Rescate a contrarreloj
Después de casi año y medio de excavaciones en un área ubicada en la pista del aeropuerto de Vallegrande, Bolivia, trabajando a marchas forzadas, con presión mediática y política encima, los peritos cubanos y los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense hallaron una fosa con siete esqueletos, uno de los cuales no tenía manos ni tiro de gracia; lo cubría una chamarra verde olivo dentro de la cual había una tabaquera aún llena. Para los expertos cubanos y argentinos no había dudas: eran los restos del Che…
Francisco Olaso
Buenos Aires.- “Era un sábado a eso de las tres o cuatro de la tarde, un día asqueroso de invierno argentino: lluvioso, gris, húmedo, donde lo único que querés es estar en posición horizontal leyendo un libro”, dice la antropóloga forense Patricia Bernardi, refiriéndose al 28 de junio de 1997.
“Y me llaman a mi casa de la embajada cubana, me parece que era el cónsul, y me dice que encontraron unos huesos”, cuenta a Proceso. “Y yo, automáticamente: ‘¿Seguro que son huesos humanos?’ Porque ya a esa altura… Y él me dice: ‘Necesito que ustedes ya estén allá’”.
Bernardi se comunicó con sus compañeros del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Pasó por las oficinas a retirar sus herramientas. Al día siguiente se subió a un avión. Llegó a Vallegrande, en Bolivia. Un día después, el 30 de junio, se le sumaron Carlos Somigliana y Alejandro Incháurregui.
Los tres antropólogos forenses habían formado parte de la primera misión que el EAAF había enviado a ese pueblo boliviano un año y medio antes. Gozaba ya de reconocimiento por su aporte a la hora de probar los genocidios en Argentina y otros países de Latinoamérica. Se le requería para buscar los restos de Ernesto Che Guevara y su columna guerrillera.
La noticia de que el cuerpo del revolucionario había sido enterrado en una fosa común, bajo la pista de aterrizaje del aeropuerto de Vallegrande, vio la luz el 21 de noviembre de 1995. La expresó el general boliviano Mario Vargas Salinas en una entrevista con uno de los biógrafos del Che, Jon Lee Anderson.
El 24 de noviembre de ese año, el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada autorizó la búsqueda en Bolivia. El EAAF llegó a Vallegrande el 29 de noviembre y puso manos a la obra.
“La distancia entre el área en la que Vargas Salinas ubica la fosa común en el 95, y el área en la que en el 97 se la encuentra, sería de siete o 10 metros”, dice Bernardi. Las primeras perforaciones hechas en la pista ya en desuso no arrojaron resultados. Pero sirvieron para dar cuenta de la dureza de ese suelo pedregoso.
“Se dio una situación difícil, porque en un comienzo colaboraban soldados del regimiento”, recuerda Bernardi. “Y decían que Vargas Salinas era un borracho, que quería confundir las cosas”. La desinformación intencional por parte de los militares bolivianos estuvo presente desde el primer momento.
La llegada del doctor Jorge Pérez Fernández, director del Instituto Forense de La Habana, significó el inicio del trabajo conjunto entre argentinos y cubanos. Bernardi y Pérez Fernández se conocían de la investigación de la masacre de El Mozote, en El Salvador. Allí habían tenido divergencias en cuanto al posicionamiento frente a las autoridades locales. En Bolivia surgió un fuerte espíritu de equipo a medida que avanzaba el trabajo.
“Jorge Pérez Fernández agarraba la pala o el pico y laburaba a la par de nosotros, cosa que nunca nos había pasado. Nunca un director agarraba una pala”, dice a Proceso el antropólogo forense Carlos Somigliana. “Él llegó de traje, como representante de los familiares (de los guerrilleros), para hacer trabajo burocrático. Yo le tuve que prestar ropa para que viniera al campo a trabajar”, refiere. “Y llegó con una cosa que me impresionó mucho en ese momento. Una bandera de Cuba. Se la guardó durante mucho tiempo, hasta que encontró lo que tenía que encontrar”, cuenta.
Los argentinos habían llegado con un georradar. El aparato señala alteraciones bajo tierra. Lo pasaron sobre la pista vieja. Cavaron fosas allí donde se registraba alguna anomalía. También hicieron excavaciones en lugares que surgían de datos aportados por la población local.
“Estuvimos en distintos lugares por donde el Che había pasado, entrevistamos a gente que lo había conocido”, cuenta Bernardi. “Todo eso era muy interesante. Porque te adentrabas en la historia, en los libros”.
La argentina resalta el trabajo de investigación preliminar hecho por María del Carmen Ariet. La historiadora cubana cotejaba testimonios de militares, campesinos y sobrevivientes de la guerrilla. Concluyó que el Che había sido enterrado junto a seis de sus hombres.
“Las misiones eran de un mes y medio o dos. No pasábamos desapercibidos en la realidad de Vallegrande”, cuenta Bernardi. “Y también había un movimiento de periodismo internacional enorme. Pero estaban ahí y no tenían de qué escribir, porque la búsqueda de fosas es tediosa. Uno pone muchas expectativas en cada una de las áreas que comienza a trabajar y después de un tiempo te das cuenta de que no se producen hallazgos”, explica.
La moral del grupo se sostuvo por el éxito obtenido fuera de Vallegrande. Entre diciembre de 1995 y junio de 1996 consiguieron exhumar los restos de los guerrilleros Jaime Arana Campero (Chapaco), Octavio de la Concepción de la Pedraja (Moro), Lucio Edilverto Garvan Hidalgo (Eustaquio), Francisco Huanca Flores (Pablo) y Carlos Coello (Tuma).
El equipo cubano se instaló en el pueblo. Poco a poco se fue engrosando. Los cubanos aportaron técnicas geofísicas para la búsqueda de fosas. Y sumaron otro georradar comprado en Francia.
Somigliana resume: “Para Cuba era una cuestión de Estado”.
Los argentinos, por su parte, iban y venían. El EAAF es una organización civil. Su permanencia dependía de conseguir nuevos subsidios.
Bernardi habla de la diferencia de esta misión con respecto a otras en el mundo. “A cada rato bajaba una avioneta de algún medio internacional. Te sentías a cada paso vigilada por las cámaras”, cuenta.
La conciencia de estar buscando los huesos de una personalidad histórica se diluía en la vorágine y el sentido del trabajo. “Considerábamos que éramos parte de la búsqueda de una historia, de darle el final a qué había sucedido”, explica.
Después de un año de ir y venir, los miembros del EAAF regresaron a Buenos Aires. Acordaron con los cubanos que volverían a Bolivia de inmediato si se producía algún hallazgo.
El esqueleto número 2
Claramente era la fosa. Somigliana no tuvo ninguna duda. Llegó de nuevo a Vallegrande el 30 de junio de 1997 junto con su colega Alejandro Incháurregui. Bernardi había llegado un día antes.
“Había mucha intervención y entorpecimiento del gobierno boliviano”, dice. Los funcionarios se mostraban alterados. Los científicos tenían la sensación de trabajar a contrarreloj. Temían que su labor fuera interrumpida intempestivamente. “Y el lugar ya era, por decirlo de alguna manera, un circo. Prensa. Ministros. Esposas de ministros. Militares”, dice Somigliana.
En los primeros meses de 1997 los científicos cubanos habían vuelto a la pista de aterrizaje. Acotaron el área mediante el georradar. El 28 de junio avanzaron con una máquina retroexcavadora en una de las fosas y la pala se topó con un esqueleto. Los cubanos ampliaron la excavación y dieron con otro esqueleto, el número 2, cubierto por una chamarra verde olivo. Entonces interrumpieron la tarea. Mandaron llamar a los argentinos.
“El hallazgo fue producto del trabajo de investigación y prospección que hicieron los cubanos. Así de simple. Nosotros fuimos a colaborar en la recuperación”, dice Somigliana. “El espíritu de equipo fue el elemento más importante. También debe haber pesado el hecho de que todo el proceso de recuperación e identificación iba a ser creíble para todo el mundo si había una intervención no solo cubana”, estima. “Pero lo fundamental es que ya había un compromiso en ese sentido y de las dos partes estaba claro que el compromiso se iba a honrar”, sostiene.
Cubanos y argentinos siguieron excavando. En la fosa aparecieron otros cinco esqueletos.
En el lugar de exhumación se iba cumpliendo todo lo que la investigación había relevado. La falta de manos del esqueleto número 2 quedó a la vista al apartar la chamarra.
“Entre nosotros era obvio: todo el mundo sabía que el 2 era el famoso, por decirlo de alguna manera”, cuenta Somigliana.
“La chamarra. Sin manos. En el lugar donde Vargas Salinas había marcado. En un conjunto de siete personas. Nuestro trabajo fue decir que había muchas coincidencias, pero que no se podía asegurar nada hasta no hacer el trabajo de identificación”, explica.
La fosa tenía unos dos metros de profundidad y presentaba un sedimento tan duro que no se le podía trabajar con el cincel. Argentinos y cubanos comenzaban muy temprano y continuaban hasta la noche con luz artificial. Los huesos no estaban unos encima de otros, como en muchas fosas comunes. Los fueron dejando al descubierto, semienterrados.
“Había mucha gente, mucha presión mediática y política y obviamente una custodia militar”, dice Somigliana. El trato con los representantes del gobierno era muy tenso. El clima estaba marcado por la desconfianza. “Para nosotros era fundamental que se preservara la fosa. El gobierno boliviano consideraba que podía haber una revuelta popular”, añade.
A Somigliana esta hipótesis le parecía descabellada, a pesar de que la población quería que los restos se quedaran en Vallegrande. Al día de hoy muchos rezan a San Ernesto de la Higuera por un hijo enfermo o por la cosecha. Había también intereses turísticos. “Y un rechazo de la población, que en ese momento vinculamos mucho con una cultura del saqueo, que vive y vivió Bolivia, que todo lo que encontraban, se lo llevaban”, dice Somigliana.
La situación política en Bolivia atravesaba un clima tenso. El 1 de junio de 1997 el exdictador Hugo Banzer Suárez ganó las elecciones presidenciales. El apoyo, que desde noviembre de 1995 el Ministerio del Interior de ese país había dado a la búsqueda, se convirtió en un emplazamiento. Argentinos y cubanos acordaron custodiar los restos por la noche. Instalaron una tienda de campaña al lado de la fosa. Somigliana compartió una guardia junto al geofísico Carlos Sacasas.
“Esa noche me contó que habían generado tres lugares posibles, excavaron en los tres y no encontraron nada. No sabían cómo seguir. Y él me contó que dijo: ‘Mirá, yo le tengo mucha fe al primer lugar’. Y fueron, excavaron ahí, y fue el hallazgo”, dice Carlos Somigliana. Le agrada volver a esa charla, con el colega cubano, junto a la fosa común que les había quitado el sueño: “Era una noche hermosa. Aparte ahí solos, en medio de la nada, con un fuego, porque hacía un frío de cagarse”.
“Fue muy emocionante el momento de levantar los huesos de la tierra”, cuenta Bernardi. Se refiere a lo vivido el 8 de julio de 1997. “En lo personal, indudablemente, pero yo veía a los científicos cubanos que estaban trabajando con nosotros y… en un momento a mí me tocaba levantar el cráneo del Che, pero me pareció mejor que lo hiciera el antropólogo cubano Héctor Soto. Porque estaba como llorando, muy emocionado”.
“A mí me molestaba que se pusiera tanto énfasis en una sola de las personas”, dice Somigliana. “Y entiendo que para los cubanos era una cuestión casi religiosa. Yo me acuerdo cómo temblaban las manos de Héctor Soto cuando levantó el cráneo. Él sentía el peso de la Historia. Para ellos el Che es una figura mitológica en serio. Y estaban muy tensos. Había alrededor 30 o 40 cámaras, gente del pueblo, soldados, ministros”.
El componente emotivo dentro de la fosa y la presión exterior de la política y los medios consolidaron la entidad del equipo cubano-argentino. “El gobierno boliviano estaba muy nervioso con esto”, dice Somigliana. “Y los periodistas que te perseguían, querían tener la exclusiva, pero no te estoy hablando de 10, te estoy hablando de cien”, explica. “Y cuando llegó el momento de levantar los esqueletos, se tardó muchísimo tiempo, por pedido de los periodistas, sobre todo en el levantamiento del esqueleto 2, que se llevó casi toda la luz del día”.
Cuando los huesos del Che fueron retirados del lugar, periodistas y curiosos se esfumaron. Somigliana se quedó en la fosa junto a dos o tres científicos. Allí un funcionario les avisa que el trabajo de laboratorio se iba a hacer en Santa Cruz de la Sierra y que tenían que salir esa misma noche. Eso los obligó a recuperar los cinco esqueletos que quedaban a las apuradas y con luz artificial. “Y terminamos de levantar el último esqueleto y nos subieron arriba de la camioneta y salimos”, cuenta Somigliana aún molesto: “Nos hicieron sentir que nos estábamos yendo como ladrones. A la noche. De golpe”.
Laboratorio
El trabajo de identificación de los restos comenzó el 9 de julio de 1997 en el Hospital Japonés de Santa Cruz de la Sierra. “Dentro de los trabajos que encaramos, éste era relativamente simple, porque era un trabajo cerrado”, dice Bernardi. “Sabíamos que eran siete personas, teníamos sus nombres, sus características físicas, teníamos fotos, fichas odontológicas, un montón de información que por lo general en el laboratorio no se tiene”, explica.
Los antropólogos forenses suelen describir su trabajo como la última oportunidad para que un cuerpo hable. “Lo que claramente contaban los cuerpos de los siete es que los habían fusilado”, dice Somigliana. “Eso ya se sabía, no había muchas dudas, porque los habían capturado con vida”, explica.
En el caso del Che, se cotejaron las lesiones en sus huesos con las que indicaba la autopsia que se le había hecho en Vallegrande en 1967. La lesión que produce una bala cuando impacta contra un hueso indica la distancia y la trayectoria del disparo.
El Che Guevara no recibió un tiro de gracia. Su cráneo era el único de los siete que no presentaba heridas de bala. Su estado de conservación era bueno. Los otros seis estaban fragmentados. Las lesiones quitan fortaleza a la estructura ósea y hacen que el cráneo ceda frente a la presión de la tierra. “Sus huesos también estaban un poco mejor, en parte quizá por esa chamarra que los protegió. Los otros estaban muy erosionados”, narra Bernardi.
Durante el trabajo de laboratorio la antropóloga forense vivió una experiencia imborrable. “Cuando abrimos la chamarra, encontramos una tabaquera llena”, cuenta. “Fue como un golpe que te lleva en el túnel del tiempo al 67. Nos parecía increíble que se hubiese mantenido durante tantos años en el bolsillo”, dice.
El equipo binacional discutió acerca de la posibilidad de hacer un análisis de ADN. Ni cubanos ni argentinos estaban familiarizados entonces con esta técnica. No disponían de laboratorio propio ni podían garantizar la cadena de custodia en caso de enviar una muestra al extranjero.
“En el caso del Che, aparte de la autopsia, había un elemento indiscutible para establecer la identidad, que era un molde dental que él se había hecho en Cuba y que se comparó con la dentadura y era idéntico”, dice Somigliana. En el resto de los guerrilleros fue posible la identificación cotejando información pre mortem con la allí presente.
“Hasta ese momento nosotros trabajábamos de esa manera”, dice Bernardi. “Hoy día el ADN es algo que todos usan y parecería como incompleto si no aplicás esta técnica. Pero nosotros ya habíamos identificado sin genética a muchas personas de las que teníamos datos pre mortem buenos. Con el aporte de la genética, la cantidad de identificaciones superó lo que esperábamos. Pero estamos hablando del 97, cuando todo estaba en los inicios, la genética y la aplicación en las ciencias forenses”.
En febrero de 2007 los periodistas Bertrand de la Grange y Maite Rico publicaron una investigación en la revista mexicana Letras Libres. Sostienen que no hubo hallazgo científico sino una operación de inteligencia del gobierno de Fidel Castro.
“Cada uno es libre de pensar lo que quiera. Yo tengo evidencias concluyentes de que sí son los restos del Che”, dice Bernardi.
“Tiene derecho a suponer lo que quiera”, secunda Somigliana. “Nosotros no tuvimos ninguna duda y por eso lo firmamos y estamos segurísimos. El punto es llegar a una certeza. Y con los elementos que había se podía llegar a una certeza y ese fue el dictamen pericial”.
El Hospital Japonés estaba militarizado. Fueron días de trabajo intenso. En el equipo cubano-argentino se vivieron momentos insólitos. Una vez por día uno de ellos salía del laboratorio, recolectaba las cámaras de todos los reporteros, hacía algunas fotos generales y después las devolvía. “O venía, qué sé yo, la esposa del ministro de Defensa. A mirar. Y llegaba una señora cogotuda, con su hija, con su sobrina, a ver los esqueletos”, crispa el tono Somigliana. “Y vos tenías que dejar de laburar y te la tenías que tragar. Una cosa patética. ¡Se sacaban fotos!”
El equipo binacional era sometido a la presión de la prensa y del gobierno para que los resultados se anunciaran lo antes posible. Una vez más se decidió fijar turnos para cuidar los restos.
Finalmente, el 11 de julio de 1997, se anunció la identificación de Ernesto Guevara de la Serna, Alberto Fernández Montes de Oca (Pacho), René Martínez Tamayo (Arturo), Orlando Pantoja Tamayo (Olo), Aniceto Reinaga (Aniceto), Simeón Cuba (Willy) y Juan Pablo Chang (El Chino). Los familiares decidieron que los restos fueran para Cuba. Bernardi participó en su preparación para el vuelo previsto para el 12 de julio.
“Y aquí volvemos al tema de la bandera”, dice Somigliana. “Eso que este turro (sinvergüenza) de Jorge Fernández Pérez había llevado en el 95, y parecía ridículo, en el 97 era esencial. Porque esa bandera fue la que le pusieron encima al féretro en el que el Che se fue para La Habana. Es la diferencia de un Estado que asume como propia a su gente y el Estado argentino, que no tuvo la menor participación en esto. Nosotros obviamente no éramos representantes del Estado. Yo igual pensaba: ‘Pero ¡la puta!, el Che también es argentino’. Y nosotros no teníamos ni una banderita para ponerle”.