CAPÍTULO29

Francis Dolarhyde tuvo que abandonar su territorio en el taller de revelado de Gateway para buscar lo que precisaba.

Dolarhyde era jefe de producción de la sección más importante de Gateway —la de revelado de películas familiares— pero existían otras cuatro más.

Las retracciones de 1970 incidieron considerablemente en la filmación de películas familiares y el sistema de la videograbación era una competencia en constante aumento. Gateway tuvo que diversificarse.

La compañía agregó secciones que transferían las películas al videotape, imprimían mapas de reconocimiento aéreo y ofrecían servicios de aduana a productores de películas comerciales de pequeño formato.

En 1979, Gateway recibió un regalo del cielo. La compañía firmó un contrato junto con el Departamento de Defensa y el Departamento de Energía para perfeccionar y probar nuevas emulsiones para fotografía con infrarrojos.

El Departamento de Defensa quería películas sensibles infrarrojas para sus estudios de almacenamiento de calor. Defensa las precisaba para reconocimientos nocturnos.

Gateway compró, a fines de 1979, una pequeña compañía vecina —la Química Baeder— e instaló allí el proyecto.

Dolarhyde caminó hasta Baeder durante la hora del almuerzo, bajo un límpido cielo azul, evitando cuidadosamente los charcos de agua en el asfalto que reflejaban su imagen. La muerte de Lounds lo había dejado de muy buen humor.

Parecía que en Baeder todos habían salido para almorzar.

Encontró la puerta que buscaba al final del laberinto de pasillos. El cartel decía: «Materiales Sensibles Infrarrojos en Uso. No Encender la Luz. No Fumar. Prohibidas las Bebidas Calientes». La luz roja estaba encendida sobre el cartel.

Dolarhyde oprimió un botón y al cabo de un momento la luz se puso verde. Entró a la pequeña antesala y golpeó la puerta interior.

—Adelante —respondió una voz de mujer.

Un ambiente fresco y oscuridad total. Ruido a agua que corre y el conocido olor del producto utilizado para revelados; un dejo de perfume además.

—Soy Francis Dolarhyde. Vine por el secador.

—Oh, bien. Discúlpeme, tengo la boca llena.

Estaba terminando de almorzar. Oyó el ruido de papeles estrujados y arrojados a un cesto.

—En realidad, Ferguson quería el secador —dijo la voz en la oscuridad—. Está de vacaciones pero sé dónde encontrarlo. ¿Tiene uno en Gateway?

—Tengo dos. Uno es más grande.

Él no dijo cuánto espacio tenía. Dolarhyde había leído semanas antes un memorando sobre el secador.

—Se lo mostraré si no le importa esperar un momento.

—No hay problema.

—Apoye su espalda contra la puerta —su voz adquirió un tono similar al de un guía—, dé tres pasos hacia adelante, hasta sentir la baldosa bajo sus pies, y encontrará un banquito a su izquierda.

Lo encontró. Estaba más cerca de ella ahora. Podía oír el crujido de su guardapolvo.

—Gracias por venir —dijo la mujer, con voz clara y un dejo metálico—. Usted es el jefe de la sección revelado en el edificio grande ¿verdad?

—Así es.

—¿El mismo «señor D» que se enfurece cuando se archivan mal las solicitudes?

—El mismísimo.

—Yo soy Reba McClane. Espero que no haya nada mal aquí.

—Ya no es más asunto mío. Yo sólo planeé la construcción del cuarto oscuro cuando compramos este lugar. Hace más de seis meses que no vengo —Un larguísimo discurso para él, pero mucho más fácil en la oscuridad.

—Un minuto más y encenderé la luz. ¿Necesita medir?

—Tengo con qué hacerlo.

A Dolarhyde le resultaba bastante agradable conversar con esta mujer en la oscuridad. Oyó el ruido de una cartera que se abría y el clic de una polvera.

Sintió pena cuando sonó el despertador.

—Listo. Guardaré este material en el Agujero Negro —dijo ella.

Sintió una ráfaga de aire fresco, oyó que se cerraba la puerta de un armario provista de burletes de goma y el silbido de una cerradura al vacío. Un soplo de aire y una estela perfumada lo rozó al pasar ella.

Dolarhyde apoyó el nudillo del dedo bajo su nariz, resumió su expresión pensativa y esperó a que se encendiera la luz.

El cuarto se iluminó. Ella estaba parada junto a la puerta sonriendo en una dirección aproximada hacia donde él estaba. Sus ojos se movían inquietos bajo sus párpados cerrados.

Vio el bastón blanco apoyado en un rincón. Se quitó la mano de la cara y sonrió.

—¿Podría comer una ciruela? —preguntó él. Había varias en el mostrador sobre el cual ella había estado sentada.

—Por supuesto, son muy ricas.

Reba McClane tendría alrededor de treinta años y una cara de campesina enmarcada por finos rasgos y firme determinación. En el puente de la nariz tenía una pequeña cicatriz en forma de estrella. Su pelo era una mezcla de trigo y oro colorado, peinado en un estilo paje un poco pasado de moda y la cara y las manos estaban salpicadas por pecas del sol. Contra las baldosas y el acero inoxidable del cuarto oscuro, su silueta tenía el resplandor del otoño.

Dolarhyde podía observarla a su gusto y antojo. Su mirada podía pasearse tan libremente como el aire. Ella no tenía posibilidades de detener sus ojos.

Dolarhyde sentía a menudo manchones calientes y urticantes en su piel cuando hablaba con una mujer. Se movían por dondequiera que pensara que la mujer lo miraba. Aun cuando ella apartara la vista, sospechaba que veía su reflejo. Siempre estaba atento a las superficies reflejantes y se cuidaba de evitarlas.

Su piel estaba fría en ese momento. La de ella, cubierta de pecas, con gotitas de transpiración en el cuello y la parte interior de las muñecas.

—Le mostraré el cuarto donde quiere instalarlo —dijo Reba—. Allí podremos medirlo.

—Quiero pedirle un favor —dijo Dolarhyde cuando terminaron.

—Diga.

—Necesito película infrarroja para filmar. Película cálida, sensible alrededor de los mil nanómetros.

—Tendrá que conservarla en el congelador y guardarla nuevamente en la nevera después de usarla.

—Lo sé.

—Si me pudiera dar una idea de las condiciones, tal vez yo…

—Tomas a dos metros y medio, con un par de filtros Wratten sobre las luces —sonaba demasiado como un mecanismo de vigilancia—. En el zoológico —aclaró—. En el Mundo de la Oscuridad. Quieren fotografiar los animales nocturnos.

—Deben de ser realmente asustadizos si no pueden usar la película comercial.

—Ajá.

—Estoy segura de que podremos suministrárselo. Pero hay un detalle. Usted sabe que mucho material que utilizamos aquí está bajo el contrato de DD. Va a tener que firmar si quiere sacar algo.

—Correcto.

—¿Cuándo lo necesita?

—Alrededor del 20. Pero no más tarde.

—No necesito decirle que cuanto más sensible es, más cuidado hay que tener al manipularla. Tiene que trabajar con enfriadores, hielo seco y demás. A las cuatro de la tarde proyectarán unas muestras. Tal vez le interese verlas. Podrá elegir la emulsión más inocua que sirva para lo que usted quiere.

—Vendré luego.

Reba McClane contó las ciruelas después que Dolarhyde se fue. Se había llevado una.

Qué hombre raro, ese señor Dolarhyde. Su voz no había reflejado ninguna extraña pausa de simpatía y preocupación cuando encendió las luces. Tal vez ya sabía que era ciega. O mejor aún, no le importaba un comino.

Eso sí que sería agradable.