CAPÍTULO25

SPRINGFIELD, MISSOURI, 14 de junio de 1938

Marian Dolarhyde Trevane, cansada y con dolores de parto se bajó del taxi al llegar al City Hospital. Una fina arenisca levantada por un viento cálido le castigó los tobillos al subir la escalinata. La valija que llevaba era mejor que su vestido suelto, así como también el elegante bolso de malla que apretaba contra su abultado vientre. Tenía dos monedas de veinticinco centavos y una de diez en la cartera. Y a Francis Dolarhyde en su vientre.

Le dijo al empleado de recepción que se llamaba Betty Johnson, lo que no era cierto. Que su esposo era un músico y que no sabía dónde estaba, y eso era verdad.

La instalaron en la sección de indigentes de la sala de maternidad. No miró a las pacientes que estaban a ambos lados de su cama. Miraba las plantas de los pies del otro lado del pasillo.

Al cabo de cuatro horas la llevaron a la sala de partos, donde nació Francis Dolarhyde. El obstetra dijo que parecía «más un murciélago de nariz aplastada que un bebé», otra verdad. Nació con cortes bilaterales en su labio superior y en la parte anterior y posterior del paladar. La parte central de su boca no estaba sujeta y sobresalía. Su nariz era chata.

Los médicos decidieron no mostrárselo inmediatamente a su madre. Querían esperar hasta ver si la criatura podía sobrevivir sin oxígeno. Lo colocaron en una cuna en la parte de atrás de la sala de lactantes, como para que no pudiera ser visto desde la vidriera. Respiraba, pero no podía alimentarse. Le era imposible succionar con ese paladar partido.

Su llanto durante el primer día no fue tan continuo como el de un bebé adicto a la heroína, pero igualmente penetrante.

En la mañana del segundo día todo lo que podía exteriorizar era un débil gemido.

A las tres de la tarde, cuando cambió el turno, una gran sombra cayó sobre su cuna. Prince Easter Mize, encargada de la limpieza y ayudante de la sala de lactantes, con casi cien kilos de peso, se paró a mirarlo, con los brazos cruzados sobre su pecho. En los veintiséis años que había trabajado en esa sala había visto alrededor de treinta y nueve mil bebés. Este viviría si lograba alimentarse.

Prince Easter no había recibido ninguna orden del Señor respecto de dejar morir a esta criatura. Y dudaba que el hospital hubiera recibido alguna. Sacó de su bolsillo un tapón de goma del que salía una pajita curva de vidrio para beber. Colocó el tapón en un frasco con leche. En una de sus grandes manazas sostenía al bebé y apoyaba sobre ella su cabeza. Lo recostó contra su pecho hasta saber que había escuchado los latidos de su corazón. Luego, con un rápido movimiento le dio la vuelta y le introdujo el tubo en la garganta. Tomó alrededor de sesenta gramos y se quedó dormido.

—Um-Hum —dijo depositándolo nuevamente en la cuna y reanudando sus tareas de limpieza.

Al cuarto día las enfermeras trasladaron a Marian Dolarhyde Trevane a una habitación privada. En el lavabo había una jarra enlozada con un ramo de flores dejado por el ocupante anterior. Se mantenían bastante bien.

Marian era una joven bonita y su cara había empezado ya a deshincharse. Miró al médico cuando comenzó a hablarle con la mano apoyada sobre su hombro. Aspiraba el penetrante olor a jabón de su mano y pensaba en las arrugas que tenía alrededor de los ojos hasta que cayó en cuenta de lo que le estaba diciendo. Cerró entonces los suyos y no los abrió cuando trajeron al bebé.

Finalmente lo miró. Cerraron la puerta cuando gritó. Y enseguida le aplicaron una inyección.

Al quinto día abandonó sola el hospital. No sabía dónde ir. Nunca más podría volver a su casa; su madre se lo había dicho claramente.

Marian Dolarhyde Trevane contó los pasos entre los faroles de luz. Cada tres faroles se sentaba sobre la valija para descansar. Por lo menos tenía la valija. En todas las ciudades había una casa de empeño cerca de la estación de ómnibus. Lo había aprendido viajando con su esposo.

En 1938 Springfield no era un centro de cirugía plástica. En Springfield uno tenía la cara con la que había nacido.

Un cirujano del hospital municipal hizo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades por Francis Dolarhyde, contrayendo en primer lugar la sección frontal de su boca con una banda elástica, luego cerrando las aberturas de su labio por medio de una técnica de superposición rectangular, hoy en día totalmente anticuada. El resultado de los cosméticos no fue satisfactorio.

El cirujano se había tomado el trabajo de buscar información sobre ese problema y decidió, acertadamente, que debía esperarse hasta que el niño tuviera cinco años para arreglarle el paladar. Una operación prematura podría distorsionar el desarrollo de su cara.

Un dentista local se ofreció para fabricar un obturador que cerrara el paladar del bebé, permitiéndole alimentarse sin que la comida pasara a la nariz.

El niño fue enviado al Hogar de Huérfanos de Springfield durante un año y medio y luego al Orfanato Morgan Lee Memorial.

El reverendo S.B. «Buddy» Lomax era el director del orfanato. El hermano Buddy convocó a los demás niños y niñas y les dijo que Francis tenía labio leporino pero que debían cuidarse muy bien de llamarlo alguna vez así.

El hermano Buddy les sugirió que rezaran por él.

La madre de Francis Dolarhyde aprendió a ganarse la vida durante los años siguientes al nacimiento de su hijo.

Marian Dolarhyde encontró primero un trabajo como dactilógrafa de un jefe de circunscripción del partido demócrata de St. Louis. Con su ayuda consiguió la anulación de su casamiento con el ausente Trevane.

En los documentos de anulación no se mencionaba para nada la existencia de un niño.

No tenía ninguna relación con su madre. («No te crié para que te acostaras con ese irlandés vagabundo», fueron las palabras con las que la señora Dolarhyde se despidió de Marian cuando ésta abandonó su hogar con Trevane).

El ex marido de Marian la llamó una vez a su trabajo. Sobrio y piadoso, le dijo que lo habían salvado y quería saber si él, Marian y el niño que «nunca tuvo la dicha de conocer» podrían empezar una nueva vida juntos. Daba la impresión de estar sin un peso.

Marian le dijo que el niño había nacido muerto y cortó la comunicación.

Se presentó totalmente borracho y con una valija en la pensión de Marian. Cuando ella le dijo que no quería saber nada de él, Trevane le hizo notar que el matrimonio había fracasado por culpa de ella y que era la responsable de que el niño hubiera nacido muerto. Manifestó tener dudas de que se hubiese tratado de un hijo suyo.

En un arranque de ira Marian Dolarhyde le dijo a Michael Trevane exactamente qué clase de hijo había tenido, agregando que podía reclamarlo cuando quisiera. Le hizo recordar que en la familia Trevane había dos casos de paladar partido.

Lo echó a la calle, recomendándole que jamás volviera a llamarla. Él no lo hizo. Pero años después, borracho y meditando sobre el nuevo y rico marido de Marian y la buena vida que se daban, llamó a la madre de Marian.

Le contó a la señora Dolarhyde que tenía un nieto deforme y le dijo que sus dientes de conejo eran la prueba de que esa tara hereditaria se remontaba a los Dolarhyde.

Una semana después, un tranvía de Kansas City cortaba en dos a Michael Trevane.

La señora Dolarhyde no pudo dormir en toda la noche cuando Michael Trevane le dijo que Marian tenía un hijo oculto. Se quedó sentada en la silla hamaca contemplando el fuego de la chimenea. Al despuntar el alba empezó a mecerse lenta y deliberadamente.

En el piso de arriba de la gran casa una voz cascada llamó entre sueños. El piso del cuarto ubicado justo arriba de donde estaba sentada la señora Dolarhyde crujió al arrastrarse alguien hacia el baño.

Oyó un fuerte golpe en el techo —como si alguien hubiera caído— y la voz cascada gimió de dolor.

La señora Dolarhyde no apartó en ningún momento su vista del fuego. Se hamacó más rápidamente y al cabo de un rato los gemidos cesaron.

Próximo ya a cumplir seis años, Francis Dolarhyde recibió su primera y única visita en el orfanato.

Estaba sentado en la cafetería cuando un muchacho más grande vino a buscarlo, sacándolo de ese ambiente sofocante para conducirlo a la oficina del Hermano Buddy.

La señora que estaba esperando allí era alta y de edad madura, muy empolvada y con el pelo sujeto en un apretado rodete. Su cara era increíblemente pálida. Tenía unas manchas amarillentas en su pelo gris, en los ojos y en sus dientes.

Lo que le llamó la atención a Francis, lo que siempre recordaría, fue que sonrió complacida al ver su cara. Eso jamás le había pasado. Y nadie volvería a hacerlo.

—Esta es tu abuela —le dijo el Hermano Buddy.

—Hola —dijo ella.

El Hermano Buddy se secó la boca con una gran manaza.

—Vamos, di «hola».

Francis había aprendido a decir algunas cosas con mucho esfuerzo pero no había tenido muchas oportunidades de decir «hola».

—Llha —fue lo mejor que pudo vocalizar.

Su abuela pareció más contenta aún con él.

—¿Puedes decir «abuela»?

—Trata de decir «abuela» —insistió el Hermano Buddy.

Por más que se esforzó le resultó imposible y se puso a llorar. Una avispa colorada zumbaba revoloteando contra el techo.

—No importa —dijo su abuela—. Apuesto a que sabes decir tu nombre. Un chico grande como tú tiene que saber decir cómo se llama. Hazme el favor de decirlo.

La cara del niño se iluminó. Los chicos mayores le habían ayudado a decirlo. Quería darle el gusto. Hizo un esfuerzo.

—Cara de culo —respondió.

Tres días después la señora Dolarhyde buscaba a Francis en el orfanato para llevárselo a vivir con ella. Comenzó enseguida a ayudarlo a hablar. Se concentraron en una única palabra. Mamá.

Al cabo de dos años de la anulación, Marian Dolarhyde conoció y se casó con Howard Vogt, un exitoso abogado relacionado sólidamente con el partido de St. Louis y lo que quedaba del viejo Pendergast en Kansas.

Vogt era un viudo con tres niños chicos, un hombre agradable y ambicioso, quince años mayor que Marian Dolarhyde. Lo único que detestaba en el mundo era el Post Dispatch, de St. Louis, que había sacado sus trapitos al sol durante el escándalo del registro de votantes en 1936 y arruinado el intento del partido en 1940 por apoderarse de la gobernación.

Pero en 1943 la estrella de Vogt estaba surgiendo nuevamente. Era candidato para la legislatura estatal y se le mencionaba como posible delegado para la próxima convención constitucional.

Marian era una atractiva y hábil dueña de casa y Vogt le compró una bonita mansión con revestimiento de madera en la calle Olive, especial para recibir a mucha gente.

Francis Dolarhyde había vivido una semana con su abuela cuando lo llevó allí.

La señora Dolarhyde no había visto nunca la casa de su hija. La mucama que le abrió la puerta no la conocía.

—Soy la señora Dolarhyde —dijo haciendo a un lado a la sirvienta. La enagua asomaba como diez centímetros por debajo de la parte de atrás de su vestido. Hizo pasar a Francis a un gran living en cuya chimenea ardía un fuego acogedor.

—¿Quién es, Viola? —inquirió desde el piso de arriba una voz femenina.

La señora Dolarhyde cubrió la cara de Francis con su mano. El chico aspiró el olor a cuero de su guante. Y enseguida le susurró:

—Ve a ver a tu madre, Francis. Ve a ver a tu madre. ¡Corre!

El niño se acobardó y trató de retroceder.

—Ve a ver a tu madre. ¡Corre! —Lo tomó de los hombros y lo condujo hasta la escalera. Subió trotando hasta el rellano y se dio vuelta para mirarla. Ella lo alentó con un gesto del mentón.

Llegó hasta ese desconocido pasillo y a la puerta abierta del dormitorio.

Su madre estaba sentada frente a la mesa del tocador, verificando su maquillaje en un espejo rodeado de luces. Se preparaba para una reunión política y no era aconsejable un exceso de rouge. Estaba de espaldas a la puerta.

—Ahá —musitó Francis, tal como le habían enseñado. Trató con toda su alma de decirlo bien—. Ahá.

Entonces ella lo vio en el espejo.

—Si buscas a Ned, todavía no ha vuelto del…

—Ahá —repitió acercándose a la despiadada luz.

Marian oyó la voz de su madre abajo pidiendo té. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y permaneció sentada inmóvil. No se dio vuelta. Apagó las luces del espejo y su imagen desapareció de él. En la oscuridad del cuarto dejó escapar un bajo y único gemido que terminó en un sollozo. Podría haber sido por ella, o quizá por el niño.

Después de esa visita, la señora Dolarhyde llevó a Francis a todos los mítines políticos y explicaba quién era y de dónde venía. Le hacía decir «hola» a todo el mundo. Pero no ensayaron el «hola» en su casa.

El señor Vogt perdió la elección por mil ochocientos votos.