CAPÍTULO9

A más de mil setecientos kilómetros hacia el sudoeste, en la cafetería del Laboratorio de Películas Gateway en St. Louis, Francis Dolarhyde esperaba que le sirvieran una hamburguesa. Las entradas que se ofrecían en el mostrador no presentaban buen aspecto. Se paró junto a la caja y bebió un sorbo de café de la taza de papel.

Una muchacha pelirroja vestida con un delantal de laboratorio entró a la cafetería y estudió la máquina de caramelos. Miró varias veces a Francis Dolarhyde que estaba de espaldas a ella y frunció los labios. Finalmente se acercó a él y le preguntó:

—¿Señor D.?

Dolarhyde se dio la vuelta. Usaba siempre gafas protectoras rojas fuera del cuarto oscuro. Ella fijó la vista en el puente de las gafas.

—¿Le importaría sentarse un momento conmigo? Tengo algo que decirle.

—¿Qué tiene que decirme, Eileen?

—Que realmente lo siento muchísimo. Que sencillamente Bob estaba borracho y como usted bien lo sabe, haciéndose el payaso. No fue esa su intención. Siéntese conmigo, por favor. Aunque sólo sea un minuto.

—Bien.

Dolarhyde jamás decía «sí» porque tenía algunas dificultades con la «s». Se sentaron. Ella retorcía nerviosamente una servilleta con sus manos.

—Todos estábamos divirtiéndonos mucho en la fiesta y nos alegramos de que viniera —dijo ella—. Nos alegramos de veras y nos sorprendimos también. Usted sabe cómo es Bob, imita permanentemente las voces de la gente, debería actuar en la radio. Imitó dos o tres tonadas, con chistes y demás, puede hablar exactamente igual a un negro. Cuando imitó esa otra voz no lo hizo para molestarlo a usted. Estaba demasiado borracho como para darse cuenta de quiénes estaban presentes.

—Todo el mundo reía y de repente nadie rió —Dolarhyde no decía nunca «más», por la «s».

—Entonces fue cuando Bob se dio cuenta de lo que había hecho.

—Pero continuó.

—Lo sé —dijo ella tratando de mirar de la servilleta a las antiparras sin demorarse demasiado—. Y se lo hice notar. Dijo que no tenía mala intención, que comprendió que ya no había forma de dar marcha atrás y entonces prefirió seguir con la broma. Usted vio cómo se sonrojó.

—Me propuso realizar un dúo con él.

—Lo abrazó y trató de tomarlo del brazo. Quería que usted también lo tomara como una broma, señor D.

—Lo tomé como una broma, Eileen.

—Bob está desesperado.

—Bueno, no quiero que esté desesperado. No lo quiero. Dígaselo de mi parte. Y que aquí no hará ninguna diferencia. Dios mío, con la habilidad de Bob yo haría bro… haría una broma a continuación de otra —Dolarhyde evitaba en lo posible los plurales—. Bueno, no pasará mucho antes de volver a reunirnos y entonces verá cómo me siento.

—Bien, señor D. Usted sabe que debajo de todas esas bromas Bob es realmente un tipo muy sensible.

—Estoy seguro. Cariñoso, imagino —la voz de Dolarhyde estaba ahogada por su mano. Cuando estaba sentado apoyaba siempre el nudillo de su índice bajo la nariz.

—¿Cómo dijo?

—Creo que usted es buena para él, Eileen.

—Yo también lo creo, de veras. Bebe solamente los fines de semana. No bien empieza a relajarse su esposa lo llama por teléfono. Me hace caras mientras habla con ella, pero me doy cuenta que luego se queda molesto. Una mujer puede darse cuenta de esas cosas. —Palmeó a Dolarhyde en la muñeca y a pesar de las antiparras advirtió que el toque se había registrado en sus ojos—. No se preocupe, señor D. Me alegro de haber tenido esta charla.

—Yo también, Eileen.

Dolarhyde la contempló mientras se alejaba. Tenía una marca de succión en la parte posterior de la rodilla. Pensó, acertadamente, que Eileen no sentía aprecio por él. En honor a la verdad, nadie lo apreciaba.

El espacioso cuarto oscuro estaba fresco y olía a productos químicos. Francis Dolarhyde inspeccionó el revelador del tanque A. Cientos de metros de películas familiares de todo el país habían pasado por el secador. Muchas veces durante el día levantaba muestras de películas y las examinaba, secuencia tras secuencia. El silencio reinaba en la habitación. Dolarhyde no fomentaba la conversación entre sus ayudantes y se comunicaba generalmente por gestos.

Cuando terminó el turno de la tarde quedó solo en el cuarto oscuro, para revelar, secar y ensamblar algunas películas de su propiedad.

Dolarhyde llegó a su casa alrededor de las diez de la noche. Vivía solo en una gran casa que le habían dejado sus abuelos. Se alzaba al final de un camino de grava que atravesaba un huerto de manzanos al norte de Saint Charles, Missouri, del otro lado del río Missouri, frente a St. Louis. El propietario del huerto se había ausentado y nadie lo cuidaba. Árboles secos y retorcidos se erguían entre otros florecientes. Ahora, a fines de julio, el aire del huerto estaba saturado con el olor a manzanas podridas. Durante el día se llenaba de abejas. El vecino más cercano estaba a diez cuadras.

Dolarhyde realizaba siempre una inspección de la casa cuando regresaba del trabajo; unos años antes hubo un frustrado intento de robo. Encendió las luces de cada cuarto y echó un vistazo. Una visita no pensaría que vivía solo. La ropa de sus abuelos colgaba todavía en los roperos, los cepillos de su abuela con cabellos entre las cerdas estaban aún sobre la cómoda. Sus dientes descansaban en un vaso sobre la mesa de noche. Hacía tiempo ya que se había evaporado el agua. Diez años habían transcurrido desde la muerte de su abuela.

(El director de la funeraria le había preguntado: «¿No le importaría señor Dolarhyde traerme los dientes de su abuela?». Él contestó: «Cierre no más el cajón»).

Contento de estar solo en la casa, Dolarhyde subió al primer piso, se dio una prolongada ducha y se lavó el pelo.

Se vistió con un kimono de un material sintético con una textura como la de la seda y se acostó en la angosta cama en el cuarto que había ocupado desde su niñez. El secador de pelo de su abuela tenía una gorra de plástico y una manguera. Se puso la gorra y mientras se secaba el pelo hojeó una revista de modas. El odio y la bestialidad en algunas fotografías era notable.

Comenzó a sentirse excitado. Giró la pantalla metálica de su lámpara de lectura hasta hacerla iluminar una lámina que colgaba de la pared frente a los pies de la cama. Era El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol, de William Blake.

El cuadro le impresionó mucho la primera vez que lo vio. Nunca había visto antes nada que representara gráficamente sus pensamientos. Tenía la impresión de que Blake hubiera espiado en su oreja y descubierto así el Dragón Rojo. Durante varias semanas Dolarhyde tuvo la preocupación de que sus pensamientos refulgieran en sus orejas y fueran visibles en la oscuridad del cuarto de trabajo y velaran las películas. Se colocó tapones de algodón en las orejas. Pero temiendo que el algodón fuera demasiado inflamable probó con lana de acero. Como eso los hizo sangrar, finalmente cortó pequeños trozos de tela de amianto de una tabla de planchar y formó con ellos unas bolitas que podía calzar en las orejas.

El Dragón Rojo era todo lo que había tenido durante mucho tiempo. Pero ya no era todo. Sintió los comienzos de una erección. Hubiera querido disfrutarla lentamente, pero no podía esperar más. Dolarhyde corrió los pesados cortinados de la sala de la planta baja. Instaló el proyector y la pantalla. A pesar de las protestas de su abuela, su abuelo había llevado al living un sillón de respaldo reclinable (ella colocó una carpetita de encaje donde apoyaba la cabeza). A Dolarhyde le gustaba el sillón, era muy cómodo. Enroscó una toalla en el apoyabrazos.

Apagó las luces. Así, recostado en ese cuarto oscuro, podía sentirse en cualquier parte. La luz del lecho estaba provista de una pantalla giratoria que producía manchas multicolores que trepaban por las paredes y el piso y parecían rozarle la piel. Podría haber estado acostado sobre el asiento de una nave espacial, en una burbuja de vidrio entre las estrellas. Cuando cerró los ojos pensó que sentía las manchas de luz que se movían sobre él y al abrirlos se convertían en las luces de una ciudad situada arriba o abajo de él. Ya no había más arriba o abajo. La pantalla giraba más rápido a medida que se calentaba y las manchas se arremolinaban alrededor de él, pasando sobre los muebles en haces angulosos y cayendo como una lluvia de meteoros sobre las paredes. Podría ser un cometa atravesando la Nebulosa del Cangrejo.

Pero un lugar estaba protegido de la luz. Había colocado junto a la máquina un pedazo de cartón que proyectaba una sombra sobre la pantalla.

Alguna vez, en el futuro, fumaría primero para intensificar el efecto, pero en esta oportunidad no era necesario.

Oprimió el botón que ponía en funcionamiento el proyector. Un rectángulo blanco apareció en la pantalla, un rayado grisáceo al comenzar a pasar la película sobre la lente y enseguida el perrito gris paró las orejas y corrió hacia la puerta de la cocina, temblando y agitando su pequeña cola. Un corte y el perro corría junto al cordón de la vereda, dándose vuelta para tirar mordiscos hacia un costado.

Ahora entraba a la cocina la señora Leeds trayendo los paquetes con las compras. Reía y se tocaba el pelo. Los chicos salían detrás de ella.

Un corte nuevamente y una toma mal iluminada del dormitorio de Dolarhyde en el piso de arriba. Está parado desnudo frente al grabado de El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol. Tiene puestos «anteojos de combate», esos anteojos de plástico que se sujetan alrededor de la cabeza y que usan los jugadores de hockey. Tiene una erección que ayuda con su mano.

La imagen sale ligeramente de foco al acercarse Dolarhyde a la cámara con movimientos estilizados, estirando la mano para corregir el foco e invadiendo totalmente el marco de la película con la cara. La película tiembla y súbitamente enfoca un primer plano de su boca, su desfigurado labio superior fruncido, la lengua asomando entre los dientes, un ojo en blanco todavía en la imagen. La boca cubre la pantalla, los labios retorcidos dejan ver sus dientes mellados y la oscuridad al introducir la lente en su boca.

Los inconvenientes de la parte que seguía eran evidentes.

Una secuencia movida y borrosa con una luz fuerte se convirtió en una cama y en el acuchillamiento de Charles Leeds; la incorporación de su esposa, cubriéndose los ojos con una mano, dándose vuelta hacia su marido y poniendo las manos sobre él, rodando hacia el costado de la cama con las piernas enredadas en las sábanas, tratando de levantarse. La cámara enfocó de repente el techo, sacudiéndose y provocando unas rayas similares a las de un pentagrama, para luego estabilizarse y presentar una toma de la señora Leeds acostada nuevamente, con una mancha oscura que se agrandaba en su camisón y Leeds llevándose las manos al cuello y con los ojos desorbitados. La pantalla quedó a oscuras durante cinco segundos y luego se oyó el leve sonido de un empalme.

La cámara estaba ahora inmóvil, sobre un trípode. Todos habían muerto ya y estaban ubicados en distintos lugares. Dos chicos sentados contra la pared que miraba hacia la cama, otro en el rincón enfrentando a la cámara. El señor y la señora Leeds en la cama, cubiertos con las sábanas. El señor Leeds apoyado contra la cabecera, la soga que lo sujetaba por el pecho semioculta por las sábanas y la cabeza inclinada hacia un costado.

Dolarhyde hizo su aparición en la película desde la izquierda, con movimientos estilizados como los de un bailarín balinés. Salpicado de sangre y desnudo a excepción de las gafas y los guantes, haciendo morisquetas y saltando sobre los muertos. Se acercó al costado más alejado de la cama, donde estaba la señora Leeds, agarró la punta de la sábana, la sacó de un tirón y permaneció en una pose como si acabara de realizar una verónica.

Una fina capa de sudor cubría en ese momento a Dolarhyde mientras miraba la película, sentado en el living de sus abuelos. Sacaba constantemente la lengua gruesa, humedeciendo la reluciente cicatriz de su labio superior, mientras gemía y se estimulaba.

A pesar de haber alcanzado en ese momento la cúspide de su placer, no pudo evitar cierto disgusto al advertir que en la escena siguiente perdía toda gracia y elegancia en sus movimientos, al agitar la cabeza como un cerdo, apuntando distraídamente el trasero a la cámara. No había pausas sobrecogedoras, ningún sentido del ritmo, solamente un frenesí brutal.

De todas formas, era maravilloso. Observar la película le resultaba maravilloso. Pero no tanto como los actos en sí.

Dolarhyde sintió que la película tenía dos defectos principales: el primero que no registraba las muertes del matrimonio Leeds y el segundo, que su actuación al final no era muy buena. Era como si perdiera todos sus atributos. Por cierto que el Dragón Rojo no lo haría así.

Bueno, debía filmar muchas películas más y esperaba que con la experiencia podría mantener cierto nivel estético, aun en los momentos más íntimos.

Tenía que vencer. Se trataba de la obra de su vida, de algo magnífico. Viviría para siempre.

Tendría que hacerlo pronto. Seleccionar a sus compañeros de reparto. Ya había copiado varios filmes de salidas familiares durante el 4 de julio. El final del verano siempre traía aparejado un gran movimiento en la planta de revelado, al recibirse todas las películas filmadas durante las vacaciones. El día de Acción de Gracias suministraría otra buena tanda.

A diario recibía envíos familiares por correo.