—Creo que la tocó —afirmó Graham al saludarlo.
Crawford le alcanzó una gaseosa de la máquina en la sede central de la policía de Atlanta. Eran las 7.50.
—Por supuesto, la movió de un lado a otro —respondió Crawford—. Tenía marcas en las muñecas y detrás de las rodillas. Pero todas las impresiones que se encontraron en el lugar son de guantes no porosos. No te preocupes, Price ya llegó, viejo rezongón. En estos momentos está camino de la funeraria. La morgue entregó anoche los cuerpos, pero la empresa de pompas fúnebres no ha hecho nada todavía. Pareces agotado. ¿Dormiste algo?
—Una hora, quizá. Creo que la tocó sin los guantes.
—Espero que tengas razón, pero el laboratorio de Atlanta jura que usó todo el tiempo guantes de cirujano —insistió Crawford—. Los pedazos de espejo tenían esas impresiones lisas. El índice en la parte posterior del trozo incrustado en la vagina, un pulgar borroneado en la parte anterior.
—Lo repasó después de haberlo colocado, posiblemente para poder ver su asquerosa cara —dijo Graham.
—El que tenía en la boca estaba teñido de sangre. Como los de los ojos. En ningún momento se quitó los guantes.
—La señora Leeds era una mujer bonita —señaló Graham—. ¿Viste las fotos de la familia, verdad? En circunstancias íntimas a mí me habría gustado tocar su piel ¿a ti no?
—¿Íntimas? —Crawford no pudo evitar a tiempo un matiz de repugnancia en su voz. Súbitamente empezó a hurgar en sus bolsillos en busca de cambio.
—Íntimas; era algo privado. Todos los demás estaban muertos. Podía permitirse que tuvieran los ojos abiertos o cerrados, a voluntad.
—Como le diera la gana —asintió Crawford—. Inspeccionaron por supuesto su piel para ver si encontraban impresiones digitales. Nada. Consiguieron una borrosa de una mano en el cuello.
—El informe no mencionaba que se hubieran revisado las uñas.
—Supongo que estarían tiznadas cuando sacaron muestras de la piel. Las raspaduras se hicieron solamente en las partes de las palmas lastimadas por las uñas. No lo arañó.
—Tenía bonitos pies —agregó Graham.
—Así es. Vayamos arriba —sugirió Crawford—. El ejército ya debe de estar en pie de guerra.
Jimmy Price tenía un equipo considerable: dos cajas pesadas además de la bolsa con su cámara fotográfica y el trípode. Su entrada por la puerta del frente de la empresa funeraria Lombard de Atlanta fue sumamente ruidosa. Era un hombre viejo de aspecto débil y su humor no había mejorado luego de un largo viaje en taxi desde el aeropuerto en medio del veloz tráfico matinal.
Un solícito joven con un elaborado peinado lo hizo pasar a una oficina pintada de color damasco y crema. El escritorio estaba vacío a excepción de una escultura llamada «Las Manos Orando».
Price examinaba las puntas de los dedos de las manos en posición de oración cuando el propio señor Lombard entró. Lombard verificó las credenciales de Price cuidadosamente.
—Recibí por supuesto una llamada de su oficina de Atlanta, o agencia o como se llame, señor Price. Pero anoche tuvimos que recurrir a la policía para sacar a un molesto sujeto que trataba de sacar fotografías para el National Tattler, por eso debo obrar con mucho cuidado. Espero que usted me comprenda. Señor Price, a la una de la mañana nos entregaron los cuerpos y el funeral se llevará a cabo esta tarde a las cinco. No podemos retrasarlo de ninguna forma.
—Esto no tomará mucho tiempo —afirmó Price—. Necesito solamente un ayudante razonablemente inteligente, si es que dispone de uno. ¿Ha tocado usted los cuerpos, señor Lombard?
—No.
—Averigüe quién lo ha hecho. Tendré que tomarles las impresiones a todos.
Las instrucciones de esa mañana a los detectives de la policía asignados al caso de la familia Leeds se relacionaron casi exclusivamente con los dientes.
R. J. (Buddy) Springfield, jefe de los detectives de Atlanta, un hombre corpulento en mangas de camisa, estaba parado junto a la puerta con el doctor Dominic Princi cuando entraron uno detrás de otro los veintitrés detectives.
—Muy bien, muchachos, quiero ver una sonrisa amplia cuando se acerquen —dijo Springfield—. Muéstrenle sus dientes al doctor Princi. Muy bien, veamos todos los dientes. Dios mío, Sparks ¿es eso su lengua o está tragando una ardilla? Sigan pasando.
Una gran reproducción frontal de una dentadura completa, superior e inferior estaba pinchada en el tablero de informaciones en el frente del cuarto de los oficiales. Le hizo recordar a Graham esos dientes postizos de celuloide que se venden en las tiendas de pegas. Se sentó junto con Crawford en el fondo de la habitación mientras los detectives se instalaban en unos pupitres similares a los de los colegios.
Gilbert Lewis, comisionado de Seguridad Pública de Atlanta y su oficial de relaciones públicas se ubicaron más apartados, en unas sillas plegables. Lewis debía mantener una conferencia de prensa dentro de una hora.
El jefe de detectives Springfield tomó la palabra.
—Muy bien. No perdamos el tiempo con tonterías. Si ustedes leyeron los informes del día se habrán percatado de que hasta ahora no se ha progresado en absoluto.
»Entrevistas de casa en casa se seguirán realizando en un radio de cuatro manzanas más alrededor del escenario del crimen. R&I nos ha prestado dos empleados para ayudarnos a verificar las reservas de aviones y alquiler de automóviles en Birmingham y Atlanta.
»Nuevamente se repasarán hoy los datos de los hoteles y aeropuertos. Sí, hoy otra vez más. Atajen a todas las mucamas y ayudantes, así como también a todos los empleados que atienden el mostrador. Debió haberse limpiado en algún lugar y puede haber dejado un montón de roña. Si encuentran a alguien que limpió un montón de porquerías, desentierren a quienquiera que haya ocupado ese cuarto, séllenlo y comuníquense sin pérdida de tiempo con la lavandería. En esta oportunidad tenemos algo para que puedan mostrar en su ronda. ¿Doctor Princi?
El doctor Dominic Princi, jefe de investigaciones forenses del condado de Fulton, se adelantó y se detuvo bajo el dibujo de la dentadura. Levantó, para que todos pudieran verlo, un molde en yeso de una dentadura.
—Señores, así eran los dientes del sujeto en cuestión. El instituto Smithsoniano de Washington hizo la reconstrucción basándose en las marcas encontradas en la señora Leeds y en una mordedura descubierta en un trozo de queso en la nevera de los Leeds —dijo Princi.
—Como pueden apreciar, sus incisivos laterales son puntiagudos, éstos y estos dientes —aclaró Princi señalando en el molde primero y en el dibujo después—. Los dientes no están alineados y el incisivo central tiene un ángulo roto. El otro incisivo se ve muy gastado aquí. Algo semejante a la «mella de los sastres», el desgaste ocasionado por cortar el hilo con los dientes.
—Dientudo hijo de puta —musitó alguien.
—¿Cómo puede estar seguro que fue el asesino el que mordió el queso, doc? —preguntó un detective alto sentado en la primera fila.
A Princi no le gustaba nada que le llamaran doc, pero se lo aguantó.
—Las muestras de saliva encontradas en el queso y en las heridas ocasionadas por mordeduras correspondían con el tipo de sangre —dijo—. Los dientes de las víctimas y su tipo de sangre no coincidían.
—Perfecto, doctor —interpuso Springfield—. Les entregaremos reproducciones de los dientes para que las muestren.
—¿Y por qué no distribuirlas entre los periódicos? —preguntó Simpkins, el oficial de relaciones públicas—. Algo como «¿Ha visto usted esta clase de dientes?».
—No veo ningún inconveniente —manifestó Springfield—. ¿Qué opina jefe?
Lewis asintió.
Pero Simpkins no había terminado.
—Doctor Princi, los periodistas van a preguntarnos por qué demoramos cuatro días en conseguir esta reproducción de la dentadura que tenemos aquí. Y por qué todo tuvo que hacerse en Washington.
El agente especial Crawford estudió minuciosamente el resorte de su bolígrafo. Princi se sonrojó pero su voz se mantuvo serena.
—Las marcas de una mordedura en la carne se distorsionan cuando se mueve el cuerpo, señor Simpson.
—Simpkins.
—Simpkins, pues. No podríamos hacerlo utilizando solamente la huella de la mordedura en las víctimas. De ahí la importancia del queso. El queso es relativamente sólido pero muy difícil de sacarle un molde. Hay que engrasarlo primero para aislar la humedad del agente utilizado para el molde. Generalmente se le toma una foto. El Smithsoniano lo ha hecho anteriormente para el laboratorio del FBI. Están mejor equipados para realizar un examen de los rasgos faciales y tienen un articulador anatómico. Además, cuentan con un consultor odontólogo forense. Nosotros no. ¿Alguna otra cosa?
—¿Sería justo decir que la demora se debió al laboratorio del FBI y no a la policía local?
Princi respondió sin ambages:
—Lo que sería justo decir, señor Simpkins, es que un investigador federal, el agente especial Crawford, encontró el queso en la nevera hace dos días, después que sus compañeros revisaran la casa. Activó la tarea del laboratorio a solicitud mía. Sería justo decir que siento un gran alivio al saber que no fue ninguno de ustedes el que mordió el maldito queso.
El comisario Lewis intervino y su voz profunda resonó en la habitación.
—Nadie pone en tela de juicio su opinión, doctor Princi. Simpkins, lo único que faltaba era una estúpida competencia por celos con el FBI. Prosigamos.
—Todos estamos en pos de lo mismo —dijo Springfield—. Jack, ¿quiere agregar algo más, o tal vez alguno de ustedes?
Crawford se adelantó. Los rostros a los que se enfrentó no parecían precisamente amistosos. Tenía que hacer algo al respecto.
—Quiero suavizar un poco el ambiente, jefe. Hace años había una gran rivalidad sobre quién conseguía realizar el arresto. Cada equipo, federal y local, le ocultaba algunos datos al otro. Eso originaba una brecha por la que se escapaban los maleantes. Esa no es la política actual del FBI y tampoco es la mía. Ni la del investigador Graham, ese que está sentado al fondo, por si no lo sabían. Si el responsable de estos crímenes es atropellado por un camión yo me regocijaría mucho, ya que lo que me interesa es sacarlo de circulación. Creo que ustedes deben pensar así también.
Crawford echó un vistazo a los detectives y confió en que se habrían amansado algo. Esperaba que no le ocultaran probables pistas. El comisario Lewis se dirigió entonces a él.
—¿El investigador Graham ha trabajado anteriormente en este tipo de casos?
—Sí, señor.
—¿Puede usted agregar o sugerir algo más, señor Graham?
Crawford arqueó las cejas y miró a Graham.
—¿Podría acercarse aquí?
Graham deseó haber tenido una oportunidad de hablar con Springfield en privado. No quería pasar al frente. Pero no obstante lo hizo.
El traje arrugado y el bronceado de su piel no le otorgaban el aspecto de un investigador federal. Springfield pensó que parecía más bien un pintor de paredes vestido con un traje para presentarse ante un tribunal.
Los detectives cambiaron de posición en sus sillas.
Cuando Graham se dio vuelta para enfrentar a su audiencia los ojos azules resaltaban con fuerza en su cara tostada por el sol.
—Solamente un par de cosas —dijo—. No podemos dar por sentado que ha sido un enfermo mental o alguien con antecedentes de crímenes sexuales. Existen grandes posibilidades de que no posea ninguna clase de antecedente. De tenerlos, posiblemente sea más bien por violación de domicilio que por un delito sexual de poca importancia.
»Tal vez en su historial figure que ha mordido a alguien en peleas no muy importantes, disputas en un bar o abuso de menores. La mejor ayuda que podamos obtener en ese aspecto provendrá del personal de salas de emergencia y de asistentes sociales.
»Vale la pena investigar cualquier mordedura seria que recuerden, haciendo caso omiso de quién fue la víctima o de cómo dicen que ocurrió. Eso es todo.
El detective alto sentado en la primera fila alzó la mano y preguntó al mismo tiempo.
—Pero hasta ahora solamente ha mordido a mujeres, ¿verdad?
—Es todo lo que sabemos. Pero muerde mucho. Seis mordeduras feas en la señora Leeds y ocho en la señora Jacobi. Es más de lo usual.
—¿Qué se considera usual?
—En un crimen sexual, tres. Le gusta morder.
—A mujeres.
—La mayoría de las veces en los atracos sexuales la marca de la mordedura tiene un punto morado en el centro, una marca de succión. Estas no. El doctor Princi lo mencionó en el informe de la autopsia y yo lo constaté en la morgue. No existen marcas de succión. Tal vez el hecho de morder represente para él tanto una pauta de lucha como un comportamiento sexual.
—Bastante inverosímil.
—Vale la pena verificarlo —insistió Graham—. Vale la pena verificar cualquier mordedura. La gente miente sobre la forma en que ocurrió. Los padres de chicos mordidos afirman que fue atacado por un animal y permiten que se le haga al niño el tratamiento para prevenir la rabia para ocultar el hecho de que en la familia hay alguien que muerde; todos ustedes lo han visto. Vale la pena preguntar en los hospitales quiénes han sido llevados para recibir tratamiento antirrábico. Eso es todo lo que puedo decirles.
Los músculos de los muslos de Graham se estremecieron por la fatiga cuando se sentó.
—Vale la pena averiguar y lo haremos —manifestó el jefe de detectives Springfield—. La patrulla de Seguridad rastrillará el vecindario junto con la de Hurtos. Ocúpense del perro. Los últimos datos y las fotografías están en el legajo. Averigüen si alguien vio al perro con un forastero. Moralidad y Narcóticos, ocúpense de los homosexuales y los bares que frecuentan después que terminen con la rutina del día. Marcus y Whitman, los ojos bien abiertos durante el funeral. ¿Han repasado ya la lista de familiares y amigos de la familia? Bien. ¿Qué me dicen del fotógrafo? De acuerdo. Entreguen la lista de los asistentes a la ceremonia a R&I. Ellos tienen ya la de Birmingham. El resto de las comisiones figuran en la plantilla. Vámonos.
—Una última cosa —interpuso el comisario Lewis. Los detectives se dejaron caer nuevamente en sus sillas—. He oído a algunos oficiales de esta seccional referirse al criminal como «El Hada de los Dientes». No me importa cómo lo llamen entre ustedes, comprendo que tienen que bautizarlo en alguna forma. Pero será mejor que no oiga a nadie llamarlo «El Hada de los Dientes» en público. Suena impertinente. Y tampoco utilizarán esa denominación en ningún memorando interno. Eso es todo.
Crawford y Graham acompañaron a Springfield nuevamente hasta su oficina. El jefe de detectives les sirvió café mientras Crawford se comunicaba con el conmutador central y anotaba los mensajes.
—No tuve oportunidad de conversar ayer con usted cuando llegó —le dijo Springfield a Graham—. Este lugar se ha convertido en un manicomio. ¿Se llama Will, verdad? ¿Le proporcionaron los muchachos todo lo que le hacía falta?
—Sí, se portaron muy bien.
—No tenemos basura y lo sabemos —señaló Springfield—. Ah, fabricamos una fotografía seriada de su caminata utilizando las huellas en los canteros. Caminó alrededor de los arbustos y demás, por lo tanto no se puede averiguar mucho más que el número de su calzado y tal vez su altura. La huella izquierda es ligeramente más honda, quizá haya llevado algún peso. Es un trabajo delicado. Sin embargo hace unos años atrapamos un ladrón gracias a estas fotografías. Se detectó que padecía la enfermedad de Parkinson. Princi lo descubrió. Esta vez no hemos tenido tanta suerte.
—Tiene un buen equipo —dijo Graham.
—Son excelentes. Pero este tipo de cosa no es nuestro trabajo habitual, gracias a Dios. Me gustaría saber si ustedes trabajan juntos todo el tiempo, usted y Jack y el doctor Bloom, o si sólo lo hacen en casos como este.
—Sólo en casos como este —respondió Graham.
—¡Qué programa! El comisario me dijo que usted fue el que hace tres años atrapó a Lecter.
—Trabajamos todos juntos con la policía de Maryland —manifestó Graham—. Los agentes de Maryland lo arrestaron.
Springfield era botarate pero no estúpido. Se dio cuenta que Graham estaba incómodo. Hizo girar su silla y juntó unos papeles.
—Usted preguntó por el perro. Aquí está el informe. Un veterinario local llamó anoche al hermano de Leeds. Él tenía el perro. Leeds y su hijo mayor lo llevaron al veterinario la tarde anterior al crimen. Tenía una herida cortante en el abdomen. El veterinario lo operó y ya está bien. En un primer momento pensó que era un disparo, pero no encontró ninguna bala. Cree que fue atacado con algo punzante como un pico para hielo o una lezna. Estamos preguntando a los vecinos si vieron a alguien jugando con el perro y hoy se ha llamado por teléfono a los veterinarios locales para investigar si no han visto algún otro caso de animales mutilados.
—¿Tenía el perro algún collar con el nombre de los Leeds grabado?
—No.
—¿Los Jacobi de Birmingham tenían un perro? —preguntó Graham.
—Se supone que estamos averiguándolo —contestó Springfield—. Espere un momento, lo investigaré —Marcó un número interno—. El teniente Flatt es nuestro enlace con Birmingham… hola, Flatt. ¿Qué sabe del perro de los Jacobi? —Cubrió el teléfono con su mano—. No hay perro. Encontraron un cajón con paja en el baño de la planta baja con excrementos de gato. No encontraron ningún gato. Los vecinos están vigilando por si aparece.
—Podría pedirle a Birmingham que revise bien el jardín y detrás de cualquier edificación —sugirió Graham—. Si el gato estaba herido es posible que los niños no lo hayan encontrado a tiempo y lo hayan tenido que enterrar. Usted sabe lo que hacen los gatos. Se esconden para morir. Los perros vuelven a la casa. ¿Podría preguntarles también si tiene un collar?
—Dígales que si necesitan una sonda de metano les enviaremos una —interpuso Crawford—. Se ahorra mucho tiempo.
Springfield retransmitió la oferta. El teléfono sonó nuevamente no bien colgó. La llamada era para Jack Crawford. Era Jimmy Price desde la funeraria Lombard. Crawford contestó por el otro aparato.
—Jack, tengo una parcial que probablemente es de un pulgar y un fragmento de una palma.
—Jimmy, eres la luz de mis ojos.
—Lo sé. La huella parcial es un arco abierto, pero está borroneada. Tendré que ver qué puedo hacer con ella cuando regrese. La saqué del ojo izquierdo del mayor de los chicos. Nunca lo había hecho antes. Jamás lo habría visto, estaba en una posición muy enrevesada, pegada al derrame ocasionado por la herida de bala.
—¿Podrás obtener alguna identificación con ella?
—Es un trámite muy largo, Jack. Si figura en el índice de huellas únicas tal vez, pero es como sacarse la lotería, y tú lo sabes. La palma la obtuve de la uña del dedo mayor del pie de la señora Leeds. Sirve solamente para comparar. Tendremos suerte si conseguimos seis puntos de ahí. El asistente de SAC lo presenció y Lombard también. Es un escribano. Obtuve fotografías in situ. ¿Serán útiles?
—¿Y qué pasó con las impresiones eliminatorias de los empleados de la funeraria?
—Les pinté los dedos a Lombard y a todos sus alegres compinches, impresiones completas, así dijeran que la habían tocado o no. En los actuales momentos están cepillándose las manos e insultándome. Déjame volver a casa, Jack. Quiero estudiar todo esto en mi cuarto oscuro particular. Quién sabe qué es lo que puede tener el agua de aquí. ¿Tal vez tortugas? Sólo Dios lo sabe.
»En una hora puedo tomar un avión rumbo a Washington y para esta tarde tendrás listas las impresiones.
Crawford reflexionó un instante.
—Muy bien, Jimmy, pero aprieta el acelerador a fondo. Envía copias a las comisarías y oficinas del FBI de Atlanta y Birmingham.
—Dalo por hecho. Y ahora un último detalle que quiero aclarar contigo.
Crawford alzó la vista al cielo.
—No me digas que vas a fastidiarme con el bendito viático; es eso, ¿verdad?
—Exacto.
—Mi querido Jimmy, en este día nada es demasiado para ti.
Graham miraba hacia afuera por la ventana mientras Crawford les explicaba lo de las impresiones digitales.
—Eso sí que es extraordinario —fue el único comentario de Springfield.
El rostro de Graham permanecía impasible; impenetrable como el de un condenado a cadena perpetua, pensó Springfield.
Se quedó observándolo hasta que traspuso la puerta.
La conferencia de prensa del comisionado de Seguridad Pública estaba tocando a su fin cuando Crawford y Graham salieron de la oficina de Springfield. Los reporteros se dirigían a los teléfonos; los de la televisión estaban realizando «injertos», parados solos frente a las cámaras formulando las mejores preguntas que habían oído durante la conferencia de prensa y extendiendo sus micrófonos hacia un interlocutor inexistente para obtener una respuesta que luego sería agregada extrayéndola de las declaraciones del comisionado.
Crawford y Graham comenzaban a bajar la escalinata del frente cuando un hombre pequeño salió corriendo delante de ellos, giró sobre sus talones y les sacó una fotografía. Su cara apareció detrás de la cámara.
—¡Will Graham! —exclamó—. ¿Se acuerda de mí, Freddy Lounds? Yo estaba a cargo del caso Lecter para el Tattler. Yo escribí las gacetillas.
—Lo recuerdo —dijo Graham sin interrumpir su paso por la escalinata mientras Lounds bajaba de costado un poco adelante de ellos dos.
—¿Cuándo lo llamaron, Will? ¿Qué ha averiguado?
—No pienso hablar con usted, Lounds.
—¿Existe algún punto de comparación entre este sujeto y Lecter? ¿Les hace…?
—Lounds —dijo Graham en voz alta y al mismo tiempo Crawford rápidamente se paró delante de él—. Lounds, usted escribe sólo mentiras asquerosas y el National Tattler es una mierda. No se me acerque.
Crawford tomó a Graham del brazo.
—Váyase, Lounds. Hágase humo. Vamos a desayunar, Will. Vamos, Will.
Dieron la vuelta a la esquina caminando rápidamente.
—Lo siento, Jack, pero no aguanto a ese miserable. Cuando yo estaba en el hospital se presentó y…
—Lo sé —respondió Crawford—. Yo traté de engañarlo, pero no sirvió de mucho.
Crawford recordaba la fotografía publicada en el National Tattler al final del caso Lecter. Lounds entró en el cuarto del hospital mientras Graham dormía, levantó la sábana y tomó una fotografía de la colostomía provisoria que le habían realizado. El periódico la reprodujo retocada con un recuadro negro cubriendo la ingle de Graham. El título decía: «Policía destripado».
La cafetería era limpia y luminosa. A Graham le temblaban las manos y derramó café en el plato.
Advirtió que el humo del cigarrillo de Crawford molestaba a una pareja instalada en el reservado junto al de ellos. La pareja comía en un péptico silencio y su enojo parecía flotar como el humo del cigarrillo.
Dos mujeres, aparentemente madre e hija, discutían en una mesa cerca de la puerta. Hablaban en voz baja y su enojo se reflejaba en sus caras. Graham podía sentir esa ira en sus caras y en sus cuellos.
Crawford protestaba porque a la mañana siguiente debería presentarse en Washington para testificar en un juicio. Tenía miedo de que eso lo retuviera varios días allí. Al encender otro cigarrillo inspeccionó a través de la llama las manos y el color de Graham.
—Atlanta y Birmingham pueden ocuparse de la verificación de las impresiones digitales de los maniáticos sexuales conocidos por ellos —anunció Crawford—. Y nosotros también. Price ha desenterrado ya anteriormente muestras únicas del archivo. Programará el FINDER con ellas, hemos adelantado mucho en ese terreno desde que te fuiste.
El FINDER lector y procesador automático de impresiones digitales del FBI podía reconocer la huella de un pulgar en una tarjeta de huellas dactiloscópicas de un caso no relacionado con ése.
—Esa huella y sus dientes lo individualizarán cuando lo encontremos —dijo Crawford—. Lo que debemos hacer es imaginar cómo puede ser. Tenemos que barrer una superficie muy amplia. Y ahora permíteme lo siguiente. Digamos que hemos detenido a un sospechoso con bastantes posibilidades. Tú entras y lo miras. ¿Qué es lo que tiene que no te llama la atención?
—No lo sé, Jack. Maldición, no tiene cara para mí. Podríamos pasar mucho tiempo buscando personas que hemos inventado. ¿Has hablado con Bloom?
—Anoche lo llamé por teléfono. Bloom duda de que se trate de un suicida y Heimlich piensa lo mismo. Bloom estuvo aquí sólo durante un par de horas el primer día, pero él y Heimlich tienen el legajo completo. Bloom está ocupado esta semana con mesas de examen de filosofía. Me dijo que te saludara. ¿Tienes su número de Chicago?
—Sí.
A Graham le gustaba el doctor Alan Bloom, un hombre pequeño y rechoncho con ojos tristes; era un buen psiquiatra forense, tal vez el mejor. Graham apreciaba el hecho de que el doctor Bloom nunca había demostrado interés profesional por él. No solía ser el caso de la mayoría de los psiquiatras.
—Bloom dice que no le sorprendería que tuviéramos noticias del Hada de los Dientes. Podría escribirnos una nota —manifestó Crawford.
—En la pared de un dormitorio.
—Bloom piensa que puede estar desfigurado o creer que lo está. Me dijo que no le diera demasiada importancia a eso. «No pienso construir un hombre de paja para que lo persigan, Jack», fueron sus palabras. «Eso equivaldría a distraer la atención y desconcentrar el trabajo». Me dijo que le habían enseñado a hablar así en la universidad.
—Tiene razón —señaló Graham.
—Debes poder decirme algo sobre ello, de lo contrario no habrías encontrado las huellas en la pared —insistió Crawford.
—Lo que había en esa maldita pared era una prueba, Jack. No es mérito mío. Oye, no esperes demasiado de mí, ¿entiendes?
—Oh, ya lo agarraremos. Lo sabes.
—Lo sé. Lo agarraremos de una u otra manera.
—¿Cuál es una?
—Encontraremos pruebas que hemos pasado por alto.
—¿Cuál es la otra?
—Lo repetirá, una y otra vez hasta que una noche haga demasiado ruido al entrar y el marido tenga tiempo de buscar un revólver.
—¿Ninguna otra posibilidad?
—¿Crees que voy a poder identificarlo en un cuarto abarrotado de gente? No, estás pensando en Ezio Pinza, ésa es su especialidad. El Hada de los Dientes no se detendrá hasta que tengamos un golpe de suerte o se nos encienda la lamparita. No se detendrá.
—¿Por qué?
—Porque le proporciona un verdadero placer.
—Ves, ya sabes algo sobre él —dijo Crawford.
Graham no volvió a hablar hasta que estuvieron en la vereda.
—Espera hasta la próxima luna llena —le dijo a Crawford—. Y entonces dime cuánto sé sobre él.
Graham regresó al hotel y durmió durante dos horas y media. Se despertó al mediodía, se duchó y pidió un termo con café y un emparedado. Era tiempo ya de estudiar detenidamente el legajo de los Jacobi de Birmingham. Limpió los anteojos de leer con jabón del hotel y se instaló junto a la ventana con el legajo. Durante los primeros minutos levantó la vista con cada ruido, cada pisada que resonaba en el pasillo, el distante sonido de la puerta del ascensor. Pero luego lo único que existió para él fue el legajo.
El camarero que traía la bandeja golpeó a la puerta y esperó, golpeó y esperó. Finalmente dejó la bandeja con el almuerzo en el piso junto a la puerta y firmó él mismo la cuenta.