El doctor Frederick Chilton estaba parado en el corredor junto a la celda de Hannibal Lecter. Lo acompañaban tres corpulentos ayudantes. Uno tenía un chaleco de fuerza y ataduras para las piernas y el otro un recipiente con Mace. El tercero introdujo un dardo tranquilizante en su rifle de aire comprimido.
Lecter estaba sentado frente a su mesa leyendo una tabla de estadísticas y tomando notas. Oyó los pasos que se acercaban. Escuchó el ruido del cerrojo del rifle muy cerca, a espaldas de él, pero continuó leyendo y no dejó entrever que sabía que Chilton estaba allí.
Chilton le había enviado los periódicos a mediodía y lo dejó esperar hasta la noche para enterarse del castigo que recibiría por ayudar al Dragón.
—Doctor Lecter —dijo Chilton.
—Buenas tardes, doctor Chilton —dijo Lecter dándose vuelta e ignorando la presencia de los guardias.
—He venido por sus libros. Todos sus libros.
—Entiendo. ¿Puedo saber cuánto tiempo piensa confiscarlos?
—Depende de su comportamiento.
—¿Tomó usted esta decisión?
—Yo decido los castigos que se aplican aquí.
—Por supuesto. No es el tipo de cosa que solicitaría Will Graham.
—Póngase de espaldas contra la pared y colóquese esto, doctor Lecter. No se lo pediré dos veces.
—Por supuesto, doctor Chilton. Espero que sea una treinta y nueve, las treinta y siete ajustan demasiado el pecho.
El doctor Lecter se colocó el chaleco como si estuviera poniéndose un smoking. Un ayudante pasó un brazo entre la red y se lo sujetó en la espalda.
—Ayúdenlo a acostarse en el catre —dijo Chilton.
Chilton limpiaba sus anteojos y revolvía los papeles personales de Lecter con un bolígrafo mientras los enfermeros vaciaban las estanterías.
Lecter lo observaba desde su rincón, sumido en la penumbra. Una curiosa gracia emanaba de su persona a pesar del chaleco y las correas.
—Debajo de la carpeta amarilla —dijo Lecter con voz calma—, encontrarán una nota de rechazo que envió el Archives. Me la trajeron por error junto con la correspondencia que me envía el Archives y temo que la abrí sin fijarme a quién estaba dirigido el sobre. Lo siento.
Chilton se sonrojó. Dirigiéndose a un ayudante le dijo:
—Será mejor que quiten el asiento del inodoro del doctor Lecter.
Chilton echó una mirada a la tabla de estadísticas. Lecter había escrito su edad arriba de todo: cuarenta y uno.
—¿Y qué es lo que tiene aquí? —preguntó Chilton.
—Tiempo —respondió Lecter.
El jefe de sección Brian Zeller tomó la caja del mensajero y las ruedas de la silla y se dirigió a Análisis Instrumental, caminando a una velocidad que hacía silbar sus pantalones de gabardina.
El personal del turno de día que no había podido retirarse todavía, conocía perfectamente bien el significado de ese sonido sibilante: Zeller estaba muy apurado.
Ya habían tenido demasiadas demoras. El fatigado correo, cuyo vuelo de Chicago había sido atrasado por el tiempo y luego desviado a Filadelfia, había alquilado un automóvil y se había dirigido al laboratorio del FBI en Washington.
El laboratorio del departamento de policía de Chicago era muy eficiente, pero no estaba equipado para realizar ciertas investigaciones. Zeller se dispuso a realizarlas ahora.
Dejó caer en el espectrómetro las partículas de pintura de la puerta del automóvil de Lounds.
Beverly Katz, de la sección Pelos y Fibras, recibió las ruedas para trabajar en ellas junto con otros de la sección.
La última parada de Zeller fue en el pequeño y caliente cuarto en el que Liza Lake estaba inclinada sobre su cromatógrafo de gases. Estaba verificando las cenizas de un incendio intencional en Florida, observando cómo la aguja trazaba una línea irregular sobre el papel que se deslizaba por el aparato.
—Líquido para encendedores Ace —dijo—. Eso fue lo que utilizó para encender el fuego —había visto tantas muestras que podía reconocer una marca sin tener que recurrir a los manuales.
Zeller apartó sus ojos de Liza Lake y se reprochó severamente por sentir placer en esa oficina. Carraspeó y levantó las dos relucientes latas de pintura.
—¿Chicago? —preguntó ella.
Zeller asintió.
La joven verificó el estado de las latas y el cierre de las tapas. Una lata contenía cenizas de la silla de ruedas; la otra, restos calcinados de Lounds.
—¿Cuánto tiempo ha estado en las latas?
—Seis horas aproximadamente —respondió Zeller.
—Lo revisaré.
Pinchó la tapa con una gruesa jeringa, extrajo el aire que había estado en contacto con las cenizas, y lo inyectó directamente en el cromatógrafo para gases. Realizó unos pocos ajustes. Mientras la muestra se movía en la columna de presión de la máquina, la aguja zigzagueaba en el amplio papel cuadriculado.
—Sin plomo —manifestó Liza Lake—. Es gasohol, gasohol sin plomo. No se ve mucho ese combustible —revisó rápidamente las páginas de un fichero con muestras de gráficos—. No puedo decirle qué marca es todavía. Permítame analizarlo con pentano y luego le avisaré.
—Bien —respondió Zeller.
El pentano disolvería los fluidos de las cenizas y luego se fraccionaría rápidamente en el cromatógrafo, dejando los fluidos para un análisis más preciso.
Para la una del mediodía Zeller tenía todo el material que fue posible obtener.
Liza Lake consiguió averiguar el nombre del gasohol: Freddy Lounds había sido quemado con una mezcla llamada «Servco Supreme».
Después de cepillar pacientemente las estrías de las llantas de las ruedas de la silla, aparecieron dos tipos de fibra de alfombra: una de lana y otra sintética. El moho en el polvo de las fibras indicaba que la silla había sido guardada en un lugar fresco y oscuro.
Los otros resultados eran menos satisfactorios. Las partículas de pintura resultaron no ser de una pintura original de fábrica. Luego de haber sido inyectadas en el espectrómetro y comparadas con los archivos de pintura de automóviles de industria nacional, se comprobó que era un esmalte Duco de buena calidad, manufacturado en una partida de setecientos mil litros, durante el primer cuatrimestre de 1978 para ser vendido a varias firmas dedicadas a la pintura de automóviles.
Zeller esperaba descubrir una marca de automóvil y la fecha aproximada de fabricación.
Envió un télex a Chicago con los resultados obtenidos.
El Departamento de Policía de Chicago solicitaba la devolución de las ruedas. Resultó un incómodo envoltorio para el correo. Zeller le agregó a su cartera unos informes del laboratorio, junto con correspondencia y un paquete que había llegado dirigido a Graham.
—No soy el Experto Federal —afirmó el mensajero cuando tuvo la seguridad de que estaba fuera del alcance del oído de Zeller.
El Departamento de Justicia posee varios pequeños departamentos cerca del Tribunal del Séptimo Distrito de Chicago para uso de los juristas y testigos especiales cuando sesiona el tribunal. Graham se alojó en uno de ellos y Crawford en otro, del lado opuesto del pasillo.
Llegó a las nueve de la noche, cansado y mojado. No había comido desde que desayunó en el avión que lo trajo de Washington y la idea de comer le repugnaba.
Por fin terminaba ese lluvioso miércoles. Era uno de los peores días que recordaba.
Al haber sido eliminado Lounds, era probable que la próxima víctima fuera él y Chester le había cuidado su espalda el día entero, mientras estuvo en el garaje de Lounds y parado bajo la lluvia en el pavimento chamuscado donde Lounds se quemó. Blancos haces de luz iluminaron su cara mientras le manifestaba a la prensa que «estaba profundamente apenado por la pérdida de su amigo Freddy Lounds».
Pensaba asistir al funeral. Y también irían numerosos agentes federales y policiales con la esperanza de que el asesino fuera a ver llorar a Graham.
En ese momento no sentía nada que pudiera identificar, solamente una fría sensación de náusea y una ocasional oleada de angustiosa alegría por no haber sido él el que murió quemado en lugar de Lounds.
A Graham le parecía que no había aprendido nada en cuarenta años: solamente había conseguido cansarse.
Se preparó un gran Martini y lo bebió mientras se desvestía. Bebió otro después de bañarse, mientras miraba el noticiero.
(Una emboscada del FBI para atrapar al Hada de los Dientes fracasa y muere un viejo periodista. Volveremos con más detalles en el Noticiero Testigo Ocular cuando finalice este programa).
Antes de finalizar la emisión, se referían al asesino como «El Dragón». El Tattler lo había repartido a todas las agencias noticiosas. Graham no se sorprendió. La edición del jueves se iba a vender muy bien.
Se preparó un tercer Martini y llamó a Molly.
Molly había visto el noticiero de la televisión de las seis y el de las diez y había leído el Tattler. Sabía que Graham había sido el cebo de una trampa.
—Deberías habérmelo dicho, Will.
—Quizá. Pero no estoy seguro.
—¿Y ahora tratará de matarte a ti?
—Tarde o temprano. Aunque ahora le resultará más difícil, ya que estoy de un lado para otro. Estoy protegido permanentemente, Molly, y él lo sabe. No me ocurrirá nada.
—Me parece que tienes la lengua un poco trabada ¿has hecho alguna visita a tu amigo de la nevera?
—Tomé un par de copas.
—¿Cómo te sientes?
—Bastante mal.
—El informativo dijo que el periodista no contaba con ninguna protección del FBI.
—Se suponía que debía estar con Crawford cuando el Hada de los Dientes recibiera el periódico.
—En el noticiero ahora lo llaman el Dragón.
—Así es como se llama a sí mismo.
—Will, hay una cosa que… quiero irme con Willy de aquí.
—¿Y adónde irías?
—A la casa de sus abuelos. Hace mucho que no lo ven y estarían encantados.
—Oh, um-hmmm.
Los abuelos paternos de Willy tenían una propiedad en la costa de Oregón.
—Este lugar es tétrico. Sé que se supone que es seguro, pero no logramos dormir muy bien. Tal vez la lección de tiro me asustó, no lo sé.
—Lo siento, Molly. Ojalá pudiera decirte cuánto lo siento.
—Te extrañaré. Ambos te extrañaremos.
Por lo visto estaba decidida.
—¿Cuándo te irás?
—Por la mañana.
—¿Y qué pasará con la tienda?
—Evelyn quiere hacerse cargo. Yo haré el pedido de la mercadería de otoño con los mayoristas, nada más que por el interés, y ella puede guardarse lo que gane.
—¿Y los perros?
—Le pedí que llamara a la municipalidad, Will. Lo siento, pero tal vez alguien se haga cargo de algunos.
—Molly, yo…
—Me quedaría aquí si así pudiera evitar que te ocurriera algo malo a ti. Pero tú no puedes salvar a nadie, Will, y yo no te puedo ayudar. Mientras que si vamos allí, tú puedes preocuparte sólo de cuidar de ti. No pienso tener que cargar con esta maldita pistola por el resto de mis días, Will.
—Tal vez puedas hacer una escapada a Oakland y asistir a un partido de los A’s. —No era eso lo que quería decirle. Dios mío, qué silencio tan largo.
—Bien, te llamaré —dijo ella—, o más bien supongo que tendrás que llamarme tú allí.
Graham sintió que algo se quebraba. Le faltaba el aire.
—Permíteme que le pida a la oficina que se ocupe de los arreglos necesarios. ¿Has reservado ya pasaje?
—Pero no bajo mi nombre. Pensé que tal vez los periodistas…
—Bien. Bien. Permíteme que mande a alguien para que te acompañe hasta el avión. Así no tendrás que subir por la puerta de los pasajeros y bajarás en Washington sin problemas. ¿Puedo hacerlo? Déjame hacerlo. ¿A qué hora sale tu avión?
—Nueve y cuarenta. American 118.
—Muy bien, ocho y media, detrás del Smithsonian. Hay un estacionamiento de automóviles. Deja el tuyo allí. Alguien te buscará. Escuchará su reloj, lo acercará a su oreja cuando se baje del automóvil ¿de acuerdo?
—Muy bien.
—Oye, ¿cambias de avión en O’Hare? Podría ir.
—No. Cambio en Minneapolis.
—Oh, Molly. ¿Crees que cuando todo termine puedo ir allí a buscarte?
—Sería muy agradable.
Muy agradable.
—¿Tienes dinero suficiente?
—El banco me va a girar algo.
—¿Qué?
—A Barclay, en el aeropuerto. No te preocupes.
—Te extrañaré.
—Yo también, pero va a ser igual que ahora. La misma distancia por teléfono. Willy te manda decir hola.
—Saluda a Willy de mi parte.
—Ten cuidado, querido.
Nunca lo había llamado querido antes. No le importaba. No le importaban los nombres nuevos; querido, Dragón Rojo.
El oficial a cargo de la guardia nocturna en Washington se alegró de poder hacer los arreglos para Molly. Graham apoyó la cara contra la ventana fría y observó cómo caía la lluvia a torrentes sobre el tráfico allá abajo, y cómo el resplandor de los relámpagos coloreaba súbitamente la calle gris. Su cara dejó en el vidrio la marca de la frente, la nariz, los labios y el mentón.
Molly se había ido.
El día había terminado y debía enfrentarse solamente a la noche y a esa voz sin labios que lo acusaba.
La mujer de Lounds le había sujetado la mano hasta que todo terminó.
«Hola, habla Valerie Leeds. Siento no poder atender el teléfono en este momento…».
—Yo también lo siento —musitó Graham.
Llenó nuevamente su vaso y se sentó a la mesa junto a la ventana, mirando la silla vacía frente a él. Siguió mirando hasta que el espacio de la silla de enfrente adquirió la forma de un hombre, llena de manchas oscuras que se movían, una presencia como una sombra sobre el polvo en suspensión. Trató de que la imagen se detuviera, de ver una cara. Pero no se movía, no tenía semblante y, sin embargo, a pesar de la falta de rasgos lo miraba con una atención palpable.
—Sé que es duro —dijo Graham. Estaba completamente borracho—. Tienes que tratar de detenerte, esperar hasta que te encontremos. Si debes hacer algo, ¡qué joder!, ven por mí. No me importa. Será mejor después. Ahora tienen unas cuantas cosas como para detenerte. Para que no sigas teniendo tantas ganas de hacerlo. Ayúdame, ayúdame un poco. Molly se ha ido, el viejo Freddy está muerto. Ahora quedamos tú y yo, compañero.
Se inclinó sobre la mesa con el brazo extendido para tocar y la presencia desapareció.
Graham apoyó la cabeza sobre la mesa y la mejilla contra su brazo. Podía ver la marca de su frente, nariz, boca, y mentón en la ventana al iluminarla la luz de un relámpago; una cara con gotas cayendo sobre ella por el vidrio. Sin ojos. Una cara llena de lluvia.
Graham había tratado desesperadamente de comprender al Dragón.
A veces, en el silencio de las casas de sus víctimas, quebrado sólo por el ruido de su respiración, el mismo espacio por el que había transitado el Dragón parecía querer hablarle.
A veces Graham se sentía muy cerca. Una sensación que recordaba de otras investigaciones se había apoderado de él en los últimos días: la desagradable impresión de que él y el Dragón estaban haciendo las mismas cosas en diferentes momentos del día, que existía un paralelo entre los detalles cotidianos de sus vidas. En algún lugar el Dragón estaba comiendo, o bañándose, o durmiendo al mismo tiempo que él lo hacía.
Graham se esforzó mucho para conocerlo. Trató de verlo más allá del cegador reflejo de diapositivas y frascos, debajo de las líneas de los informes policiales, trató de ver su cara entre los renglones de los periódicos. Trató con todas sus fuerzas.
Pero para poder empezar a comprender al Dragón, para escuchar el frío goteo en su oscuridad, para observar al mundo a través de su roja bruma, Graham tendría que ver cosas que nunca podría ver, y tendría que poder volar a través del tiempo.