El monarca y el cruzado*
Fidel Castro “establece la diferencia entre una causa y un programa, digamos entre lo que exige la doctrina y lo que permite la realidad. Es un político. Quiere durar”. El Che Guevara “prefiere lo imposible a lo posible. Es un místico. Quiere morir”. Las personalidades de los dos principales iconos de la Revolución Cubana son descritas –en agudo contrapunto– por Régis Debray, filósofo, intelectual y escritor francés que a finales de los sesenta apoyó al gobierno de la isla y participó en la guerrilla del Che en Bolivia. Decepcionado del régimen cubano, se volvió uno de sus más duros críticos. En 1999 escribió Alabados sean nuestros señores (editorial Sudamericana), libro que incluye experiencias y reflexiones sobre Fidel y el Che, entre otros, y del cual se reproducen algunos fragmentos.
Régis Debray
Fidel y el Che: el tiempo ha degradado al monarca y sublimado al cruzado. Injustas transfiguraciones, respecto a las competencias y hazañas respectivas. El Che no aseguraba lo ordenado de los asuntos, prefería el comienzo al laboreo. Es cierto. Pero existe una justicia superior; opuesta a la razón de Estado aunque igualmente eficaz y que podríamos llamar la razón del más débil. Es el perdedor quien gana.
(…) El argentino y el cubano formaban un tándem de complementarios en las antípodas. Fraternalmente unidos aunque de familias diferentes, Fidel vivía en la horizontal de los asuntos, el Che en la vertical del sueño.
Quiso el azar que yo fuera el último trujamán entre los dos compañeros de armas. Oí a Fidel a solas, antes de mi partida para Ñancahuazú, hablarme toda una noche del Che, con esa mezcla de tacto, de orgullo y de inquietud que un hermano mayor puede tener por uno pequeño que marchó a la aventura, del que conoce bien los defectos y a quien por ello quiere más. Oí cómo el Che, antes de mi supuesto regreso a La Habana (tras un rodeo por los países vecinos), me hablaba de Fidel, dándome para él numerosos mensajes, personales y políticos (su radio-emisor ya no funcionaba) con una devoción sin resquicios. Sin duda hay, en el abandono a sí mismo del antiguo brazo derecho, puntos de perplejidad que los propios supervivientes no se explican.
Puedo sin embargo dar fe de que jamás hubo ruptura del Che con Fidel y que los contrastes de sensibilidad no rompieron la relación de fidelidad. Si existe un misterio es ahí donde está, en esa fidelidad a toda prueba del nómada por el único jefe sedentario que ha reconocido como suyo. Tiene que ver con la psicología, no con la ideología.
Antes de encontrar a Fidel en México, el Che era una palanca sin punto de apoyo que no habría podido levantar nada si el cubano no le hubiera proporcionado un suelo y un trampolín. Eso constituye una deuda. Sacado por un caudillo pragmático de los izquierdismos de adolescencia, este outsider sin territorio le debía nada menos que su entrada en el mundo real y la posibilidad de hacer en él sus pruebas.
La impaciencia
Culturalmente todo los oponía.
Guevara era en principio un hombre del libro –cuando los criollos son gente de tradición oral, reacios a la síntesis, a la organización, al encadenamiento lógico. Mentalidad narrativa, localista, anecdótica, a la que no predisponían la educación europea y la frialdad razonadora, un tanto melancólica, del argentino.
Fidel, que sólo leía libros de historia (obsesionado por los historiadores de mañana y por su imagen póstuma), y para quien la teoría jamás ha sido un problema, rehuía el debate de ideas, no escucha el argumento del adversario.
Estudioso y preocupado por fundar su gestión en verdad, el Che buscaba el argumento y al adversario: se preocupaba de distinguir lo objetivo de lo subjetivo, y no solamente lo útil de lo inútil (…) Un rumiante de lo escrito, pero devorado por la impaciencia. No queriendo o no sabiendo hacer antecámara, como los hábiles, esos gerentes de las esperas colectivas. Importándole poco si era comprendido o no, sin buscar los medios de ganarse a las “masas” para su punto de vista, como hacen los políticos. Ni siquiera a sus propios lugartenientes: no explica sus órdenes, no informa a la tropa, no le pregunta nada, jamás le concede la palabra. Más déspota con los suyos, en ese sentido, que Fidel. En el Congo, en Bolivia, deja a todos sus subordinados en la oscuridad y guarda en su poder no sólo sus planes sino sus razones.
Estratega, no táctico, (El Che) apunta a lo más lejos, sin preocuparse por los intervalos y el terreno. “Crear dos, tres, varios Vietnam”… ¿Pero cómo reproducir el Vietnam en el Congo y en Bolivia, lejos de los arrozales y de Confucio? ¿Cómo acostumbrar a africanos y latinos a excavar bajo tierra laberintos de topos, a permanecer durante semanas inmóviles en un agujero, conectados con el aire libre de una caña hueca? ¿Cómo repetir a distancia la Sierra Maestra, cuando Batista, por ejemplo, no tenía tropas helitransportadas, y que sus colegas enseguida se invistieron, tras la victoria, de rebeldes cubanos?
Siempre con un compás de adelanto sobre la música, me decía de él Fidel. Sí, siempre con prisa –de exponerse al fuego enemigo, de tomar Santa Clara, de entrar en La Habana, de distribuir las tierras, de romper con Estados Unidos, de hacer entrar a los comunistas en el gobierno, de paralizar la banca nacional echando a los expertos, de tachar públicamente a la Unión Soviética de neocolonialista, de invitar a que entrenase en Cuba a Jonás Savimbi y Roberto Holden, aliados inciertos, sin pensárselo dos veces; de partir precipitadamente para Tanzania sin prevenir a las autoridades legales ni en la frontera ni sobre el terreno; de poner a todos ante el hecho consumado, importándole un bledo saber si “las condiciones objetivas y subjetivas se dan o no juntas”.
El místico
El Che, que politizaba todo, no era un experto en política; y sobre ese punto Fidel se había mostrado –en esa especie de confesión en voz alta de la que me hizo testigo, una noche de enero de 1967– de una irreprochable lucidez. Acondicionar los intervalos es asunto de los legos. El regular en el siglo se negaba a ello porque negaba el tiempo. Su objetivo: ayudar a nacer al hombre nuevo con fórceps dentro de unos decenios (…)
Sarcástico y poco demostrativo, el Che se atraía a los hombres dándoles las menos pruebas posibles de afecto, y Fidel los capturaba por una exuberancia comunicativa. Fidel confía en el contagio lírico, el Che en el poder del ejemplo. El cubano establece la diferencia entre una causa y un programa, digamos entre lo que exige la doctrina y lo que permite la realidad. Es un político. Quiere durar. El argentino todavía prefiere lo imposible a lo posible. Es un místico. Quiere morir. La belleza del perfil y la “llamada del héroe” no explican por sí solas su apoteosis. Es la desaparición brutal, antes de los cuarenta, precocidad crística, la que saca del lote común al artista, al político o a la estrella del espectáculo (…) ¿Ángel fulminado por una veleidad de la fortuna? No. El Che tiene bien merecida su muerte, la incubaba desde hacia 10 años.
Lo que opone el guerrillero político al “guerrillero heroico” es lo que opone un príncipe de la Iglesia, majestad indulgente, al anacoreta que se crispa sobre su disciplina para evitarse la tentación del compromiso. O el capitán de equipo, centrista por necesidad, al alero izquierda al que nada obliga a ceder. Por muy dictador que haya sido, el cubano estaba más dispuesto a la transacción que su lugarteniente, menos sujeto que él al principio de realidad.
(…) El arte político –dividir al adversario y ganar tiempo– no era su fuerte. En Cuba, ese Maquiavelo a la inversa se habría hecho un máximo de enemigos en un mínimo de tiempo: los viejos estalinistas, que detestaban el “izquierdismo”; los burgueses de la ciudad, que desconfiaban del “comunista”; y los término medio, a los que les repelía ese sectario demasiado radical y para colmo “extranjero”. Después de lo cual, gladiador abandonado, bajaba a la arena –Congo, Bolivia– a declarar la guerra a Estados Unidos y a la Unión Soviética con un puñado de escopetas. Unir de un solo golpe dos imperios contra él, más los partidos comunistas del lugar y las fuerzas armadas locales –un lance difícil–. Todos los extremos contra un extremista, el cual rehusó buscar ni un solo apoyo en el centro. El menos experto vería en esta proeza de misántropo una obra maestra de antiarte político.
Tanto mejor: El Che, nuestro antipríncipe. No es por ser extraño al juego político por lo que ha entrado en la memoria política del tiempo. No llevó a cabo un combate de ambición sino de redención. No tenía una concepción medida y calculada de su guerra particular, sino moral, como la que se tiene en una guerra civil. El valiente quiere rehacer el alma del mundo, no retocar el mapa. Guerra santa, pues, limitada al extremo en sus medios, pero total por lo impreciso de los objetivos perseguidos, sin otro final posible que el aniquilamiento del adversario o, en su defecto y más seguramente, de sí mismo. Una guerrilla de religión, la voluntad como credo. El más célebre adepto de la guerra revolucionaria, en el fondo, no abrazaba en modo alguno el objetivo sobriamente realista que fue el de sus homólogos asiáticos (Mao, Giap o Ho Chi Minh).
Fue consigo mismo con quien se las tuvo que ver; el Che fue su mejor enemigo. Ahí yace la tragedia del personaje.
* Fragmentos originalmente publicados en el suplemento especial “El Che”, Proceso 1614, 7 de octubre de 2007.