptor.
Ahora me ve, sí.
Así es como se siente al verme, sí.
¿Siento esto? Sí.
Reba abre el cierre de los pantalones.
Una oleada de miedo: jamás había tenido antes una erección en presencia de una mujer viva. Él es el Dragón, no debe sentir miedo.
Unos dedos nerviosos lo liberan.
¡OH!
¿Me siente ahora? Sí.
Siente esto, sí.
Sabe lo que es, sí.
Su corazón late con fuerza, sí.
Debe apartar sus manos del cuello de Reba. Apartarlas. Las mujeres los vieron en la furgoneta. Su mano estruja el brazo del sofá. Sus dedos rompen el tapizado.
Su corazón late con fuerza, sí.
Y ahora late rápidamente.
Late rápidamente.
Parece que va a reventar, sí.
Y ahora su ritmo es veloz y liviano más rápido y liviano y…
Silencio.
Oh, silencio.
Reba apoya la cabeza sobre su muslo y da vuelta sus mejillas relucientes hacia él. Desliza la mano adentro de la camisa y la apoya contra su pecho.
—Espero no haberte chocado —dice.
Lo que le chocó fue oír el sonido de su voz y apoyó su mano sobre el pecho de Reba para comprobar si su corazón seguía latiendo. Ella se la retuvo suavemente allí.
—Dios mío, todavía no se te ha pasado ¿verdad?
Una mujer viva. Qué extraño. Lleno de poder, del Dragón o suyo propio, la levantó fácilmente del sofá. No pesaba nada, era mucho más fácil de transportar porque no era un cuerpo inerte. Arriba no. Arriba no. Debía apurarse. A cualquier parte. Rápido. La cama de su abuela, la colcha de raso resbaló bajo sus cuerpos.
—Oh, espera, me la quitaré. Oh, se rompió. No importa. Dios mío, qué hombre. Qué placer. No, por favor no, de espaldas no, déjame a mí.
Fue con Reba, su única mujer viva, inmerso con ella en ese intervalo en el tiempo, que por primera vez sintió que todo estaba bien: lo que liberaba era su vida, su propio ser, más allá de su calidad de mortal, entregándola a esa magnífica oscuridad, lejos de este mundo de lágrimas, recorriendo sonoras y armoniosas distancias en busca de la promesa de reposo y paz.
Acostado junto a Reba en la oscuridad, apoyó su mano sobre ella y la apretó suavemente como si quisiera sellar esa unión. Mientras ella dormía, Dolarhyde, maldito asesino de once personas, escuchó una y otra vez los latidos de su corazón.
Imágenes. Perlas barrocas volando en la apacible oscuridad. Una verdadera pistola que había disparado contra la luna. Un enorme fuego artificial que había visto en Hong Kong titulado «El Dragón Siembra Sus Perlas».
El Dragón.
Se sentía aturdido, desconcertado. Y pasó toda esa larga noche acostado junto a ella, temiendo oír el ruido de sus pasos bajando la escalera vestido con su kimono.
Reba se movió solamente una vez, tanteando medio dormida, la mesa de luz, hasta que encontró el vaso. Los dientes de la abuela resonaron en su interior.
Dolarhyde le trajo agua. Ella lo estrechó en la oscuridad. Cuando volvió a dormirse, él le retiro la mano apoyada sobre el gran tatuaje y la puso sobre su cara.
Se quedó dormido profundamente al amanecer.
Reba se despertó a las nueve y oyó su rítmica respiración. Se estiró perezosamente en la amplia cama. Él no se movió. Repasó la distribución de la casa, la ubicación de las alfombras y el piso, la dirección del tic tac del reloj. Una vez que terminó la reconstrucción se levantó silenciosamente y se dirigió al baño.
Dolarhyde seguía dormido cuando dio por finalizada su larga ducha. Su pantaloncillo roto estaba tirado en el piso. Lo encontró con los pies y lo metió dentro de su cartera. Se puso el vestido de algodón, aferró el bastón y salió.
Él le había contado que el jardín era grande y parejo, rodeado por cercos vivos, pero al principio circuló con mucha precaución.
La brisa de la mañana era fresca y el sol caliente. Se paró en el jardín dejando que el viento arrojara las semillas de los saúcos contra sus manos. El viento recorrió los pliegues de su cuerpo fresco por el baño. Alzó los brazos dejando pasar la fresca brisa bajo sus pechos y brazos y entre sus piernas. Las abejas revoloteaban. No les temía y la dejaron tranquila.
Dolarhyde se despertó y se quedó durante un instante algo desconcertado al constatar que no estaba en su dormitorio del primer piso. Sus ojos amarillos se abrieron bien grandes al recordar. Dio vuelta rápidamente la cabeza como una lechuza para mirar la otra almohada. Estaba vacía.
¿Estaría dando vueltas por la casa? ¿Qué encontraría? ¿O habría ocurrido algo durante la noche? Algo que tendría que limpiar. Sospecharían de él. Tendría que escapar.
Buscó en el baño y en la cocina. En el sótano donde quedaba todavía una silla de ruedas. En el primer piso. No quería subir al primer piso. Tenía que revisar. Su tatuaje se flexionó al subir la escalera. El Dragón lo miró furibundo desde la pared del dormitorio. No podía quedarse en el cuarto con el Dragón.
Desde una ventana del primer piso la vio en el jardín.
«FRANCIS».
Sabía que la voz provenía de su cuarto. Sabía que era la voz del Dragón. Esta duplicidad con el Dragón lo desorientaba. La sintió por primera vez cuando apoyó su mano sobre el corazón de Reba.
El Dragón nunca había hablado antes con él. Era aterrador.
«FRANCIS VEN AQUÍ».
Trató de ahogar la voz que lo llamaba insistentemente mientras bajaba la escalera corriendo.
¿Qué podría haber encontrado Reba? Los dientes de su abuela habían resonado en el vaso, pero él los guardó cuando le llevó agua. No podía ver nada.
La grabación de Freddy. Estaba en el grabador de la sala. Lo revisó. La cinta estaba rebobinada hasta el principio. No podía recordar si él la había rebobinado luego de haberla transmitido al Tattler por teléfono.
Reba no debía entrar nuevamente a la casa. No sabía qué podía ocurrirle en la casa. Podría recibir una sorpresa. Tal vez al Dragón se le ocurría bajar. Sabía con qué facilidad la destrozaría.
Las mujeres la vieron subir a su furgoneta. Warfield recordaría haberlos visto juntos. Se vistió presurosamente.
Reba McClane sintió la franja fresca de la sombra proyectada por el tronco de un árbol y luego nuevamente el sol que caía sobre el jardín. Sabía siempre dónde estaba guiándose por el calor del sol y el zumbido del aparato de aire acondicionado instalado en una ventana. Orientarse, el pilar de su vida, era muy fácil allí. Dio vueltas y vueltas, deslizando las manos sobre los arbustos y flores.
Una nube ocultó el sol y entonces se detuvo, sin saber hacia dónde apuntaba. Trató de oír el ruido del aire acondicionado. Lo habían apagado. Durante un instante sintió cierta inquietud, pero enseguida golpeó sus manos y escuchó el tranquilizador eco de la casa. Reba pasó el dedo por su reloj para averiguar la hora. Dentro de poco tendría que despertar a D. Debía volver a su casa.
La puerta de alambre tejido se cerró de golpe.
—Buenos días —dijo Reba.
Oyó el tintineo de las llaves mientras Dolarhyde se acercaba por el pasto.
Se le acercó cuidadosamente, como si el impulso de su movimiento pudiera derribarla y vio que no estaba asustada.
No parecía molesta ni avergonzada por lo que habían hecho la noche anterior. No parecía enojada. No se abalanzó contra él ni lo amenazó. Se preguntó para sus adentros si no se debía eso a que no había visto sus partes íntimas.
Reba pasó los brazos alrededor de su cuello y apoyó la cabeza contra su pecho fornido. Su corazón latía agitadamente.
Se las arregló para decirle buenos días.
—Fue realmente maravilloso, D.
«¿De veras? ¿Qué debía contestar?».
—Me alegro. Para mí también —eso sonaba bastante bien.
«Sácala de aquí».
—Pero ahora debo volver a casa —decía Reba—. Mi hermana va a venir a buscarme para llevarme a almorzar. Puedes venir también si lo deseas.
—Tengo que volver a la oficina —contestó modificando la mentira que ya tenía preparada.
—Buscaré mi cartera.
«Oh, no».
—Yo te la traeré.
Casi imposibilitado de discernir sus propios y verdaderos sentimientos, tan incapaz de expresarlos como una cicatriz de sonrojarse, Dolarhyde no sabía lo que le había pasado con Reba McClane, ni por qué. Estaba confundido, acuciado por esa nueva y terrorífica sensación de ser Dos.
Ella lo amenazaba y no lo amenazaba.
Estaba el asunto de los sorprendentes y vivos movimientos de aceptación de Reba en la cama de la abuela.
A veces Dolarhyde no sabía lo que sentía hasta que actuaba. No sabía qué sentía por Reba McClane.
Un incidente molesto cuando la condujo de vuelta a su casa lo ilustró someramente.
Dolarhyde se detuvo en una estación de servicio Servco Supreme para llenar el tanque de la furgoneta justo después de la salida de la Interestatal 70 al Boulevard Lindbergh.
El empleado era un hombre corpulento y hosco que olía a vino. Hizo una mueca cuando Dolarhyde le pidió que revisara el aceite.
Le faltaba un cuarto. El empleado enroscó el pico en la lata de aceite y lo introdujo en el motor. Dolarhyde se bajó para pagar.
El empleado estaba muy entusiasmado limpiando el parabrisas, del lado del acompañante. Limpiaba y limpiaba.
Reba McClane estaba sentada en el alto asiento de la cabina, con las piernas cruzadas y la falda por encima de la rodilla. El bastón blanco estaba entre los dos asientos.
El hombre repasó nuevamente el parabrisas. Estaba mirando atentamente el vestido.
Dolarhyde le sorprendió al levantar la vista de su billetera. Metió la mano por la ventanilla del automóvil y puso en funcionamiento los limpiaparabrisas a su máxima velocidad, los que golpearon fuertemente los dedos del dependiente.
—¡Epa, cuidado! —El empleado se dedicó entonces a retirar la lata de aceite del motor. Sabía que lo habían pescado y sonrió a hurtadillas hasta que se le acercó Dolarhyde después de dar la vuelta a la furgoneta.
—Hijo de puta.
—¿Qué diablos le pasa? —Su altura y peso eran similares a los de Dolarhyde pero su musculatura era muy inferior. Era joven para tener dientes postizos y no parecía cuidarlos demasiado.
A Dolarhyde le disgustó su color verdoso.
—¿Qué les pasó a sus dientes? —preguntó suavemente.
—¿Y a usted qué le importa?
—¿Se los arrancó a su amiguito, cerdo de mierda? —Dolarhyde estaba muy cerca.
—Apártese de mí.
—Cerdo. Idiota. Basura. Estúpido —agregó tranquilamente.
Dolarhyde lo arrojó de un manotazo contra la furgoneta. La lata de aceite y el pico vertedor cayeron sobre el pavimento.
Dolarhyde los recogió.
—No corra. Puedo alcanzarlo —sacó el pico de la lata y miró su extremo puntiagudo.
El otro hombre se puso pálido. Había algo en la cara de Dolarhyde que jamás había visto, en ningún lado.
Durante un cruento instante Dolarhyde vio el pico incrustado en el pecho del dependiente, vaciándole el corazón. Divisó la cara de Reba a través del parabrisas. Meneaba la cabeza y murmuraba algo. Estaba buscando la manija para bajar el vidrio.
—¿Alguna vez le han roto algo, idiota?
El hombre meneó rápidamente la cabeza.
—No quise ofenderlo. Se lo juro.
Dolarhyde acercó el pico metálico a la cara del empleado. Los músculos de su pecho se hincharon mientras lo doblaba sujetándolo con ambas manos. Tiró del cinturón del hombre y dejó caer el pico dentro de sus pantalones.
—No apartes la vista de tu roñoso cuerpo.
Metió el dinero de la nafta en el bolsillo de la camisa.
—Y ahora corre —agregó—. Pero recuerda que puedo alcanzarte si me da la gana.