Finas hojas de papel con copias de todas las llamadas relacionadas con el caso Leeds eran depositadas sobre el escritorio de Buddy Springfield. Había sesenta y tres cuando Springfield llegó el martes a las siete de la mañana. La de arriba tenía una marca de lápiz rojo.
Decía que la policía de Birmingham había encontrado un gato enterrado en una caja de zapatos detrás del garaje de los Jacobi. El gato tenía una flor entre sus patas y estaba envuelto en un paño de cocina. El nombre del animal estaba escrito sobre la tapa por una mano infantil. No tenía collar. Un cordel atado con un nudo flojo sujetaba la tapa. El informe del médico de Birmingham especificaba que el gato había sido estrangulado. Lo habían afeitado y no habían encontrado ninguna herida cortante.
Springfield golpeó la patilla de los anteojos contra sus dientes.
Habían encontrado tierra suelta y cavado con una pala. No fue necesaria ninguna sonda de metano. No obstante, Graham había acertado. El jefe de detectives se lamió el pulgar y procedió a repasar el resto de la pila de notas. La mayoría eran denuncias de vehículos sospechosos en la zona durante la última semana, descripciones vagas indicando solamente el tipo y color del vehículo. Cuatro llamadas telefónicas anónimas dirigidas a residentes de Atlanta anunciándoles: «Les voy a hacer lo mismo que les pasó a los Leeds».
La denuncia de Hoyt Lewis estaba en la mitad de la pila. Springfield llamó al jefe de los encargados de la guardia nocturna.
—¿Qué me dice del informe del que lee el medidor de ese Parsons? Número cuarenta y ocho.
—Anoche tratamos de hablar con el jefe de la compañía, señor, para averiguar si tienen asignado a alguien a esa calle —dijo el jefe de guardia—. Esta mañana deben contestarnos.
—Ocúpese de que alguien llame allí inmediatamente —ordenó Springfield—. Averigüe en Saneamiento, hable con las autoridades municipales, investigue permisos de construcción en ese callejón y alcánceme en mi automóvil.
Marcó el número de Will Graham.
—¿Will? Lo espero en la puerta de su hotel dentro de diez minutos para dar una pequeña vuelta.
Springfield estacionó su automóvil en el fondo del callejón a las 7.45. Caminó junto con Graham por las huellas dejadas por el automóvil en el camino de grava. El sol se hacía sentir a pesar de la temprana hora.
—Necesita un sombrero —dijo Springfield, que tenía un elegante sombrero de paja echado sobre los ojos.
El cerco en forma de eslabones de la parte de atrás de la propiedad de los Leeds estaba cubierto de enredaderas. Se detuvieron junto al medidor de luz instalado en un poste.
—Si vino por aquí, pudo ver perfectamente toda la parte posterior de la casa —señaló Springfield.
En sólo cinco días la propiedad de los Leeds había adquirido un aspecto descuidado. El pasto estaba desparejo, unos cuantos yerbajos habían empezado a crecer. Pequeñas ramitas habían caído sobre el césped. Graham sintió deseos de recogerlas. La casa parecía dormida, las largas sombras matutinas de los árboles producían rayas y manchas sobre las persianas del porche. Parado junto a Springfield en la pequeña calle, Graham podía verse mirando por la ventana de atrás y abriendo la puerta del porche. Por extraño que parezca, su reconstrucción de la entrada del asesino parecía borrársele de la mente en ese momento, bajo la intensa luz del sol. Observó cómo se movía débilmente por la brisa un columpio infantil.
—Ese parece ser Parsons —manifestó Springfield.
H. G. Parsons se había levantado temprano y estaba trabajando en un cantero de flores de la parte de atrás de su jardín, a dos casas de distancia. Springfield y Graham se dirigieron hacia la entrada de atrás de la casa de Parsons y se detuvieron junto a sus cubos de basura. Las tapas estaban sujetas al cerco por una cadena.
Springfield midió la altura del medidor de luz con una cinta métrica.
Tenía datos sobre todos los vecinos de los Leeds. Los de Parsons decían que se había jubilado prematuramente de la oficina de Correos a pedido de su jefe. Éste había notificado que Parsons «se comportaba cada vez más distraídamente».
Las notas de Springfield incluían también cierto chismorreo. Los vecinos decían que la esposa de Parsons pasaba el mayor tiempo posible en casa de su hermana en Macon y que su hijo ya no lo llamaba más.
—Señor Parsons, señor Parsons —llamó Springfield. Parsons apoyó el rastrillo contra la casa y se aproximó al cerco.
Calzaba sandalias y calcetines blancos. La tierra y el pasto habían manchado la punta de sus medias. Su cara estaba sonrosada y resplandeciente.
«Arteriosclerosis», pensó Graham. «Ha tomado la píldora».
—¿Sí?
—¿Podríamos hablar un minuto con usted, señor Parsons? Confiamos en que pueda ayudarnos —dijo Springfield.
—¿Son ustedes de la compañía de electricidad?
—No, soy Buddy Springfield, del departamento de policía.
—Entonces es sobre el crimen. Mi esposa y yo estábamos en Macon, como se lo expliqué al oficial.
—Lo sé, señor Parsons. Queríamos preguntarle respecto a su medidor de luz. Usted…
—Si ese inspector de medidores dijo que yo había hecho algo incorrecto, él solo…
—No, no. Señor Parsons, ¿vio usted a algún forastero revisando su medidor la semana pasada?
—No.
—¿Está seguro? Me parece que le dijo a Hoyt Lewis que alguien había revisado su medidor antes que él.
—Lo dije. Y ya era tiempo. No pienso abandonar este asunto y la comisión de Servicios Públicos recibirá un informe completo.
—Sí, señor. Y estoy seguro que lo tendrán en cuenta. ¿A quién vio revisando su medidor de luz?
—No era un forastero, era alguien de la compañía Georgia.
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno, porque parecía un empleado de los que revisan medidores.
—¿Cómo estaba vestido?
—Como visten todos, supongo. Déjeme pensar. Un uniforme marrón y una gorra.
—¿Pudo verle la cara?
—No lo recuerdo. Estaba mirando por la ventana de la cocina cuando lo vi. Quise hablar con él, pero tenía que ponerme mi bata, y cuando salí ya se había ido.
—¿Tenía algún camión?
—No recuerdo haber visto ninguno. ¿Qué ocurre? ¿Por qué lo quiere saber?
—Estamos verificando todas las personas que estuvieron en este barrio durante la semana pasada. Es realmente muy importante, señor Parsons. Trate de recordar, por favor.
—De modo que es por el crimen. ¿Todavía no han detenido a nadie, verdad?
—No.
—Anoche estuve observando la calle y transcurrieron quince minutos sin que pasara ni un patrullero. ¡Qué horrible lo que les pasó a los Leeds! Mi esposa quedó tan impresionada. Me pregunto quién comprará la casa. El otro día vi a unos negros que estaban mirándola. Usted sabe que varias veces tuve que hablar con Leeds por sus chicos, pero eran buena gente. Por supuesto que nunca quiso hacer nada de lo que le sugerí con su césped. El Departamento de Agricultura tiene unos panfletos excelentes sobre el control de pastos malos. Finalmente me limité a ponerlos en su buzón. Sinceramente, cuando Leeds cortaba el pasto el olor a ceborrincha era sofocante.
—Señor Parsons, ¿cuándo vio exactamente a este sujeto en la callejuela? —preguntó Springfield.
—No estoy seguro, estoy tratando de pensar.
—¿Recuerda la hora del día? ¿Mañana? ¿Mediodía? ¿Tarde?
—Conozco las horas del día, no necesita recordármelas. A la tarde, quizá. No lo recuerdo.
Springfield se refregó la nuca.
—Discúlpeme, señor Parsons, pero tengo que aclarar bien todo esto. ¿Podríamos pasar a su cocina y así usted nos muestra dónde estaba cuando lo vio?
—Permítanme ver sus credenciales. Ambos.
En la casa todo era silencio, superficies lustrosas y olor a encierro. Limpia. Limpia. El orden desesperante de una pareja que envejece y ve que sus vidas comienzan a borronearse.
Graham deseó haberse quedado afuera. Estaba seguro que en los cajones había cubiertos de plata con manchas de huevo entre los dientes de los tenedores.
«Basta ya y exprimamos al viejo idiota».
La ventana que estaba sobre el fregadero de la cocina tenía una buena vista sobre la parte de atrás del jardín.
—Ahí tienen. ¿Están satisfechos? —preguntó Parsons—. Se puede ver allí afuera desde aquí. Nunca hablé con él, no me acuerdo qué aspecto tenía. Si eso es todo, tengo mucho que hacer.
Graham habló por primera vez.
—Usted dijo que entró para buscar su bata y que cuando volvió a salir ya se había marchado. ¿No estaba usted vestido entonces?
—No.
—¿En la mitad de la tarde? ¿No se sentía bien, señor Parsons?
—Lo que hago en mi casa me incumbe solamente a mí. Puedo vestirme de canguro aquí si se me da la gana. ¿Por qué no están buscando al asesino? Probablemente porque aquí está bien fresco.
—Tengo entendido que usted está jubilado, señor Parsons, por lo tanto no tiene importancia si se viste o no todos los días. ¿Hay muchos días en los que no se viste, verdad?
Las venas de las sienes de Parsons se hincharon.
—Porque sea un jubilado no quiere decir que no me vista ni trabaje todos los días. Simplemente tenía mucho calor y entré para darme una ducha. Estaba trabajando. Estaba abonando y esa tarde había terminado mi tarea diaria, que es más de lo que harán ustedes hoy.
—¿Qué estaba haciendo?
—Abonando.
—¿Qué día abonó?
—Viernes. El viernes pasado. Lo entregaron durante la mañana, una buena cantidad, y a la tarde, ya lo había desparramado todo. Puede preguntarle al Carden Center cuánta cantidad era.
—Y sintió mucho calor y entró a darse una ducha. ¿Qué hacía en la cocina?
—Prepararme un vaso de té helado.
—¿Y sacó hielo? Pero la nevera está allí, apartada de la ventana.
Parsons miró a la ventana y luego a la nevera, perdido y confundido. Sus ojos estaban inexpresivos, como los de un pescado en el mercado al final del día. De repente se iluminaron con una expresión triunfal. Se acercó al armario que estaba junto al fregadero.
—Estaba justo aquí, sacando una bebida cuando lo vi. Eso es. Eso es todo. Bien y si han terminado ya de espiar…
—Creo que vio a Hoyt Lewis —dijo Graham.
—Yo también —señaló Springfield.
—No era Hoyt Lewis. No era… —Parsons tenía los ojos húmedos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Springfield—. Puede haber sido Hoyt Lewis y usted creyó simplemente…
—Lewis está tostado por el sol. Tiene pelo grasiento y unas patillas de pobre gato.
La voz de Parsons había subido de tono y hablaba tan rápido que resultaba difícil entender lo que decía.
—Por eso lo supe. Por supuesto que no era Lewis. El tipo era más pálido y tenía pelo rubio. Se dio vuelta para escribir en su pizarra y pude ver bajo la parte de atrás de su sombrero. Rubio. Con un corte recto en la nuca.
Springfield permaneció totalmente inmóvil y cuando habló su voz reflejó todavía cierto escepticismo:
—¿Qué me dice de la cara?
—No lo sé. Podría haber tenido bigote.
—¿Como Lewis?
—Lewis no tiene bigote.
—Oh —dijo Springfield—. ¿El medidor quedaba a la altura de sus ojos? ¿O tuvo que levantar la cabeza?
—Creo que al nivel de sus ojos.
—¿Lo reconocería si volviera a verlo?
—No.
—¿Qué edad tendría?
—No era viejo. No lo sé.
—¿Vio al perro de los Leeds cerca de él?
—No.
—Oiga, Parsons, reconozco que estuve equivocado —dijo Springfield—. Usted ha sido una gran ayuda para nosotros. Si no le importa, enviaré a nuestro artista y si usted le permite sentarse aquí mismo en la mesa de su cocina, tal vez podría darle una idea del aspecto de ese sujeto. Con toda seguridad no era Lewis.
—No quiero que mi nombre aparezca en ningún periódico.
—No aparecerá.
Parsons los acompañó afuera.
—Ha hecho un trabajo maravilloso en este jardín, señor Parsons —dijo Springfield—. Debería ganar algún premio.
Parsons no respondió. Tenía la cara congestionada y preocupada y los ojos húmedos. Se quedó parado mirándolos indignado, vestido con sus pantalones cortos arrugados y sus sandalias. Cuando salieron del jardín buscó el rastrillo y comenzó a desbrozar furiosamente la tierra, golpeando ciegamente entre las flores, desparramando abono sobre el pasto.
Springfield verificó con la radio de su automóvil. Ninguna de las compañías eléctricas de la ciudad podía dar razón del hombre en el callejón el día anterior a los crímenes. Springfield suministró la descripción brindada por Parsons y transmitió instrucciones para el dibujante.
—Díganle que dibuje en primer lugar el poste y el medidor. Sólo después y con mucho tacto utilizará la descripción del testigo.
—A nuestro dibujante no le gusta mucho hacer visitas a domicilio —le dijo a Graham el jefe de los detectives mientras conducía su Ford en medio del tráfico—. Le gusta que lo vean trabajar las secretarias, con el testigo parado primero sobre un pie y luego sobre el otro, mirando por encima de su hombro. Una comisaría es un lugar bastante inhóspito para interrogar a una persona a la que no se quiere asustar. No bien tengamos el retrato lo exhibiremos en todo el barrio, puerta por puerta.
»Tengo la sensación de que acabamos de obtener un ligero indicio, Will. Mínimo, pero algo ¿no le parece? Le preparamos el terreno a ese pobre diablo y pisó el palito. Ahora hagamos algo con lo que hemos logrado.
—Si el hombre del callejón es el que buscamos, es la mejor noticia que he tenido hasta ahora —replicó Graham. Estaba harto de sí mismo.
—Exacto. Significa que no es una persona que actúa según lo que siente en el momento. Tiene un plan. Sabe con uno o dos días de anticipación a dónde va a ir. Tiene una especie de estructura. Ubicar el lugar, matar al animal favorito de la familia y luego a la familia. ¿Qué maldita clase de idea es ésa? —Springfield hizo una pausa—. ¿Eso es más bien su especialidad, verdad?
—En efecto. De corresponderle a alguien, creo que me concierne a mí.
—Sé que ha visto antes esta clase de cosas. No le gustó nada el otro día que le preguntara sobre Lecter, pero necesito hablar con usted de él.
—Muy bien.
—En total mató a nueve personas, ¿verdad?
—Sabemos que a nueve. Otros dos no murieron.
—¿Qué pasó con ellos?
—Uno está en una cámara de oxígeno en un hospital de Baltimore. El otro en una clínica psiquiátrica particular en Denver.
—¿Por qué razón lo hizo, en qué consistía su locura?
Graham miró por la ventanilla del automóvil a las personas que circulaban por la acera. Su voz adquirió un tono anodino, como si estuviera dictando una carta.
—Lo hizo porque le gustaba. Y sigue gustándole. El doctor Lecter no está loco, no como se piensa generalmente que debe ser un loco. Hizo algunas cosas espantosas porque disfrutaba con ello. Pero puede funcionar perfectamente bien si le da la gana.
—¿Cómo lo catalogaron los psicólogos, cuál es su tara?
—Dicen que es un sociópata porque no saben cómo llamarlo. Posee algunas de las características de los que ellos llaman sociópatas. No tiene ninguna clase de remordimiento ni sensación de culpa. Y tiene el primer y peor síntoma, notable sadismo con los animales durante su infancia.
Springfield refunfuñó.
—Pero no posee las otras características —agregó Graham—. No era un vago, ni tenía ninguna clase de antecedentes por violar la ley. No era superficial ni aprovechador en cosas pequeñas, como lo son la mayoría de los sociópatas. No es insensible. No saben cómo llamarlo. Sus electroencefalogramas denotan ciertas anormalidades, pero no han podido sacar mucho en limpio de ellas.
—¿Cómo lo llamaría usted? —inquirió Springfield.
Graham titubeó.
—Nada más que para usted ¿cómo lo llamaría?
—Es un monstruo. Lo considero como uno de esos seres horribles que nacen de tanto en tanto en los hospitales. Los alimentan y los mantienen abrigados, pero no los ponen en las máquinas y entonces mueren. Mentalmente, Lecter es como ellos, sólo que parece normal y nadie lo advierte.
—Un par de amigos míos que trabajan con el jefe son de Baltimore. Les pregunté cómo descubrió usted a Lecter. Me dijeron que no lo sabían. ¿Cómo lo hizo? ¿Cuál fue el primer indicio, la primera sensación que tuvo?
—Fue una coincidencia —respondió Graham—. La sexta víctima fue muerta en su propio taller. Tenía herramientas para trabajar madera y guardaba allí sus implementos de caza. Lo habían atado a una percha de la pared de la que colgaban las herramientas y estaba realmente destrozado, cortado y acuchillado y tenía flechas clavadas. Las heridas me recordaban algo. Pero no podía saber qué.
—Y tuvo que esperar hasta los próximos.
—Sí. Lecter estaba muy excitado; los tres siguientes fueron asesinados en el transcurso de una semana. Pero el sexto en cuestión tenía dos viejas heridas en el muslo. El patólogo investigó en el hospital local y descubrió que había caído de su escondite en un árbol mientras cazaba con su arco y se había clavado una flecha en la pierna.
»El médico de guardia era un cirujano residente, pero Lecter lo había tratado antes ya que estaba en la sala de emergencias. Su nombre figuraba en el cuaderno de admisiones. Había transcurrido mucho tiempo desde el accidente, pero pensé que tal vez Lecter recordaría si la herida de flecha había tenido algo sospechoso, por eso fui a verlo a su oficina. En ese momento teníamos que agarrarnos de cualquier cosa.
»Estaba practicando psiquiatría en aquel entonces. Tenía una linda oficina. Con antigüedades. Dijo que no recordaba mucho de la herida, que lo había llevado al hospital uno de los cazadores compañeros de él y eso era todo.
»Pero no obstante había algo que no me satisfacía. Creo que fue algo que me dijo Lecter o algo que vi en su despacho. Crawford y yo lo repasamos todo minuciosamente. Verificamos los archivos. Lecter no tenía prontuario. Quería poder revisar a solas su oficina, pero no conseguimos una autorización del juez. No teníamos nada que mostrar. Y entonces decidí volver a verlo.
»Era un domingo, atendía a sus pacientes también en domingo. El edificio estaba vacío a excepción de unas pocas personas en su sala de espera. Me hizo entrar enseguida. Conversábamos y él se esforzaba amablemente en ayudarme cuando levanté la vista y vi unos antiquísimos libros de medicina sobre el estante que estaba sobre su cabeza. Y supe que era él.
»Quizá la expresión de mi rostro había cambiado cuando lo miré nuevamente, no lo sé. Yo sabía y él sabía que yo lo sabía. No obstante todavía no conseguía descubrir el motivo. No confiaba. Tenía que averiguarlo. Por lo tanto musité algo y salí al hall de entrada. Allí había un teléfono público. No quería alertarlo hasta tener alguna ayuda. Estaba hablando con el conmutador de la policía cuando salió de una puerta de servicio a espaldas de mí y sin zapatos. Nunca lo oí acercarse. Sentí sólo su aliento y entonces, bueno, entonces ocurrió todo el resto.
—¿Pero cómo logró saberlo?
—Creo que sólo al cabo de una semana mientras estaba en el hospital. Era el Hombre Herido, una ilustración que figuraba en la mayoría de esos viejos libros de medicina como los que tenía Lecter. Se muestran diferentes clases de heridas de batalla en una sola figura. Lo había visto durante un curso de estudio que dictaba un patólogo en la Universidad de Washington. La posición de la sexta víctima y sus lesiones eran una réplica idéntica del Hombre Herido.
—¿Hombre Herido, dice usted? ¿Eso era todo lo que tenía?
—Pues, sí. Fue una coincidencia que lo hubiera visto. Un golpe de suerte.
—Vaya suerte.
—¿Si no me cree, para qué mierda me lo preguntó?
—No oí lo que acaba de decir.
—Me alegro. No quise decirlo. Pero así fue como ocurrió.
—Bien —señaló Springfield—. Bien. Gracias por contármelo. Necesito saber esa clase de cosas.
La descripción de Parsons del hombre del callejón y la información del gato y el perro eran posibles indicaciones de los métodos empleados por el criminal: parecía factible que hubiera explorado la zona como lector de medidores de luz y se sintiera compelido a herir a los animales mimados de las familias antes de matar a sus miembros.
El problema inmediato al que debía enfrentarse la policía era si debía o no hacer pública esa teoría.
Si el público estaba al tanto de las señales de peligro y se mantenía alerta, la policía podría prever con antelación el próximo ataque del criminal, pero posiblemente el asesino también escuchaba las noticias.
Podría cambiar sus hábitos.
En el departamento de policía primaba la impresión de que los principales indicios deberían mantenerse en secreto a excepción de un boletín especial dedicado a veterinarios y refugios para animales en todo el sudeste, solicitando información inmediata en casos de mutilaciones de animales de una familia.
Eso significaba no brindar al público la mejor advertencia. Era un problema moral y la policía no lo veía con buenos ojos.
Consultaron con el doctor Alan Bloom de Chicago. El doctor Bloom dijo que si el asesino leía una advertencia en los periódicos, probablemente cambiaría su táctica de exploración previa al ataque. Sin embargo, dudaba que el sujeto dejara de herir a los animalitos, indiferente al riesgo que eso suponía. El psiquiatra le recomendó a la policía que no dieran por hecho, bajo ningún concepto, que contaban con veinticinco días para trabajar, el lapso hasta la próxima luna llena del 25 de agosto.
El 31 de julio por la mañana, tres horas después que Parsons diera su descripción, se tomó una decisión durante una conversación telefónica entre la policía de Birmingham y Atlanta y Crawford desde Washington: enviarían un boletín privado a los veterinarios, recorrerían durante tres días el vecindario con el dibujo y luego pasarían la información a los medios de comunicación.
Durante esos tres días, Graham y los detectives de Atlanta recorrieron las calles mostrando los dibujos a los ocupantes de las casas situadas en el vecindario del hogar de los Leeds. El dibujo era un leve esbozo de una cara, pero esperaban encontrar alguien que contribuyera a completarlo.
Los bordes del ejemplar de Graham se ajaron por el sudor de sus manos. A menudo le resultaba difícil conseguir que los dueños de casa accedieran a abrirles la puerta. Por la noche permanecía en su cuarto, acostado, suavizando con talco el sarpullido provocado por el calor, mientras su mente daba vueltas en torno al problema. Estimulaba la sensación que precede a una idea. Pero ésta no se presentaba.
Mientras tanto, en Atlanta hubo cuatro heridos accidentales y uno fatal debido a dueños de casa que dispararon a parientes que regresaban a altas horas de la noche. Aumentaron las denuncias acerca de merodeadores e inútiles datos se amontonaban sobre los escritorios del departamento de policía. La desesperanza cundió como una epidemia de gripe.
Crawford regresó desde Washington al finalizar el tercer día y se presentó en el cuarto de Graham mientras éste estaba sentado quitándose las medias húmedas.
—¿Mucho trabajo?
—Dedícate a mostrar uno de los dibujos de puerta en puerta y lo verás —respondió Graham.
—No, esta noche saldrá todo en los informativos. ¿Has caminado todo el día?
—No puedo entrar en los jardines con mi automóvil.
—Nunca pensé que se pudiera sacar algo en limpio con esta investigación —señaló Crawford.
—Bien ¿qué pretendías entonces que hiciera?
—Todo lo que te fuera posible, eso es todo —dijo Crawford poniéndose de pie para marcharse—. El trabajo rutinario ha sido para mí similar a un narcótico, especialmente después que dejé de beber. Creo que lo mismo te ocurre a ti.
Graham estaba enfadado. Crawford tenía razón, por supuesto.
Graham era flemático por naturaleza y lo sabía. Hacía mucho tiempo, cuando estaba en el colegio lo había compensado con velocidad. Pero ya habían pasado sus años de escuela.
Había algo más que podía hacer y hacía varios días que lo sabía. Podía esperar hasta verse impelido a hacerlo con desesperación los días anteriores a la próxima luna llena. O podría hacerlo ahora, cuando sería todavía de alguna utilidad.
Quería tener una opinión. Un punto de vista muy extraño que necesitaba compartir; un enfoque que debía recobrar al cabo de esos apacibles años en los cayos.
Las razones parecían restallar como los engranajes de una montaña rusa. Sin darse cuenta de que se agarraba el vientre, Graham dijo en voz alta:
—Tengo que ver a Lecter.