Crawford se despertó de un sueño profundo una hora antes de que amaneciera. Vio el cuarto oscuro y sintió el amplio trasero de su esposa cómodamente apoyado contra sus riñones. No supo por qué se había despertado hasta que el teléfono sonó por segunda vez. Lo encontró sin dificultad.
—Jack, soy Lloyd Bowman. Resolví la clave. Es preciso que sepa ahora mismo lo que dice.
—Muy bien, Lloyd —Crawford buscó con los pies sus pantuflas.
—Dice: Domicilio Graham Marathon, Florida. Sálvese. Mátelos a todos.
—Maldición. Tengo que ir.
—Lo sé.
Crawford se dirigió a su escritorio sin detenerse a buscar su bata. Llamó dos veces a Florida, una al aeropuerto y luego a Graham, a su hotel.
—Will, Bowman acaba de descifrar la clave.
—¿Qué dice?
—Te lo diré enseguida. Pero ahora escúchame. Todo está bien. Me he encargado de ello, por lo tanto no cuelgues cuando te lo diga.
—Dímelo ya mismo.
—Es tu dirección. Lecter le dio a ese degenerado tu dirección. Espera, Will. Dos coches de la policía están ya camino de Sugarloaf. La lancha de la Aduana de Marathon se dirige hacia allí. El Hada de los Dientes no ha tenido tiempo todavía de hacer nada. Espera, no cortes. Puedes moverte más rápido si yo te ayudo. Escucha lo que voy a decirte.
»Los agentes no van a asustar a Molly. Los automóviles cerrarán el camino que lleva a la casa. Dos hombres se acercarán lo suficiente como para poder vigilarla. Puedes decírselo cuando se despierte. Te pasaré a buscar dentro de media hora.
—Ya me habré ido.
—El próximo avión hacia allí no sale hasta las ocho. Más rápido será hacerlos venir aquí. La casa de mi hermano en Chesapeake está disponible. Tengo un buen plan, Will, espera a que te lo cuente. Si no te gusta, yo mismo te llevaré al avión.
—Necesito algunas cosas del arsenal.
—Las buscaremos cuando pase por ti.
Molly y Willy estaban entre los primeros que bajaron del avión en el aeropuerto Nacional de Washington. Ella divisó a Graham entre el gentío, no sonrió, pero se dio vuelta hacia Willy y le dijo algo mientras caminaban rápidamente adelantándose a la oleada de turistas que volvían de Florida.
Lo miró de arriba abajo, se acercó y le dio un rápido beso. Sus dedos bronceados y fríos le tocaron su mejilla.
Graham sintió que el niño lo observaba. Willy le estrechó la mano sin acercarse.
Graham bromeó respecto al peso de la valija de Molly mientras caminaban rumbo al automóvil.
—Yo la llevaré —anunció Willy.
Un Chevrolet marrón con patente de Maryland se ubicó detrás de ellos cuando salieron de la playa de estacionamiento.
Graham cruzó el puente en Arlington y les señaló los monumentos conmemorativos de Lincoln y Jefferson y el de George Washington antes de tomar rumbo al este en dirección a la bahía Chesapeake. Después de haber recorrido veinticinco kilómetros desde Washington, el Chevrolet marrón se les puso a la par por el carril interno. El conductor miró hacia ellos cubriéndose la boca con la mano y una voz extraña resonó en el interior del automóvil.
—Fox Edward, no hay moros en la costa. Buen viaje.
Graham buscó el micrófono oculto bajo el tablero.
—Entendido, Bobby. Muchas gracias.
El Chevrolet quedó nuevamente atrás y se encendieron sus luces de giro.
—Sólo para estar seguro de que ningún periodista o lo que sea nos seguía —aclaró Graham.
—Comprendo —respondió Molly.
Ya entrada la tarde se detuvieron en un restaurante junto al camino y comieron cangrejos. Willy fue a inspeccionar la pileta de las langostas.
—Lo siento, Molly, no me gusta nada —dijo Graham.
—¿Es a ti a quien busca ahora?
—No tenemos motivos para pensarlo. Lecter se lo sugirió. Lo instó a hacerlo.
—Es una sensación opresiva, desagradable.
—Lo sé. Tú y Willy estaréis seguros en casa del hermano de Crawford. Nadie, a excepción de Crawford y yo, sabe que están allí.
—Preferiría no hablar de Crawford.
—Verás que lindo lugar es.
Molly inspiró hondo y cuando soltó el aire toda su furia salió con él, quedando descansada y tranquila. Lo miró con una sonrisa aviesa.
—Caray, qué rabieta me dio allí. ¿Tendremos que convivir con algún Crawford?
—No —corrió la caja de las galletitas para tomarle la mano—. ¿Qué es lo que sabe Willy?
—Bastante. La mamá de su amigo Tommy tenía en su casa un pasquín que trajo del supermercado. Tommy se lo mostró a Willy. Había un gran artículo sobre ti, aparentemente bastante tergiversado. Sobre Hobbs, el lugar adonde estuviste después, Lecter, todo. Lo perturbó. Le pregunté si quería que conversáramos sobre eso. Pero se limitó a preguntarme si yo lo sabía desde antes. Le contesté que sí, que tú y yo habíamos conversado sobre eso una vez, que me habías contado todo antes de casarnos. Le pregunté si quería que yo se lo contara, como fue de veras. Me dijo que te lo preguntaría directamente a ti.
—Me alegro. Bien por él. ¿Qué era, el Tattler?
—No sé, creo que sí.
—Muchas gracias, Freddy.
Una ola de furia por Freddy Lounds lo hizo levantarse de su asiento. Se lavó la cara con agua fría en el baño.
Sarah estaba diciéndole buenas noches a Crawford en la oficina cuando sonó el teléfono. Dejó la cartera y el paraguas para contestarlo.
—Oficina del agente especial Crawford. No, el señor Graham no está en la oficina, pero permítame. Espere, será un placer. Sí, estará aquí mañana por la tarde, pero permítame.
El tono de su voz hizo que Crawford se acercara a su escritorio.
Sarah sujetaba el receptor como si hubiera muerto en su mano.
—Preguntó por Will y dijo que tal vez llamara mañana por la tarde. Traté de retenerlo.
—¿Quién era?
—Me dijo «Dígale simplemente a Graham que era el Peregrino». Así es como el doctor Lecter llamó…
—Al Hada de los Dientes —señaló Crawford.
Graham fue al mercado mientras Molly y Willy vaciaban sus valijas. Compró melones y moras maduras. Estacionó el automóvil en la vereda de enfrente de la casa y se quedó sentado durante unos minutos sujetando la dirección. Tenía vergüenza de que por culpa de él Molly hubiera tenido que abandonar la casa que amaba y tuviera que instalarse en una ajena.
Crawford había hecho lo más que podía. Esa casa no era uno de esos refugios federales en los que los brazos de los sillones estaban desteñidos por la transpiración de las manos. Era un chalet simpático, recién pintado, con flores junto a la escalera de entrada. Era el producto de manos cuidadosas y un espíritu ordenado. El jardín de atrás descendía hacia la bahía de Chesapeake y había un bote inflable.
La luz azul verdosa de la televisión se veía a través de las cortinas. Graham sabía que Molly y Willy estaban mirando un partido de béisbol.
El padre de Willy había sido jugador de béisbol, y muy bueno. Él y Molly se conocieron en el ómnibus del colegio y se casaron antes de terminar los estudios.
Hicieron una gira por Florida con un equipo mientras estaba contratado por el de los Cardinals. Llevaron a Willy con ellos y lo pasaron maravillosamente bien. El equipo de los Cardinals le dio la oportunidad de formar parte de la primera división y sus dos primeros partidos confirmaron la confianza depositada en él. Pero después empezó a tener dificultades para tragar. El cirujano trató de extirparle todo, pero hizo una metástasis y eso lo liquidó. Murió al cabo de cinco meses, cuando Willy tenía seis meses.
Willy seguía mirando los partidos de béisbol siempre que podía. Molly los veía cuando estaba perturbada.
Graham no tenía llave. Golpeó a la puerta.
—Yo abriré —dijo Willy.
—Espera —Molly espió por las cortinas—. Está bien.
Willy abrió la puerta. Tenía en su mano y apretado contra la pierna, un pesado garrote.
La vista de ese objeto impresionó penosamente a Graham. El chico debía de haberlo traído en su valija.
Molly agarró la bolsa del mercado.
—¿Quieres un poco de café? Hay gin, pero no es la marca que te gusta.
Cuando se fue a la cocina Willy, le propuso a Graham salir afuera.
Desde el porche de atrás podían ver las luces de posición de las embarcaciones ancladas en la bahía.
—Will, ¿hay algo que debo saber para cuidar bien a mamá?
—Ambos están seguros aquí, Willy. ¿Recuerdas el automóvil que nos siguió desde el aeropuerto para comprobar que nadie sabía adónde íbamos? Nadie puede averiguar dónde estáis tú y tu madre.
—¿Ese maniático quiere matarte, verdad?
—No lo sabemos. Pero no me sentía tranquilo al enterarme de que él sabía dónde estaba mi casa.
—¿Vas a matarlo?
Graham cerró duramente un instante los ojos.
—No. Mi trabajo consiste en encontrarlo. Luego lo confinarán en un hospital de insanos para poder asistirlo y evitar que lastime a más personas.
—La madre de Tommy tenía un diario, Will. Ahí decía que tú habías matado a un tipo en Minnesota y que estuviste en una clínica de locos. Yo no lo sabía. ¿Es verdad?
—Sí.
—Empecé a preguntárselo a mamá, pero preferí preguntártelo a ti.
—Me gusta que me lo hayas preguntado directamente a mí. No era solamente un hospital para locos; tratan a toda clase de enfermos —la distinción parecía importante—. Yo estaba en el ala de psiquiatría. ¿Te molesta saber que estuve allí porque estoy casado con tu madre?
—Le dije a mi padre que cuidaría de ella. Y lo haré.
Graham sintió que tenía que contarle lo suficiente a Willy.
Pero no quería decirle demasiado.
Las luces de la cocina estaban apagadas. Pudo ver la borrosa silueta de Molly detrás de la puerta de alambre tejido y sintió el peso de su opinión. Al hablar de todo eso con Willy se estaba jugando el corazón de Molly.
Era evidente que Willy no sabía qué otra cosa debía preguntarle. Graham lo hizo por él.
—El hospital fue después del asunto de Hobbs.
—¿Le disparaste?
—Sí.
—¿Cómo ocurrió?
—Para empezar, Garret Hobbs estaba loco. Atacaba a chicas del colegio y las mataba.
—¿Cómo?
—Con un cuchillo; finalmente, encontré una pequeña esquirla de metal en la ropa de una de las chicas. Era una viruta como las que quedan al recortar un caño. ¿Recuerdas cuando arreglamos la ducha de afuera?
»Yo estaba examinando a una cantidad de fontaneros y otras personas. Me llevó mucho tiempo. Hobbs había dejado una carta renunciando a su trabajo en una compañía constructora a la que estaba inspeccionando. La vi y me pareció rara. No trabajaba en ninguna parte y tuve que buscarlo en su casa.
»Estaba subiendo la escalera del departamento de Hobbs. Me acompañaba un policía uniformado. Hobbs debió habernos visto llegar. Estaba a mitad de camino cuando empujó a su esposa por la puerta y cayó rodando muerta por las escaleras.
—¿La había matado?
—En efecto. Entonces le pedí al oficial que me acompañaba que llamara a SWAT para pedir ayuda. Pero en ese momento oí a unos chicos adentro del departamento y enseguida unos gritos. Quise esperar, pero no pude.
—¿Entraste al departamento?
—Sí. Hobbs había agarrado a su hija por detrás y tenía un cuchillo. La estaba apuñalando. Y entonces le disparé.
—¿La chica murió?
—No.
—¿Se curó?
—Después de un tiempo. Ahora está perfectamente bien.
Willy digirió lentamente y en silencio todo eso. Se oía el débil sonido de música proveniente de un barco anclado.
Graham podía obviar ciertos detalles en beneficio de Willy, pero no le fue posible evitar revivirlos otra vez.
Omitió contarle que la señora Hobbs, apuñalada numerosas veces, se aferraba a él en el rellano de la escalera. Que al comprobar que había muerto y al escuchar los gritos que provenían del departamento, se libró de esos dedos ensangrentados y empujando con su hombro abrió la puerta. Que Hobbs sujetaba a su propia hija y que con el cuchillo le tajeaba el cuello, y cómo ella se defendía con la cabeza colgando, mientras la 38 lo perforaba sin que se desplomara ni dejara de tajearla. Que Hobbs estaba sentado en el piso llorando y su hija gemía. Que al sostenerla comprobó que Hobbs le había seccionado la tráquea pero no las arterias. Que la muchacha lo miraba con enormes ojos vidriosos y luego miraba a su padre sentado en el piso, que lagrimeaba y decía «¿Ven? ¿Ven?» hasta caer muerto. Ahí fue cuando Graham perdió la fe en las 38.
—Willy, ese asunto de Hobbs me preocupó mucho. Sabes, lo conservaba en mi mente y lo repasaba una y otra vez. Llegó un momento en que no podía pensar en otra cosa. Tenía la idea de que debía haber existido otra forma en que hubiera podido manejarlo mejor. Y luego no sentía ya nada más. No podía comer y dejé de hablar con todos. Tuve una gran depresión. Entonces un médico me pidió que me internara en el hospital y le hice caso.
»Al cabo de un tiempo conseguí poner cierta distancia entre los hechos y yo. La muchacha que fue herida en el departamento de Hobbs vino a verme. Estaba muy bien y conversamos mucho.
»Finalmente lo hice a un lado y volví a mi trabajo.
—¿Es tan espantoso matar a alguien aun si uno tiene que hacerlo?
—Willy, no hay nada peor en el mundo entero.
—Oye, voy un momento a la cocina. ¿Quieres tomar algo, una Coca? —A Willy le gustaba llevarle cosas a Graham, pero siempre lo hacía aparecer como si fuera accesorio a algo más que de todas formas iba a hacer. Nunca lo hacía aparecer como un favor especial o algo por el estilo.
—Por supuesto, una Coca.
—Mamá debería salir y mirar estas luces.
Más tarde, ya de noche, Molly y Graham estaban sentados en la hamaca del porche de atrás. Caía una fina lluvia y las luces de los barcos formaban unos halos punteados en la bruma. La brisa que provenía de la bahía les hizo poner carne de gallina en los brazos.
—¿Esto puede durar bastante, no es así? —preguntó Molly.
—Espero que no, pero es posible.
—Will, Evelyn dijo que podía encargarse de la tienda durante esta semana y cuatro días de la próxima. Pero tengo que volver a Marathon, por lo menos por uno o dos días para estar allí cuando lleguen mis compradores. Podría quedarme en casa de Evelyn y Sam. Tengo que ir yo misma a Atlanta para abastecerme para septiembre.
—¿Evelyn sabe dónde estás?
—Le dije Washington, nada más.
—Bien.
—¿Qué difícil es tener algo, verdad? Difícil conseguirlo, complicado conservarlo. Este es un planeta terriblemente resbaloso.
—Resbaloso como el infierno.
—¿Volveremos a Sugarloaf, verdad?
—Volveremos.
—No te apures ni arriesgues demasiado. ¿No lo harás, verdad?
—No.
—¿Vas a regresar temprano?
Había hablado por teléfono con Crawford durante media hora.
—Un poco antes de almorzar. Hay algo que tenemos que solucionar mañana, si piensas volver a Marathon. Willy podría pescar lo que pasa.
—Tuvo que preguntarte por el otro.
—Lo sé y no lo culpo.
—Maldito sea ese periodista. ¿Cómo se llama?
—Lounds. Freddy Lounds.
—Pienso que tal vez lo odias. Y desearía no haber sacado el tema. Vamos a acostarnos y te haré un buen masaje en la espalda.
El resentimiento le produjo un ligero escozor a Graham. Se había justificado ante un niño de once años. El chico dijo que no había nada malo en haber estado encerrado en un loquero. Ahora ella le iba a masajear la espalda.
—Vamos a la cama, no hay problemas con Willy.
«Cuando te sientes tenso, mantén la boca cerrada si puedes».
—Te dejaré solo si quieres pensar un rato —dijo ella.
Él no quería pensar. De ningún modo.
—Masajéame la espalda y yo te masajearé el pecho —contestó.
—Adelante, compañero.
Vientos de altura barrieron la fina llovizna más allá de la bahía y a las nueve de la mañana una nube de vapor se levantaba del suelo. Los distantes blancos del campo de tiro dependiente del sheriff local parecían vacilar en esa trémula atmósfera.
El jefe del campo de tiro observó con sus prismáticos hasta tener la seguridad de que el hombre y la mujer que estaban en el extremo más alejado de la línea de tiro cumplían con las reglas de seguridad.
La credencial del Departamento de Justicia que exhibió el hombre cuando pidió permiso para usar el campo de tiro decía «Investigador». Eso podría ser cualquier cosa. El jefe no veía con buenos ojos que personas que no fueran instructores calificados de tiro enseñaran a otra el manejo de una pistola.
No obstante, tuvo que reconocer que el agente federal sabía lo que estaba haciendo.
Utilizaban solamente un revólver de calibre 22, pero le estaba enseñando a la mujer a disparar en combate desde la posición Weaver, con el pie izquierdo ligeramente adelantado y las dos manos sujetando fuertemente el revólver con tensión isométrica en los brazos. Ella disparaba a la silueta ubicada a seis metros y medio de distancia. Una y otra vez sacó el arma del bolsillo exterior de la cartera que colgaba de su hombro. Se repitió hasta que el jefe de tiro se aburrió de mirarlos.
Una modificación del sonido de los disparos lo hizo recurrir nuevamente a los prismáticos. Se habían colocado protectores para los oídos y estaban trabajando con un arma corta y pesada. El jefe reconoció el estampido de los proyectiles livianos.
Pudo ver la pistola que esgrimía en sus manos y le interesó. Caminó junto a la línea de tiro y se detuvo unos pocos metros detrás de ellos. Quería examinar la pistola, pero ése no era el momento indicado para interrumpir. Le echó una buena mirada mientras la mujer la vaciaba de las cápsulas servidas y colocaba otras cinco de un cargador especial.
Extraña arma para un agente federal. Era un Bulldog 44 Special, corto y feo, con una enorme boca. Había sido muy modificado por Mag Na Port. El cañón estaba ventilado cerca de la boca para que no se levantara con el retroceso, el percutor estaba reforzado y tenía un par de sólidas agarraderas. Sospechaba que estaba preparado especialmente para ese tipo de cargador. Una pistola increíblemente maligna cuando estuviera cargada con lo que tenía preparado el agente federal. Se preguntaba cómo lo soportaría esa mujer.
Los proyectiles alineados en la tarima junto a ellos ofrecían una interesante progresión. El primer lugar lo ocupaba una caja de munición liviana. Le seguía la utilizada normalmente por la policía y por último había algo de lo que el instructor había oído hablar mucho pero que rara vez había visto.
Una hilera de Proyectiles de Seguridad Glaser. Los extremos parecían sacapuntas para lápices. Detrás de cada punta había una cápsula de cobre que contenía munición número doce en una suspensión de teflón líquido.
Ese liviano proyectil había sido diseñado para volar a una velocidad tremenda, incrustarse en el blanco y soltar su carga. Sus consecuencias en la carne eran devastadoras. El instructor recordaba inclusive las cifras. Hasta el momento, noventa Glaser se habían disparado contra personas. Los noventa quedaron anulados inmediatamente con ese solo disparo. Ochenta y nueve de ellos murieron enseguida. Un hombre sobrevivió, para asombro de los médicos. Los Glaser tenían además una ventaja en lo relativo a seguridad: no producían rebotes, y no atravesarían ninguna pared, matando al que estuviera en el otro cuarto.
El hombre se mostraba muy atento hacia ella, alentándola, pero parecía triste por algo.
La mujer había agotado ya los proyectiles utilizados por la policía y el instructor se alegró al comprobar que controlaba bien el retroceso, mantenía los dos ojos abiertos y no vacilaba. Es verdad también que demoró casi cuatro segundos en sacar el primer cargador de su cartera, pero tres habían hecho blanco en el círculo marcado con una X. No tan malo para una principiante. Tenía habilidad.
Hacía un rato que estaba nuevamente en la torre cuando oyó el terrible estrépito de los Glaser.
La mujer disparaba toda la carga. No era una práctica común y corriente.
El instructor pensó qué demonios verían en la silueta para que fueran necesarios cinco Glasers para matarlo.
Graham se dirigió a la torre para devolver los protectores de oídos, dejando a su alumna sentada en un banco, con la cabeza gacha y los codos apoyados sobre las rodillas.
El instructor pensó que debería estar contento con ella y así se lo dijo. Había recorrido un largo camino en un solo día. Graham se lo agradeció algo abstraído. Su expresión intrigó al instructor. Parecía un hombre que hubiera sufrido una pérdida irreparable.