CAPÍTULO10

El avión de Washington a Birmingham estaba medio vacío. Graham eligió un asiento junto a la ventanilla que tenía desocupado el de al lado.

Rechazó un emparedado algo seco que le ofreció la azafata y apoyó el legajo de los Jacobi sobre el soporte para la bandeja. Había anotado al principio las similitudes entre los Jacobi y los Leeds.

Ambas parejas estaban al final de la treintena, ambas tenían hijos, dos varones y una mujer. Edward Jacobi tenía otro hijo de un matrimonio anterior, que estaba en el colegio cuando fue asesinada su familia.

En ambos casos, los dos padres poseían títulos universitarios, y ambas familias vivían en casas de dos plantas en agradables suburbios. Tanto la señora Jacobi como la señora Leeds eran mujeres bonitas. Las familias utilizaban idénticas tarjetas de crédito y estaban suscriptas a idénticas revistas populares.

Ahí terminaban las similitudes. Charles Leeds era un abogado especializado en impuestos, mientras que Edward Jacobi era ingeniero y metalúrgico. La familia de Atlanta era presbiteriana; los Jacobi, católicos. Los Leeds residían desde hacía muchos años en Atlanta, en cambio los Jacobi habían vivido solamente tres meses en Birmingham, por haber sido trasladados allí desde Detroit.

La palabra «casualidad» resonaba molestamente en los oídos de Graham como una canilla que pierde. «Casual elección de víctimas», «sin motivo aparente», terminología empleada por los periodistas y pronunciada con ira y frustración por los detectives en los departamentos de homicidios.

Empero «casualidad» no era el término exacto. Graham sabía que los que realizaban asesinatos múltiples y en serie, no eligen sus víctimas al azar.

El hombre que asesinó a los Jacobi y a los Leeds vio algo en ellos que lo atrajo hacia esas personas y lo impulsó a matarlos. Podía haberlos conocido muy bien —así lo esperaba Graham— o quizá no los conocía en absoluto. Pero Graham estaba seguro de que el asesino los había visto en alguna oportunidad antes de matarlos. Los eligió porque tenían algo que lo atraía y las mujeres constituían el meollo del asunto. ¿Qué sería?

Existían ciertas diferencias entre los dos crímenes.

Edward Jacobi fue muerto de un disparo mientras bajaba la escalera empuñando una linterna, posiblemente lo había despertado un ruido.

La señora Jacobi y sus hijos fueron muertos de un tiro en la cabeza, la señora Leeds en el abdomen. En todos los casos el arma utilizada fue una pistola automática de nueve milímetros. Restos de lana de acero de un silenciador de fabricación casera se encontraron en las heridas. Ninguna huella dactiloscópica en las cápsulas servidas.

El cuchillo había sido usado únicamente en Charles Leeds. El doctor Princi creía posible que se tratara de un instrumento con una hoja delgada, aguda y extremadamente filosa.

Los métodos para entrar a las casas diferían también; la puerta del jardín forzada en el caso Jacobi y el cortador de vidrio en el de los Leeds.

Las fotografías del crimen de Birmingham no mostraban tanta sangre como la que se encontró en el de Leeds, pero había manchas en las paredes del dormitorio a poco más de sesenta centímetros del suelo. Por lo tanto el asesino también había tenido público en Birmingham. La policía de Birmingham revisó los cadáveres en busca de impresiones digitales, incluyendo las uñas, pero no encontró nada. A un mes de su inhumación en Birmingham, ya no quedarían ni rastros de una huella como la que se encontró en el pequeño Leeds.

En ambos lugares había el mismo pelo rubio, la misma saliva, el mismo semen.

Graham apoyó las dos fotografías de las sonrientes familias contra el respaldo del asiento delantero y se quedó mirándolas durante un buen rato, en medio de la calma del avión en vuelo.

¿Qué podría haber atraído particularmente al asesino hacia ellos? Graham quería creer a todo trance que existía un factor común y que pronto lo descubriría.

De lo contrario, tendría que entrar a otras casas y ver qué le había dejado el Hada de los Dientes.

Graham obtuvo unas direcciones en la oficina de Birmingham y se puso en contacto con la policía telefónicamente desde el aeropuerto. El aire acondicionado del automóvil que alquiló le salpicaba las manos y brazos de agua.

Su primera parada fue en la oficina de la Inmobiliaria Geehan, en la avenida Dennison.

Geehan, alto y calvo, apresuró el paso sobre la alfombra peluda color turquesa para saludarlo. Su sonrisa se desvaneció no bien Graham exhibió su credencial y le pidió la llave de la casa de los Jacobi.

—¿Irán hoy también policías uniformados? —preguntó con la mano sobre su cabeza.

—No lo sé.

—Espero en Dios que no. Tengo oportunidad de mostrarla dos veces esta tarde. Es una linda casa. Cuando la gente la ve se olvida de lo que ocurrió. El jueves pasado vino una pareja desde Duluth, unos jubilados con buen respaldo, fanáticos del Cinturón del Sol. Estábamos ultimando detalles cuando apareció el patrullero y entraron todos a la casa. La pareja les hizo algunas preguntas y por cierto que no se quedaron cortos en sus respuestas. Esos simpáticos oficiales les hicieron hacer todo el recorrido, explicándoles quién estaba dónde. Luego se despidieron amablemente, adiós, señor Geehan, disculpe la molestia. Traté de mostrarles todas las medidas de seguridad que habíamos dispuesto, pero ni las escucharon. Se marcharon como habían venido por el camino de grava y no se detuvieron hasta instalarse en su automóvil.

—¿Algún soltero ha solicitado visitarla?

—A mí no. Hay una lista muy larga. Pero me parece que no. La policía no quería permitirnos pintar hasta, bueno, no sé, el hecho es que hasta el martes no pudimos acabar la pintura del interior. Dos manos de látex para interiores y en algunas partes inclusive tres. Todavía estamos trabajando en el exterior. Va a quedar realmente linda.

—¿Cómo se las arreglarán para venderla antes de tener autorización del juez?

—No puedo cerrar el trato hasta entonces, pero eso no significa que no pueda tener todo listo. La gente podría mudarse con un acuerdo formalizado por escrito. Tengo que hacer algo. Un socio mío tiene el papel preparado y ese interés nos mantiene despiertos de noche y de día.

—¿Quién es el albacea del señor Jacobi?

—Metcalf, Byron Metcalf de la firma Metcalf y Barnes. ¿Cuánto tiempo calcula que se quedará allí?

—No lo sé. Hasta que termine.

—Deje la llave en el buzón. No necesita venir hasta aquí.

Graham experimentaba la vaga sensación de seguir un rastro frío mientras conducía rumbo a la casa de los Jacobi. Estaba justo en el límite de la ciudad, en una zona recientemente anexada a ésta. Detuvo una vez el automóvil en la carretera para estudiar el mapa antes de encontrar la salida a un camino secundario pavimentado.

Había transcurrido más de un mes desde que fueron asesinados. ¿Qué había estado haciendo él entonces? Instalando un par de motores diesel en un casco Rybovich de veinte metros, haciéndole señas a Ariaga en la grúa para que bajara un centímetro más. Molly aparecía al final de la tarde y los tres se sentaban bajo un toldo en la cabina de la embarcación a medio terminar y comían los enormes camarones que traía Molly y bebían cerveza helada marca Dos Equis. Ariaga explicaba cuál era la mejor forma de limpiar langostinos y dibujaba la aleta de la cola sobre el aserrín de la cubierta mientras los rayos del sol se quebraban sobre las olas y jugueteaban sobre las plumas de las inquietas gaviotas.

El agua del aire acondicionado salpicaba la pechera de la camisa de Graham, que se encontraba en ese momento en Birmingham, donde no había camarones ni gaviotas. Mientras conducía veía a su derecha praderas y lotes arbolados, cabras y caballos y, a su izquierda estaba Stonebridge, una zona residencial que databa de tiempo atrás, con unas pocas y elegantes mansiones y unas cuantas casas de personas adineradas.

Vio el cartel de la inmobiliaria casi cien metros antes de llegar. La casa de los Jacobi era la única a la derecha de la ruta. La savia de los nogales había pegoteado las piedritas del camino que resonaban contra los guardabarros del automóvil. Un carpintero trepado a una escalera estaba instalando rejas en las ventanas. El hombre saludó a Graham con la mano cuando entró a la casa.

Un gran roble daba sombra al patio de lajas del costado de la casa. Por la noche impediría también que pasara la luz del farol del jardín lateral. Por esa puerta corrediza de vidrio era por donde había entrado el Hada de los Dientes. Las puertas habían sido reemplazadas por otras nuevas, cuyos marcos de aluminio conservaban todavía un brillo impecable y la etiqueta con la marca de la fábrica. Una reja nueva de hierro fundido protegía las corredizas. La puerta del sótano también era nueva, de acero y con cerrojos. Sobre las lajas había cajones con las partes de un termotanque.

Graham entró a la casa. Pisos desnudos y olor a encierro. Sus pasos resonaron en los cuartos vacíos.

Los espejos nuevos de los baños no habían reflejado jamás las caras de los Jacobi ni la de su asesino. Todos conservaban aún la marca de una etiqueta que había sido despegada. Una lona utilizada por los pintores estaba doblada en un rincón del dormitorio principal. Graham se sentó sobre ella el tiempo necesario para que la luz del sol pasara de uno a otro tablón sobre el piso de madera.

No había nada. Ya no quedaba nada allí.

¿Vivirían todavía los Leeds si hubiera llegado allí inmediatamente después de la masacre de los Jacobi? Eso era lo que Graham se preguntaba. Consideró el peso de esa responsabilidad.

Pero no disminuyó al salir de la casa y contemplar el cielo azul.

Graham se paró a la sombra de un nogal, los hombros encogidos, las manos en los bolsillos y dirigió su mirada a lo largo del camino que desembocaba en la ruta frente a la casa de los Jacobi.

¿Cómo había llegado allí el Hada de los Dientes? Debía de haber conducido un automóvil. ¿Dónde lo estacionó? El camino de entrada de grava era demasiado ruidoso para una visita a medianoche, pensó Graham. La policía de Birmingham no estaba de acuerdo.

Caminó por el sendero hasta la ruta. El camino asfaltado tenía zanjas a ambos lados, hasta donde su vista le permitía ver. Era posible detenerse cruzando la zanja y ocultar el vehículo entre las plantas del lado de la propiedad de los Jacobi, siempre y cuando el terreno estuviera firme y seco.

Frente a la casa de los Jacobi y del otro lado del camino estaba la única entrada a Stonebridge. El cartel decía que Stonebridge tenía un servicio particular de vigilancia. Un vehículo extraño no pasaría desapercibido allí. Y tampoco un hombre caminando entrada ya la noche. Eliminado el estacionamiento en Stonebridge.

Graham volvió a la casa y se sorprendió al comprobar que el teléfono funcionaba. Llamó a la Oficina Meteorológica y se enteró de que el día anterior al asesinato de los Jacobi llovieron siete milímetros. Por lo tanto las zanjas estaban llenas. El Hada de los Dientes no había ocultado su automóvil en la ruta asfaltada.

Un caballo que se encontraba del otro lado del jardín avanzó a la par de Graham mientras caminaba junto al cerco pintado de blanco en dirección a los fondos de la propiedad. Le dio al caballo una pastilla de naranja y se separó de él en una esquina, al dar vuelta junto al cerco del fondo, detrás de las construcciones anexas.

Se detuvo al ver el suelo hundido ligeramente en el sitio en que los niños habían enterrado su gato. Al pensar en eso, junto con Springfield en la comisaría de Atlanta, había imaginado que las construcciones serían blancas. En realidad eran de color verde oscuro.

Los chicos habían envuelto al gato en un paño de cocina y lo habían enterrado dentro de una caja, con una flor entre las patas.

Graham apoyó el antebrazo sobre la parte superior del cerco y descansó sobre él su cabeza.

El entierro de un animal favorito, rito solemne de la niñez. Los padres que regresan a casa y sienten vergüenza de rezar. Los niños mirándose el uno al otro descubriendo nuevas fuerzas en los sitios en que el dolor más se hace sentir. Uno inclina la cabeza y enseguida los otros lo imitan, la pala más alta que cualquiera de ellos. Luego una discusión sobre si el gato está o no en el cielo con Dios y Jesús y un largo silencio sin que se oiga gritar a ninguno.

Mientras permanecía parado sintiendo el calor del sol en su espalda, Graham tuvo la certeza de que el Hada de los Dientes no se había contentado con matar al gato, sino que además había esperado hasta que los chicos lo enterraran. No podía perderse ese episodio.

No hizo dos viajes hasta allí, uno para matar al gato y otro para asesinar a los Jacobi. Mató al gato y esperó hasta que los niños lo descubrieran.

No había forma alguna de determinar exactamente dónde encontraron los chicos al animalito. La policía no había localizado a nadie que hubiera hablado con los Jacobi después del mediodía, aproximadamente diez horas antes de que murieran.

¿Cómo había llegado el Hada de los Dientes y dónde había esperado?

Más allá del cerco de atrás, un terreno cubierto por arbustos casi tan altos como una persona, se extendía unos treinta metros hasta llegar a lo árboles. Graham sacó del bolsillo trasero el mapa arrugado y lo desplegó sobre el cerco. En él se veía una ininterrumpida fracción arbolada que se extendía durante cuatrocientos metros desde los fondos de la propiedad de los Jacobi y que continuaba en ambas direcciones. Más allá de la arboleda, limitándola hacia el sur, pasaba un camino vecinal, paralelo a la ruta sobre la cual daba la propiedad de los Jacobi. Graham salió en su automóvil nuevamente a la carretera, calculando la distancia con su odómetro. Tomó rumbo al sur y se dirigió hacia el camino vecinal que figuraba en el mapa. Condujo lentamente por él, controlando otra vez la distancia hasta que el odómetro le indicó que estaba justo detrás de la casa de los Jacobi, del otro lado de la fracción arbolada.

El pavimento se interrumpía al llegar allí a un futuro barrio de viviendas modestas, proyecto de tan reciente data que no figuraba en el mapa. Detuvo su automóvil en el área destinada a estacionamiento. La mayoría de los automóviles eran viejos, con los resortes saliendo de sus tapizados. Dos estaban apoyados sobre cajones.

Unos niños negros jugaban al basket sobre la tierra desnuda junto a un único arco sin red. Graham se sentó sobre el parachoques durante un rato para mirar el partido.

Tenía ganas de quitarse la chaqueta, pero sabía que el 44 Special y la cámara chata en su cinturón llamarían la atención. Siempre sentía una extraña molestia cuando la gente miraba su revólver.

Un equipo estaba integrado por ocho jugadores con camisa. Los de torso desnudo eran once, y todos jugaban simultáneamente. El arbitraje era por aclamación.

Un pequeño de torso desnudo, al fallar en la devolución, se dirigió airadamente a su casa. Regresó fortificado con una galletita y se integró nuevamente al grupo.

Los gritos y el ruido de la pelota mejoraron el ánimo de Graham.

Un gol, una pelota al cesto. Pensó en cuántas cosas tenían los Leeds. Y los Jacobi también, según la policía de Birmingham, después de haber descartado el robo como móvil. Botes y elementos deportivos, equipos de campamento, máquinas fotográficas y escopetas y cañas de pescar. Era otra cosa que ambas familias tenían en común.

Y al pensar en los Leeds y los Jacobi con vida, no pudo evitar recordar cómo habían estado después y entonces le fue imposible seguir mirando el partido de basket. Inspiró hondo y se dirigió al monte oscuro que se alzaba del otro lado del camino.

La maleza, muy tupida al empezar el bosque de coníferas, se hizo más rala al internarse Graham bajo el sombrío follaje y su marcha resultó más fácil y agradable sobre el mullido colchón formado por las agujas de los pinos. El aire era cálido y calmo. Los pájaros de los árboles anunciaban su llegada.

El terreno bajaba suavemente hasta el cauce seco de un arroyo sobre el que se alzaban unos pocos cipreses, y en la tierra rojiza podían verse pisadas de mapaches y ratones de campo. Unas huellas de pies humanos, probablemente algunas dejadas por niños, se desparramaban por el lecho del arroyo. Todas eran hondas y redondeadas y muchas lluvias habían caído sobre ellas.

El terreno subía del otro lado del arroyo, transformándose en una arcilla arenosa sobre la que crecían helechos bajo los pinos. Graham subió la colina en medio de esa atmósfera calurosa, hasta ver luz debajo de los árboles en el límite del bosque.

Entre los troncos pudo divisar el piso superior de la casa de los Jacobi.

Otra vez apareció la tupida maleza que llegaba casi hasta su cabeza, y que se extendía desde el linde del bosque hasta el cerco de atrás de los Jacobi. Graham se abrió camino entre las plantas y se detuvo junto a la valla que daba al jardín.

El Hada de los Dientes podría haber estacionado su automóvil en el barrio en construcción y atravesado el bosque hasta llegar al matorral detrás de la casa. Podría haber atraído al gato y estrangularlo, sujetando el cuerpo inerme en una mano mientras se arrastraba de rodillas y agarraba el cerco con la otra. A Graham le pareció ver el gato por el aire, sin darse vuelta para caer sobre sus patas y oír el ruido sordo al chocar su lomo contra la tierra.

El Hada de los Dientes debía de haber hecho todo eso durante el día, ya que los niños no habrían encontrado ni enterrado al gato de noche.

Y debía de haber esperado para verlos cuando lo encontraran. ¿Esperó todo el día en medio del calor del matorral? Parado junto al cerco hubiera sido visible entre los tablones. Para poder tener una perspectiva del jardín desde el fondo del matorral, tendría que estar parado mirando a las ventanas de la casa con el sol de frente. Evidentemente retrocedería hacia los árboles. Y eso mismo hizo Graham.

La policía de Birmingham no era tonta. Vio por donde habían rastreado la maleza, revisando el terreno como algo común y corriente. Pero eso fue antes de que se encontrara el gato. Buscaban pistas, objetos caídos, huellas, no una situación o posición ventajosa.

Se internó unos cuantos metros entre la arboleda que se alzaba detrás de la casa de los Jacobi y caminó hacia adelante y hacia atrás entre las manchas de sombra. En primer término se dedicó al terreno alto que brindaba una visión parcial del jardín y luego recorrió la parte baja junto a la primera hilera de árboles.

Al cabo de una hora de búsqueda un reflejo de luz que procedía del suelo le llamó la atención. Lo perdió y lo encontró nuevamente. Era la argolla de latón de una lata de gaseosa semienterrada entre las hojas bajo un olmo, uno de los pocos olmos que crecían entre los pinos.

Lo advirtió a dos metros y medio de distancia y durante cinco minutos no se acercó, dedicándose a escudriñar el terreno que rodeaba al árbol. Se puso en cuclillas y apartó las hojas tiradas adelante de él mientras se acercaba al árbol, adelantándose como si fuera un pato por la senda que abría, para evitar arruinar cualquier huella. Trabajó lentamente y consiguió despejar de hojas todo alrededor del tronco. Ninguna pisada había hollado la capa de hojas del año anterior.

Cerca del pedazo de aluminio encontró el corazón seco de una manzana, devorado por las hormigas. Los pájaros habían dado cuenta de las semillas. Estudió el lugar durante otros diez minutos. Finalmente se sentó en el suelo, estiró sus piernas doloridas y se recostó contra el olmo.

Una nube de jejenes revoloteaba iluminada por un rayo de sol. Una oruga se paseaba por la parte posterior de una hoja.

Un resto de arcilla rojiza proveniente de la suela de un zapato podía verse en una rama sobre su cabeza.

Graham colgó su saco de una horqueta y comenzó a trepar cuidadosamente por el lado opuesto del árbol, examinando las ramas que estaban más arriba de la que tenía el resto de barro, desde atrás del tronco. Cuando llegó a los nueve metros de altura miró hacia el otro lado del tronco y divisó la casa de los Jacobi a ciento cincuenta metros de distancia. Parecía muy distinta desde ese ángulo, predominando el color del techo. Podía ver perfectamente bien el jardín posterior y el terreno de atrás de las construcciones anexas. Unos discretos prismáticos captarían fácilmente la expresión de un rostro a esta distancia.

Graham podía oír el tráfico a lo lejos, y un poco más distante el ladrido de un perro. Una chicharra inició su adormecedor zumbido ahogando todos los otros sonidos.

Una gruesa rama justo encima de él se unía al tronco formando un ángulo recto con la casa de los Jacobi. Subió un poco más para poder ver y se apoyó contra el tronco para observar mejor.

Junto a su mejilla y calzada entre el tronco y la rama había una lata de una bebida gaseosa.

—Qué placer —susurró Graham contra la corteza del olmo—. Dios mío, qué placer. Ven aquí, latita.

No obstante, podría haberla dejado allí un chico.

Trepó un poco más alto por el mismo lado del árbol, lo que resultó bastante arriesgado al llegar a las ramas más pequeñas, y dio la vuelta para poder mirar la rama más gruesa de abajo.

Un pedazo de corteza exterior de la parte de arriba de la rama había sido arrancada, dejando a la vista una parte verdosa de la médula interna, del tamaño de una baraja. Centrado en el rectángulo verde, grabado en la madera blanca, Graham vio esto:

Había sido hecho cuidadosa y prolijamente con un cuchillo muy puntiagudo. No era la obra de un niño.

Graham fotografió la marca, alternando cuidadosamente el foco.

La vista desde la rama gruesa era buena y había sido mejorada: el resto de una ramita colgaba desde otra situada más arriba. Había sido cortada para despejar la visual. Las fibras estaban comprimidas y el extremo un poco achatado por el corte.

Graham buscó el pedazo que había sido cortado. Si hubiera estado en el suelo lo habría visto antes. Allí, enredadas entre el verde follaje de las ramas bajas, había unas hojas marrones.

El laboratorio iba a precisar ambos lados del corte para poder medir el ángulo del filo de la hoja utilizada. Eso significaba volver allí con una sierra. Tomó varias fotografías del muñón, mientras murmuraba todo el tiempo para sus adentros.

«Creo, mi amigo, que después de haber estrangulado al gato y haberlo arrojado al jardín, trepaste hasta aquí a esperar. Pienso que observaste a los niños y pasaste el rato soñando y tallando la rama. Cuando se hizo de noche los viste pasar delante de las ventanas iluminadas y observaste cómo bajaban las persianas y se apagaban una tras otra las luces. Y al cabo de un rato descendiste del árbol y te dirigiste hacia ellos. ¿Fue así, verdad? No debió resultarte difícil bajar directamente desde la rama grande provisto de una linterna y ayudado por la brillante luz de la luna que acababa de aparecer».

Pero a Graham le resultó bastante complicado el descenso. Introdujo una varita en la abertura de la lata, la retiró cuidadosamente de la horqueta de la rama, y bajó, sujetando la ramita entre los dientes cuando tenía que utilizar las dos manos.

Cuando llegó otra vez al barrio en construcción, Graham descubrió que alguien había escrito en el costado de su automóvil cubierto de polvo: «Levon es un pajarón». La altura de la escritura indicaba que aun los residentes más jóvenes poseían un buen nivel de instrucción.

Se preguntó si habrían escrito también en el automóvil del Hada de los Dientes.

Graham se quedó sentado durante unos minutos contemplando las hileras de ventanas. Aparentemente había unas cien que podían verse desde allí. Era posible que tal vez alguien recordara haber visto tarde en la noche en el estacionamiento un forastero blanco. Valía la pena intentarlo por más que ya hubiera transcurrido un mes. Para interrogar a cada residente, sin perder tiempo, tendría que contar con la ayuda de la policía de Birmingham.

Luchó contra la tentación de enviar directamente a Washington a Jimmy Price la lata de gaseosa. Tenía que pedir a la policía de Birmingham que le cediera algunos agentes. Sería mejor entregarles lo que tenía. Entalcar la lata era un trabajo simple. Buscar impresiones digitales producidas por una transpiración ácida era algo diferente. Price podría hacerlo aun después de la prueba con el polvo de la policía de Birmingham, siempre y cuando no se tocara la lata con dedos desnudos. Mejor era entregársela a la policía. Sabía que la sección Documentación del FBI se arrojaría con dientes y uñas sobre la marca grabada. Fotografías para todo el mundo; nada se perdía con eso.

Llamó a la sección Homicidios de Birmingham desde la casa de los Jacobi. Los agentes llegaron justo cuando Geehan, el corredor de la inmobiliaria, hacía entrar a los futuros compradores.