Retratos del muchacho que venció al asma
El asma lo atacaba con fiereza, pero Ernesto Guevara aprendió, desde niño, a combatirla… y a vencerla. No era raro, dice a Proceso su biógrafo Pacho O’Donell, que debiera interrumpir sus juegos infantiles para yacer medio muerto unos minutos… y luego regresar a lo que estaba haciendo. Los recuerdos de Juan Martín Guevara, hermano menor del Che, son los del joven que ya había vencido al miedo: “Yo tengo un hermano, este hermano es un hermano común, como los otros. Pero de pronto este hermano común se convierte en un hermano menos común. Y por último, en un hermano muchísimo menos común (…) un hermano un poco más loco dentro de una familia de locos”.
Francisco Olaso
Buenos Aires.- Ernesto Guevara es llevado en vilo, pálido e inmóvil, por unos cuantos brazos que lo depositan en una cama. Sus amigos, todavía impresionados, esperan fuera de la casa. Espían a través de una ventana. Temen un mal desenlace. Ernesto mueve entonces una mano, un gesto mínimo, elocuente, para mostrar que está vivo. Y que al día siguiente estará, igual que hasta hace un rato, jugando con ellos en los senderos del pueblo serrano de Alta Gracia.
Es debido a estos ataques, a estos ahogos de Ernesto, que sus padres abandonaron Buenos Aires. El aire de Alta Gracia, en la provincia de Córdoba, es limpio y seco.
“El asma le establece a él una relación estrecha con la muerte”, dice a Proceso Pacho O’Donnell, el biógrafo del Che que más hurgó en su infancia. “Este diálogo con la muerte le dio un cierto desapego de la vida. El asma fue su gran enemiga y él no tuvo inconvenientes en desafiarla. Todas sus campañas de guerrilla transcurrieron en zonas húmedas y cálidas”, sostiene.
Los amigos de la infancia recuerdan a Ernesto Guevara como un niño muy lector y muy pensante. “El asma me mantiene despierto y eso me ayuda a cavilar”, escribirá Ernesto años más tarde. Pero también como a un niño de conductas temerarias. Alguien que violenta límites para demostrarse que hay un mundo más allá del miedo.
“El asma además produce una situación paradójica: una gran dependencia con la madre, que al mismo tiempo lo asfixia”, refiere O’Donnell. “Esto también explica esa necesidad de irse, de partir permanentemente, que es casi como un síntoma en el Che”.
Pacho O’Donnell comparte con Ernesto Guevara el hecho de ser médico, escritor y asmático. También el de provenir de una rama pobre de familia rica. Che, la vida por un mundo mejor (Plaza & Janés, 2003) es su acercamiento al más célebre de los argentinos. Curiosamente fue el padre de Pacho O’Donnell, pediatra en Buenos Aires, quien recomendó a Ernesto Guevara Lynch y a Celia de la Serna que se radicaran en un lugar más favorable para sobrellevar la enfermedad de su hijo.
“Mirá en lo que está metido el chico de los Guevara”, cuenta O’Donnell que decía su padre con un tono cariñoso –pese a ser él mismo muy conservador–, cuando hablaba de aquel niño asmático devenido revolucionario.
Alta Gracia era, en los treinta, una villa veraniega. Recibía a familias pudientes de la ciudad de Córdoba. Ernesto tenía trato con los hijos de esta aristocracia vernácula. Varios de sus amigos de la infancia eran sin embargo hijos de pobladores humildes. No vivían en el casco urbano, sino en ranchos escondidos entre los chañares y espinillos que definen el paisaje.
La influencia republicana
Ernesto tiene 11 años cuando la República Española cae ante las tropas de Francisco Franco. Alta Gracia acogió a familias de republicanos derrotados. La familia Guevara de la Serna, librepensadora, inmune a la Iglesia, trabó relación con los recién llegados.
“Los republicanos, y el amparo que les da la familia del Che, son de alguna manera su simiente ideológica”, dice O’Donnell. “Después, esos amigos humildes lo vinculan con los sectores populares. Y también ahí, en Alta Gracia, se inicia en el andar por las selvas, digamos, en sus juegos y exploraciones por la sierra”, explica.
Ernesto se inicia en el sexo, como tantos de su clase social, con empleadas domésticas de familias pudientes. “Con las chicas era un ganador”, lo describe un amigo de entonces: “Eso de ser distinto a los demás seducía mucho”.
Ernesto se enamora de María del Carmen Ferreyra, Chichina, una hermosa joven de familia adinerada. Chichina lo rechaza en enero de 1952. El primer tramo de su cinematográfico viaje en motocicleta por Latinoamérica, junto con Alberto Granado, lleva el regusto de este mal de amores.
La sed de aventuras de Ernesto Guevara se va transformando en compromiso social. Reflexiona sobre la pobreza que ve. Visita leprosarios. Poco a poco el compromiso se vuelve político. Pacho O’Donnell subraya la decisión del joven de aniquilar en su interior el orden social al que pertenece.
“Traté de entrevistar a los que lo amaron y a los que lo odiaron”, cuenta. “Me fue imposible entrevistar a Chichina. Se negaba absolutamente a hablar del Che. Y algún amigo de su infancia cordobesa me ha cortado el teléfono. Sigue existiendo una especie de no perdón a su traición de clase”, concluye.
Recuerdos de familia
Juan Martín Guevara tiene 74 años. Cabello gris, naturaleza alegre, bigote recargado. Vive de importar puros cubanos y café nicaragüense a Argentina. Nació 15 años después que Ernesto. Es el menor de los Guevara de la Serna.
Tras la muerte del Che se refugió en el silencio. Hace pocos años sintió la necesidad de hablar. Se adentró en las 3 mil páginas escritas por Ernesto. Acaba de publicar Mi hermano el Che (Alianza Editorial, 2016), junto con la periodista francesa Armelle Vincent. Durante su infancia ni siquiera imaginaba el modo en que este hermano marcaría su vida.
“Supongamos que una persona entra a pensar, bueno, yo tengo un hermano, este hermano es un hermano común, como los otros. Pero de pronto este hermano común se convierte en un hermano menos común. Y por último, en un hermano muchísimo menos común. Y en un momento determinado, te empiezan a preguntar: ‘¿Qué pasaba cuando tenías 10 años?”, dice Juan Martín Guevara a Proceso. “Es dificilísimo –continúa–: Cuando yo tenía 10 años él era un hermano más. Y un hermano un poco más loco dentro de una familia de locos, en la que el más loco era mi viejo”.
Ernesto Guevara Lynch nunca pudo transformar en negocio sólido el roce social que le confería su apellido. “Mi relación con el viejo siempre fue conflictiva, y la de Ernesto, peor todavía”, recuerda Juan Martín.
Celia de la Serna provenía de una familia rica, muy católica, que le dio la espalda cuando la muchacha optó por quien sería su marido. Tuvieron cinco hijos: Ernesto, Celia, Roberto, Ana María y Juan Martín.
En 1947, los padres regresaron, ya separados, a Buenos Aires. Ese mismo año Ernesto comenzó sus estudios de medicina. Por entonces compartía la habitación con el menor de la familia.
“Era hermano mayor pero no estaba encima mío”, sostiene Juan Martín. “Era más compañero que hermano. Sobre todo cuando llegaba –porque como siempre andaba de viaje o estudiando de noche–, había una cosa alegre. Eran reencuentros constantes.”
En 1950 Ernesto hace 4 mil 500 kilómetros en una bicicleta con motor a través del noroeste argentino. La aventura aparece en la tradicional revista deportiva El Gráfico. En viajes posteriores, en Chile o Panamá, Ernesto va directamente a las redacciones. Y pasa de ser entrevistado a firmar alguna crónica de viaje. El joven, que más tarde recibirá a periodistas internacionales en sus campamentos guerrilleros, percibe ya con claridad el funcionamiento de los medios. El temple que exhibe ante las dificultades que presentan esos viajes por caminos polvorientos, casi sin dinero, no encuentra su cauce en el mundo del deporte. Como jugador de rugby era mediocre. Como ajedrecista conseguiría luego hacer tablas con dos grandes maestros.
“Él era hincha de Rosario Central, pero nada más que por haber nacido en Rosario”, cuenta Juan Martín. El origen rosarino del Che es un accidente. El parto sorprendió a la madre mientras bajaba en barco desde Misiones para dar a luz en Buenos Aires.
“Rosario Central jugaba una vez en Rosario y la siguiente casi siempre contra algún equipo de Buenos Aires. Entonces ahí íbamos juntos”, dice Juan Martín. “Y cuando estaba, el tema del mate para él era importantísimo”, cuenta: “Era el momento en el que yo podía estar con él, cebándole mate”.
Buscando América
Entre diciembre de 1952 y abril de 1953, Ernesto aprueba 14 materias y se recibe de médico. El 7 de julio de ese mismo año parte hacia Bolivia junto a su amigo Carlos Calica Ferrer. Pasa por Perú y Ecuador. Se embarca hacia Panamá.
“El recuerdo que yo tengo era más que nada ese momento: ‘¡Uh, llegó una carta de Ernesto!’”, dice Juan Martín. “Con el tiempo empezás a revisar las cartas que mandaba, pero ya después de ser Che, e incluso después de morir asesinado –cuenta–. Las leés buscando cómo fue cambiando. Las mandaba por el consulado, que era gratis, entonces recibíamos dos o tres, una secuencia de viaje. Escribía siempre con una ironía que no sabías si era en serio o en joda. Hasta que llegó a Guatemala”, sostiene.
Allí Ernesto Guevara toma partido por el gobierno de Jacobo Arbenz. El presidente implementa una reforma agraria. Estados Unidos y la United Fruit lo acusan de impulsar una dictadura marxista. “Esos nueve meses en Guatemala son fundamentales en la vida del Che”, dice O’Donnell. “Ahí aprende a usar ametralladora. Ahí se casa. Ahí es donde conecta con los primeros cubanos, que estaban esperando que Fidel saliera de la cárcel”. Uno de ellos, Ñico López, asigna a Ernesto el apelativo por el que hoy se le conoce.
“Él se topa ahí desnudamente con la violencia del capitalismo”, continúa O’Donnell. “Y llega a la conclusión, que sostiene hasta el último de sus momentos, de que al capitalismo, que tiene tanta capacidad de violencia, solamente se le puede combatir por la violencia”, sostiene.
“Porque el Che no es violento caracterológicamente. Ninguno de sus amigos de infancia recuerda que hubiera tenido alguna pelea. Al contrario, era un niño conciliador. Su violencia es una decisión ideológica”, explica.
“Cuando pasa a México, las cartas empiezan a ser de nuevo turísticas”, cuenta Juan Martín. “Evidentemente, es que ya estaba metido, entonces no te contaba nada. Que estuvo en los Juegos Panamericanos. Que trabajaba en un hospital. Pero en el momento en que lo meten preso, ahí ya supimos que se había vinculado con un grupo de cubanos liderados por Fidel Castro.”
Tras el desembarco del Granma en Cuba, los revolucionarios son ametrallados por los aviones del dictador Fulgencio Batista. Bajo la lluvia de balas, el Che debe optar entre cargar con una caja de municiones o una de medicamentos. “Él va como médico, pero entiende que el papel en el que va a ser más útil es el de combatiente”, resume O’Donnell la elección del Che en ese momento.
“Las primeras noticias son que habían muerto todos en el desembarco”, dice Juan Martín. “También un médico argentino, que ya era sindicado como comunista”. La familia sabía que Ernesto se había involucrado. Después empiezan a recibir noticias de que está con vida. La confirmación irrefutable proviene de la prensa internacional que llega a la Sierra Maestra. El Che aparece en las fotos con su boina vasca, el puro, la barba rala.
Revolución
El movimiento revolucionario toma el control de Cuba el 1 de enero de 1959. Diez días después, Juan Martín Guevara aterriza con sus padres en La Habana. El avión había sido enviado por Camilo Cienfuegos para recoger exiliados cubanos en distintas capitales sudamericanas. Al Che se le avisa en el último momento, suponiendo, con razón, que hubiera rechazado semejante privilegio.
“El reencuentro en el aeropuerto fue un bombazo, porque fue haber dejado a un hermano y encontrar a un comandante”, cuenta Juan Martín, por entonces de 15 años. “Hay una foto, que yo recuerdo que esa foto es foto, porque él y la vieja estaban abrazados y no se soltaban más. Recién cuando terminó ese abrazo pudimos nosotros ir a saludarlo”.
Juan Martín describe el ambiente imperante como “una locura”, con gran movilización en la calle y búsqueda de los torturadores y asesinos del dictador huido a la República Dominicana. No era mucho lo que podía ver a su hermano, quien ahora se veía delgado y hablaba con una cadencia más pausada. Era casi imposible sorprenderlo sin su escolta o sin gente alrededor.
“Cuando estábamos de nuevo solos, pasaba a ser Ernestito, hacíamos chistes o yo le preguntaba de la vida en la Sierra Maestra”, cuenta Juan Martín. “Había que aprovecharlo cuando lo tenías, porque él estaba en La Cabaña, y ahí ya estaban los juicios a los represores y no querían que yo fuera”, recuerda.
“Fidel, muy astutamente, le deriva tareas sucias al Che –refiere O’Donnell–. Porque lo considera capaz de llevarlas adelante. Y porque el Che no es cubano.”
En la fortaleza de La Cabaña fueron juzgados altos jefes y torturadores de la dictadura de Batista. “Pero hubo un sistema de juicios muy sumario, donde los resultados eran bastante previsibles”, advierte. “El Che era capaz de morir, pero también de matar por sus ideas. Él no toleraba a los traidores ni a los desertores. Y a algunos de ellos, en la Sierra Maestra, los mató de propia mano, apoyando el revólver en la sien y disparando”, sostiene.
Ernesto Guevara encabezó la delegación cubana que acudió a la reunión de la OEA en Punta del Este en agosto de 1961. Juan Martín tenía entonces 18 años. Militaba en un partido de izquierda. Aprovechó los pocos momentos de intimidad con su hermano para hablar de la revolución, del socialismo, de la Unión Soviética. Fue la última vez que se vieron. En su relación fraterna prevalecen la ausencia y la distancia. “Pero era de cercanía, por ser hermanos, y porque yo soy de la generación de los sesenta, entonces para mí era un compañero, un dirigente revolucionario”, explica.
La madre del Che siguió viajando a Cuba. Las noticias también llegaban por medio de terceros. Luego vinieron algunos años de silencio y rumores. Que combate en África. Que ha sido muerto. A cada momento, sin embargo, el Che deja un legado en primera persona.
“Tenía muy clara la idea de dejar testimonio”, sostiene O’Donnell. “Prácticamente él escribe una novela heroica, de la cual es el protagonista. Escribe hasta el último momento, en la Quebrada de Yuro, donde no puede ni alzar la cabeza, porque se haría visible ante el ejército boliviano”, explica.
Paradoja o metáfora, Ernesto Che Guevara, que en plena campaña guerrillera enseñaba a leer y escribir a sus hombres, termina su vida, ejecutado, en una escuela.
“Él tenía claro que la verdadera libertad en el ser humano tiene que ver con ser capaz de comprender su situación”, sostiene O’Donnell. “El esclavo no encuentra otra razón de ser que la que le propone el amo. Eso es admirable en el Che –dice–: Hay personas que le están extraordinariamente agradecidas, por la forma en que los impulsó a estudiar, a aprender, a superarse”.
Memoria
En octubre de 1967, Juan Martín Guevara trabajaba en un reparto de productos lácteos. Tenía que levantarse muy temprano. “Cuando salen los diarios, no recuerdo que día era, el 10, el 11, aparece en el Clarín la foto: ‘Fue muerto Ernesto Che Guevara en Bolivia’”, cuenta.
No era la primera vez que se confrontaba con esa noticia. Pero en esta ocasión había algo diferente. “Yo cuando vi esa foto internamente dije: es”, recuerda.
O’Donnell cree que Fidel Castro, que había logrado sacar al Che indemne del Congo, no pudo hacer nada en Bolivia. “Tanto Moscú como Washington estaban en contra de la actividad del Che, que rompía el acuerdo de distribución de zonas entre Occidente y el bloque comunista”, explica.
“Fue mi hermano Roberto a Bolivia. Él es abogado”, cuenta Juan Martín. Se reunió con los mandos militares en La Paz.
–No hay cuerpo –le dijeron.
–Bueno, entonces no está muerto
–Está muerto. No hay cuerpo.
“Le dicen que lo han reconocido, que fue sepultado o incinerado y no hay forma de poder verlo.”
Días después, la familia recibe la confirmación desde Cuba. El cuerpo del Che Guevara desaparece. Esta será la marca distintiva de las numerosas dictaduras que asolaron años más tarde Latinoamérica.
Juan Martín estuvo preso entre 1975 y 1983 debido a su militancia política.
El 29 junio de 1997, un equipo cubano-argentino encontró los restos mortales del Che en Vallegrande, Bolivia. Juan Martín estuvo de acuerdo con que viajaran a Cuba, donde estaban su mujer y sus hijos. “Que haya aparecido el cuerpo o no, para mí... Murió mi vieja y fui una sola vez al cementerio. Al cementerio donde está mi viejo no fui nunca. Al Memorial fui dos veces. No soy un cultor de los muertos”, explica.
Juan Martin rinde culto a Ernesto a través de su libro. Quiere que la gente trascienda el mito del Che y se acerque a su pensamiento. “Es posible eso que llamamos revolución. Es posible y es necesario”, dice.
O’Donnell cree que los restos del Che deberían estar en Argentina. “Cuando uno habla con los que lo conocieron, dicen: ‘El Che era argentino. Era argentino por su forma de ser: un tipo metido para adentro con una ironía muy hiriente’”.
O’Donnell sostiene que el Che concibe el campamento en Bolivia para llevar la guerrilla hacia su país natal. Y que Argentina, por su parte, nunca reivindicó al Che. Al día de hoy no hay una sola calle con su nombre.
“El Che es una figura que se teme –concluye O’Donnell–. Representa la rebeldía, la reivindicación, la protesta. Tenemos que estar orgullosos del Che. Es una figura muy viva.”