CAPÍTULO20

Freddy Lounds estaba cansado y animado al mismo tiempo cuando salió del Tattler el jueves al mediodía. En el término de treinta minutos había depositado el artículo en el avión rumbo a Chicago y lo había dejado en la oficina de compaginación.

El resto del tiempo lo había ocupado escribiendo su gacetilla, suspendiendo todas las llamadas. Era un buen organizador y contaba ya con un sólido respaldo de cincuenta mil palabras.

Escribiría un violento artículo y un relato de la captura cuando atraparan al Hada de los Dientes. El material que tenía les vendría de perillas. Había hecho los arreglos necesarios para que tres de los mejores reporteros del Tattler estuvieran preparados para entrar en acción rápidamente. A las pocas horas de la detención del Hada de los Dientes, estarían averiguando detalles donde fuera que éste viviera.

Su agente hablaba de cifras enormes. En honor a la verdad, el haber discutido el proyecto antes de tiempo con su agente, era violar el acuerdo que había hecho con Crawford. Todos los contratos y memorandos tendrían fecha posterior a la captura para disimularlo.

Crawford conservaba una gran carta de triunfo en la manga: la grabación de la amenaza de Lounds. La transmisión interestatal de una amenaza podía ser causa de un proceso, más allá de la protección que le brindaba a Lounds la Primera Enmienda. Lounds sabía además que a Crawford le bastaba solamente realizar una llamada telefónica para causarle un problema permanente con el Servicio de Impuestos Internos.

Lounds tenía ciertos resabios de honestidad; no se hacía demasiadas ilusiones respecto a la índole de su trabajo. Pero había sustentado una especie de fervor, casi religioso, por este proyecto.

Estaba henchido por una visión de una vida mejor, más allá del dinero. Cubiertas por toda la mugre que había acumulado, sus viejas esperanzas apuntaban todavía hacia el Este. En ese momento se estremecían y trataban de manifestarse.

Satisfecho al comprobar que sus cámaras y equipo de grabación estaban listos, empuñó el volante del automóvil, rumbo a su casa, para dormir durante tres horas antes de tomar el avión hacia Washington, donde debería encontrarse con Crawford, cerca de la emboscada.

Tropezó con un molesto inconveniente en el garaje del subsuelo. El furgón negro, estacionado en el espacio junto al suyo, estaba sobre la línea. Invadía el lugar asignado notoriamente al «señor Frederick Lounds».

Lounds abrió bruscamente la puerta de su automóvil, golpeando el costado del furgón y dejando una marca y una abolladura. Eso serviría de lección a ese atrevido.

Lounds estaba echando llave a la puerta de su automóvil, cuando se abrió la del furgón a espaldas de él. Estaba dándose vuelta, había dado casi media vuelta, cuando la cachiporra lo golpeó arriba de su oreja. Alzó las manos, pero sus rodillas se aflojaron y sintió una gran presión en el cuello que impidió la entrada de aire. Cuando su pecho oprimido pudo inspirar nuevamente, aspiró cloroformo.

Dolarhyde estacionó el furgón detrás de su casa, se bajó y se estiró. Había tenido viento cruzado desde que salió de Chicago y sus brazos estaban doloridos. Estudió el cielo nocturno. No faltaba mucho para la lluvia de meteoros de la constelación de Perseo y no debía perdérsela.

Revelación: «Su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del firmamento y las arrojó a la tierra».

Su obra de antaño. Tendría que observarla y recordar.

Dolarhyde abrió la puerta de atrás cerrada con llave y realizó su rutinaria revisión de la casa. Cuando salió nuevamente tenía la cara cubierta por una media.

Abrió el furgón y le adosó una pequeña rampa. Acto seguido deslizó por ella a Freddy Lounds. Éste, vestido solamente con sus calzoncillos tenía una mordaza y los ojos vendados. A pesar de estar solamente semiinconsciente no se inclinó hacia adelante. Permaneció sentado muy derecho, con la cabeza apoyada contra el alto respaldo de la vieja silla de ruedas de roble. Estaba pegado a la silla, de la cabeza a los pies, con un pegamento especial.

Dolarhyde lo empujó hasta la casa y lo instaló en un rincón del living, de espaldas al cuarto, como un chico en penitencia.

—¿Tiene frío? ¿Le gustaría una manta?

Dolarhyde despegó los apósitos que le cubrían los ojos y la boca a Lounds. Éste no respondió. Estaba impregnado por el olor a cloroformo.

—Le traeré una manta —Dolarhyde retiró una manta del sofá y cubrió con ella a Lounds y luego le acercó un frasquito de amoníaco a la nariz.

Lounds abrió bien grandes los ojos y contempló una borrosa imagen de dos paredes que se unían. Tosió y comenzó a hablar.

—¿Un accidente? ¿Estoy malherido?

La voz a espaldas de él respondió:

—No, señor Lounds. Se va a poner bien.

—Me duele la espalda. La piel. ¿Me quemé? Espero no haberme quemado.

—¿Quemado? Quemado. No. Descanse, no más. Estaré nuevamente con usted en un momento.

—Permítame acostarme. Oiga, quiero que llame a mi oficina. ¡Dios mío, estoy totalmente inmovilizado! ¡Tengo la columna rota, dígame la verdad!

Los pasos se alejaban.

—¿Qué estoy haciendo aquí?

—Expiando, señor Lounds —llegó la respuesta desde una considerable distancia.

Lounds oyó pasos que subían una escalera. Escuchó el ruido de una ducha que corría. Su mente estaba más despejada. Recordó haber salido de la oficina y conducir su automóvil, pero después no se acordaba de nada más. Sentía unas pulsaciones en el costado de la cabeza y el olor a cloroformo le provocaba náuseas. Como estaba sentado exageradamente derecho, tenía miedo de vomitar y ahogarse. Abrió bien grande la boca y respiró hondo. Podía sentir su corazón.

Lounds esperaba que todo fuera un sueño. Trató de levantar el brazo del apoyabrazos, tironeando con fuerza hasta que el dolor en la palma de la mano y en el brazo fue suficiente como para despertarlo de cualquier sueño. No estaba dormido. Su mente comenzó a agilizarse.

Haciendo un terrible esfuerzo pudo girar los ojos lo suficiente como para ver durante breves instantes su brazo. Advirtió cómo estaba sujeto. Ese no era un sistema para proteger espaldas rotas. Eso no era un hospital. Alguien lo tenía atrapado.

Le pareció oír ruido de pasos en el piso de arriba, pero quizás eran los latidos de su corazón. Trató de pensar. Se esforzó en pensar. «Mantén la calma y reflexiona», se dijo. Calma y reflexión. Las escaleras crujieron cuando bajó Dolarhyde.

Lounds sintió su peso en cada paso. En ese momento percibió una presencia detrás de él.

El periodista pronunció vanas palabras antes de poder ajustar el volumen de su voz.

—No he visto su cara. No podría identificarlo. No sé qué aspecto tiene. El Tattler, yo trabajo para el National Tattler, pagaría un rescate, un buen rescate por mí. Medio millón, quizás un millón. Un millón de dólares.

Silencio detrás de él. Luego el ruido del resorte de un sofá. Por lo visto se había sentado.

—¿Qué cree usted, señor Lounds?

«Haz a un lado el dolor y el miedo y piensa. Ahora. Justamente ahora y para siempre. Disponer de tiempo. Disponer de años. No ha decidido matarme. No me ha permitido ver su cara».

—¿Qué cree usted, señor Lounds?

—No sé lo que me ha pasado.

—¿Sabe usted Quién Soy Yo, señor Lounds?

—No. Y le aseguro que no quiero saberlo.

—Según usted, soy un pervertido y vicioso fracasado sexual. Un animal, según sus propias palabras. Probablemente rescatado de un manicomio por un juez indulgente —normalmente Dolarhyde habría evitado la «s» sibilante de sexual, pero ante este público, totalmente ajeno a la burla, no tenía inhibiciones—. Ahora lo sabe, ¿no es así?

«No mientas. Piensa rápido».

—Sí.

—¿Por qué escribe mentiras, señor Lounds? ¿Por qué dice que estoy loco? Contésteme.

—Cuando una persona… cuando una persona hace cosas que la mayoría de la gente no puede comprender, lo llaman…

—Loco.

—Lo mismo les dijeron a… los hermanos Wright. En toda la historia…

—Historia. ¿Usted comprende lo que estoy haciendo, señor Lounds?

«Comprender». Ahí estaba su oportunidad. «No la desperdicies».

—No, pero creo que tengo una oportunidad de comprender, y entonces todos mis lectores comprenderían también.

—¿Se siente privilegiado?

—Es un privilegio. Pero debo decirle, de hombre a hombre, que estoy asustado. Es difícil concentrarse cuando se está asustado. Si usted tiene una idea genial, no le sería necesario asustarme para impresionarme.

—De hombre a hombre. De hombre a hombre. Usted utiliza esa expresión para denotar franqueza, señor Lounds, y créame que lo aprecio. Pero verá usted, yo no soy un hombre. Empecé como tal, pero con la Gracia de Dios y mi propia Voluntad me he convertido en Algo Más que un hombre. Usted dice que está asustado. ¿Cree que Dios lo asistirá aquí, señor Lounds?

—No lo sé.

—¿Está rezándole en este momento?

—A veces rezo. Pero debo confesarle que por lo general solamente lo hago cuando estoy asustado.

—¿Y Dios lo ayuda?

—No lo sé. Después no pienso más. Debería pensar.

—Debería pensar. Ajá… Hay muchas cosas que debería comprender. Dentro de poco lo ayudaré a entender. ¿Me disculpa ahora un momento?

—Por supuesto.

Ruido de pasos que se alejaban del cuarto. Un cajón de la cocina que se abría. Lounds había escrito sobre numerosos crímenes perpetrados en cocinas donde las cosas están muy a mano. Un informe policial puede hacernos cambiar definitivamente nuestro concepto de una cocina. Ruido de agua que corre.

Lounds pensaba que debía ser de noche ya. Crawford y Graham estaban esperándolo. Con toda seguridad ya les habría llamado la atención su ausencia. Una tristeza profunda y hueca se mezcló brevemente con su miedo.

Sintió una respiración a espaldas de él y con el rabillo del ojo percibió algo blanco. Una mano, poderosa y pálida. Sujetaba una taza de té con miel. Lounds bebió con una pajita.

—Escribiré una gran crónica —dijo entre sorbo y sorbo—. Todo lo que usted quiera decir. Lo describiré en la forma que más le guste, o no haré descripción alguna, sin descripción.

—Shhh —el golpeteo de un dedo sobre su cabeza. Las luces se hicieron más brillantes. La silla empezó a girar.

—No. No quiero verlo.

—Ah, pero es preciso, señor Lounds. Usted es un periodista. Está aquí para hacer un reportaje. Cuando le dé vuelta, abra los ojos y míreme. Si no lo hace se los abriré yo, le pegaré los párpados a la frente.

El sonido de una boca húmeda, un clic y la silla giró. Lounds estaba de frente a la habitación con los ojos cerrados. Un dedo golpeó insistentemente su pecho. Un toque en los párpados. Abrió los ojos.

Al verlo desde la silla parado allí vestido con un kimono, Lounds tuvo la impresión de un hombre de gran estatura. Su cara estaba cubierta hasta la nariz por una media enrollada. Dio media vuelta y dejó caer su kimono. Los grandes músculos se flexionaron sobre el brillante tatuaje de la cola que corría por su nalga y se enroscaba en una pierna.

El Dragón dio vuelta lentamente su cabeza, miró por encima del hombro a Lounds y sonrió exhibiendo los inmensos dientes con manchas oscuras.

—Dios mío —musitó Lounds.

Lounds se encontró en el centro del cuarto desde donde podía ver la pantalla. Dolarhyde, parado detrás de la silla, se había puesto nuevamente el kimono y los dientes que le permitían hablar.

—¿Quiere saber Quién Soy?

Lounds trató de asentir con la cabeza; pero la silla le tironeó el cuero cabelludo.

—Más que cualquier otra cosa. Tenía miedo de preguntarle.

—Mire.

La primera diapositiva era el cuadro de Blake representando al gran Hombre-Dragón, con las alas desplegadas y la cola agitándose, suspendido sobre la Mujer Revestida del Sol.

—¿Ve ahora?

—Veo.

Dolarhyde pasó rápidamente las otras diapositivas. Clic. La señora Jacobi viva.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. La señora Leeds viva.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. Dolarhyde, el Dragón rampante, sus músculos flexionados y el tatuaje de la cola sobre la cama de los Jacobi.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. La señora Jacobi esperando.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. La señora Jacobi después.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. El dragón rampante.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. La señora Leeds esperando, su esposo tendido junto a ella.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. La señora Leeds después, salpicada de sangre.

—¿Ve?

—Sí.

Clic. Una copia de una fotografía del Tattler de Freddy Lounds.

—¿Ve?

—¡Dios mío!

—¿Ve?

—¡Ay Dios mío! —Las palabras sonaron entrecortadas, como cuando un chico habla entre sollozos.

—¿Ve?

—Por favor, no…

—¿No qué?

—Yo no…

—¿No qué? Usted es un hombre, señor Lounds. ¿Es usted un hombre?

—Sí.

—¿Quiere dar usted a entender que yo soy un maricón?

—Dios, no.

—¿Es usted maricón, señor Lounds?

—No.

—¿Va a escribir más mentiras sobre mí, señor Lounds?

—Oh no, no.

—¿Por qué escribió mentiras, señor Lounds?

—La policía me dijo que lo hiciera. Fue lo que ellos dijeron.

—Usted citó a Will Graham.

—Graham me dijo las mentiras. Graham.

—¿Dirá ahora la verdad? Respecto a Mí. Mi Trabajo. Mi Transformación. Mi Arte, señor Lounds. ¿Es esto Arte?

—Arte.

El miedo reflejado en la cara de Lounds le permitía a Dolarhyde hablar sin cuidarse de pronunciar las «s»; sólo sus grandes alas con membranas podían ahora llamar la atención.

—Usted dijo que yo, que veo mucho más allá que usted, era loco. Yo, que impulso al mundo mucho más lejos que usted, soy un loco. He osado mucho más que usted, he presionado mi único sello mucho más profundamente en la tierra, donde durará mucho más tiempo que sus cenizas. Su vida en relación a la mía, es como la huella de una babosa sobre la piedra, una mucosidad delgada y plateada que entra y sale de las letras en mi monumento. —Dolarhyde repetía las palabras que había escrito en su diario.

»Yo soy el Dragón; ¿usted me califica de loco? Mis movimientos son seguidos y anotados tan detenidamente como los de una potente estrella fugaz. ¿Oyó hablar de la de 1054? Por supuesto que no. Sus lectores lo siguen como un niño al rastro de una babosa con su dedo, y con los mismos y fatigosos altibajos de la razón. Vuelta a su cabeza hueca y cara de batata, como una babosa que sigue su propio rastro de regreso a su morada.

»Ante Mí, usted es una babosa al sol. Es cómplice de una gran Transformación y no reconoce nada. Es una hormiga en la placenta.

»Está dentro de su naturaleza hacer algo correcto: temblar como se debe delante de Mí. Pero no es miedo lo que usted, Lounds y las otras hormigas deben sentir por Mí. Usted Me debe reverente temor».

Dolarhyde estaba parado con la cabeza agachada, el pulgar y el índice sobre el puente de su nariz. Acto seguido salió del cuarto.

«No se quitó la máscara», pensó Lounds. «No se quitó la máscara. Si vuelve sin ella estoy perdido. Dios mío, estoy completamente empapado». Giró los ojos hacia la puerta y esperó auscultando los ruidos de la parte de atrás de la casa.

Cuando Dolarhyde regresó todavía tenía puesta la máscara. Traía una caja de viandas y dos termos.

—Para el viaje de vuelta a su casa —alzó un termo—. Hielo. Nos hará falta. Antes de partir grabaremos un poco.

Sujetó un micrófono a la manta cerca de la cara de Lounds.

—Repita lo que yo digo.

Grabaron durante media hora y finalmente le dijo:

—Eso es todo, señor Lounds. Lo hizo muy bien.

—¿Ahora me dejará volver?

—Lo haré. No obstante, hay una forma en que puedo ayudarlo a comprender y recordar mejor.

Dolarhyde se alejó.

—Yo quiero comprender. Quiero que sepa lo que le agradezco que me deje en libertad. De ahora en adelante voy a ser realmente justo, usted lo sabe.

Dolarhyde no podía contestarle. Había cambiado de dentadura.

El grabador funcionaba nuevamente.

Miró a Lounds sonriendo, con una sonrisa llena de manchas marrones. Apoyó su mano sobre el corazón de Lounds, e inclinándose hacia él, cariñosamente, como si fuera a besarlo, le arrancó los labios de un mordisco y los escupió en el piso.