El capitán Osborne, de la sección Homicidios de la policía de Chicago, tenía la cara gris y puntiaguda de un zorro de piedra. Por toda la comisaría se veían ejemplares del Tattler. Había uno sobre su escritorio.
No les ofreció sentarse a Graham y a Crawford.
—¿Tenían planeado algo con Lounds en Chicago?
—No, debía venir a Washington —respondió Crawford—. Había reservado un pasaje de avión. Estoy seguro que lo ha verificado.
—En efecto, así lo hice. Salió ayer de su oficina a la una y media. Fue atacado en el garaje de su departamento, posiblemente alrededor de las dos y diez.
—¿Encontraron algo en el garaje?
—Sus llaves fueron pateadas debajo de su automóvil. No hay ningún encargado del garaje. Tuvieron una puerta accionada por radio, pero cayó sobre un par de automóviles y la retiraron. Nadie lo presenció. Eso parece ser la cantilena actual. Estamos trabajando en su automóvil.
—¿Podríamos ayudarle?
—Les facilitaré los resultados cuando los tenga. No ha dicho gran cosa, Graham. Parecía mucho más comunicativo en el diario.
—Tampoco me he enterado de muchas cosas al escucharlo a usted.
—¿Está enfadado, capitán? —inquirió Crawford.
—¿Yo? ¿Y por qué? Localizamos una llamada telefónica a petición suya y atrapamos un maldito periodista. Luego nos comunican que no presentarán cargos en su contra. Hacen no sé qué clase de trato con él y aparece en primera plana de ese periódico. Los otros periódicos lo adoptan enseguida como si fuera de ellos.
»Y ahora tenemos el primer asesinato del Hada de los Dientes aquí, en Chicago. Qué maravilla. «El Hada de los Dientes en Chicago», fantástico. Antes de la medianoche tendremos seis tiroteos por accidente en casas de familia, un tipo borracho que trata de entrar desapercibidamente en su casa, la mujer lo oye y bang. Tal vez al Hada de los Dientes le agrade Chicago y decida quedarse y divertirse un rato.
—Podemos hacer lo siguiente —anunció Crawford—. Armar un gran alboroto, movilizar al jefe de policía y al fiscal federal, hacer correr a todo el mundo, incluidos usted y yo. O podemos tranquilizarnos y tratar de atrapar a ese degenerado. Esto fue ideado por mí y fue a parar al tacho, lo sé. ¿Le ha ocurrido alguna vez algo parecido en Chicago? No quiero pelear contra usted, capitán. Queremos agarrarlo y volver a nuestras casas. ¿Qué es lo que quiere usted?
—Por el momento una taza de café. ¿Puedo ofrecerles una a ustedes también?
—Yo acepto —dijo Crawford.
—Y yo también —señaló Graham.
Osborne distribuyó las tazas de papel. Acto seguido los invitó a sentarse.
—El Hada de los Dientes debía de tener un furgón o una camioneta para poder trasladar a Lounds en esa silla de ruedas —manifestó Graham.
Osborne asintió.
—La placa que vio Lounds fue robada a un camión de un servicio de televisión en Oak Park. Robó una placa comercial, lo que indica que la quería para un camión o una furgoneta.
Reemplazó la del camión de TV con otra, también robada, para que no se dieran cuenta enseguida. Un muchacho muy astuto.
Hay algo que sabemos: robó la placa del camión de televisión poco después de las ocho y media de la mañana de ayer. El mecánico de televisión cargó nafta ayer a primera hora, y pagó con una tarjeta de crédito. El empleado copió el número correcto de la chapa en el recibo.
—¿Nadie vio ninguna clase de camión o furgón? —preguntó Crawford.
—Nada. El guardián del Tattler no vio absolutamente nada. A juzgar por lo que ve podría ser árbitro de lucha libre. El primero en acudir al Tattler fue el destacamento de bomberos. Iban solamente a apagar un incendio. Estamos interrogando a los que trabajan en el turno nocturno del Tattler y viven por allí y a los barrios a que concurrió el técnico de la televisión el martes por la mañana. Esperamos que alguien lo haya visto cambiar la chapa.
—Me gustaría ver nuevamente la silla —dijo Graham.
—Está en nuestro laboratorio. Los llamaré de parte de usted —Osborne hizo una pausa—. Tienen que reconocer que Lounds era un tipo corajudo. Recordar el número de la placa y decirlo en el estado en que estaba. ¿Escucharon la grabación de lo que dijo en el hospital?
Graham asintió.
—No quiero ser pesado, pero quiero saber si interpretamos la misma cosa. ¿Qué entendió usted?
Graham repitió en tono monótono:
—Hada de los Dientes. Graham me jodió. Ese mierda lo sabía. Graham me jodió. Ese mierda apoyó la mano sobre mí en la fotografía como si fuera su protegido.
Osborne no podía decir qué sentía Graham al respecto. Hizo otra pregunta.
—¿Se refería a la foto suya y de él en el Tattler?
—No puede ser otra cosa.
—¿Por qué se le habrá ocurrido esa idea?
—Lounds y yo tuvimos algunos encontronazos.
—Pero en la fotografía usted parecía muy amistoso. El Hada de los Dientes mata primero al animal favorito, ¿verdad?
—Eso es —«El zorro es bastante rápido», pensó Graham—. Qué pena que no lo utilizó como trampa.
Graham no dijo nada.
—¿Lo que dijo tiene algún otro significado para usted, algo que podamos utilizar?
Graham regresó de nadie sabe dónde y tuvo que repetir mentalmente la pregunta de Osborne antes de contestarle.
—Por lo que dijo Lounds sabemos que el Hada de los Dientes leyó el Tattler antes de atacarlo ¿verdad?
—Así es.
—Si usted parte de la idea de que el Tattler lo incentivó ¿no le parece que realizó todo esto con gran premura? El periódico salió de la imprenta el lunes por la noche, él aparece en Chicago robando las placas en algún momento del martes, posiblemente el martes por la mañana y ataca a Lounds el martes por la tarde. ¿Qué le sugiere eso?
—Que lo leyó con antelación o que no estaba muy lejos —dijo Crawford—. O lo leyó aquí, en Chicago, o en algún otro lugar el lunes por la noche. Recuerden que estaba atento para ver qué aparecía en los avisos personales.
—Estaba ya aquí o vino manejando de bastante lejos —señaló Graham—. Atacó a Lounds demasiado rápido con una vieja e inmensa silla de ruedas que no se puede transportar en un avión ya que ni siquiera es plegable. No voló aquí, robó la furgoneta y las placas y salió en busca de una antigua silla de ruedas. Ya debía de tener una, las nuevas no servirían para su propósito. —Graham estaba parado jugando con el cordón de la persiana veneciana, mirando la pared de ladrillos del otro lado del patio de aire y luz—. O tal vez ya tenía la silla y lo había planeado con anticipación.
Osborne estuvo por hacer una pregunta pero la expresión de Crawford le aconsejó esperar. Graham hacía nudos en el cordón. Sus manos temblaban.
—Lo imaginó desde antes —le apuntó Crawford.
—Es posible —manifestó Graham—, pueden ver cómo la idea surge con la silla de ruedas. La visión y la idea de la silla de ruedas mientras piensa en qué puede hacerles a esos tipos molestos. Debe de haber sido todo un espectáculo ver a Freddy rodando por la calle envuelto en llamas.
—¿Cree usted que estaba observándolo?
—Quizá. Por cierto que lo vio mentalmente antes de hacerlo, cuando pensaba en qué represalias tomar.
Osborne observaba a Crawford. Crawford era sensato. Osborne sabía que era sensato y Crawford le seguía el juego.
—Si tenía una silla, o lo imaginó con antelación, podríamos investigar en las clínicas privadas, o la Administración de Veteranos —sugirió Osborne.
—Era perfecto para mantener inmóvil a Freddy —dijo Graham.
—Durante mucho tiempo. Desapareció quince horas y veinticinco minutos, aproximadamente —informó Osborne.
—Si sólo hubiera querido liquidar a Freddy, podría haberlo hecho igual en su garaje —prosiguió diciendo Graham—. Podía haberle prendido fuego dentro de su automóvil. Pero quería hablar con él y hacerle sufrir un rato.
—Lo hizo en la parte de atrás de su furgoneta o bien lo llevó a otra parte —manifestó Crawford—. A juzgar por el tiempo transcurrido, yo diría que lo llevó a otra parte.
—Debía de ser un lugar seguro. Bien arropado no llamaría demasiado la atención saliendo o entrando de una clínica —sugirió Osborne.
—No obstante está de por medio el ruido —observó Crawford—. Y bastante que limpiar. Supongamos que tiene la silla y acceso a la furgoneta y un lugar seguro donde llevarlo para poder trabajar con él. ¿Les suena eso como su casa?
Sonó el teléfono de Osborne y lo atendió con un rugido.
—¿Qué? No, no quiero hablar con el Tattler. Bueno, pero mejor que no sea una tontería. Póngame con ella. Capitán Osborne, sí. ¿A qué hora? ¿Quién atendió inicialmente la llamada? ¿En el conmutador? Sáquela del conmutador, por favor. Repítame una vez más lo que dijo. Le enviaré un oficial dentro de cinco minutos.
Osborne miró pensativamente el teléfono después de colgar.
—La secretaria de Lounds recibió una llamada hace cinco minutos —dijo—. Jura que era la voz de Lounds. Decía algo que no comprendió. «La fuerza del Gran Dragón Rojo». Eso es lo que le pareció oírle decir.