El insólito periplo de las manos del Che

Concentrado en el cadáver del Che Guevara y en las reacciones internacionales por su muerte, el gobierno boliviano pareció olvidarse de las manos que la cúpula militar mandó cortar al guerrillero. Antonio Arguedas, entonces ministro boliviano del Interior, se las llevó a su casa y las enterró en su recámara, justo debajo de su cama. Un año y ocho meses después, Arguedas fue víctima de un atentado. Temeroso de perder la vida, se refugió en la embajada de México en Bolivia y le encargó a su amigo Víctor Zannier llevar las manos del Che a Cuba. Depositadas en un frasco con formol y dentro de una maleta, las manos iniciaron un largo periplo antes de llegar a La Habana: Madrid, París, Praga, Budapest, Moscú...

Homero Campa

Con cortes quirúrgicos perfectos a la altura de las muñecas, el médico Moisés Abraham Baptista desprendió las manos del cuerpo del Che Guevara.

Era la noche del 10 de octubre de 1967 y apenas unas horas antes el coronel Joaquín Zenteno Anaya, jefe de la Octava División Militar del ejército de Bolivia, había llamado a Abraham Baptista y a su colega José Martínez Caso, ambos médicos del hospital Señor de Malta, de Vallegrande, Bolivia, para encargarles dicha tarea por instrucciones del presidente de la República, René Barrientos.

Pero “el doctor Martínez se embriagó antes de la hora indicada y la macabra tarea se la impusieron al doctor Abraham Baptista, ayudado por Roberto Toto Quintanilla (jefe de los servicios de inteligencia del Ministerio del Interior)”, anotan los historiadores cubanos Froilán González y Adys Cupull, en su libro La CIA contra el Che (Editora Política, 1992).

Al mandatario boliviano le urgía deshacerse del cuerpo del Che, pero los peritos argentinos que traerían a Bolivia la ficha de identificación con las huellas dactilares de Ernesto Guevara de la Serna demorarían un par de días más. Cortarle las manos al cuerpo del Che para cotejar sus huellas dactilares con la ficha de identificación fue la solución que, a la desesperada, encontraron los mandos militares bolivianos y los agentes que la CIA había enviado para apoyar en la captura del guerrillero.

“El cadáver del Che tenía las manos apretadas y rígidas. Estaban en rictus cadavérico. Había que abrirlas con relativa fuerza para tomar huellas dactilares. Luego ambas manos fueron depositadas en un frasco de vidrio con formol”, recordó Abraham Baptista en una entrevista publicada por el diario Milenio en octubre de 2007.

Abraham Baptista y Toto Quintanilla hicieron también una mascarilla mortuoria del rostro del Che. No tenían el material adecuado. La hicieron con yeso de dentista. Al desprender la mascarilla del rostro del Che, ésta arrancó cejas, pedazos de barba y partes de piel, según se lee en el libro Che. Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo (Plaza & Janes, 1997), del historiador y diplomático francés Pierre Kalfon.

Tras ser amputadas, las manos del Che fueron enviadas a La Paz el 11 de octubre. Un día después llegaron a Bolivia tres peritos de la Dirección de Investigaciones de la Policía Federal de Argentina: Esteban Relzhausen, Nicolás Pellicari y Juan Carlos Delgado. Aterrizaron en La Paz cuando ya el cuerpo del Che había sido enterrado en la pista del aeropuerto de Vallegrande. Y no fue sino hasta el 14 de octubre cuando fueron llevados al cuartel general de Miraflores para realizar los exámenes dactiloscópicos de las manos del Che y los estudios scopométricos de los documentos incautados al guerrillero.

De acuerdo con el acta de estos exámenes –la cual aparece en el citado libro La CIA contra el Che–, los peritos encontraron que el formol había dañado el tejido de las manos, pues “presentaban arrugas profundas en la región correspondiente a los pulpejos, circunstancia tal que dificultó el entintado y posterior obtención de calcos (de las huellas digitales)”.

Ante ello, los peritos optaron por un método indirecto: obtuvieron las “impresiones digitales en hojas de polietileno y, en algunos casos, en trozos de látex”. Luego las cotejaron con las huellas que habían quedado impresas en la Cédula de Identidad número 3.524.272, correspondiente a Ernesto Guevara de la Serna, a quien la policía argentina se las había tomado muchos años antes de que este partiera de ese país. Hubo una “perfecta identidad” entre ambas huellas, concluyeron los peritos.

La misión de Zannier

Concentradas en el cadáver y en las reacciones internacionales por la muerte del Che, las autoridades bolivianas parecieron olvidarse de las manos del guerrillero y de su mascarilla mortuoria. Una versión apunta a que Toto Quintanilla las entregó a su jefe, el ministro del Interior, Antonio Arguedas, con el encargo del presidente Barrientos de que se deshiciera de ellas.

En lugar de eso, Arguedas se las llevó a su casa. Mandó a hacer una urna de madera que tenía escritas las fechas de nacimiento y muerte del Che y la cubrió con las banderas de Bolivia y Cuba. Metió en ella el frasco con las manos y la máscara mortuoria. Luego enterró la urna en el piso de su recámara, justo debajo de su cama.

Arguedas era “un tipo extraño e inconstante”, señala Kalfon en su libro. Recuerda que durante su juventud militó en el Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR), de donde salieron muchos de los fundadores del Partido Comunista Boliviano (PCB), quienes siguieron manteniendo relación con él. Era, al mismo tiempo, amigo del presidente Barrientos, a quien conoció también en su juventud cuando, sin ser militar, fue contratado por el ejército como experto en comunicaciones.

Pero también era “pagado, controlado, vigilado y teledirigido por la CIA”, apunta Kalfon. El escritor Jorge Castañeda anota en la biografía que escribió sobre el Che –La vida en rojo (Alfaguara, 1997)– que en realidad Arguedas era un doble agente: trabajaba para la CIA y para los servicios de inteligencia cubanos. Fue él quien envío en 1968 a La Habana un microfilm con el diario que el Che escribió en Bolivia.

El 8 de mayo de 1969 Arguedas sufrió dos atentados: su casa recibió el impacto de un cartucho de dinamita y desde un auto en marcha le dispararon una ráfaga de ametralladora. Cayó herido frente al céntrico hotel Torino de La Paz y luego trasladado a la clínica Isabel la Católica.

En esos días Bolivia era un país convulsionado por las pugnas internas del poder. Barrientos, el jefe y amigo de Arguedas, había muerto unas semanas antes en un dudoso accidente aéreo y el nuevo mandatario, Luis Adolfo Siles Salinas, enfrentaba la amenaza de un golpe de Estado.

Temeroso por su vida, Arguedas salió del hospital el 8 de julio y se metió a la embajada de México en La Paz, donde solicitó asilo político. Desde ahí pidió que lo fuera a ver uno de sus amigos de la infancia: el periodista Víctor Zannier. Le contó que desde hacía un año y ocho meses tenía enterradas bajo el piso de su recámara las manos y la mascarilla mortuoria del Che. “Tienes que ver cómo las llevas a La Habana”, le pidió.

En diciembre de 1995 Zannier contó al autor de este texto que no supo cómo decirle “no” a su amigo Arguedas. De la embajada de México en La Paz tomó un taxi y se fue directo a la casa de éste. Lo recibieron Gladys y Carlos, la esposa y el hijo de Arguedas, quienes ya estaban avisados de que deberían entregarle la urna. En el documental Las manos del Che (2006), del realizador holandés Peter de Kock, Carlos contó que se pasaron tres días escarbando en el piso de la recámara de Arguedas, dónde además éste guardaba documentos y armas.

Zannier sacó de la urna la mascarilla y el frasco de vidrio que medía unos 25 centímetros de alto por 20 de diámetro. En su interior flotaban las manos en un líquido verdoso y oscuro. “Estaban palma con palma, con los dedos hacia arriba, como si estuvieran rezando”, contó Zannier. Metió el frasco y la mascarilla en una mochila y salió de la casa de Arguedas. Anduvo de arriba abajo por las calles de La Paz con la mochila a cuestas y sin saber qué hacer. Desde un teléfono público llamó al hombre que más confianza le inspiraba: Jorge Sattori Rivera, miembro prominente del Partido Comunista Boliviano (PCB). Lo citó en el Café OK.

Sattori llegó a la cita acompañado de su amigo Juan Coronel Quiroga, también militante del PCB.

–¿Qué creen que traigo aquí? –preguntó pícaro Zannier empujando sobre la mesa la mochila–. Son las manos del Che y su mascarilla.

Sattori y Coronel echaron una mirada rápida al interior de la mochila. No lo podían creer.

–Arguedas me ha encargado hacer llegar estos despojos mortales a Cuba y yo no sé cómo hacerlo. Ustedes tienen los medios para hacerlos llegar a la isla– les dijo Zannier, en referencia a que, como miembros del PCB, podrían utilizar los contactos y la infraestructura del partido para cumplir el encargo.

Sattori y Coronel se llevaron la mochila a la casa del primero. Guardaron el frasco y la mascarilla en un closet que tenía un compartimento oculto. Ahí quedaron durante cinco meses a salvo… o casi: los hijos de Sattori, Vladimir, de 12 años, y Rosana, de 10, encontraron el frasco en el closet. Se acercaba la época navideña y pensaban que sus padres habían ocultado ahí sus regalos.

“Nos asustamos. En esas fechas había una película mexicana sobre una mano que tenía la facultad de desplazarse, saltar paredes, entrar por ventanas y asesinar… creíamos que eran esas manos. No podíamos dormir”, contó Vladimir en el documental de De Kock.

Coronel recordó que para esas fechas existía el riesgo de que los descubrieran. El PCB se encontraba en la ilegalidad y la policía podía llegar a la casa de Sattori en cualquier momento y hacer un allanamiento.

“Discutimos quién iba a sacar las manos. Y quedamos que yo, porque era menos conocido que él. Determinamos que había que llevarlas a Moscú y que el maletín debería llevarlo en la mano”, recordó Coronel en el documental.

Y aseguró que, “dado que Zannier nos había entregado las manos, acordamos que él debía compartir el honor de llevarlas a La Habana”, pero “yo me encargaría de llevarlas a Moscú”. Por eso, afirma, él y Zannier salieron en fechas distintas y tomaron rutas distintas de La Paz rumbo a la capital soviética.

Itinerario europeo

Finalmente, en diciembre las manos y la mascarilla salieron de Bolivia e hicieron un itinerario europeo antes de llegar a La Habana: Madrid, París, Praga, Budapest y Moscú.

¿Cómo fue ello? Las versiones difieren:

Zannier dijo a este reportero que él las llevó en un maletín de mano, que tomó un vuelo a Madrid, luego otro a París y después abordó un tren para llegar a Praga, pero que ahí tuvo problemas con la visa soviética por lo que, después de 15 días de demora, regresó a París para obtenerla en el consulado de la Unión Soviética en esa ciudad. Ya con la visa regresó a Praga, de ahí viajó a Budapest, donde lo recibió Sandor Vázquez, funcionario del Partido Comunista de Hungría.

Posteriormente, Zannier dijo en el documental de De Kock que, en realidad, las manos habían salido a Moscú por la valija diplomática de la embajada de Hungría, una de las pocas del campo socialista que tenían representación en La Paz.

El periodista boliviano Gustavo Sánchez, quien realizó una investigación sobre este tema –también entrevistado por el autor de este texto en diciembre de 1995–, señaló que las manos salieron por la frontera con Chile y de este país el PCB las envió en avión a Madrid, para después llegar a Budapest y luego a Moscú.

Coronel dijo en el referido documental que él las llevó en un maletín de mano en el trayecto de un vuelo de Iberia hacia Madrid que hizo escalas en Lima, Guayaquil, Bogotá y Caracas. En Madrid estuvo 48 horas en la clandestinidad, pues eran los tiempos de la dictadura de Francisco Franco. Llegó a París a casa de un familiar y de ahí se fue a Budapest, donde lo esperaba Sandor Vázquez, el funcionario del Partido Comunista de Hungría que también habría de recibir a Zannier. Luego Coronel y Vázquez prosiguieron el viaje a Moscú.

Zannier afirmó que en Bucarest el gobierno húngaro se hizo cargo de llevar el maletín a Moscú. Coronel sostuvo que él personalmente lo llevó a esa ciudad.

En lo que no hay discrepancias es en un hecho: el 31 de diciembre de 1969, a 30 grados centígrados bajo cero, Zannier y Coronel se encontraban en Moscú con el maletín que contenía la mascarilla mortuoria y las manos del Che Guevara.

En esa ciudad, los contactó Igor Ribalkin, del Partido Comunista de la Unión Soviética, quien los llevó a la embajada de Cuba en Moscú. Para entonces, el gobierno de Fidel Castro ya estaba al tanto de la operación.

“¡Consérvalas, consérvalas!”

Todo estaba preparado para que Zannier y Coronel viajaran a La Habana con las manos del Che. En la víspera, una llamada desde la isla vetó a Coronel: era miembro del PCB y el gobierno de Castro no perdonó que el dirigente de este partido, Mario Monje, hubiera disputado con el Che el liderazgo del movimiento guerrillero en Bolivia y que sus cuadros no lo hubieran apoyado durante su campaña en ese país. Para el régimen cubano, el PCB era “un traidor”.

“Para mí fue un golpe muy fuerte. No me considero traidor bajo ninguna circunstancia y en el cumplimiento de esta misión había arriesgado la vida”, comentó Coronel en el documental de De Kock.

Esa misma noche del 31 de diciembre, Zannier, en compañía del primer secretario de la embajada de Cuba en la Unión Soviética, viajó a La Habana en un vuelo de Aeroflot. Gustavo Sánchez comentó que al llegar el avión a La Habana, Celia Sánchez, compañera y ayudante cercana de Fidel Castro, esperaba a Zannier en el aeropuerto. Fueron directamente a la casa de ella, en la calle 11 del barrio habanero de El Vedado. Ahí Fidel Castro –asombrado, emocionado– vio por primera vez las manos del Che y su mascarilla mortuoria.

En la parte final de su discurso del 26 de julio de 1970 –donde reconoció que no se logró la zafra de 10 millones de toneladas a que se había comprometido–, Fidel dio a conocer la noticia de la llegada de las manos del Che a los centenares de miles de cubanos que desbordaron la Plaza de la Revolución: “Es de su materia física lo único que nos queda. No sabemos siquiera si algún día podremos encontrar sus restos. Pero tenemos sus manos prácticamente intactas”, dijo.

Y preguntó: “¿Qué hacer con las manos del Che?”

“¡Consérvalas, consérvalas!”, le gritaron.

El líder cubano propuso entonces depositar en una urna de cristal las manos y la mascarilla mortuoria y exponerlas bajo la estatua de José Martí, en la Plaza de la Revolución, en una especie de museo. “Así, en el próximo aniversario de la caída en combate del Che, inauguraremos ese recinto donde el pueblo podrá libremente pasar y presenciarlas”, dijo.

No obstante, el 8 de octubre de ese año –fecha de dicho aniversario– no se inauguró recinto alguno. Colaboradores cercanos al Che en Cuba recordaron que la noticia de las manos causó consternación y que la propuesta de exponerlas públicamente en una urna pareció macabra. Fidel, después de escuchar opiniones de amigos y colaboradores, desechó la idea.

El 28 de junio de 1997 un equipo de científicos cubanos y argentinos encontró los restos del Che Guevara y de otros seis guerrilleros en una fosa común ubicada en la pista de aterrizaje de Vallegrande. El gobierno de Fidel Castro trasladó los restos a La Habana donde se realizaron funerales de Estado. Después los depositó en un mausoleo construido ex profeso en la ciudad de Santa Clara, en el centro de la isla. Sin embargo, las autoridades no informaron si las manos se incorporaron a la urna que contenían los huesos del mítico guerrillero.

Destinos

Coronel, ahora octogenario, vive en la ciudad de Santa Cruz e insiste en su versión.

Zannier murió en 2009. Tres años antes fue a La Habana para solicitar a Fidel Castro que ofreciera una explicación pública sobre lo que realmente sucedió con las manos del Che. El comandante nunca lo recibió.

El médico Abraham Baptista emigró a México, se casó con una mexicana y vive discretamente en la ciudad de Puebla.

El expresidente Barrientos murió el 27 de abril de 1969 en un extraño accidente aéreo: se incendió el helicóptero en el que viajaba. Su cuerpo quedó quemado, tal como –según los historiadores González y Cupull– había ordenado que ocurriera con el del Che.

Toto Quintanilla, el exjefe de inteligencia que ayudó a cortar las manos del Che, fue asesinado en Hamburgo, donde desempeñaba la función de cónsul de su país. Lo mató una hermosa mujer llamada Mónica Earlt que se ganó su confianza haciéndose pasar por una estudiante alemana deseosa de visitar Bolivia. En realidad era militante del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de ese país.

Y Arguedas murió en un atentado en febrero de 2000. Un desconocido lo interceptó en una plaza de La Paz y le adhirió a su cuerpo una bomba que minutos después explotó. A la policía le costó trabajo identificarlo pues –ironías de la historia– el estallido le desprendió las manos.