Noticias desde la zona de combate

Periodistas bolivianos que en 1967 cubrieron la presencia de la guerrilla guevarista y sus enfrentamientos con el ejército boliviano, rememoran para Proceso las adversas y precarias condiciones en las que cumplieron su trabajo en la zona de combate: sin teléfonos ni télex, con apenas un telégrafo y un servicio de telefonía por radio que funcionaba una hora al día, y sujetos a la censura de los militares. José Luis Alcázar, el primer corresponsal en ver el cadáver del Che, describe cómo fue el encuentro con el cuerpo del combatiente, al que buscó en vida durante meses para una entrevista que nunca se realizó.

Jean Paul Guzmán

La Paz.- A las 09:00 horas del lunes 9 de octubre de 1967, la orden “saluden a papá”, un código que significaba “ejecuten al Che”, fue transmitida por radio desde La Paz al pueblo de Vallegrande, donde cuatro horas y 10 minutos después, a las 13:10 horas, la orden fue cumplida por el sargento Mario Terán Salazar, de 26 años, quien con una descarga de su carabina M-1 acabó con la vida de Ernesto Guevara de la Serna.

Casi 50 años después, el periodista boliviano José Luis Alcázar recuerda que la confirmación de la muerte del guerrillero se dio en una conferencia de prensa del coronel Joaquín Zenteno Anaya, comandante de la Octava División del ejército boliviano, quien, sin embargo, la disfrazó con una mentira: dijo que el Che murió “a causa de sus heridas recibidas en combate”.

Alcázar, enviado a la zona de operaciones guerrilleras por el periódico Presencia de La Paz, fue el primer periodista que informó al mundo “mediante telegrama” de la captura del Che, el 8 de octubre de 1967.

“La información me la proporcionó un militar”, relata Alcázar, quien medio siglo después aún reserva la identidad de esa fuente.

Tras la ráfaga mortal, el cuerpo del Che quedó tendido boca abajo, en el piso de tierra húmeda de una de las aulas de la diminuta escuela de La Higuera, donde fue trasladado tras ser emboscado y herido en una pantorrilla en su último combate, librado en la quebrada del Yuro.

Félix Rodríguez, agente cubano-estadunidense de la CIA, fue una de las primeras personas que observó el cadáver del Che, y décadas después relató que cuando ingresó al cuartucho de la escuela, impregnado aún de pólvora, encontró la cabeza del guerrillero hundida en un fango pegajoso, del que la retiró para limpiarla con el agua de un balde.

La visión de esa misma cabeza sobrecogió a José Luis Alcázar, a las 17:00 horas del mismo 9 de octubre cuando, acompañado de otro agente de la CIA, fue el primer periodista en ver el cadáver del guerrillero en la localidad de Vallegrande, a 60 kilómetros de La Higuera, donde se había ordenado trasladar el cuerpo.

El vehículo fúnebre que transportó al Che fue un pequeño helicóptero de tres plazas, usado frecuentemente por el entonces presidente boliviano René Barrientos Ortuño y desplazado al frente de guerra a principios de octubre de ese año.

En La Higuera, el captor del guerrillero en el Yuro, el capitán Gary Prado Salmón, vio cómo el cadáver fue envuelto en cobija, a modo de mortaja, y sujeto al patín derecho del helicóptero. Años después contó que ese 9 de octubre, al pie de la nave, ató su pañuelo militar, verde, en la cabeza del Che, para acomodar su quijada.

Alcázar describe que cuando observó el cadáver del Che en Vallegrande, aún sujeto al helicóptero, quedó conmovido por “su rostro, su mirada; tenía abiertos los ojos y un rictus en sus labios que mostraba los dientes con una boca semiabierta, simulando una sonrisa irónica”.

La polvareda provocada por el helicóptero aún no se había extinguido cuando el agente de la CIA retiró parcialmente la cobija del cuerpo del Che, y Alcázar, movido por un impulso casi instintivo, palpó una mano del guerrillero. “(…) Yo tocaba la mano del Che. Estaba caliente, de lo que se dedujo y luego comprobó uno de los médicos forenses, que Guevara había muerto pocas horas antes, al mediodía, y no precisamente por las heridas de combate”.

Alcázar y otros dos periodistas bolivianos, Juan Carlos Salazar y Humberto Vacaflor, escribieron el libro La guerrilla que contamos, publicado en torno al 50 aniversario de la ejecución del Che, en el que se relatan las condiciones de la cobertura informativa del foco guerrillero.

Proceso entrevistó a los autores para ahondar en algunos detalles de la publicación y conocer cómo se informó de la muerte del Che.

Censura militar

En la Bolivia de 1967 internet no existía ni en la imaginación. La gente se informaba mediante periódicos y radios, ya que apenas dos años después se inauguraría el primer canal de televisión; el sistema de telefonía fija era un privilegio de pocas ciudades y unos cientos de personas, las fotografías se tomaban en rollos que luego tenían que ser revelados y el telégrafo, con el código morse, aún era un sistema de uso común en las poblaciones más alejadas.

Cuando el 23 de marzo de 1967 estalló el primer combate entre los guerrilleros y los militares, con un saldo de siete muertos y cuatro heridos, todos en las filas castrenses, la atención informativa del país, a la que siguió luego la del mundo, se concentró en la ciudad de Camiri, a 640 kilómetros de la capital boliviana.

Como sede de la Cuarta División del Ejército, Camiri se convirtió de la noche a la mañana en el centro logístico y de comando de las operaciones militares y sus 27 mil habitantes tuvieron que convivir con centenares de uniformados, funcionarios civiles, espías y curiosos. A ellos se sumaban decenas de periodistas de un sinfín de países, ávidos de obtener información, pero con precarias condiciones técnicas para enviar en por lo menos 20 idiomas los datos que conseguían.

“Las comunicaciones con el resto del país eran un desastre, incluso para los parámetros de la época, con un telégrafo y un servicio de telefonía por radio que funcionaba únicamente una hora al día. El télex era un lujo tecnológico desconocido fuera de la ciudad de La Paz. Mis instrumentos de trabajo eran la libreta de notas y el bolígrafo; mi medio de transmisión, ¡el telégrafo morse!”, relata Salazar, en ese entonces corresponsal de Radio Fides, de La Paz, y de la agencia alemana DPA.

Las principales “armas” de trabajo del periodista Vacaflor, en tanto, eran una cámara Olympus Pen F y una libreta de apuntes. “Nunca usé una grabadora. Faltaban algunas décadas para las laptops y se debía escribir en cualquier máquina, ya sea en el hotel o donde sea, para llevar los textos al telégrafo”, relata.

Tras el primer choque entre militares y guerrilleros, cuenta Salazar, “todos los despachos informativos debían ser revisados y aprobados por un censor militar antes de ser enviados a las redacciones de los medios”.

–¿Cómo se organizaban los censores para realizar esa tarea? –se le pregunta.

–Para los militares era muy sencillo. Había una sola manera de transmitir las noticias: el telégrafo del pueblo. El telegrafista no recibía tu despacho periodístico si no llevaba el sello de la Sección II (inteligencia) del Ejército.

La única manera de evitar esa censura “era enviando tus notas con un viajero, aprovechando los tres o cuatro vuelos comerciales semanales Camiri-La Paz o Camiri-Santa Cruz del Lloyd Aéreo Boliviano, pero corrías el riesgo de ser expulsado en caso de ser descubierto, algo que para los militares era relativamente sencillo (de saber) si tus notas eran reproducidas por algún diario boliviano”, agrega.

En Camiri la única cabina de telefonía rural estaba instalada junto al telégrafo y era el medio que los periodistas utilizaban para recibir instrucciones o enviar un dato preciso.

“Había que estar en el telégrafo a la hora en que estaban programadas las llamadas con el lugar deseado. Para las llamadas a La Paz el horario era a las siete de la mañana”, recuerda Vacaflor, otro enviado especial del principal periódico boliviano de la época, Presencia. Añade que la comunicación tenía un ruido, “pero se podía entender todo” y no había límite de tiempo para hablar, “sobre todo si no había nadie esperando”.

Donde sí había que realizar un ahorro de expresiones era en los envíos vía telégrafo. “En notas breves, escritas con una gran economía de palabras, en el estilo preciso, conciso, directo y comprimido del lenguaje telegráfico”, rememora Salazar.

El “salto tecnológico” más importante fue la instalación en el pueblo de teletipos de Cable West Coast, aunque fue después de la captura y ejecución del Che.

–¿Facilitó el envío de información?

–Muchísimo –contesta Vacaflor–, porque los dactilógrafos escribían rápido, mucho más rápido que el ritmo del morse. Uno estaba más tranquilo con su conciencia sabiendo que ya no había la tortura del morse para el operario. Telégrafos de Bolivia perdió esos ingresos. La empresa Cable West Coast era privada.

El engaño

José Luis Alcázar fue uno de los primeros periodistas en llegar a Camiri, el que más tiempo realizó allí la cobertura informativa de la eclosión y eclipse de la guerrilla y, como se dijo, el primero en lanzar la primicia de la captura del Che y el primer periodista en acercarse al cadáver del guerrillero.

Su libro de 298 páginas, Ñancahuazu: la guerrilla del Che en Bolivia, publicado en 1969 en México, es considerado por el principal estudioso de la guerrilla del Che en Bolivia, Carlos Soria Galvarro, como “el más completo, el más difundido y seguramente el mejor libro reportaje” sobre la tentativa revolucionaria.

Enfundado en un uniforme militar, requisito impuesto por las unidades militares bolivianas a las que acompañaba en la búsqueda de guerrilleros en la selva, Alcázar presenció como corresponsal de guerra atronadores combates entre los militares y la guerrilla, contempló conmovido cadáveres destrozados de combatientes, escuchó los espeluznantes gritos de los heridos y, en síntesis, convivió con la muerte durante casi un año.

–Medio siglo después, ¿qué recuerdos de ese tiempo merodean por su memoria?

–La mano del Che, el rictus de su rostro; los combates que presencié en las zonas de Pirirenda y El Espino; el cargar a un soldado muerto, el ver el rostro de militares derrotados, la estampida de soldados con el miedo a cuestas después de una emboscada; los cadáveres de los guerrilleros grotescamente ensangrentados e hinchados por la descomposición.

Alcázar quiso también ser el primer periodista en entrevistar al Che en Bolivia. No lo logró. Estuvo a un día de hacerlo.

“En octubre de 1967 Presencia aprobó un plan mío para viajar a Vallegrande con la misión de encontrarme con el ya disminuido grupo armado y realizar lo que en ese año se consideraba la ‘entrevista del siglo’, entrevistar al Che.

“Llegué a Vallegrande el 6 de octubre con el fin de internarme con algún pelotón del ejército a la ‘zona roja’, desprenderme del pelotón y por mi cuenta, buscar y encontrar, con el apoyo de guías campesinos, a Guevara. Para este cometido necesitaba obviamente la autorización militar. El comandante de la Octava División, que cercaba al grupo de alzados, coronel Joaquín Zenteno Anaya, autorizó mi ingreso a la zona el 9 de octubre.”

El plan no se cumplió porque el Che fue capturado el 8 de octubre y ejecutado un día después.

Luego de ser retirado del patín derecho del helicóptero en el que fue llevado a Vallegrande, el cadáver del Che fue trasladado a la lavandería del Hospital Nuestro Señor de Malta, donde la enfermera Susana Osinaga Robles, de 34 años, recibió la orden de lavar el cuerpo.

El relato de Osinaga sobre el estado de la ropa del guerrillero coincide con los del agente de la CIA Félix Rodríguez y de Gary Prado, sin dejar lugar a dudas.

Ya sin la boina negra que llevaba cuando fue capturado, una boina que paradójicamente tenía el emblema del CITE (el Centro de Instrucción de Tropas Especiales, que entrena a comandos militares en Bolivia), el Che vestía un uniforme de soldado totalmente sucio, una camisa sin botones que dejaba al descubierto su pecho, una chamarra azul con capucha, calcetines embarrados y jirones de cuero sujetos con cordones, que tal vez en un tiempo remoto fueron botas.

En los fregaderos donde se limpiaban las ropas, sábanas y otros materiales del hospital, la enfermera lavó el cuerpo del guerrillero, afeitó cuidadosamente su desordenada barba, enjuagó y peinó la enmarañada cabellera y enfundó al Che en una piyama limpia, hasta dejarlo en un estado tan pulcro que provocó la ira militar, que ordenó vestir al cadáver con sus pantalones ensangrentados.

“(La lavandería) olía a formol, que fue lo primero que le inyectaron después de lavar el cadáver. No hubo gestos de victoria; los militares, como los periodistas, se limitaban a hablar en voz baja y señalar las heridas. Diría que el ambiente era como el de una morgue”, cuenta Alcázar a Proceso.

Una larga procesión de pobladores de Vallegrande, militares, curiosos y periodistas, pasó delante del cadáver durante interminables minutos, casi todos ajenos a los otros dos cuerpos que estaban en un rincón de la lavandería, los del guerrillero boliviano Willy (Simeón Cuba) y del peruano Chino (Juan Pablo Chang). “¿Por qué (esos cuerpos) no estaban a la altura de los restos del Che? Porque éstos eran soldados rasos. Guevara era el comandante y el trofeo del ejército. Eso creo”, comenta Alcázar.

–¿Qué paso después con el cuerpo del Che?

Alcázar cuenta: “El cadáver del Che fue trasladado en la madrugada del 11 de octubre a una zona de la pista de aterrizaje de Vallegrande. Los pocos periodistas extranjeros y nacionales que aún permanecíamos en Vallegrande fuimos engañados en la noche del 10 de octubre por el coronel Joaquín Zenteno Anaya, quien, enterado de los planes nuestros de hacer guardia en el hospital, nos informó que el 11 de octubre llegaría el presidente René Barrientos para ver el cadáver y que nos invitaban para acompañarlo en esa visita, durante la cual daría una conferencia de prensa.

“Barrientos no llegó a Vallegrande y el cadáver del Che desapareció del hospital. Nos engañó. Hay varias versiones sobre quiénes estuvieron a cargo de sepultar al muerto. La versión más difundida fue que el agente de la CIA Gustavo Villoldo, que actuaba con el alias de capitán Eduardo González, estuvo a cargo del entierro, con un par de soldados, un tractorista y un chofer.”

Así “desapareció” durante casi 30 años el cadáver del guerrillero, hasta que el 6 de julio de 1997 se identificaron sus huesos en una fosa de Vallegrande.

“Él me seguía con la mirada. Unos ojos grandes, vivos. Yo iba para un lado y me miraban, iba para el otro lado y me miraban”, relató en 2014 la enfermera Osinaga, al contar que la mirada del cadáver del Che está tatuada en su memoria, tal como el vivo calor que sintió el periodista Alcázar al tocar la mano del mítico guerrillero.