El «señor Peregrino» le había dicho a Sarah que podría llamar tal vez durante la tarde del día siguiente. Una serie de arreglos se llevaron a cabo en el cuartel general del FBI para recibir la llamada.
¿Quién era el señor Peregrino? No era por cierto Lecter, Crawford lo había constatado. ¿Sería el señor Peregrino el Hada de los Dientes? Tal vez, pensaba Crawford.
Los escritorios y teléfonos de su oficina habían sido trasladados durante la noche a un cuarto más grande del otro lado del hall.
Graham estaba parado junto a la puerta entreabierta de una cabina a prueba de ruidos. Detrás de él, dentro de la cabina, estaba el teléfono de Crawford. Sarah lo había limpiado con Windex. Sobre el escritorio de Sarah y una mesa auxiliar estaban desparramados el espectrógrafo para imprimir la voz, los grabadores y el evaluador de acento tónico y como Beverly Katz se había posesionado además de su silla, Sarah necesitaba hacer algo.
El gran reloj de la pared indicaba las 11.50.
El doctor Alan Bloom y Crawford estaban parados junto a Graham. Habían adoptado una misma posición, apoyados sobre una cadera, con las manos en los bolsillos.
Un técnico sentado frente a Beverly Katz hizo tamborilear los dedos sobre el escritorio hasta que una mirada de Crawford lo detuvo.
Sobre el escritorio de Crawford estaban instalados dos teléfonos nuevos, una línea abierta al centro de conmutadores electrónicos del Bell System (ESS) y una línea directa con la sección Comunicaciones del FBI.
—¿Cuánto tiempo precisa para localizar una llamada? —preguntó el doctor Bloom.
—Con el nuevo conmutador se hace mucho más rápido de lo que piensa la mayoría de la gente —respondió Crawford—. Un minuto, tal vez, si procede de un conmutador totalmente electrónico. Más si es de un lugar en donde tienen que aislar todas las paredes.
Crawford alzó la voz dirigiéndose a los que estaban en el cuarto.
—Si es que llega a llamar, será breve, de modo que debemos hacerlo a la perfección. ¿Quieres que lo repasemos otra vez, Will?
—Por supuesto. Cuando lleguemos al punto en que yo hablo, quisiera hacerle un par de preguntas, doctor.
Bloom había llegado después que los otros. Tenía que pronunciar una conferencia más tarde en la sección Comportamiento Científico, la academia del FBI en Quantico. Bloom sintió el olor a pólvora en la ropa de Graham.
—De acuerdo —dijo Graham—. Suena el teléfono. El circuito se completa inmediatamente y en el ESS comienza la localización, pero el generador de tono prosigue repitiendo el ruido de llamada y por lo tanto no sabe que hemos contestado. Eso nos da veinte segundos de ventaja —señaló al técnico—. Generador de tono a off al final de la cuarta llamada ¿entendido?
El técnico asintió.
—Final de la cuarta llamada.
—Bien, Beverly contesta. Su voz es diferente de la que él oyó ayer. No registra reconocimiento. Beverly parece aburrida. El hombre pregunta por mí. Bev dice: «Tendré que buscarlo. ¿Puede esperar un momento?» ¿Lista para eso, Bev? —Graham pensó que sería mejor no ensayar las contestaciones. La rutina les quitaría espontaneidad.
—Muy bien, la línea está abierta para nosotros, cerrada para él. Creo que esperará más tiempo del que hablará.
—¿Seguro que no quiere que conectemos el tono de espera? —preguntó el técnico.
—Por Dios, no.
—Lo mantenemos esperando veinte segundos y entonces Beverly interviene nuevamente para decirle: «El señor Graham viene enseguida; ya le comunico con él». Yo me pongo al habla.
Graham se dio la vuelta hacia el doctor Bloom.
—¿Cómo lo encararía, doctor?
—Él esperaría que usted se mostrara escéptico respecto de que fuera realmente el Hada de los Dientes. Yo sugeriría un escepticismo cortés. Yo haría una marcada diferenciación entre los que llaman haciéndose pasar por él y la importancia de una llamada del auténtico personaje. Los falsos son fáciles de reconocer porque no tienen la capacidad de comprender lo que ha ocurrido, ese tipo de cosas.
»Hágale decir algo que pruebe quién es —el doctor Bloom fijó la vista en el piso y se refregó la nuca.
»Usted no sabe lo que él quiere. Tal vez busque comprensión, quizá lo considera a usted un adversario y quiere gozar con su sufrimiento. Ya lo veremos. Trate de descubrir de qué humor está y bríndele lo que desea, una cosa por vez. Me cuidaría mucho de pedirle que recurriera a nosotros para ayudarlo, a no ser que usted sienta que es lo que desea.
»Se dará cuenta rápidamente si se trata de un paranoico. En ese caso me valdría de sus sospechas o rencores. Déjelo que los ventile. Si engrana con eso tal vez no se dé cuenta del tiempo que habla. Eso es todo lo que puedo decirle —Bloom apoyó su mano sobre el hombro de Graham y agregó pausadamente—: Escuche, esta no es una arenga ni nada por el estilo; usted puede adelantársele, haga lo que le parezca correcto.
Esperar media hora de silencio fue más que suficiente.
—Así llame o no, tenemos que decidir qué haremos después —dijo Crawford—. ¿Quieren que probemos la casilla de correo?
—No veo nada mejor —dijo Graham.
—Eso nos proporcionaría dos celadas; tu casa de los cayos rodeada de policías y la casilla de correo.
El teléfono sonaba.
Conectaron el generador de tono. La localización comenzó en ESS. Cuatro llamadas. El técnico accionó la palanca del conmutador y Beverly contestó. Sarah escuchaba.
—Oficina del Agente Especial Crawford.
Sarah meneó negativamente la cabeza. Conocía al que llamaba, era un camarada de Crawford de la sección Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, Beverly se libró de él rápidamente y detuvo la localización de la llamada. Todos los del FBI sabían que no debía ocuparse esa línea.
Crawford repasó una vez más los detalles de la casilla de correo. Estaban aburridos y tensos al mismo tiempo. Lloyd Bowman se presentó para mostrarles cómo los números de las supuestas citas bíblicas de Lecter coincidían con la página 100 del ejemplar en rústica de La Alegría de Cocinar. Sarah sirvió café en tazas de papel.
El teléfono sonaba.
Generador de tono conectado y comenzó la localización en el ESS. Cuatro llamadas. El técnico pulsó la palanca. Beverly contestó.
—Oficina del Agente Especial Crawford.
Sarah movía afirmativamente la cabeza. Con gran energía.
Graham entró a la casilla y cerró la puerta. Podía ver los labios de Beverly que se movían. Articuló «Un momento» y miró la aguja del segundero del reloj de pared.
Graham vio su cara en el reluciente aparato. Dos caras borroneadas en el auricular y en la bocina. Sintió en su camisa el olor a pólvora del campo de tiro. «No cuelgues. Por el amor de Dios, no cuelgues». Habían transcurrido cuarenta segundos. «Déjalo sonar. Una vez más». Cuarenta y cinco segundos. «Ahora».
—Will Graham. ¿Puedo ayudarlo en algo?
Una risa ahogada. Una voz velada dijo:
—Vaya si puede.
—¿Puedo saber quién habla, por favor?
—¿No se lo dijo su secretaria?
—No, pero me sacó de una reunión, señor y…
—Si me dice que no piensa hablar con el Peregrino colgaré inmediatamente. ¿Sí o no?
—Señor Peregrino, no tengo ningún inconveniente en hablar con usted si tiene algún problema que pueda solucionarle.
—Creo que el problema lo tiene usted, señor Graham.
—Lo siento pero no comprendo.
La aguja del segundero se acercaba al minuto.
—Usted ha estado muy atareado, ¿verdad?
—Demasiado atareado para seguir conversando a menos que diga qué es lo que quiere.
—Yo quiero lo mismo que usted. Atlanta y Birmingham.
—¿Sabe algo al respecto?
Leve risita.
—¿Si sé algo al respecto? ¿Está interesado usted en el señor Peregrino, sí o no? Colgaré si miente.
Graham podía ver a Crawford a través de la puerta de vidrio. Sujetaba un auricular en cada mano.
—Sí. Pero sabe usted, recibo numerosas llamadas y la mayoría son de personas que dicen tener información.
—Un minuto.
Crawford dejó un auricular y escribió algo en una hoja de papel.
—Le sorprendería enterarse de la cantidad de pretendientes que hay —respondió Graham—. Al cabo de unos minutos de conversación se advierte que no tienen la capacidad necesaria para comprender lo que está ocurriendo. ¿Usted sí?
Sarah acercó una hoja de papel al vidrio para que Graham pudiera verla. Decía: «Teléfono público de Chicago. Policía se dirige allí».
—Le propongo algo, usted me dice un dato que tiene sobre el señor Peregrino y tal vez yo le conteste si está o no en lo cierto —manifestó la voz velada.
—Aclaremos de quién estamos hablando —insistió Graham.
—Estamos hablando del señor Peregrino.
—¿Y cómo sé yo que el señor Peregrino ha hecho algo que pueda interesarme? ¿Es realmente así?
—Digamos que sí.
—¿Es usted el señor Peregrino?
—No creo que se lo diga.
—¿Es usted su amigo?
—Más o menos.
—Pues entonces demuéstremelo. Dígame algo que me indique si lo conoce bien.
—Usted primero. Dígame lo suyo —una risita nerviosa—. A la primera equivocación cuelgo.
—Muy bien, el señor Peregrino es diestro.
—Eso no vale. La mayoría de las personas son diestras.
—El señor Peregrino es un incomprendido.
—Nada de trivialidades, por favor.
—El señor Peregrino es muy fuerte físicamente.
—Sí, podría serlo.
Graham miró el reloj. Un minuto y medio. Crawford asintió con la cabeza alentándolo. «No le digas nada que él pueda cambiar».
—El señor Peregrino es blanco y mide alrededor de un metro ochenta y cinco. Usted no me ha dicho nada, sabe. No estoy seguro de que ni siquiera lo conozca.
—¿Quiere dar por terminada la conversación?
—No, pero usted propuso un intercambio de información. Estaba cumpliendo sus condiciones.
—¿Piensa usted que el señor Peregrino está loco?
Bloom meneaba negativamente la cabeza.
—No creo que nadie que sea tan cuidadoso como él pueda estar loco. Creo que es diferente. Pienso que muchas personas creen que está loco y la razón de eso es que no le ha permitido a la gente llegar a conocerlo realmente.
—Describa exactamente lo que le hizo a la señora Leeds y tal vez entonces le diga si está o no en lo cierto.
—No quiero hacerlo.
—Adiós.
El corazón de Graham dio un salto, pero podía oír todavía el ruido de la respiración en el otro extremo de la línea.
—No puedo entrar en detalles hasta saber…
Graham oyó el ruido de la puerta de la cabina telefónica de Chicago al abrirse violentamente y el clanc del auricular al caer. Débiles voces y golpes se escuchaban por el aparato colgando del cable. Todos los que estaban en la oficina lo oyeron por el parlante.
—No se mueva. No se le ocurra ni pestañear. Ahora junte sus dedos detrás de la cabeza y salga lentamente de la cabina. Lentamente. Las manos sobre el vidrio y separe los brazos.
Una oleada de alivio inundó a Graham.
—No estoy armado, Stam. Encontrará el documento de identidad en el bolsillo de la chaqueta. Me hace cosquillas.
Una voz sonora y confusa se oyó en el teléfono.
—¿Con quién hablo?
—Will Graham, FBI.
—Soy el sargento Stanley Riddle, del departamento de policía de Chicago —algo molesto ahora—: ¿Puede decirme qué demonios pasa?
—Dígamelo usted. ¿Tiene un hombre detenido?
—Por supuesto. Freddy Lounds, el periodista. Hace diez años que lo conozco. Aquí tiene su agenda, Freddy. ¿Va a levantar cargos contra él?
Graham se puso pálido. Crawford parecía un tomate. El doctor Bloom contemplaba cómo giraban las cintas del grabador.
—¿Puede oírme?
—Sí, levantaré cargos —la voz de Graham era ahogada—. Obstrucción de la justicia. Lléveselo por favor, y déjelo hasta que lo vea el fiscal federal.
De repente Lounds apareció en el otro extremo de la línea. Hablaba rápida y claramente luego de haberse quitado los algodones de las mejillas.
—Will, escuche.
—Dígaselo al fiscal federal. Pásele el teléfono al sargento Riddle.
—Yo sé algo.
«Pásele de una vez ese maldito teléfono a Riddle». La voz de Crawford intervino en la línea.
—Déjame hablar, Will.
Graham colgó el auricular con un golpe que hizo saltar a todos los que estaban dentro del alcance del parlante. Salió de la cabina y abandonó el cuarto sin mirar a nadie.
—Lounds, qué buen lío ha armado —dijo Crawford.
—¿Quieren o no atraparlo? Yo puedo ayudarles. Déjeme hablar un minuto —Lounds aprovechó el silencio de Crawford—. Escuche, usted acaba de demostrarme cuánto necesitan al Tattler. Antes no estaba tan seguro, pero ahora sí. Ese aviso forma parte del caso del Hada de los Dientes, porque de lo contrario no se habrían tomado tanto trabajo para localizar esta llamada. Fantástico. Aquí está el Tattler para servirles. Para lo que quieran.
—¿Cómo lo averiguó?
—El jefe de la sección avisos vino a verme. Dijo que su oficina de Chicago había enviado a un agente para revisar los avisos. Su candidato eligió cinco cartas de las que solicitaban la publicación de avisos. Dijo que era relativo a «estafa por correo». ¡Estafa! El jefe de la sección avisos hizo fotocopiar las cartas y los sobres antes de entregárselos al agente.
»Yo las revisé. Sabía que había elegido cinco para disimular la que realmente le interesaba. Nos tomó uno o dos días revisarlas. La clave estaba en el sobre. Matasellos de Chesapeake. El número del código postal correspondía al Hospital Estatal de Chesapeake. Yo estuve allí, recuerda, siguiéndole los pasos a su amigo el de los pelos parados. ¿Qué otra cosa podía ser?
»No obstante tenía que estar perfectamente seguro. Por eso llamé, para ver si se precipitaban para hablar con el «señor Peregrino» y así fue.
—Cometió un grave error, Freddy.
—Ustedes precisan el Tattler y yo puedo brindarles esa ayuda. Avisos, editoriales, vigilancia de las cartas que se reciben, cualquier cosa. Basta que lo pida. Puedo ser discreto, de veras. Deme una oportunidad, Crawford.
—No hay ninguna oportunidad para usted.
—Bien, entonces no habrá diferencia alguna si a alguien se le ocurre poner seis avisos personales en la próxima edición. Todos dirigidos al «Señor Peregrino» y firmados en la misma forma.
—Conseguiré una orden de detención para usted y que se le inicie proceso por obstrucción de la justicia.
—Y trascenderá en la prensa de todo el país —Lounds sabía que su conversación estaba grabándose. Pero ya no le importaba—. Juro por Dios que lo haré, Crawford. Destrozaré su oportunidad antes de perder la mía.
—Agregue transmisión interestatal de una amenaza a lo que acabo de decir.
—Déjeme ayudarlo, Jack. Le aseguro que puedo hacerlo.
—Vaya de una vez a la comisaría, Freddy. Y comuníqueme nuevamente con el sargento.
El Lincoln Versailles de Freddy Lounds olía a loción para el pelo y para después de afeitarse, también a medias y cigarros, y el sargento de policía se alegró de bajarse del vehículo al llegar a la comisaría.
Lounds conocía al capitán que estaba a cargo y a muchos de los patrulleros. El capitán le ofreció café y llamó a la oficina del fiscal federal para «tratar de solucionar este lío».
Ninguna autoridad federal se presentó para interrogar a Lounds. Al cabo de media hora recibió una llamada de Crawford en el despacho del comisario. Y entonces quedó en libertad. El capitán lo acompañó hasta su automóvil.
Lounds estaba nervioso y condujo veloz y atropelladamente al cruzar el loop en dirección hacia el este, rumbo a su departamento con vista al lago Michigan. Quería obtener varias cosas del asunto y sabía que podría conseguirlas. Una de ellas era dinero, y la mayoría del dinero provendría de una edición especial. Los puestos de venta de periódicos estarían tapizados con esa edición a las treinta y seis horas de la captura. Una historia exclusiva en la prensa diaria sería un golpe periodístico. Tendría la satisfacción de ver en la prensa seria —el Chicago Tribune, Los Angeles Times, el sacrosanto Washington Post y el bienaventurado New York Times— su crónica firmada junto con su foto.
Y entonces los corresponsales de esos grandes periódicos, que no se dignaban mirarlo ni compartir un trago con él, se comerían las uñas de envidia.
Lounds se había convertido para ellos en un paria porque había abrazado una fe diferente. Si hubiera sido incompetente, un tonto sin recursos, los veteranos de la gran prensa le habrían perdonado trabajar para el Tattler, como se disculpa a un incapacitado. Pero Lounds era bueno. Tenía las cualidades de un buen reportero, inteligencia, coraje y buen ojo. Tenía gran energía y paciencia.
En su contra existía el hecho de ser odioso, por lo tanto detestado por los ejecutivos de los periódicos, y el no tener la habilidad para mantenerse él fuera de sus crónicas.
Lounds experimentaba la imperiosa necesidad de llamar la atención que generalmente se conoce erróneamente bajo el nombre de ego. Era gordito, feo y bajo. Tenía dientes grandes y sus ojos pequeños como los de un ratón poseían un brillo repulsivo.
Trabajó durante diez años con la prensa seria y finalmente advirtió que nadie lo enviaría jamás a la Casa Blanca. Se dio cuenta que los editores lo harían ir de acá para allá, utilizándolo hasta que llegara el momento en que sólo sería un arruinado y viejo borracho, al frente de un escritorio sin movimiento, destinado inevitablemente a una cirrosis o un colchón incendiado.
Querían la información que podía conseguir, pero no querían a Freddy. Le pagaban el sueldo más alto correspondiente al escalafón, lo que no es demasiado cuando se tiene que comprar a las mujeres. Le palmeaban la espalda y le decían que tenía mucho valor y se negaban a reservarle un sitio con su nombre en la playa de estacionamiento.
Una tarde durante el año 1969 mientras escribía en su oficina, Freddy tuvo un momento de inspiración.
Frank Larkin estaba sentado junto a él escribiendo algo que le dictaban por teléfono. El dictado era la muerte lenta para los reporteros viejos en el periódico en que Freddy trabajaba. Frank Larkin tenía cincuenta y cinco años, pero parecía de setenta. Sus ojos estaban entrecerrados y cada media hora iba a su armario para tomar un trago. Freddy podía olerlo desde su silla.
Larkin se levantó y arrastrando sus pies sobre el piso, se acercó a la redactora de noticias y le habló en voz baja. Freddy escuchaba siempre las conversaciones ajenas.
Larkin le pidió a la mujer que le consiguiera un tampón de la máquina del baño de damas. Tenía que usarlos para sus hemorroides.
Freddy dejó de escribir. Sacó la hoja con su crónica de la máquina, puso otra hoja nueva y redactó su renuncia.
Una semana después trabajaba en el Tattler.
Comenzó como redactor sobre el cáncer, cobrando el doble de sueldo que ganaba antes. La gerencia quedó impresionada por su trabajo.
El Tattler podía darse el lujo de pagarle bien porque el cáncer resultó muy lucrativo para el periódico.
Uno de cada cinco norteamericanos muere de esa enfermedad. Los parientes de los agonizantes, agotados, desalentados, tratando de luchar contra una enfermedad devastadora con caricias y postres y chistes malos, tienen un desesperado afán por cualquier cosa que les brinde esperanzas.
Estudios de mercado revelaron que un audaz título «Nueva Cura para el Cáncer» o «Droga Milagrosa para el Cáncer», aumentaba las ventas del Tattler en los supermercados en un 22,3 por ciento. Las ventas caían en un seis por ciento cuando la crónica se publicaba en la primera página debajo del título, ya que el lector tenía tiempo de revisar el texto hueco mientras sumaban su compra.
Expertos en mercado descubrieron que era mejor publicar el gran titular en colores en la primera página y la crónica en las páginas del medio, donde resultaba difícil mantener el periódico abierto y sujetar la cartera y el carrito al mismo tiempo.
La historia corriente se imprimía durante los cinco primeros renglones en tipos número diez, bajaba luego a ocho y después a seis, antes de mencionar que la «droga milagrosa» no se conseguía o que recién comenzaba su aplicación en animales.
Freddy ganaba su vida fabricándolas y esas crónicas incrementaban la venta del Tattler.
Además de aumentar el número de lectores, se producían muchas ventas anexas de medallas milagrosas y reliquias que curaban. Los fabricantes de éstas pagaban una prima para que los avisos de esos artículos se colocaran cerca del artículo dedicado al cáncer.
Muchos lectores escribían al periódico en busca de mayor información. Una entrada extra se obtenía vendiendo sus nombres a un «predicador» radial, un sociópata chillón que les escribía en busca de dinero, utilizando sobres impresos con las palabras «alguien que usted ama morirá a no ser que…».
Freddy Lounds era un gran valor para el Tattler, y el Tattler le vino a él de perlas. Ahora, al cabo de once años de trabajo, ganaba setenta y dos mil dólares por año. Cubría las noticias que más le gustaban, y gastaba el dinero tratando de pasarlo bien. Vivía en la mejor forma en que sabía hacerlo.
A juzgar por el giro de los acontecimientos, pensaba que podía subir su prima con el suplemento extra, y además interesar a la industria cinematográfica.
Había oído decir que Hollywood era un lugar ideal para personajes desagradables con dinero.
Freddy se sentía bien. Bajó por la rampa al garaje ubicado en el subsuelo del edificio en que vivía y con un chirrido de frenos detuvo su automóvil en el lugar que tenía asignado. Su nombre estaba escrito con letras de treinta centímetros de altura. Señor Frederick Lounds.
Wendy ya había llegado; su Datsun estaba estacionado allí. Bien. Deseaba poder llevarla a Washington con él. Así esos vigilantes se quedarían boquiabiertos. Subió silbando en el ascensor que lo condujo a su piso.
Wendy estaba preparándole la valija. Había vivido haciendo y deshaciendo valijas y era muy eficiente.
Vestida con jeans y una camisa a cuadros, el pelo sujeto en una cola de caballo, podía haber pasado por una chica de una granja si no fuera por su palidez y sus formas. La figura de Wendy era casi una caricatura de la pubertad.
Miró a Lounds con ojos que no habían registrado sorpresa en muchos años. Advirtió que temblaba.
—Estás trabajando demasiado, Roscoe —le gustaba llamarlo Roscoe y por alguna razón a él parecía agradarle—. ¿Qué avión tomas, el de las seis de la tarde? —le alcanzó un trago y retiró de la cama su vestido con lentejuelas y la caja de la peluca para que pudiera recostarse—. Puedo llevarte al aeropuerto. No tengo que ir al club hasta las seis.
«Wendy City» se llamaba su propio bar topless y ya no necesitaba bailar más, Lounds se había hecho cargo de todo.
—Parecías Morocco Mole cuando me llamaste —dijo ella.
—¿Quién?
—Ya sabes, el que sale en televisión los sábados por la mañana, es un personaje realmente misterioso y ayuda a la Ardilla Secreta. Lo vimos cuando estabas enfermo con gripe. Parece que conseguiste algo verdaderamente bueno ¿verdad? Estás muy contento contigo mismo.
—Así es. Me tiré un lance hoy y resultó. Sabes querida, tengo perspectivas de dar con un buen filón.
—Tienes tiempo de dormir una siesta antes de partir. Te estás matando.
Lounds encendió un cigarrillo. Ya había dejado otro quemándose en el cenicero.
—¿Sabes una cosa? —insistió ella—. Apuesto a que si terminas esa copa y me cuentas todo vas a poder dormir.
La cara de Lounds, como un puño apretado contra su cuello, se aflojó por fin; recuperó movimiento tan súbitamente como un puño al volver a ser una mano. Dejó de temblar. Le contó todo a Wendy, susurrando sobre la prominente curva de sus pechos exageradamente aumentados, mientras ella le dibujaba ochos con un dedo sobre la nuca.
—Qué vivo estuviste, Roscoe —dijo ella—. Duérmete ahora. Te despertaré a tiempo para tu avión. Todo va a andar bien. Y luego nos divertiremos de lo lindo.
Enumeraron los lugares a los que irían. Y él se durmió.