Graham regresó a la casa de los Leeds a última hora de la tarde. Entró por la puerta principal y trató de no mirar los destrozos provocados por el asesino. Había visto legajos, el piso donde ocurrió el crimen y cadáveres, todas consecuencias posteriores. Tenía bastante información sobre la forma en que habían muerto. Lo que ese día le preocupaba era saber cómo habían vivido.
Una inspección, entonces. En el garaje había una buena lancha para esquí, bastante usada y bien cuidada y una camioneta. Unos palos de golf y una motocicleta. Unas cuantas herramientas sofisticadas estaban casi sin usar. Juguetes de adulto.
Sacó un palo de la bolsa de golf y tuvo que sujetarlo con mucha fuerza para poder realizar un tembloroso swing. De la bolsa salió un fuerte olor a cuero cuando la apoyó nuevamente contra la pared. Las pertenencias de Charles Leeds.
Graham persiguió a Charles Leeds por toda la casa. Grabados de cacería colgaban en su escritorio. Su colección de Grandes Novelas estaba toda en un estante. Anuarios de Sewanee. H. Allen Smith, Perelman y Max Shulman en la biblioteca. Vonnegut y Evelyn Waugh. Beat to Quarters, de C. S. Forrester, estaba abierto sobre una mesa.
En el armario había una escopeta de tiro al blanco, una máquina fotográfica Nikon, una fumadora y un proyector Bolex Super Ocho.
Graham, que no poseía nada a excepción de su elemental equipo de pesca, un Volkswagen de tercera mano y dos cajas de Montrachet, experimentó una leve animosidad contra esos juguetes de adulto y se preguntó por qué.
¿Quién era Leeds? Un exitoso abogado especializado en impuestos, jugador de fútbol de Sewanee, un hombre alto y delgado a quien le gustaba reír, un hombre capaz de levantarse y luchar con el cuello seccionado.
Graham lo siguió por la casa impulsado por una extraña sensación de deber. Enterarse en primer lugar de cómo había sido él, era una forma de pedirle permiso para inspeccionar a su esposa.
Graham sentía, con absoluta seguridad, que era ella la que había atraído al monstruo.
La señora Leeds, entonces.
Tenía un pequeño cuarto de vestir en el primer piso. Graham se las arregló para llegar allí sin mirar hacia el dormitorio. Estaba pintado de amarillo y parecía intacto a excepción del espejo del tocador que estaba destrozado. Frente al armario había un par de mocasines que daban la impresión de que su dueña acababa de sacárselos. Un salto de cama había sido colgado apresuradamente de una percha y el armario mostraba el ligero desorden típico de una mujer que tiene muchos roperos que ordenar.
El diario de la señora Leeds estaba guardado en una caja de terciopelo de color violeta colocada sobre el tocador. La llave estaba sujeta a la tapa por una tela adhesiva junto con una tarjeta de control de la sección Pertenencias Particulares de la policía.
Graham se sentó en una silla alta y angosta y abrió el diario al azar:
Martes 23 de diciembre, en casa de mamá. Los chicos duermen todavía. No me gustó la idea de mamá de cerrar con vidrios el porche porque cambió totalmente el aspecto de la casa, pero la verdad es que ha resultado muy agradable y me permite estar sentada aquí y contemplar la nieve sin sentir frío. ¿Cuántas Navidades más podrá seguir teniendo su casa llena de nietos? Espero que muchas.
El viaje de ayer desde Atlanta resultó bastante agotador ya que nevó a partir de Raleigh. Hubo que andar a paso de tortuga. Yo estaba cansada de trabajar para que todos estuvieran listos. Cuando pasamos Chapel Hill, Charlie detuvo el automóvil y bajó. Buscó unos pedazos de hielo de una rama para prepararme un martini. Al verlo volver levantando las piernas bien en alto para no hundirse y con el pelo y las cejas cubiertas de nieve, sentí una oleada de amor. Fue como algo que se quiebra produciendo un ligero dolor, pero que al mismo tiempo nos brinda una cálida sensación. Espero que la chaqueta le quede bien. Me muero si me compró ese enorme y pesado anillo. Tengo ganas de darle una patada a Madelyn en su trasero lleno de celulitis por mostrar el suyo y hacerse la chiquilina. Cuatro brillantes ridículamente grandes que parecían hielo sucio. El sol entró por la ventana del automóvil y al chocar contra la arista de un trozo de hielo formó un pequeño prisma en el vidrio. Una mancha colorada y otra verde aparecieron en la mano con que sostenía el vaso. Podía sentir los colores en la palma.
Me preguntó qué quería que me regalara para Navidad y juntando las manos contra su oreja susurré: «Tu gran pene, tonto, hasta donde pueda llegar».
La parte calva de atrás de la cabeza se le enrojeció. Siempre tiene miedo de que los chicos puedan oír. Los hombres no confían en los susurros.
La página estaba salpicada por la ceniza del cigarro del detective. Graham leyó mientras que la luz se lo permitió, enterándose de la operación de amígdalas de la niña y del susto que se dio la señora Leeds durante el mes de junio al descubrir un pequeño bulto en su pecho. «Dios mío, los chicos son tan pequeños».
Tres páginas después el bulto resultó ser un pequeño quiste benigno que fue fácilmente extirpado.
El doctor Janovich me dio de alta esta tarde. Salimos del hospital y fuimos hasta el lago. Hacía mucho que no íbamos allí. Nunca parece haber tiempo suficiente. Charlie tenía dos botellas de champagne en la conservadora de hielo, y las tomamos y les dimos de comer a los patos mientras se ponía el sol. Se quedó parado a la orilla del agua de espaldas a mí durante un buen rato, y me parece que lloró un poquito.
Susan dijo que tenía miedo de que volviéramos del hospital con otro hermanito. ¡Estamos en casa!
Graham oyó sonar el teléfono en el dormitorio. Un clic y el sonido de un contestador automático. «Hola, habla Valerie Leeds. Siento no poder atenderlo ahora, pero si deja su nombre y su número después de oír la señal, lo llamaré luego. Gracias».
Graham creyó durante un instante que después de la señal oiría la voz de Crawford, pero lo único que escuchó fue el tono de marcar. La persona que había llamado decidió cortar.
Había oído su voz; ahora quería verla. Bajó al estudio.
Tenía en el bolsillo un rollo de una película Súper Ocho perteneciente a Charles Leeds. Tres semanas antes de su muerte, Leeds había dejado la película en una farmacia que luego las enviaba a revelar a otra parte. Jamás la retiró. La policía encontró el recibo en la billetera de Leeds y buscó la película en la farmacia. Los detectives la habían visto junto con otras fotos de la familia reveladas al mismo tiempo y no encontraron nada interesante.
Graham quería ver a los Leeds con vida. Los detectives le ofrecieron el proyector de la comisaría. Pero él quería verla en la casa. De mala gana le permitieron retirarla del depósito de Pertenencias Particulares.
Graham encontró la pantalla y el proyector dentro del armario del estudio, los instaló y se sentó en el gran sillón de cuero de Charles Leeds para mirar. Sintió algo pegajoso en el brazo del sillón debajo de la palma de su mano, la impronta pegajosa de los dedos de un niño mezclada con pelusas. La mano de Graham olía a caramelo.
Era una breve, simpática y silenciosa película familiar, más imaginativa que la generalidad. Se iniciaba con un perro, un Scotty gris, dormido sobre la alfombra del estudio. El perro se inquietó momentáneamente por la filmación y alzó la cabeza para mirar a la cámara. Luego siguió durmiendo. Un corte notorio con el perro todavía durmiendo. Enseguida, el perro paró las orejas. Se levantó y ladró y la cámara lo siguió hasta la cocina, donde corrió hacia la puerta y permaneció expectante, agitándose y moviendo su cola rabona.
Graham se mordió el labio inferior y esperó también. En la pantalla la puerta se abrió y entró la señora Leeds llevando una bolsa con comestibles. Pestañeó y rió sorprendida y se tocó el pelo alborotado con su mano libre. Sus labios se movieron mientras desaparecía de la pantalla y detrás de ella irrumpieron los niños llevando bolsas más chicas. La niña tenía seis años y los varones ocho y diez.
El menor de ellos, aparentemente un veterano de películas familiares, señaló sus orejas y comenzó a moverlas. La cámara estaba situada bastante alta. De acuerdo al informe del médico forense, Leeds medía un metro noventa.
Graham pensó que esta parte de la película debía haber sido filmada a principios de la primavera. Los chicos usaban impermeables y la señora Leeds estaba pálida. En la morgue tenía un bronceado pronunciado y marcas de traje de baño.
Seguían escenas breves de los chicos jugando ping pong en el sótano y de Susan, la niña, envolviendo muy concentrada un regalo en su cuarto, tocándose con la lengua el labio superior y con un mechón de pelo caído sobre la frente. Se echó el pelo hacia atrás con su manita regordeta, tal como lo había hecho su madre en la cocina.
La escena siguiente mostraba a Susan en un baño de espuma, acurrucada como una ranita. Tenía puesto un gran gorro para ducha. El ángulo de la cámara era bajo y el foco borroso, evidentemente había sido obra de uno de sus hermanos. La escena terminaba cuando gritaba silenciosamente dirigiéndose a la cámara mientras el gorro se deslizaba sobre sus ojos y la niña se cubría su pecho infantil con la mano.
Para no ser menos, Leeds había sorprendido a su esposa en la ducha. La cortina de la ducha se agitaba y combaba, como lo hacen los telones antes de una representación infantil escolar. El brazo de la señora Leeds aparecía por la cortina. Sujetaba en la mano una gran esponja de baño. La escena se cerraba con la lente empañada por espuma de jabón.
La película terminaba con una toma de Norman Vincent Peale hablando por televisión y un enfoque de Charles Leeds roncando en el sillón en que estaba sentado en ese momento Graham.
Graham se quedó mirando el rectángulo vacío iluminado en la pantalla. Le gustaban los Leeds. Sentía haber ido a la morgue. Pensó que al maniático que los había visitado también debían haberle gustado. Pero con toda seguridad le gustarían mucho más como estaban ahora.
Graham sentía su cabeza embotada y atontada. Nadó en la piscina del hotel hasta que se le acalambraron las piernas y salió del agua pensando simultáneamente en dos cosas: en un martini Tanqueray y en el sabor de la boca de Molly.
Se preparó él mismo el martini en un vaso de plástico y llamó por teléfono a Molly.
—Hola estrellita.
—¡Hola, mi amor! ¿Dónde estás?
—En este maldito hotel de Atlanta.
—¿Has logrado algo bueno?
—Nada que valga la pena. Me siento solo.
—Yo también.
—Con ganas de hacer el amor.
—Yo también.
—Háblame de ti.
—Bueno, hoy tuve una agarrada con la señora Holper. Quería devolver un vestido con una gran mancha de whisky en el trasero. Quiero decir que evidentemente lo había usado para lo de Jaycee.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Le dije que no se lo había vendido en ese estado.
—¿Y qué dijo ella?
—Dijo que antes no había tenido nunca problemas con devolución de vestidos, que por eso mismo los compraba en mi tienda en lugar de hacerlo en otras que conocía.
—¿Y entonces tu qué le dijiste?
—Oh, le dije que estaba molesta porque Will habla como un tonto por teléfono.
—Comprendo.
—Willy está bien. Está tapando unos huevos de tortuga que desenterraron los perros. Cuéntame qué haces tú.
—Leo informes. Como comida infame.
—Y supongo que estás pensando bastante.
—Así es.
—¿Puedo ayudarte?
—No tengo ninguna pista, Molly. No hay información suficiente. Bueno, hay bastante información, pero no he terminado con ella.
—¿Te quedarás un tiempo en Atlanta? No es para presionarte para que vuelvas sino solamente por saber.
—No lo sé. Me quedaré unos cuantos días más. Te extraño.
—¿Quieres que conversemos sobre hacer el amor?
—Creo que no podría soportarlo. Pienso que será mejor no hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Conversar sobre hacer el amor.
—Muy bien. No te importa si yo pienso en ello, ¿verdad?
—En absoluto.
—Tenemos otro perro.
—¡Dios mío!
—Parece un cruce entre un Basset y un pekinés.
—Precioso.
—Tiene unos testículos enormes.
—Olvídate de los testículos.
—Casi tocan el suelo. Tiene que encogerlos cuando corre.
—No puede hacer eso.
—Sí que puede. Tú no sabes.
—Es claro que sé.
—¿Puedes encoger los tuyos?
—Pensé que a eso estábamos por llegar.
—¿Y bien?
—Si quieres saberlo, una vez lo hice.
—¿Cuándo?
—En mi juventud. Tenía que pasar con gran apuro un alambre de púas.
—¿Por qué?
—Llevaba un melón que no había sido cultivado por mí.
—¿Estabas escapando? ¿De quién?
—Un criador de cerdos que conocía. Alertado por los perros salió corriendo de la casa en calzoncillos esgrimiendo una escopeta de caza. Afortunadamente tropezó con una planta de frijoles y pude sacarle ventaja.
—¿Te disparó?
—Así lo creí en ese momento. Pero la salva que escuché bien pudo haber provenido de mi traste. Nunca estuve seguro.
—¿Pudiste saltar el cerco?
—Sin problemas.
—Una mente criminal, y a esa edad.
—Yo no tengo mente criminal.
—Por supuesto que no. Estoy considerando si pintar o no la cocina. ¿Qué color te gustaría? ¿Will? ¿Qué color te gustaría? ¿Estás allí?
—Sí, eh… amarillo. Pintémosla de color amarillo.
—El amarillo es un mal color para mí. Voy a quedar verde a la hora del desayuno.
—Entonces azul.
—Es un color frío.
—Bueno caramba, por lo que me importa puedes pintarla color caca de bebé. No, espera, probablemente regrese dentro de poco tiempo y entonces iremos juntos al almacén de pinturas y haremos unas muestras y demás. ¿Te parece bien? Y tal vez unas manijas nuevas.
—Sí, compremos manijas. No sé por qué estoy hablando de estas cosas. Oye, te quiero y te extraño y tú estás haciendo lo correcto. Así te cuesta, también, y bien que lo sé. Estoy aquí y lo estaré cuando sea que vuelvas o me encontraré contigo en cualquier parte cuando quieras. Eso es.
—Querida Molly. Querida Molly. Ve a acostarte ahora.
—Muy bien.
—Buenas noches.
Graham se acostó con las manos detrás de la cabeza y repasó mentalmente sus comidas con Molly. Cangrejo y Sancerre y la brisa salada mezclada con el vino.
Pero tenía la desgracia de desmenuzar las conversaciones y fue lo que comenzó a hacer. Se había enojado con ella por ese tonto comentario sobre su «mente criminal». Qué estupidez.
Graham encontraba que el interés de Molly por él era en gran parte inexplicable.
Llamó al departamento de policía y le dejó dicho a Springfield que quería empezar a trabajar con los detalles por la mañana. No había nada más que hacer.
La ginebra lo ayudó a dormir.