Desde la intimidad

Debieron pasar cuatro décadas desde la muerte del Che para que Aleida March se atreviera a publicar los entretelones de su relación con él. Desde sus primeros encuentros en el Escambray, en 1958, hasta la recuperación de los restos de Guevara, en 1997, el libro Evocación. Mi vida al lado del Che detalla el romance que vivió la pareja en medio de la guerra, durante el gobierno revolucionario y después, cuando el guerrillero volvió derrotado de su aventura africana.

Lucía Luna

Cuenta Aleida March que en los primeros años de su juventud era aficionada a las novelas románticas, en las que siempre aparecía un príncipe azul. Su historia de amor con Ernesto Che Guevara haría suponer una narrativa de este corte, pero ella y las circunstancias se encargaron de que no fuera así.

En 2007, luego de 40 años de mutismo tras la muerte del Che, March, presionada en parte por sus hijos pero también con el deseo de acercar a las generaciones jóvenes al “hombre vivo” que estaba detrás del símbolo en que se convirtió el guerrillero argentino, empezó a “garabatear” lo vivido junto a él.

Para hacerlo no sólo recurrió a sus propios recuerdos sino al acervo documental que dejó su marido y que ella sistematizó hasta convertirlo en el Centro de Estudios Che Guevara, en La Habana, que reúne sus escritos, poemas, cartas y fotografías personales, además de sus libros, discursos y un sinfín de documentos políticos, que permiten conocer mejor a este emblemático revolucionario del siglo XX.

Este centro y la editorial latinoamericana Ocean Sur publicaron el libro de Aleida, Evocación. Mi vida al lado del Che, que si bien tuvo una amplia distribución en Cuba, apenas en 2011 empezó a circular en América Latina, concretamente en Buenos Aires, donde fue a presentarlo la hija mayor del Che, Aleida Guevara March, en honor a la raíces argentinas de su padre.

Aleida madre advierte desde un principio que no tiene dotes de escritora y que le causó temor lanzar una mirada personal e íntima sobre su pasado. En realidad, aclara, se trató de un pretexto no tanto para contar su vida, sino sus memorias junto al Che. Es más “una visión compartida de dos, un nosotros”, y esboza que esto le ha valido reproches de supeditar su individualidad a la de él.

Aunque como contexto March refiere en las primeras páginas sus orígenes familiares en el campo, su mudanza a la ciudad de Santa Clara y sus estudios magisteriales, su verdadera historia se inicia cuando se incorpora como militante clandestina al Movimiento 26 de Julio (M26J), en alusión al asalto al cuartel Moncada que en 1953 realizó un grupo de revolucionarios encabezado por Fidel Castro.

Esa militancia estará presente a lo largo de todo el texto, en el que cuida cada palabra y no se aleja un ápice, ni en vida ni tras la muerte del Che, del discurso oficial del gobierno cubano. Su indudable devoción por Guevara también está permeada por la política y la ideología; y llama la atención que en ningún momento se refiere a él como su esposo o Ernesto, sino siempre sólo como “el Che”.

Nada más anticlimático, por ejemplo, que cuando Aleida cuenta cómo se le declaró. Habían tomado la ciudad de Santa Clara después de varios días de agotadora batalla y se dirigían hacia La Habana, de donde las tropas de Castro ya habían hecho huir a Fulgencio Batista:

“Se sirvió de un momento en que nos encontrábamos solos. Me dijo que se había dado cuenta de que me quería el día que una tanqueta nos cayó atrás… y había temido que me pasara algo. A aquella confesión inesperada la tomé como un comentario más, porque a esos requerimientos me había tenido que enfrentar en otras ocasiones y, a fin de cuentas, para mí el Che seguía siendo un hombre mayor y por encima de todo el jefe que me inspiraba respeto y admiración”.

Supone que él quizás esperaba alguna respuesta. “Pero en esos momentos de mi boca no salió nada en absoluto; por el sueño o la duermevela, pensé que a lo mejor había oído mal…”.

Y todavía remata: “Volviendo sobre aquel instante, pienso que quizás el Che no escogió el mejor momento para hacer su declaración”.

“Un hombre mayor”

A pesar de este esquematismo, las memorias de Aleida van dejando translucir que desde el primer encuentro hubo algún tipo de química entre ambos, que los volvió inseparables; y, posteriormente, los vaivenes de una relación de pareja que, pese a estar integrada por dos revolucionarios, experimentaba las mismas emociones que cualquier otra en la vida común.

Por su disciplina y entrega como guerrillera urbana, March se había ganado la confianza del M26J en Santa Clara, y cada vez le confiaban misiones más delicadas. Llevaba y traía información a los distintos frentes provinciales, transportaba clandestinamente combatientes, trasegaba armas y dinero, participó en algún atentado fallido y vivió su “bautismo de fuego” bajo la aviación de Batista.

Pero la misión que cambiaría su vida vino tras el fracaso de la huelga general del 9 de abril de 1958, cuando Fidel Castro asumió el mando central de las tropas rebeldes y ordenó la invasión de oriente hacia occidente, enviando a Camilo Cienfuegos hacia Pinar del Río y al Che hacia el Escambray.

El encargo era llevar a Guevara 50 mil pesos que, para disimular, le adhirieron a March con esparadrapo al torso. Tras dos largas jornadas a pie y a caballo, cansada y lastimada, lo único que quería era deshacerse de ese corsé, tarea a la que se apuntaron varios combatientes. Años más tarde, el Che le confió que él también luchó con las ganas de quitarle aquellos vendajes a la “maestrita rubia y regordeta” que acababa de llegar. Al final fue el médico del campamento quien la liberó y curó.

Aleida, por su parte, asegura que su único motor era cumplir con su tarea y subordinarse a su jefe. Insiste varias veces en que ella veía al Che, que ya era un guerrillero legendario, como “un hombre mayor”, pese a que le llevaba apenas ocho años. Admite sin embargo que cuando una de sus compañeras le preguntó qué le había parecido el argentino, le respondió que “nada mal y que lo más interesante era su modo de mirar”. Sintetiza: “Era un hombre muy atractivo”.

Cada vez más involucrada y fichada, March también había sido enviada al Escambray para alejarla de Santa Clara. Pero al principio Guevara no la quiso admitir, porque creía que era una espía de la provincia de Las Villas, donde había muchos militantes de derecha que recelaban de él por “comunista”. Al final sin embargo tuvo que ceder, porque el régimen ya había emitido una orden de detención contra ella.

Marginada a tareas secundarias, el hielo se rompió cuando un día el Che la invitó a “tirar unos tiritos conmigo”. Sin dudarlo, ella se montó en su jeep para, “literalmente, no bajar nunca más”. Y, en efecto, a partir de ese momento March se movió a todas partes al lado de Guevara, fue iniciada en los secretos militares, se convirtió en combatiente y, además, “en una especie de secretaria personal”.

Muy pronto empezaron también los acercamientos. A pesar del entorno “el Che intentaba mostrarme algo de sus sentimientos y lo hacía con poesía”, cuenta Aleida. Ella estaba parada frente a una fábrica de tabacos en Cabaiguán, “y en ese instante el Che me dijo un poema… Fue algo así como para que reparara en él, porque estaba conversando con los muchachos. Imagino más bien que él quería que notara su presencia; no la del jefe, sino la del hombre”.

El lazo que los uniría de por vida se dio empero cuando ella lo vio fisurado de un brazo tras la toma del cuartel de esa ciudad, y le dio un pañuelo negro de seda que traía consigo para que lo sostuviera. Años después, en el relato “La Piedra” que escribió durante la campaña del Congo, el Che lo menciona como un fiel acompañante: “El pañuelo de gasa (…) me lo dio ella por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso”.

Una tarde el Che empezó a contarle de su esposa peruana, Hilda Gadea, y de su hija Hildita. Habló de “incomprensiones” y aseguró que cuando salió de México se había separado de ella. “De esa manera me informaba de su estado civil; él estaba tratando de transmitir sus pensamientos, que no percibí entonces… porque no era para nada maliciosa y lo sentí como un desahogo”.

En este ambiente de confidencias personales se dio la toma de Santa Clara. Los fusiles, los tanques y las bombas relegaron esas confidencias a un segundo plano, porque la prioridad era combatir y defenderse. Fue entonces cuando el Che temió por la vida de Aleida. Luego vino la declaración de amor, que ella dijo no haber “entendido”, pero que a la luz de los hechos siguientes evidentemente quedó clara.

“La fortaleza tomada”

Recuerda March que después de la entrada triunfal de Castro a La Habana, ella recuperó su aspecto de mujer, fue a la peluquería y se mandó hacer unos vestidos. Así, renovada, siguió acompañando al Che en sus recorridos por la capital cubana. Ya fuera de trabajo o de paseo, “nosotros actuábamos como dos simples enamorados dejándonos llevar por nuestros sentimientos sin mucha originalidad, sólo por puro placer o regocijo”, rememora.

Instalados en la fortaleza de La Cabaña, Aleida contó ahí con una habitación propia para iniciar sus labores secretariales y administrativas en apoyo del Che. Ahí también, en enero de 1959, Guevara le mostró una carta para Hilda, en la que le comunicaba oficialmente su separación, porque se iba a casar “con una muchacha cubana que había conocido en la lucha”.

March todavía le preguntó quién era esa muchacha y al responderle que ella, dice que se impresionó: “Quizás era la respuesta que esperaba, pero a la vez me preguntaba cómo era posible tal cosa, si ni siquiera me lo había comentado”.

Sin mediar palabras tampoco, se consumó su unión física. “En ese enero inolvidable, cuando entró a mi habitación de La Cabaña, descalzo y silencioso, se consumaba un hecho más que real y que en tono de broma el Che calificó como el día de ‘la fortaleza tomada’… En realidad eso fue posible porque yo estaba mucho más enamorada de lo que pensaba y, así de simple, ‘me rendí’ sin resistir y sin dar batalla alguna”.

A pesar de la “rendición”, debido a los convencionalismos de la época y de lo que Aleida llama “mis rezagos y tabúes”, fingían dormir separados; algo que estuvo a punto de ser descubierto al quedar ella embarazada, de no ser por un aborto accidental, que provocó la “incomprensión” del Che.

En Tarará, donde se encontraban debido al enfisema pulmonar de Guevara, ella sufrió una caída “y por la noche empezaron unos sangramientos que provocaron que tuvieran que realizarme un legrado… Este hecho circunstancial disgustó muchísimo al Che. Pensaba que yo, al no estar casada, lo había provocado por mi prurito”. Asegura que no pudo convencerlo de lo contrario y eso impidió que se embarazara durante mucho tiempo.

Sin embargo después de la boda, que ocurrió el 2 de junio de 1959, March no tuvo ningún problema para embarazarse, ya que en los escasos seis años que convivió con Guevara concibió cuatro hijos (Aleidita, Camilo, Celia y Ernestico), casi uno por año. Eso contribuyó a que Aleida se mantuviera en un segundo plano detrás del Che, algo de lo que, asegura, no se arrepiente.

“Era como un complemento de lo que no había tenido nunca: el hogar con nuestros hijos y los sueños por alcanzar. En lo absoluto me importaba aparecer en las fotos. Mi anonimato voluntario y el placer por estar siempre a su lado formaban parte de mi realidad, tal vez por haber intuido el escaso tiempo con que contábamos para permanecer juntos.”

Tampoco a los múltiples viajes al extranjero que realizaba el Che lo acompañaba Aleida. Él alegaba que eran giras de trabajo y que ello significaría un privilegio frente a los demás integrantes de la comitiva, que él no podía permitir. Eso sí, instituyó la costumbre de enviarle una tarjeta postal desde cada lugar que pisaba, y de las cuales el libro presenta varias en forma textual.

Así, en la vorágine de los primeros años de la Revolución Cubana, en medio de la invasión de Bahía de Cochinos y la crisis de los misiles soviéticos, March se dedicó fundamentalmente a sus hijos y a seguir siendo la secretaria personal de su marido. En esta función se ganó la fama de celosa –ella reitera esto varias veces– debido a las constantes ausencias del Che y su trato con todo tipo de personas.

“Josefina” y “Ramón”

Consolidadas las instituciones revolucionarias en Cuba y entre rumores de desacuerdos entre Guevara y Castro, que March niega tajantemente, aunque acepta que “no siempre coincidían” y “frecuentemente discutían”, se abre la etapa internacionalista del Che, con primera parada en el Congo. Ahí Aleida también quiso ir con él, pero volvió a frenarla con el argumento de sus hijos.

Evidentemente ya había planeado todo y la enfrentó a hechos consumados. Dejó su despedida pública a Fidel, cartas a sus hijos y a sus padres, y un sobre que decía “Sólo para ti”, que contenía cintas con poemas grabados para Aleida. “Era su adiós, que no imaginé así… pero que más se acercaba a sus sentimientos y a su modo de decir”.

Firmadas con el nombre de Tatu, que en swahili significa “el tres”, March siguió recibiendo cartas del Che desde el Congo, donde le contaba sus experiencias y reiteraba el amor por ella y sus hijos. Hay una, sin embargo, que evidencia tensiones entre ellos. “No me chantajees. No puedes venir aquí ahora ni dentro de tres meses. Dentro de un año será otra cosa y veremos… Ayúdame ahora, Aleida, sé fuerte y no me plantees problemas que no se pueden resolver. Cuando nos casamos sabías quién era yo. Cumple tu parte…”.

Fracasada la campaña del Congo y por mediación de Castro, Aleida y el Che volvieron a encontrarse en Tanzania, caracterizados como “Josefina” y “Ramón”: ella de pelo negro y él un señor gordo, calvo y con gafas. Como estos mismos personajes se reunieron una vez más en Praga, mientras Guevara preparaba su siguiente incursión revolucionaria en América Latina. Fueron probablemente los últimos momentos de intimidad que pudieron disfrutar solos.

Un postrer capítulo los reunió en Pinar del Río, donde el Che, a instancias de Fidel, entrenó con su contingente antes de partir hacia Bolivia. Ahí Aleida lo alcanzó y revivió sus épocas de combatiente en el Escambray. Luego vino la despedida definitiva en su casa, disfrazado de “Ramón”, aunque su hija Aleidita, de seis años, estuvo a punto de descubrirlo.

En la anécdota más citada del libro, a la niña le llamó la atención que “el viejo” tomara vino rociado con agua, como su papá; y luego, cuando jugando se golpeó la cabeza, la delicadeza con que la asistió. Se acercó a su mamá y en secreto le dijo: “Este hombre está enamorado de mí”. A Aleida le dispensó un último poema: “Adiós, mi única,/no tiembles ante el hambre de los lobos/ni en el frío estepario de mi ­ausencia…”.

La noticia de la muerte del Che en octubre de 1967 se la dio a Aleida personalmente Fidel. Le pidió que asistiera a la velada solemne que se celebró en su honor en la Plaza de la Revolución, pero ella no se sintió con fuerzas para hacerlo y prefirió verla por televisión. En 1968 Castro le entregó el Diario del Che en Bolivia y le pidió que ayudara a descifrar su letra. Ese mismo año se publicó y largas colas se formaron para adquirirlo. Ella nunca lo volvió a leer. Se sumió en el silencio y trató de rehacer su vida.

En 1995 recibió la noticia de que había la posibilidad de encontrar los restos del Che y sus compañeros. Aparecieron en 1997 en una fosa de Valle Grande y, tras su identificación, fueron repatriados a Cuba. Ahí otra vez se les rindió homenaje en la Plaza de la Revolución. Esta vez March sí asistió, pero fue su hija Aleida la encargada de pronunciar el discurso en honor de los caídos.

Luego, en procesión, los restos de Guevara fueron llevados de ciudad en ciudad hasta llegar a Santa Clara, donde libró su más célebre batalla. Ahí, cuando la multitud se retiró, Aleida pidió que abrieran el osario y le entregó a su hija Celia el pañuelo negro de seda que el Che siempre cargó consigo, pero que por algún motivo no se llevó a Bolivia, para que lo colocara junto a los restos de su padre. Él escribió que se lo llevaría a la tumba, “leal hasta la muerte…”.