Llegado el momento, Graham sorprendió tanto a Crawford como a Bloom. Pareció dispuesto a reunirse con Lounds, como una concesión y sus fríos ojos azules tenían una expresión cordial.
El estar dentro de la sede central del FBI tuvo un saludable efecto sobre los modales de Lounds. Se mostró amable, cuando lo recordaba, y el manejo de su equipo fue rápido y silencioso.
Graham se plantó solamente una vez: negándose rotundamente a que Lounds revisara el diario de la señora Leeds y la correspondencia privada de cualquiera de las familias.
Cuando comenzó la entrevista contestó las preguntas de Lounds con tono afable. Ambos consultaron notas tomadas durante una reunión con el doctor Bloom. Las preguntas y respuestas eran a menudo reiteraciones.
A Alan Bloom le resultó muy difícil planear con miras a agraviar. Al final se limitó simplemente a exponer sus teorías sobre el Hada de los Dientes. Los demás escuchaban como alumnos de karate durante una lección de anatomía.
El doctor Bloom dijo que los actos y la carta del Hada de los Dientes parecían indicar que compensaba con una personalidad engañosamente violenta una intolerable sensación de insuficiencia o falta de adecuación. La rotura de los espejos asociaba esos sentimientos con su aspecto.
Según Bloom, la objeción del asesino al apodo de «Hada de los Dientes» se basaba en las implicaciones homosexuales de la palabra «Hada». El psiquiatra pensaba que «el Hada» tenía un problema homosexual subyacente, un miedo terrible de ser marica. La opinión del doctor Bloom se veía reforzada por un curioso descubrimiento en casa de los Leeds: dobleces y manchas de sangre cubiertas indicaban que el Hada de los Dientes le había puesto calzoncillos a Charles Leeds después de muerto. El doctor Bloom creía que lo había hecho para enfatizar su falta de interés por Leeds.
El psiquiatra habló sobre el fuerte lazo entre impulsos agresivos y sexuales que se presentan en sádicos a muy tierna edad.
Los ataques salvajes dirigidos principalmente a las mujeres y perpetrados frente a sus familiares, eran visiblemente ataques a la figura materna. Bloom, caminando de un lado a otro de la habitación, hablando como consigo mismo, llamó a ese individuo «el fruto de una pesadilla». Los párpados de Crawford se entrecerraron ante la compasión reflejada en su voz.
Durante la entrevista con Lounds, Graham formuló declaraciones que no haría ningún investigador y a las que ningún periódico serio podría dar crédito.
Especuló con que el Hada de los Dientes era feo, impotente con personas del sexo opuesto y adujo, falsamente, que el asesino había atacado sexualmente a sus víctimas masculinas. Graham dijo que indudablemente el Hada de los Dientes era el hazmerreír de sus relaciones y el producto de un hogar incestuoso.
Puso énfasis al recalcar que el Hada de los Dientes no era evidentemente tan inteligente como Hannibal Lecter. Prometió suministrarle al Tattler más datos y detalles sobre el asesino a medida que se le presentaran. Dijo que muchos integrantes de las fuerzas del orden no estaban de acuerdo, pero mientras él estuviera al frente de la investigación, el Tattler podría contar con obtener informes fidedignos de su parte.
Lounds tomó muchas fotografías.
La foto clave fue sacada en el «escondite en Washington» de Graham, un departamento que había «pedido prestado para ocuparlo hasta aplastar al Hada». Era el único lugar donde podía gozar de «soledad» en medio del «ambiente carnavalesco» que rodeaba la investigación.
La foto mostraba a Graham vestido con una bata sentado frente a un escritorio, estudiando muy tarde en la noche. Estaba examinando una «grotesca concepción» del artista sobre «el Hada».
A espaldas de él podía apreciarse por la ventana un pedazo iluminado de la cúpula del Capitolio. Pero más importante, en el ángulo bajo izquierdo algo borroso pero legible, se veía el cartel de un conocido motel del otro lado de la calle.
El Hada de los Dientes podría encontrar el departamento si lo deseaba.
Dentro del cuartel general del FBI, Graham fue fotografiado frente a un espectrómetro. No tenía nada que ver con el caso, pero a Lounds le pareció que era impresionante.
Graham consintió en permitir que le tomaran una fotografía mientras lo entrevistaba Lounds. La sacaron frente a los inmensos armeros de la sección Armas de Fuego y Herramientas. Lounds esgrimía un arma automática de nueve milímetros, similar a la utilizada por el Hada de los Dientes. Graham señalaba el silenciador de fabricación casera, confeccionado con un pedazo de la torre de una antena de televisión.
El doctor Bloom se sorprendió al ver que Graham apoyaba amistosamente una mano sobre el hombro de Lounds antes que Crawford hiciera funcionar el disparador.
La entrevista y las fotografías debían aparecer en el Tattler que se publicaría el día siguiente, lunes 11 de agosto. Lounds partió rumbo a Chicago no bien tuvo todo el material. Dijo que quería supervisar personalmente la compaginación. Convino con Crawford que se encontrarían el jueves por la tarde a cinco cuadras de la trampa.
A partir del jueves, cuando el Tattler estaría al alcance de cualquiera, dos trampas estarían preparadas para el monstruo.
Graham iría todas las tardes a su «residencia temporaria» fotografiada en el Tattler.
En ese mismo número un aviso cifrado personal invitaba al Hada de los Dientes a concurrir a la casilla de correo de Annapolis, vigilada día y noche. Si sospechaba de la casilla de correo, pensaría que todo el esfuerzo por capturarlo estaba centrado allí. Entonces, según pensaba el FBI, Graham resultaría un blanco más atractivo.
Las autoridades de Florida instalaron un equipo de vigilancia en el cayo Sugarloaf.
Había cierto aire de descontento entre los cazadores, dos cebos tan grandes restaban mucho potencial humano que podía ser utilizado en otra parte, y la presencia de Graham todas las tardes en su trampa limitaría sus movimientos a la zona de Washington.
A pesar de que su buen juicio le indicaba a Crawford que era la mejor jugada, todo el asunto resultaba demasiado pasivo para su gusto. Tenía la sensación de que estaban jugando entre ellos mismos en esas noches sin luna, cuando faltaban solamente menos de dos semanas para el plenilunio.
El domingo y el lunes transcurrieron a un curioso ritmo. Los minutos eran eternos y las horas parecían volar.
Spurgen, jefe de instructores de SWAT en Quantico, dio la vuelta a la manzana del departamento el lunes por la tarde. Graham lo acompañaba. Crawford ocupaba el asiento de atrás.
—El tráfico peatonal disminuye alrededor de las siete y cuarto. Todos vuelven a sus casas a comer —dijo Spurgen. Su cuerpo delgado pero musculoso y su gorra con visera echada ligeramente hacia atrás, le daban el aspecto de un jugador de béisbol—. Háganos una señal en la banda disponible mañana por la noche una vez que cruce las vías del ferrocarril. Debería tratar de hacerlo entre las ocho y media y ocho cuarenta.
Detuvo el automóvil en el estacionamiento del edificio de departamentos.
—Esta celada no es la última maravilla, pero podría ser peor. Estacione aquí mañana por la noche. A partir de entonces cambiaremos todas las noches el lugar donde estacionará, pero siempre de este lado. Hay casi setenta metros hasta la entrada del departamento. Caminemos.
Spurgen, más bien bajo y patizambo se adelantó a Graham y Crawford.
«Está buscando lugares desde los cuales pueda atacarme», pensó Graham.
—Durante la caminata es probablemente cuando ocurrirá, si es que ocurre —afirmó el jefe de SWAT—. Mire, desde aquí la línea directa de su automóvil hasta la entrada, el recorrido normal, es por el medio del estacionamiento. Es lo más lejos que puede apartarse de la línea de automóviles que están aquí todo el día. Él tendrá que salir al espacio abierto para acercarse. ¿Qué tal oye usted?
—Bastante bien —respondió Graham—. Muy bien en este lugar.
Spurgen trató de descubrir algo en el rostro de Graham pero no encontró nada que pudiera reconocer. Se detuvo en la mitad del estacionamiento.
—Vamos a reducir un poco la intensidad de los faroles de la calle para que a un francotirador le resulte más difícil.
—Dificultará el trabajo de sus hombres también —señaló Crawford.
—Dos de los nuestros tienen miras especiales para la noche —manifestó Spurgen—. Tengo un spray brillante que deberá usar en sus sacos, Will. A propósito, no me importa si hace o no mucho calor, pero tendrá que utilizar protección antibala todas y cada una de las veces. ¿Entendido?
—Sí.
—¿De qué tipo?
—Es Kevlar; ¿qué dices, Jack? ¿Second Chance?
—Second Chance —afirmó Crawford.
—Posiblemente lo atacará desde atrás o tal vez lo cruzará y enseguida se dará vuelta para dispararle cuando lo haya dejado atrás —dijo Spurgen—. En siete oportunidades ha disparado a la cabeza ¿verdad? Ha comprobado que es efectivo. Lo repetirá con usted si le da tiempo para que lo haga. No le dé tiempo.
Después que le muestre un par de cosas en el hall de entrada y en el departamento iremos al campo de tiro. ¿Puede hacerlo?
—Puede —respondió Crawford.
Spurgen parecía el sumo sacerdote del campo de tiro. Hizo que Graham se colocara tapones bajo los protectores de oídos y le disparó blancos desde todos los ángulos. Sintió un alivio al comprobar que Graham no portaba la 38 reglamentaria, pero le preocupó el chispazo del cañón agujereado. Trabajaron durante dos horas. El hombre insistió en verificar el tambor y los seguros del 44 de Graham cuando terminó de tirar.
Graham se bañó y se cambió de ropa para no tener olor a pólvora antes de dirigirse en su automóvil hacia la bahía para pasar su última noche libre en compañía de Molly y Willy.
Después de comer llevó a su esposa y a su hijastro a la verdulería e hizo grandes aspavientos para elegir unos melones. Se aseguró de que compraran suficientes provisiones; el viejo ejemplar del Tattler estaba todavía en los estantes junto al mostrador de salida y esperó que Molly no viera el número nuevo que aparecería al día siguiente. No quería contarle lo que ocurría.
Cuando ella le preguntó qué quería comer la semana próxima, le dijo que iba a estar afuera, que tenía que volver a Birmingham. Fue la primera vez que le mintió realmente a Molly y al hacerlo se sintió tan asqueroso como un billete viejo.
La observaba en los pasillos de la verdulería: Molly, su bonita esposa y la ex de un jugador de béisbol, con su continua preocupación por encontrar bultitos, su insistencia en que él y Willy se hicieran revisiones médicas periódicas, su controlado miedo a la oscuridad; y el elevado precio que había pagado para comprender que el tiempo es suerte. Conocía el valor de sus días. Podía aprisionar un momento intangible. Le había enseñado a saborear.
El Canon de Pachelbel llenaba el cuarto bañado por el sol donde sus cuerpos se conocieron y ese gozo tan enorme no pudo ser reprimido y aun entonces el miedo se hizo presente en él como la sombra de un águila enorme: esto es demasiado maravilloso para que dure mucho.
Molly pasaba su cartera de uno a otro hombro mientras recorría los pasillos como si el arma pesara mucho más que seiscientos gramos.
Graham se habría sorprendido si hubiera escuchado las cosas que les musitaba para sus adentros a los melones. «Tengo que destruir a ese hijo de puta. Tengo que hacerlo».
Diversamente equipados con mentiras, revólveres y verduras, los tres integraban una pequeña y solemne procesión.
Molly olía a gato encerrado. Ella y Graham no hablaron después de apagar las luces. Molly soñó que oía unos pesados y dementes pasos que entraban a una casa de cuartos mutantes.