48

Era guerrero y místico, feroz y santo, retorcido e inocente, caballeroso, despiadado, menos que un dios, más que un hombre. No se puede medir a Muad’Dib con los estándares ordinarios. En el momento de su triunfo, adivinó la muerte que le había sido preparada, y no obstante aceptó la traición. ¿Puede uno decir que lo hizo por un sentido de justicia? ¿Cuál justicia, entonces? Porque hay que recordar que ahora estamos hablando del Muad’Dib que ordenó que sus tambores de batalla fueran hechos con las pieles de sus enemigos, el Muad’Dib que negó todas las convenciones de su pasado ducal con un simple gesto de la mano, diciendo sencillamente: «Yo soy el Kwisatz Haderach. Esta es una razón suficiente».

De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN

La noche de la victoria, Paul-Muad’Dib fue escoltado hacia la Residencia del Gobernador, la antigua morada que habían ocupado los Atreides cuando llegaron a Dune. El edificio estaba tal cual Rabban lo había restaurado, virtualmente intacto de la batalla pero saqueado por la población de la ciudad. Algunos de los muebles del salón principal habían sido volcados y rotos.

Paul franqueó a grandes pasos la entrada principal, seguido por Gurney Halleck y Stilgar. Su escolta se diseminó por el Gran Salón, escrutando el lugar y despejando un área para Muad’Dib.

Un grupo comenzó a controlar que no hubiera sido instalada ninguna trampa.

—Recuerdo el día que vinimos aquí por primera vez con tu padre —dijo Gurney Halleck. Alzó los ojos hacia las columnas y las altas ventanas acristaladas—. Entonces no me gustó el lugar, y ahora aún me gusta menos. Una de nuestras cavernas es mucho más segura.

—Hablas como un verdadero Fremen —dijo Stilgar, y vio la fría sonrisa que estas palabras hicieron aparecer en los labios de Muad’Dib—. ¿No querrías reconsiderar esto, Muad’Dib?

—Este lugar es un símbolo —dijo Paul—. Rabban vivía aquí. Ocupando este lugar, sello mi victoria a los ojos de todos. Manda a tus hombres por todo el edificio. Que no toquen nada. Que se aseguren tan sólo de que no ha quedado ningún Harkonnen o alguno de sus juguetes.

—Como ordenes —dijo Stilgar, y se alejó reluctante para obedecer.

Los hombres de comunicaciones aparecieron en la estancia con su equipo, empezando a montarlo junto a la enorme chimenea. Los Fremen que se habían unido a los Fedaykin supervivientes tomaron posiciones en torno a la estancia. Hubo murmullos entre ellos, entrecruzar de supersticiosas miradas. El enemigo había vivido demasiado tiempo allí como para que se sintieran a gusto en aquel lugar.

—Gurney, envía una escolta a buscar a mi madre y a Chani —dijo Paul—. ¿Sabe ya Chani lo de nuestro hijo?

—El mensaje ha sido enviado, mi Señor.

—¿Los hacedores han sido retirados de la depresión?

—Sí, mi Señor. La tormenta ya casi ha pasado.

—¿Cuál ha sido la extensión de los daños? —preguntó Paul.

—En su camino directo: en el campo de aterrizaje y entre los almacenes de especia de la llanura, los daños han sido considerables —dijo Gurney—. Tanto por la batalla como por la tormenta.

—Nada que el dinero no pueda reparar, supongo —dijo Paul.

—Exceptuando las vidas, mi Señor —dijo Gurney, y hubo un tono de reproche en su voz, como si hubiera dicho: ¿Cuándo un Atreides se ha preocupado primero de las cosas cuando ha habido gente de por medio?

Pero Paul sólo podía concentrar su atención en su ojo interior, y en las brechas aún visibles para él en la pared del tiempo. A través de cada una de aquellas brechas, la Jihad recorría furiosamente los corredores del futuro.

Suspiró, cruzó el salón, viendo una silla junto a la pared. Era una de las que en otro tiempo había estado en el comedor, y quizá fuera la silla de su propio padre. En aquel momento, sin embargo, era tan sólo un objeto sobre el que descargar su cansancio para ocultarlo a los ojos de los hombres. Se sentó, enrollando sus ropas alrededor de sus piernas y soltándose los cierres del cuello de su destiltraje.

—El Emperador sigue aún refugiado entre los restos de su nave —dijo Gurney.

—Que siga allí por ahora —dijo Paul—. ¿Han sido encontrados ya los Harkonnen?

—Están examinando a los muertos.

—¿Cuál es la respuesta de las naves de ahí arriba? —alzó el mentón hacia el techo.

—Ninguna respuesta aún, mi Señor.

Paul suspiró, apoyándose en el respaldo de la silla.

—Tráeme a uno de los prisioneros Sardaukar —dijo al cabo de un momento—. Debemos enviar un mensaje a nuestro Emperador. Es tiempo de discutir condiciones.

—Sí, mi Señor.

Gurney se volvió e hizo un gesto con la mano a uno de los Fedaykin, que se cuadró frente a Paul.

—Gurney —murmuró Paul—. Desde que volvimos a encontrarnos no te he oído pronunciar ninguna cita apropiada a los acontecimientos. —Se volvió, vio que Gurney tragaba saliva, vio el repentino endurecimiento de la mejilla del hombre.

—Como quieras, mi Señor —dijo Gurney. Se aclaró la garganta y dijo con voz rasposa—: «Y la victoria de aquel día se transformó en luto para todo el pueblo, pues todo el pueblo sabía que aquel día el rey lloraba por su hijo».

Paul cerró los ojos, obligándose a rechazar el dolor de su mente, a aguardar a que llegara el tiempo de llorar, como otra vez había aguardado a que llegara el tiempo de llorar por su padre. Ahora dedicó sus pensamientos a los descubrimientos que se habían ido acumulando en aquel día: los futuros entremezclados, y la oculta presencia de Alia dentro de su consciencia.

De todas las particularidades de la visión temporal, esta era la más extraña. «He manipulado el futuro para colocar mis palabras donde sólo tú pudieras oírlas», le había dicho Alia. «Ni siquiera tú puedes hacer esto, hermano. Es un juego interesante. Y… oh, sí: he matado a nuestro abuelo, ese viejo Barón demente. No ha experimentado mucho dolor».

Silencio. Su percepción temporal le decía que ella se había retirado.

—Muad’Dib.

Paul abrió los ojos, para ver el rostro barbudo de Stilgar ante él, con sus oscuros ojos reluciendo aún con la luz de la batalla.

—Habéis encontrado el cuerpo del viejo Barón —dijo Paul.

Alrededor de Stilgar se hizo el silencio.

—¿Cómo puedes saberlo? —murmuró éste—. Apenas hemos descubierto su cadáver en ese inmenso montón de metal construido por el Emperador.

Paul ignoró la pregunta, observando a Gurney que regresaba con dos Fremen arrastrando a un prisionero Sardaukar.

—Aquí hay uno de ellos, mi Señor —dijo Gurney. Indicó a los guardias que mantuvieran al prisionero a cinco pasos frente a Paul.

Los ojos del Sardaukar, notó Paul, tenían una expresión alucinada. Una azulada contusión atravesaba su rostro desde la base de su nariz hasta un ángulo de su boca. Era rubio y de rasgos delicados, lo cual era una característica que indicaba un alto rango entre los Sardaukar, pero no llevaba ninguna insignia en su destrozado uniforme, excepto los botones dorados con el escudo Imperial y los rotos galones de sus pantalones.

—Creo que es un oficial, mi Señor —dijo Gurney.

Paul asintió.

—Soy el Duque Paul Atreides —dijo—. ¿Lo entiendes, hombre?

El Sardaukar lo miró sin moverse.

—Habla —dijo Paul—, o tu Emperador puede morir.

El hombre parpadeó y tragó saliva.

—¿Quién soy yo? —preguntó Paul.

—Sois el Duque Paul Atreides —dijo el hombre con voz ronca. Paul tuvo la impresión de que se sometía con excesiva facilidad, pero por otra parte los Sardaukar nunca se habían preparado para afrontar una jornada como aquella. Hasta ahora sólo habían conocido victorias, y esto, se dijo Paul, podía ser una forma de debilidad. Apartó aquel pensamiento, prometiéndose tomarlo en consideración más tarde.

—Tengo un mensaje para que lo entregues al Emperador —dijo Paul. Y pronunció sus palabras en la antigua fórmula—: Yo, Duque de una Gran Casa, consanguíneo del Emperador, hago juramento solemne bajo la Convención. Si el Emperador y su gente deponen las armas y vienen a mí, garantizaré sus vidas con la mía propia. —Alzó la mano izquierda para que el Sardaukar pudiera ver el sello ducal—. Lo juro por esto.

El Sardaukar se humedeció los labios con la lengua y miró a Gurney.

—Sí —dijo Paul—. ¿Quién, si no un Atreides, podría asegurarse la fidelidad de Gurney Halleck?

—Llevaré el mensaje —dijo el Sardaukar.

—Acompáñalo hasta nuestro puesto más avanzado y déjalo ir —dijo Paul.

—Sí, mi Señor. —Gurney hizo un gesto a los guardias para que obedecieran, y salió.

Gurney se volvió hacia Stilgar.

—Chani y tu madre han llegado —dijo Stilgar—. Chani ha pedido estar un tiempo sola con su dolor. La Reverenda Madre ha permanecido un instante en la cámara extraña. No sé por qué.

—Mi madre siente nostalgia de ese planeta que sabe no volverá a ver nunca más —dijo Paul—. Donde el agua cae del cielo y las plantas crecen tan densas que es imposible caminar entre ellas.

—Agua del cielo —susurró Stilgar.

En aquel instante, Paul vio en lo que Stilgar se había transformado, de un naib Fremen en una criatura del Lisan al-Gaib, un receptáculo de estupor y obediencia. Era un hombre disminuido, y Paul vio en él el primer soplo del fantasmal viento del Jihad.

He visto a un amigo convertirse en un adorador, pensó.

Sintiendo una repentina impresión de profunda soledad, Paul paseó su mirada por la estancia, notando cómo los guardias se habían ajustado sus ropas y dispuesto como para revista en su presencia, en una especie de competición entre ellos… con la esperanza de atraer la atención de Muad’Dib.

Muad’Dib, del que nace toda bendición, pensó, y aquel fue el pensamiento más amargo de su vida. Están convencidos de que me apoderaré del trono, pensó. Pero no saben que lo hago únicamente para evitar la jihad.

Stilgar carraspeó.

—Rabban también está muerto —dijo.

Paul asintió.

Los guardias de su derecha se pusieron repentinamente firmes, dejando paso a Jessica. Iba vestida con un aba negro, y parecía que anduviera aún sobre la arena, pero Paul notó cómo aquella casa le había devuelto un algo de cuando había vivido allí… la concubina de un Duque reinante. Su presencia tenía algo de su antigua energía.

Jessica se detuvo frente a Paul y lo miró. Vio fatiga y cómo la ocultaba, pero no sentía ninguna compasión hacia él. Era como incapaz de experimentar ninguna emoción hacia su hijo.

Jessica había entrado en el Gran Salón preguntándose cómo aquel lugar se negaba a encajar en sus recuerdos. Era una estancia extraña, como si nunca hubiera penetrado en ella, como si nunca la hubiera atravesado del brazo de su bienamado Leto, como si nunca hubiera confrontado allí a Duncan Idaho… nunca, nunca, nunca…

Debería existir una palabra-tensión directamente opuesta al adab, la memoria que pide, pensó. Debería existir una palabra para los recuerdos que se rechazan.

—¿Dónde está Alia? —preguntó.

—Afuera, haciendo lo que hace todo buen niño Fremen en tales circunstancias —dijo Paul—. Remata a los enemigos heridos y marca sus cuerpos para el equipo de recuperación de agua.

—¡Paul!

—Has de comprender que hace esto por bondad —dijo él—. ¿No es extraño que no podamos comprender la oculta unidad entre bondad y crueldad?

Jessica miró fijamente a su hijo, asustada por el profundo cambio operado en él. ¿Esto es lo que le ha hecho la muerte de su hijo?, se preguntó.

—Los hombres cuentan extrañas historias de ti, Paul —dijo—. Dicen que tienes todos los poderes de la leyenda… que nada puede serte ocultado, que ves lo que nadie más puede ver.

—¿Una Bene Gesserit haciéndome preguntas acerca de una leyenda? —preguntó Paul.

—Tengo mi parte de responsabilidad en lo que eres —admitió ella—. Pero no esperes que yo…

—¿Te gustaría vivir miles y miles de millones de vidas? —preguntó Paul—. ¡Qué reserva de leyendas para ti! Piensa en todas esas experiencias, en toda la sabiduría que se puede derivar de ellas. Pero la sabiduría atenúa el amor, ¿no es cierto? Y da una nueva dimensión al odio. ¿Cómo puede uno saber lo que es despiadado si uno no ha hurgado antes en los profundos depósitos de la crueldad y de la bondad? Tendrías que tener miedo de mí, madre. Soy el Kwisatz Haderach.

Jessica intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—Una vez negaste serlo —dijo.

Paul agitó la cabeza.

—Ahora ya no puedo negarlo. —Miró directamente a sus ojos—. El Emperador y su gente están llegando. Van a ser anunciados en cualquier momento. Quédate a mi lado. Quiero verlos con extrema claridad. Mi futura esposa está entre ellos.

—¡Paul! —restalló Jessica—. ¡No cometas el mismo error que tu padre!

—Es una princesa —dijo Paul—. Me abrirá el camino al trono, y eso es todo lo que hará. ¿Error? ¿Crees que, porque soy tal como tú me has hecho, no puedo sentir el deseo de venganza?

—¿Incluso sobre los inocentes? —preguntó ella, y pensó: No debe cometer mis mismos errores.

—Ya no hay inocentes —dijo Paul.

—Díselo a Chani —respondió Jessica, y señaló el corredor que se abría a la parte trasera de la Residencia.

Chani entró en el Gran Salón, pasando por entre los guardias Fremen como si no los viera. Se había quitado la capucha del destiltraje y soltado la máscara. Avanzó con una frágil inseguridad, atravesó la estancia y se detuvo al lado de Jessica.

Paul vio las huellas de lágrimas en sus mejillas… Da agua a los muertos. Sintió una punzada de dolor, como si la presencia de Chani lo hubiera despertado de nuevo.

—Está muerto, mi amor —dijo Chani—. Nuestro hijo está muerto.

Manteniendo un absoluto control sobre sí mismo, Paul se puso en pie. Tendió una mano, tocó la mejilla de Chani, acariciando la humedad en su piel.

—Nada podrá reemplazarlo —dijo Paul—, pero habrá otros hijos. Es Usul quien te lo promete. —Se apartó suavemente, haciendo una seña a Stilgar.

—Muad’Dib —dijo Stilgar.

—El Emperador y su gente están llegando de la nave —dijo Paul—. Permaneceré aquí. Reúne a todos los prisioneros en el centro de la estancia. Quiero que permanezcan a una distancia de diez metros de mí, a menos que yo ordene otra cosa.

—A tus órdenes, Muad’Dib.

Al tiempo que Stilgar se volvía para obedecer, Paul oyó los murmullos de los guardias Fremen:

—¿Habéis oído? ¡Lo sabe! ¡Nadie se lo ha dicho, pero lo sabe! —Y ahora se oía aproximarse la escolta del Emperador, sus Sardaukar entonando una de sus canciones de marcha para mantener altos sus espíritus. Después hubo un murmullo de voces en la entrada, y Gurney Halleck pasó por entre los guardias, se detuvo a decirle algo a Stilgar, luego avanzó hasta el lado de Paul, con una extraña mirada en los ojos.

¿Voy a perder también a Gurney?, se preguntó Paul. ¿Lo perderé como he perdido a Stilgar… perderé un amigo para ganar un adorador?

—No llevan armas lanzadoras —dijo Gurney—. Me he asegurado personalmente. —Miró a su alrededor en la estancia, viendo los preparativos de Paul—. Feyd-Rautha Harkonnen está con ellos. ¿Debo aislarlo?

—Déjalo.

—Hay también alguna gente de la Cofradía, pidiendo privilegios especiales, amenazando desencadenar un embargo contra Arrakis. Les he dicho que te transmitiría su mensaje.

—Déjales que sigan amenazando.

—¡Paul! —exclamó Jessica tras él—. ¡Estás hablando de la Cofradía!

—Voy a arrancarles los colmillos dentro de poco —dijo Paul. Y pensó entonces en la Cofradía… aquella potencia que se había especializado desde hacía tanto tiempo que se había convertido en un parásito, incapaz de existir independientemente de aquella vida de la cual se nutría. Nunca se había atrevido a empuñar la espada… y ahora ya no podía empuñarla. Hubiera debido apoderarse de Arrakis cuando se dio cuenta del error que había supuesto el que sus navegantes dependieran exclusivamente de los poderes narcóticos de consciencia de la melange. Hubieran podido hacerlo, vivir sus días de gloria y morir. En cambio, habían preferido vivir al día, esperando que el océano en que se movían les proporcionara un nuevo anfitrión cuando el viejo hubiera muerto.

Los navegantes de la Cofradía, con su limitada presciencia, habían tomado una fatal decisión: habían elegido el camino más fácil, seguro y cómodo, aquel que conduce siempre al estancamiento.

Que miren atentamente a su nuevo anfitrión, pensó Paul.

—Hay también una Reverenda Madre Bene Gesserit que dice es amiga de tu madre —dijo Gurney.

—Mi madre no tiene amigas Bene Gesserit.

Gurney miró de nuevo hacia el Gran Salón, y luego se inclinó al oído de Paul.

—Thufir Hawat está con ellos, mi Señor. No he tenido posibilidad de verlo a solas, pero ha usado nuestros viejos signos con las manos para decirme que ha fingido trabajar para los Harkonnen y que te creía muerto. Dice que debe quedarse con ellos.

—¿Has dejado a Thufir con esos…?

—Es él quien lo ha querido… y creo que es lo mejor. Sí… si algo no funcionara, siempre podríamos controlarlo. Si no, siempre es mejor tener un oído al otro lado.

Paul recordó entonces la posibilidad de aquel momento en algunos breves relámpagos de consciencia… y una línea de tiempo en la cual Thufir llevaba una aguja envenenada que el Emperador le había ordenado usara contra «aquel Duque rebelde».

Los guardias de la entrada principal se apartaron, formando un breve pasillo de lanzas. Hubo un confuso susurro de telas, la arena traída por el viento al interior de la residencia chirrió bajo numerosos pies.

El Emperador Padishah Shaddam IV apareció en la sala a la cabeza de su gente. No llevaba el yelmo de Burseg, y sus cabellos rojos estaban alborotados. La manga izquierda de su uniforme mostraba una rasgadura a todo lo largo de su costura interna. Iba sin cinturón y sin armas, pero con su sola presencia parecía crear un escudo a su alrededor.

Una lanza Fremen le cortó el paso, deteniéndole a la distancia ordenada por Paul. Los otros se agolparon a sus espaldas, una mezcolanza de ropas multicolores y rostros confundidos.

Paul alzó los ojos hacia el grupo, viendo a mujeres que intentaban disimular sus lágrimas, viendo a los lacayos que habían venido a Arrakis para asistir en primera fila a una nueva victoria de los Sardaukar y a los que la derrota había vuelto mudos. Paul vio los brillantes ojos de pájaro de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam que lo contemplaban con odio bajo la capucha negra, y al lado de ella la furtiva silueta de Feyd-Rautha Harkonnen.

Ese es un rostro que el tiempo me ha revelado, pensó Paul. Luego su mirada fue atraída por un movimiento tras Feyd-Rautha, y vio un rostro delgado, de comadreja, que nunca antes había visto… ni en el tiempo ni fuera de él. Sin embargo, sintió que tendría que haberlo conocido, y aquella sensación lo hizo estremecerse con un repentino miedo.

¿Por qué tendría que temer a ese hombre?, se preguntó.

Se inclinó hacia su madre.

—Ese hombre a la izquierda de la Reverenda Madre, ese de la mirada diabólica… ¿quién es? —susurró.

Jessica miró, y recordó haber visto aquel rostro en los archivos de su Duque.

—El Conde Fenring —dijo—. El que ocupó esta Residencia inmediatamente antes que nosotros. Un eunuco genético… y un asesino.

El recadero del Emperador, pensó Paul. Y experimentó como un shock en lo más profundo de su consciencia, porque había visto al Emperador en incontables asociaciones de sus futuros posibles… pero el Conde Fenring nunca había aparecido en ninguna de sus visiones prescientes.

Paul recordó entonces haber visto su propio cadáver en incontables puntos de la trama del tiempo, pero nunca había asistido al momento de su muerte.

¿La visión de este hombre me ha sido siempre denegada porque es precisamente quien va a matarme?, se preguntó.

El pensamiento le trajo una punzada de aprensión. Apartó su atención de Fenring, observando a los hombres y oficiales Sardaukar, la amargura de sus rostros y su desesperación. Algunos de entre ellos, aquí y allá, observó Paul, estudiaban atentamente lo que les rodeaba: oficiales Sardaukar midiendo las defensas de la estancia, planeando la posibilidad de una desesperada tentativa que transformara su fracaso en victoria.

Finalmente, la atención de Paul fue atraída hacia una mujer alta y rubia, de ojos verdes, un rostro de noble belleza, clásico en su altivez, intocado por las lágrimas, completamente invicto. Paul la reconoció inmediatamente: la Princesa Real Bene Gesserit, un rostro que se le había aparecido en innumerables visiones y en muchos aspectos: Irulan.

Esa es mi llave, pensó.

Luego captó otro movimiento entre la gente allí delante, y emergieron un rostro y una figura: Thufir Hawat, el mismo antiguo aspecto de siempre, con sus oscuros labios manchados, los hombros hundidos, su apariencia de frágil edad.

—He aquí a Thufir Hawat —dijo Paul—. Déjalo venir libremente, Gurney.

—Mi Señor —dijo Gurney.

—Déjalo venir libremente —repitió Paul.

Gurney asintió.

Hawat avanzó vacilante, mientras una lanza Fremen se alzaba ante él y volvía a descender inmediatamente a sus espaldas. Sus acuosos ojos escrutaron a Paul, midiendo, buscando.

Paul dio un paso adelante, notando el tenso, expectante movimiento del Emperador y su gente.

La mirada de Hawat pasó más allá de Paul, y el anciano dijo:

—Dama Jessica, hasta hoy no he sabido lo equivocado que estaba en mis pensamientos. No merezco el perdón.

Paul aguardó, pero su madre permaneció silenciosa.

—Thufir, viejo amigo —dijo Paul—; como puedes ver, mi espalda no está vuelta a ninguna puerta.

—El universo está lleno de puertas —dijo Hawat.

—¿Soy el hijo de mi padre? —preguntó Paul.

—Te pareces más a tu abuelo —dijo Hawat con voz rasposa—. Tienes sus mismos ademanes, e idéntica mirada en tus ojos.

—Sin embargo, soy el hijo de mi padre —dijo Paul—. Por eso te digo, Thufir, que en pago por todos tus años de servicio a mi familia, puedes pedirme ahora cualquier cosa que desees de mí. Cualquier cosa. ¿Es mi vida lo que quieres, Thufir? Es tuya. —Paul dio otro paso hacia adelante, con las manos a los costados, viendo la mirada de comprensión en los ojos de Hawat.

Sabe que conozco la traición, pensó Paul.

Reduciendo su voz a un susurro que tan solo Hawat podía oír, dijo:

—Hablo sinceramente, Thufir. Si has de golpearme, hazlo ahora.

—Tan sólo quería hallarme una vez más ante ti, mi Duque —dijo Hawat. Y Paul vio por primera vez el esfuerzo que hacia el viejo por no caer. Avanzó y sujetó a Hawat por los hombros, sintiendo el temblor de los músculos bajo sus manos.

—¿Es eso dolor, viejo amigo? —preguntó Paul.

—Es dolor, mi Duque —asintió Hawat—, pero el placer es mucho mayor. —Se volvió a medias entre los brazos de Paul y extendió su mano izquierda, la palma abierta hacia el Emperador, mostrando la pequeña aguja clavada entre sus dedos—. ¿Veis, Majestad? —indicó—. ¿Veis la aguja de vuestro traidor? ¿Creíais acaso que yo, que he dedicado toda mi vida al servicio de los Atreides, podía ofrecerles hoy menos que esto?

Paul trastabilló cuando el anciano se derrumbó entre sus brazos, y reconoció la flaccidez de la muerte. Con suavidad, depositó a Hawat en el suelo, se irguió e hizo un gesto a sus guardias para que se llevaran el cuerpo.

El silencio más absoluto reinó en la estancia hasta que su orden fue cumplida.

El rostro del Emperador estaba pálido como el de un muerto. Sus ojos, que nunca habían admitido el miedo, lo estaban mostrando ahora por primera vez.

—Majestad —dijo Paul, y captó el gesto de sorpresa en la Princesa Real. Había pronunciado aquella palabra con la controlada entonación Bene Gesserit, cargándola con todo el desprecio que Paul pudo poner en ella.

Es realmente una Bene Gesserit, pensó Paul.

El Emperador carraspeó.

—Quizá mi respetado consanguíneo crea que todo va a ir ahora según sus deseos —dijo—. Nada más lejos que eso. Ha violado la Convención, ha usado atómicas contra…

—He usado atómicas contra un obstáculo natural del desierto —dijo Paul—. Estaba en mi camino, y tenía prisa por llegar hasta vos, Majestad, para pediros algunas explicaciones acerca de vuestras extrañas actividades.

—Todos los ejércitos de las Grandes Casas están en el espacio ahora, orbitando Arrakis —dijo el Emperador—. Esperan tan sólo una palabra mía y…

—Oh, sí —dijo Paul—. Casi los había olvidado. —Buscó entre el séquito del Emperador hasta ver los rostros de los dos elementos de la Cofradía, y miró a Gurney—: ¿Están aquí aquellos dos agentes de la Cofradía, aquellos dos hombres gordos vestidos de gris?

—Sí, mi Señor.

—Vosotros dos —dijo Paul, señalándoles—, salid inmediatamente y enviad mensajes para que la flota vuelva ahora mismo a casa. Después de esto, aguardad mi autorización antes de…

—¡La Cofradía no acepta tus órdenes! —gritó el más alto de los dos. Él y su compañero avanzaron hacia la barrera de lanzas, que fue alzada a un gesto de Paul. Los dos hombres se le acercaron, y el más alto levantó un brazo hacia él—. Más bien vas a conocer lo que es un embargo por tu…

—Si oigo alguna otra estupidez de este tipo por parte de vosotros dos —dijo Paul—, daré orden de que sea destruida toda la producción de especia de Arrakis… para siempre.

—¿Estás loco? —exclamó el más alto de los hombres de la Cofradía. Dio medio paso hacia atrás.

—Entonces, admites que puedo hacerlo, ¿no? —preguntó Paul.

El hombre de la Cofradía pareció boquear por un momento, buscando aire a su alrededor.

—Sí —admitió—, puedes hacerlo, pero no debes.

—Ahhh —dijo Paul, inclinando la cabeza en una afirmación para sí mismo—. Así que vosotros sois dos navegantes, ¿eh?

—¡Sí!

—Tú mismo te quedarías ciego —dijo el más bajo de los dos—, y te condenarías a una muerte lenta. ¿Sabes lo que representa verse privado del licor de especia cuando uno es adicto a él?

—El ojo que busca ante él el camino más seguro queda cerrado para siempre —dijo Paul—. La Cofradía mutilada. Los seres humanos convertidos en pequeños grupos aislados en sus aislados planetas. ¿Sabéis? Podría hacerlo por puro despecho… o por simple aburrimiento.

—Hablemos de ello en privado —dijo el más alto de los hombres de la Cofradía—. Estoy seguro de que podemos llegar a algún compromiso que…

—Enviad ese mensaje a vuestra gente que está sobre Arrakis —dijo Paul—. Estoy cansado de esta discusión. Si esa flota no se retira inmediatamente, ya no tendremos ninguna necesidad de hablar. —Señaló a sus hombres de comunicaciones a un lado del vestíbulo—. Podéis usar mi equipo.

—Antes debemos discutir esto —dijo el hombre más alto—. No podemos simplemente…

—¡Mandadlo! —rugió Paul—. Quien tiene el poder de destruir algo es quien posee su absoluto control. Vosotros mismos habéis admitido que tengo este poder. No estamos aquí para discutir o negociar o buscar compromisos. ¡Obedeceréis mis órdenes, o sufriréis inmediatamente las consecuencias!

—Lo hará —dijo el más bajo de los hombres de la Cofradía. Y Paul vio que el miedo lo atenazaba.

Lentamente, ambos avanzaron hacia el equipo de comunicaciones de los Fremen.

—¿Obedecerán? —preguntó Gurney.

—Su visión del tiempo restringe —dijo Paul—. Ven ante sí una pared desnuda donde se inscriben las consecuencias de su desobediencia. Cada navegante de la Cofradía, en cada nave, ve ante sí esa misma pared. Obedecerán.

Paul se volvió y miró al Emperador.

—Cuando os permitieron acceder al trono de vuestro padre —dijo—, fue únicamente con la garantía de que los envíos de especia seguirían llegando a ellos. Les habéis fallado, Majestad. ¿Sabéis cuáles son las consecuencias?

—Nadie ha permitido

—Dejad de hacer el estúpido —gruñó Paul—. La Cofradía es como un pueblo a la orilla de un río. Necesita el agua, pero no puede tomar más que la necesaria. No puede construir un dique para controlar el río, porque esto atraería la atención sobre sus extracciones, y podría conducir a una destrucción final. Este río es la especia, y yo he construido un dique sobre este río. Pero mi dique está construido de tal modo que no se puede destruir sin destruir también el río.

El Emperador se pasó una mano por sus rojos cabellos, mirando las espaldas de los dos hombres de la Cofradía.

—Incluso vuestra Decidora de Verdad Bene Gesserit está temblando —dijo Paul—. Hay otros venenos que la Reverenda Madre puede usar para sus trucos, pero después de haberse servido del licor de especia, los otros venenos quedan sin efecto.

La anciana estrujó sus negras ropas a su alrededor, y avanzo hasta detenerse tras la barrera de lanzas.

—Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam —dijo Paul—. Ha pasado mucho tiempo desde Caladan, ¿no es cierto?

Ella fulguró con una mirada a su madre.

—Bien, Jessica —dijo—, veo que tu hijo es aquel a quien buscábamos. Sólo por esto puede serte perdonada esa abominación que es tu hija.

Paul dominó su fría y cortante cólera.

—¡No tienes ningún derecho ni razón para perdonarle nada a mi madre! —dijo.

La anciana cruzó sus ojos con los de él.

—Prueba tus trucos conmigo, vieja bruja —dijo Paul—. ¿Dónde está tu gom jabbar? ¡Intenta mirar a ese lugar donde no te atreves a poner tus ojos! ¡Allí te estaré esperando!

La anciana bajó su mirada.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó Paul.

—Te di la bienvenida entre los seres humanos —murmuró ella—. No mancilles esto.

Paul alzó la voz:

—¡Observadla, camaradas! Esa es una Reverenda Madre Bene Gesserit, el más paciente de los seres al servicio de la más paciente de las causas. Ha estado aguardando con sus hermanas por más de noventa generaciones a que se produjera la exacta combinación de genes y medio ambiente necesaria para producir la persona que sus planes exigían. ¡Observadla! Ahora sabe que las noventa generaciones han producido esa persona. Aquí estoy… ¡pero… nunca… obedeceré… sus… órdenes!

—¡Jessica! —aulló la Reverenda Madre—. ¡Hazlo callar!

—Hacedlo callar vos misma —dijo Jessica.

Paul miró a la anciana.

—Por la parte que has tenido en todo esto, te haría estrangular con gusto —dijo—. ¡Y no podrías impedírmelo! —restalló, mientras ella se erguía furiosa—. Pero pienso que el mejor castigo es dejarte vivir hasta el fin de tus días sin que nunca puedas tocarme o doblegarme a uno solo de tus deseos.

—Jessica, ¿qué has hecho? —exigió la anciana.

—Tan sólo te concederé una cosa —dijo Paul—. Has visto parte de lo que necesita la raza, pero cuán pobre es tu visión. ¡Creéis controlar la evolución humana con algunos pocos acoplamientos dirigidos según vuestros planes! Qué poco comprendéis que…

—¡No debes hablar de esas cosas! —sibiló la anciana.

—¡Silencio! —gruñó Paul. Y la palabra pareció adquirir consistencia mientras se contorsionaba en el aire bajo el control de Paul.

La anciana retrocedió, tambaleándose hasta caer en brazos de los que tenía a sus espaldas, mortalmente pálida ante aquel poder que había golpeado su mente.

—Jessica —susurró—. Jessica.

—Te recuerdo tu gom jabbar —dijo Paul—. Tú recuerda el mío. ¡Puedo matarte con una sola palabra!

Los Fremen alrededor de la estancia se intercambiaron miradas. ¿Acaso la leyenda no decía: «Y sus palabras acarrearán la muerte eterna a quienes se opongan a su justicia»?

Paul dirigió su atención hacia la Princesa Real, inmóvil junto a su padre el Emperador. Dijo, con sus ojos fijos en ella:

—Majestad, ambos conocemos la única salida a nuestras dificultades.

El Emperador miró a su hija, luego a Paul.

—¿Cómo te atreves? ¡Tú! Un aventurero sin familia, un don nadie de…

—Vos mismo habéis admitido quién soy —dijo Paul—. Consanguíneo real, habéis dicho. Terminad con esa comedia.

—Yo soy tu rey —dijo el Emperador.

Paul observó a los hombres de la Cofradía, inmóviles ahora junto al equipo de comunicaciones, mirándolo. Uno de ellos asintió.

—Podría obligaros —dijo Paul.

—¡No te atreverías! —rechinó el Emperador.

Paul se limitó a observarlo.

La Princesa Real puso una mano en el brazo de su padre.

—Padre —dijo, y su voz era suave y tranquilizadora.

—No emplees tus trucos conmigo —dijo el Emperador. La miró—. No necesitas hacerlo, hija. Tenemos otros recursos que…

—Pero este hombre es digno de ser tu hijo —dijo ella. La vieja Reverenda Madre, recuperaba su compostura, avanzó hacia el Emperador y le susurró algo al oído.

—Está defendiendo tu causa —dijo Jessica.

Paul seguía mirando a la rubia Princesa. Inclinándose hacia su madre, dijo en voz baja:

—Esa es Irulan, la mayor, ¿no?

—Sí.

Chani se situó al otro lado de Paul.

—¿Quiere que me retire, Muad’Dib? —dijo. Él la miró.

—¿Retirarte? Tú nunca te apartarás de mi lado.

—No existe nada entre nosotros que nos ate —dijo Chani. Paul la siguió mirando en silencio por un momento.

—Usa tan sólo el lenguaje de la verdad conmigo, mi Sihaya —dijo luego. Chani fue a responder, pero Paul apoyó un dedo en sus labios—. El lazo que nos une nunca podrá ser desatado. Ahora, observa atentamente lo que ocurra aquí, porque luego quiero volver a ver esta sala a los ojos de tu sabiduría.

El Emperador y su Decidora de Verdad estaban discutiendo en voz baja, enérgicamente.

Paul se volvió hacia su madre.

—Ella le está recordando que su parte del acuerdo es situar a una Bene Gesserit en el trono, y que Irulan es la que está preparada para ello.

—¿Ese era su plan? —dijo Jessica.

—¿Acaso no es obvio? —preguntó Paul.

—¡Sé ver los signos! —exclamó Jessica—. Mi pregunta tan sólo quería recordarte que no intentes enseñarme lo que te he inculcado yo misma.

Paul la miró, captando una gélida sonrisa en sus labios.

Gurney Halleck se inclinó entre ellos.

—Te recuerdo, mi Señor —dijo—, que hay un Harkonnen entre ese montón de bastardos —señaló con la cabeza a Feyd-Rautha, apoyado en la barrera de lanzas a su izquierda—. Ese de ojos esquivos, a la izquierda. Tiene el rostro más diabólico que haya visto en mi vida. Me prometiste una vez que…

—Gracias, Gurney —dijo Paul.

—Es el na-Barón… el Barón, ahora que el viejo ha muerto —dijo Gurney—. Irá muy bien para lo que yo in…

—¿Puedes vencerlo, Gurney?

—¡Mi Señor bromea!

—Esa discusión entre el Emperador y su bruja ya ha durado demasiado, ¿no crees, madre?

Jessica asintió.

—Realmente.

Paul alzó su voz, dirigiéndose al Emperador.

—Majestad, ¿hay algún Harkonnen con vos?

El modo como el Emperador se volvió a mirar a Paul revelaba un real desdén.

—Creía que mi séquito estaba bajo la protección de tu palabra ducal —dijo.

—Mi pregunta era tan sólo a título informativo —dijo Paul—. Tan sólo quería saber si algún Harkonnen forma parte oficialmente de vuestro séquito, o se ha escondido en él por pura cobardía.

El Emperador sonrió calculadoramente.

—Quien quiera que haya sido aceptado entre quienes me rodean forma parte de mi séquito.

—Vos tenéis la palabra de un Duque —dijo Paul—, pero Muad’Dib es otra cosa. Puede que él no reconozca vuestra definición de lo que constituye un séquito. Mi amigo Gurney Halleck siente deseos de matar a un Harkonnen. Si él…

—¡Kanly! —gritó Feyd-Rautha. Intentó apartar la barrera de lanzas—. Tu padre invocó esta venganza, Atreides. ¡Me llamas cobarde mientras te escondes entre tus mujeres y envías a un lacayo contra mí!

La vieja Decidora de Verdad susurró algo al oído del Emperador, pero este la rechazó.

—Kanly, ¿no? —dijo—. Hay unas reglas muy estrictas para el kanly.

—Paul, pon fin a todo esto —dijo Jessica.

—Mi señor —dijo Gurney—, me prometiste que tendría mi ocasión frente a los Harkonnen.

—Has tenido ya una buena ocasión todo el día de hoy —dijo Paul, y sintió que las emociones fluían de él, dejándole vacío como un muñeco. Se quitó su ropa y su capucha y se los tendió a su madre, junto con su cinturón y su crys, antes de desprenderse de su destiltraje. Sentía ahora que todo el universo estaba concentrado en aquel momento.

—Eso no es necesario —dijo Jessica—. Hay otros caminos más fáciles, Paul.

Paul se quitó el destiltraje y sacó el crys de la funda que tenía su madre entre las manos.

—Lo sé —dijo—. Veneno, un asesino, todos los caminos familiares.

—¡Me prometiste un Harkonnen! —siseó Gurney, y Paul vio la rabia en el rostro del hombre, la cicatriz de estigma oscureciéndose en su rostro—. ¡Me lo debes, mi Señor!

—¿Acaso has sufrido más de su parte de lo que he sufrido yo? —preguntó Paul.

—Mi hermana —dijo Gurney con voz ronca—. Mis años en los pozos de esclavos…

—Mi padre —dijo Paul—. Mis buenos amigos y compañeros, Thufir Hawat y Duncan Idaho, mis años como fugitivo, sin rango ni seguidores… y una cosa más: el kanly, y tú sabes mejor que nadie cuales son las reglas que hay que respetar.

Los hombros de Halleck se relajaron.

—Mi Señor, si ese cerdo… no es más que una bestia asquerosa que puedes aplastar con tu pie y arrojar luego la bota porque estará contaminada. Llama a un verdugo si lo crees necesario, o déjamelo a mí, pero no te ofrezcas tú mismo para…

—Muad’Dib no necesita hacer esto —dijo Chani. Paul la miró, y leyó el miedo en sus ojos.

—Pero el Duque Paul sí debe —dijo.

—¡Es tan sólo una bestia Harkonnen! —jadeó Gurney.

Paul vaciló, a punto de revelar su propia descendencia Harkonnen, pero fue detenido por una cortante mirada de su madre.

—Pero esa cosa tiene forma humana, Gurney —se limitó a decir—, y debe beneficiarse de la duda humana.

—Si tan sólo… —insistió Gurney.

—Te lo ruego, mantente aparte —dijo Paul. Sopesó el crys, y apartó suavemente a Gurney a un lado.

—¡Gurney! —dijo Jessica. Tocó el brazo del hombre—. Es como su abuelo. No lo distraigas. Es lo único que puedes hacer por él ahora —y pensó: ¡Gran Madre, qué ironía!

El Emperador estudió a Feyd-Rautha, vio sus abultados hombros, sus gruesos músculos. Se volvió a observar a Paul: un joven delgado como la trenza de un látigo, no tan enjuto como los nativos de Arrakis, pero se podían contar sus costillas, y los huesos de sus costados revelaban claramente el tensarse y contraerse de sus músculos bajo su tirante piel.

Jessica se inclinó hacia Paul y murmuró a su oído, únicamente para él:

—Tan sólo una cosa, hijo. A veces, la gente peligrosa está preparada por las Bene Gesserit, con una palabra implantada en lo más profundo de su mente, según la antigua técnica del placer-dolor. La palabra más frecuentemente usada es Uroshnor. Si ese hombre ha sido preparado, y estoy convencida de que lo ha sido, esa palabra susurrada a su oído aflojará sus músculos y…

—No necesito ninguna ventaja especial —dijo Paul—. Hazte a un lado, por favor.

—¿Por qué hace esto? —preguntó Gurney a Jessica—. ¿Quiere hacerse matar y convertirse en un mártir? ¿Todas esas chácharas religiosas de los Fremen han nublado su razón?

Jessica hundió el rostro entre sus manos, dándose cuenta de que no sabía por qué Paul actuaba así. Podía advertir la presencia de la muerte en la estancia, y sabía que este Paul, tan cambiado y distinto, era capaz de lo que había sugerido Gurney. Concentró todos sus talentos hacia el deseo que experimentaba de defender a su hijo, pero no había nada que pudiera hacer.

—¿Son esas chácharas religiosas? —insistió Gurney.

—¡Calla! —dijo Jessica—. Y reza.

El rostro del Emperador se iluminó con una repentina sonrisa.

—Si Feyd-Rautha Harkonnen… de mi séquito… así lo desea —dijo—, yo le libero de cualquier lazo para que pueda actuar según su deseo. —El Emperador levantó una mano hacia los guardias Fedaykin de Paul—. Uno de los de vuestra escoria tiene mi cinturón y mi puñal. Si Feyd-Rautha los desea, puede enfrentarse contigo con mi propia hoja.

—Lo deseo —dijo Feyd-Rautha, y Paul leyó la excitación en el rostro del hombre.

Es demasiado confiado, pensó Paul. Es una ventaja natural que puedo aceptar.

—Traed la hoja del Emperador —dijo Paul, y esperó a que su orden fuera obedecida—. Dejadla en el suelo, aquí —señaló el lugar con su pie—. Que la escoria Imperial se retire hacia el muro y deje al Harkonnen solo.

Un rumor de ropas, pies arrastrándose, órdenes dichas en voz baja y protestas acompañando la obediencia a las órdenes de Paul. Los hombres de la Cofradía permanecieron inmóviles junto al equipo de comunicaciones. Observaban a Paul con una obvia indecisión.

Están habituados a ver el futuro, pensó Paul. Pero en este lugar y tiempo están ciegos… tan ciegos como yo. E intentó sondear los vientos del tiempo, sintiendo los torbellinos, los nexos de la tormenta concentrados en aquel lugar, en aquel preciso momento. Pero incluso las más sutiles espirales le estaban vedadas ahora. Allí estaba, la aún no nacida jihad, lo sabía. Allí estaba la consciencia racial que había ya experimentado, con su terrible finalidad. Era una razón suficiente para un Kwisatz Haderach o un Lisan al-Gaib, incluso para los titubeantes planes Bene Gesserit. La raza humana había tomado consciencia de su estancamiento, y de su malsano replegarse en sí misma, y había visto la única salida en aquel torbellino que mezclaría los genes y del cual sobrevivirían únicamente las combinaciones más fuertes. En aquel instante, todos los seres humanos formaban un único organismo inconsciente que experimentaba un tipo de necesidad sexual capaz de derribar cualquier barrera.

Y Paul comprendió la futilidad de sus esfuerzos por modificar siquiera el más pequeño fragmento de todo aquello. Había pensado poder oponerse él solo a la jihad, pero la jihad seguiría existiendo. Incluso sin él, sus legiones se esparcirían furiosamente fuera de Arrakis. Necesitaban sólo una leyenda, y él se la había dado. Había mostrado el camino, les había permitido dominar incluso a la Cofradía gracias a su necesidad de especia para sobrevivir.

Un sentimiento de fracaso le invadió, y entonces vio que Feyd-Rautha se había despojado de su destrozado uniforme para aparecer vestido tan sólo con una simple malla metálica de combate.

Este es el clímax, pensó Paul. Desde aquí, el futuro se abrirá, las nubes se abrirán para dejar paso a una luz gloriosa. Y si yo muero aquí, dirán que me he sacrificado para que mi espíritu los guíe. Y si vivo, dirán que nada puede oponerse a Muad’Dib.

—¿Está preparado el Atreides? —dijo Feyd-Rautha, utilizando las palabras del antiguo ritual kanly.

Paul eligió responderle según la costumbre Fremen:

—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse! —señaló la hoja del Emperador en el suelo, indicando que Feyd-Rautha podía avanzar y tomarlo.

Sin apartar su atención de Paul, Feyd-Rautha se inclinó sobre el cuchillo, balanceándolo un momento en su mano para tomar su tacto. La excitación aumentaba en él. Este era el combate que siempre había soñado, de hombre a hombre, habilidad contra habilidad, sin ningún escudo interviniendo. Aquel combate le abriría el camino del poder, puesto que el Emperador premiaría sin la menor duda a quien eliminara a aquel fastidioso Duque. Incluso tal vez concediera como premio a su altanera hija y una parte del trono. Y aquel Duque bandido, aquel aventurero, no podía ser un adversario serio para un Harkonnen adiestrado en todas las astucias y todas las traiciones de mil combates en la arena. Y aquel patán ignoraba que iba a enfrentarse con muchas más armas que un simple cuchillo.

¡Veremos si resistirás al veneno!, pensó Feyd-Rautha. Saludó a Paul con la hoja del Emperador, y dijo:

—Prepárate a morir, loco.

—¿Así que vamos a combatir, primo? —preguntó Paul. Avanzó con paso felino, los ojos fijos en la hoja ante él, su cuerpo encorvado, el lechoso crys apuntando hacia delante como una extensión de su brazo.

Giraron uno en torno del otro, sus pies desnudos haciendo crujir el suelo, esperando la más pequeña abertura.

—Qué bien danzas —dijo Feyd-Rautha.

Es un hablador, pensó Paul. Esa es otra debilidad. El silencio lo inquieta.

—¿Te has arrepentido de tus faltas? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul seguía girando en silencio.

Y la vieja Reverenda Madre, observando el combate desde la primera fila, al lado del Emperador, empezó a temblar. El Atreides había llamado primo al Harkonnen. Esto significaba que conocía su común ascendencia, y esto era fácil de comprender porque era el Kwisatz Haderach. Pero aquellas palabras la obligaron a concentrarse en lo único que le importaba ahora.

Aquello podía ser la peor catástrofe para los planes selectivos de las Bene Gesserit.

Había entrevisto algo de lo que Paul había comprendido allí, que Feyd-Rautha podía matarlo pero sin salir por ello victorioso. Otro pensamiento, sin embargo, abismó casi su mente. Allí, ante ella, los dos productos finales de un largo y costoso programa se enfrentaban en un combate a muerte. Si ambos morían allí, quedaría tan sólo la hija bastarda de Feyd-Rautha, aún una niña, un factor desconocido, y Alia, una abominación.

—Quizá tan sólo tengáis ritos paganos aquí —dijo Feyd-Rautha—. ¿Quieres que la Decidora de Verdad del Emperador prepare tu espíritu para este viaje?

Paul sonrió, girando hacia la derecha, alerta, sus tenebrosos pensamientos anulados por las necesidades de aquel momento.

Feyd-Rautha saltó, fintando con la derecha, pero haciendo saltar el cuchillo a su mano izquierda.

Paul lo esquivó fácilmente, notando en el golpe de Feyd-Rautha la característica vacilación del condicionamiento del escudo. Sin embargo, tan sólo fue una leve vacilación, y Paul se dio cuenta de que Feyd-Rautha había combatido ya otras veces sin escudo, o al menos se había enfrentado con adversarios desprovistos de él.

—¿Acaso un Atreides corre en lugar de combatir? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul comenzó a girar silenciosamente. Las palabras de Idaho volvieron a él, las palabras del adiestramiento, hacía tanto tiempo, en el campo de prácticas de Caladan: «Usa los primeros momentos para estudiar al adversario. Así puedes perder la posibilidad de una victoria rápida, pero estos momentos de estudio son una garantía de éxito. Tómate tu tiempo y actúa sobre seguro».

—Tal vez piensas que esa danza prolongará tu vida unos pocos instantes —dijo Feyd-Rautha—. Estupendo —dejó de girar, irguiéndose.

Paul había visto lo suficiente para una primera evaluación. Feyd-Rautha avanzaba por el lado izquierdo, presentando a su adversario el flanco derecho, como si la cota de malla pudiera protegerle todo aquel lado. Era el modo de actuar de un hombre adiestrado en el uso del escudo y que tuviera un puñal en cada una de sus manos.

O… Y Paul vaciló… o tal vez la cota de malla era algo más de lo que parecía.

El Harkonnen parecía demasiado confiado ante un hombre que aquel mismo día había conducido a sus fuerzas a la victoria contra las legiones Sardaukar.

Feyd-Rautha notó aquella vacilación.

—¿Por qué prolongas lo inevitable? —dijo—. No haces más que impedirme ejercitar mis derechos sobre este mundo de basura.

Quizá sea una aguja, pensó Paul, muy bien escondida. No hay la menor huella en la malla.

—¿Por qué no hablas? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul reinició sus giros de estudio, permitiéndose que una gélida sonrisa fuera la única respuesta a la inquietud que había captado en la voz de Feyd-Rautha, evidenciando que la presión del silencio estaba haciendo su efecto.

—Sonríes, ¿eh? —dijo Feyd-Rautha. Y saltó a mitad de la frase.

Esperando una ligera vacilación, Paul casi no consiguió evitar el corte de la hoja, sintiendo el roce en su brazo izquierdo. Rechazó de su mente el repentino dolor, y comprendió que la primera vacilación había sido un truco… una contrafinta. Era un adversario muy superior a lo que había esperado. Debía tener fintas en las fintas de sus fintas.

—Tu propio Thufir Hawat me enseñó algunos de mis golpes —dijo Feyd-Rautha—. Me dio mi primera sangre. Tanto peor para él si ese viejo estúpido no ha vivido lo suficiente para ver esto.

Y Paul recordó lo que Idaho le había dicho una vez: «En combate, espera sólo aquello que ocurre. De este modo nunca serás sorprendido».

Giraron de nuevo uno en torno al otro, agazapados, acechando. Paul vio la excitación crecer de nuevo en el rostro de su oponente, y se preguntó el porqué. ¿Acaso una aguja significaba tanto para el hombre? ¡A menos que la hoja estuviera envenenada! ¿Pero cómo era posible? Sus propios hombres habían tenido el arma entre sus manos, la habían controlado antes de dársela. Eran demasiado experimentados como para no reparar en algo tan obvio.

—Esa mujer con la que hablabas antes —dijo Feyd-Rautha—. Esa pequeña. ¿Acaso es algo especial para ti? ¿Quizá tu animalito favorito? ¿Debo reservarle una atención especial?

Paul permaneció silencioso, con sus sentidos interiores examinando la sangre que goteaba de la herida, descubriendo rastros de un soporífero de la hoja del Emperador. Modificó su metabolismo para rechazar la amenaza, alterando las moléculas del soporífero, pero le asaltó una duda. Habían preparado la hoja con un soporífero. Un soporífero. Algo que no descubriría el detector de venenos, pero lo suficientemente fuerte como para paralizar sus músculos si lo alcanzaban. Sus enemigos tenían sus propios planes en los planes, sus propias traiciones y estratagemas.

Feyd-Rautha saltó de nuevo, lanzando un golpe.

Paul, con una sonrisa helada en sus labios, fintó con una calculada lentitud, como si estuviera paralizado por la droga, y en el último instante esquivó, golpeando el brazo que atacaba con la punta de su crys.

Feyd-Rautha esquivó parcialmente el golpe saltando de costado y retrocediendo, pasando su cuchillo a la mano izquierda. Sus mejillas palidecieron cuando notó el dolor del ácido en la herida causada por Paul.

Dejémosle un momento de duda, pensó Paul. Dejémosle sospechar que es veneno.

—¡Traición! —gritó Feyd-Rautha—. ¡Me ha envenenado! ¡Noto el veneno en mi brazo!

Paul rompió su silencio por primera vez.

—Sólo un poco de ácido —dijo— para responder al soporífero de la hoja del Emperador.

Feyd-Rautha dirigió a Paul una gélida sonrisa, y levantó la hoja en su mano izquierda en una burla de saludo. Sus ojos brillaban de rabia tras el cuchillo.

Paul pasó también el crys a su mano izquierda, igualándose con su oponente. Inició de nuevo sus giros de estudio.

Feyd-Rautha se le fue acercando lentamente, el cuchillo alto, la rabia leyéndose en sus entrecerrados ojos y en su prominente mandíbula. Fintó hacia la derecha y abajo, y se encontraron uno junto al otro, las hojas entrecruzadas, en un esfuerzo violento.

Paul, desconfiando del lado derecho de Feyd-Rautha, donde sospechaba que estaba la aguja envenenada, obligó a girar hacia la derecha a su adversario. Estuvo a punto de no ver la aguja en el momento en que surgió. Fue avisado por un movimiento de Feyd-Rautha, una distensión repentina de sus músculos, y la aguja falló la carne de Paul por una ínfima fracción de milímetro.

¡En la cadera izquierda!

Traición en la traición de la traición, pensó Paul. Usó el adiestramiento Bene Gesserit de sus músculos para apartarse bruscamente y aprovechar el reflejo instintivo de Feyd-Rautha, pero la necesidad de alejarse de la aguja envenenada en la cadera de su oponente lo hizo trastabillar y caer al suelo, con Feyd-Rautha sobre él.

—¿La ves en mi cadera? —susurró Feyd-Rautha—. Vas a morir, estúpido —y empezó a contorsionarse, haciendo que la aguja se acercara más y más—. Paralizará tus músculos, y mi cuchillo acabará contigo. ¡Y no quedará ningún rastro que pueda ser detectado!

Paul luchó con todos sus músculos, oyendo los gritos silenciosos en su mente, las advertencias de sus antepasados exigiendo que pronunciara la palabra secreta para detener a Feyd-Rautha y salvarse a sí mismo.

—¡No la diré! —jadeó Paul.

Feyd-Rautha lo miró, con una imperceptible vacilación. Sin embargo, fue suficiente para que Paul captara el punto débil en el equilibrio de su adversario, hiciera palanca en él y lo obligara a rodar sobre sí mismo, invirtiendo las posiciones. Ahora Feyd-Rautha estaba bajo él, con su cadera derecha en alto, incapaz de volverse debido a que la aguja, en su cadera izquierda, se había clavado en el suelo bajo él.

Paul liberó su mano izquierda, ayudado por la lubricación de la sangre de su brazo, y golpeó a Feyd-Rautha por debajo de la mandíbula. La punta del crys abrió su camino hasta el cerebro. Feyd-Rautha se estremeció y se combó en el suelo, sujeto parcialmente a él por la aguja clavada en el pavimento.

Inspirando profundamente para recobrar su calma, Paul se impulsó hacia arriba y se puso en pie. Permaneció inmóvil sobre el cuerpo, con el cuchillo en la mano, y alzó los ojos con una deliberada lentitud hacia el Emperador.

—Majestad —dijo—, vuestras fuerzas se han visto reducidas en otra unidad. ¿Vamos a dejar de tergiversar y engañarnos? ¿Vamos a discutir lo que conviene hacer? El matrimonio de vuestra hija conmigo y un camino abierto para que un Atreides se siente en el trono.

El Emperador se volvió y miró al Conde Fenring. El Conde sostuvo su mirada… ojos grises contra ojos verdes. Cualquier palabra era inútil, se conocían desde hacía tanto tiempo que bastaba una simple mirada.

Mata a este advenedizo por mí, estaba diciendo el Emperador. El Atreides es joven y lleno de recursos, si… pero también está cansado por el largo esfuerzo y no resistirá una lucha contigo. Desafíale ahora… tú sabes cómo hacerlo. Mátalo.

Lentamente, Fenring movió su cabeza, un prolongado giro hacia el rostro de Paul.

—¡Adelante! —siseó el Emperador.

El Conde miró fijamente a Paul, tal como Dama Margot le había enseñado, a la manera Bene Gesserit, consciente del misterio y la oculta grandeza que había en aquel joven Atreides.

Podría matarlo, pensó Fenring… y sabía que aquello era cierto.

Algo en sus más secretas profundidades retuvo sin embargo al Conde, y tuvo una visión breve, inadecuada, de su superioridad frente a Paul… el lado secreto de su persona, la furtiva cualidad de sus motivaciones que ningún ojo podía penetrar.

Paul, a través del rebullente nexo del tiempo, consiguió comprender en parte aquello, y se explicó finalmente por qué nunca había visto a Fenring en las tramas de su presciencia. Fenring era uno de aquellos que hubiera-podido-ser, un potencial Kwisatz Haderach, malogrado por una mancha en su esquema genético… un eunuco, cuyo talento estaba concentrado furtivamente, secretamente. Sintió entonces una profunda compasión por el Conde Fenring, el primer sentimiento de fraternidad que hasta entonces experimentara.

Fenring, leyendo la emoción de Paul, dijo:

—Majestad, rehúso.

El furor inundó a Shaddam IV. Dio dos pasos a través de su cortejo y abofeteó a Fenring con todas sus fuerzas.

El rostro del conde se ensombreció. Alzó los ojos, miró fijamente al Emperador y dijo, con un tranquilo y deliberado énfasis:

—Hemos sido amigos, Majestad. Lo que hago ahora lo hago tan sólo por amistad. Olvidaré vuestro gesto.

Paul carraspeó.

—Estábamos hablando del trono, Majestad —dijo.

El Emperador se volvió bruscamente, mirando a Paul con ojos llameantes.

—¡Yo estoy en el trono! —rugió.

—Tendréis otro en Salusa Secundus —dijo Paul.

—¡He depuesto mis armas y he venido aquí confiando en tu palabra! —gritó el Emperador—. Te atreves a amenazarme…

—Vuestra persona está segura en mi presencia —dijo Paul—. Es un Atreides quien os lo ha prometido. Pero Muad’Dib os sentencia a vuestro planeta prisión. Pero no tengáis miedo, Majestad. Usaré todos los poderes de que dispongo para hacer que aquel lugar sea menos rudo. Lo transformaré en un planeta jardín, lleno de cosas encantadoras.

El oculto sentido de las palabras de Paul llegó hasta la mente del Emperador. Miró a Paul a través de la estancia.

—Ahora comprendo tus verdaderos motivos —gruñó.

—Evidentemente —dijo Paul.

—¿Y Arrakis? —preguntó al Emperador—. ¿Otro mundo jardín lleno de cosas encantadoras?

—Los Fremen tienen la palabra de Muad’Dib —dijo Paul—. Habrá agua corriendo libremente bajo el cielo de este mundo, y oasis verdeantes llenos de cosas hermosas. Pero también debemos pensar en la especia. Así, siempre habrá desierto en Arrakis… y terribles vientos, y pruebas para endurecer al hombre. Nosotros los Fremen tenemos un proverbio: «Dios creó Arrakis para templar a los fieles». Uno no puede ir contra la palabra de Dios.

La vieja Decidora de Verdad, la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, había captado otro oculto significado en las palabras de Paul. Había entrevisto la jihad. Dijo:

—¡No puedes desencadenar a esa gente sobre el universo!

—¡Lamentaréis las gentiles maneras de los Sardaukar! —espetó Paul.

—No puedes —susurró ella.

—Tú eres una Decidora de Verdad —dijo Paul—. Mide tus palabras. —Miró a la Princesa Real, luego al Emperador—. Decidid, Majestad.

El Emperador dirigió a su hija una afligida mirada. Ella tocó su brazo y dijo tranquilizadoramente:

—He sido educada para esto, padre.

Él inspiró profundamente.

—No podéis impedirlo —murmuró la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador se irguió, encontrando algo de su perdida dignidad.

—¿Quién negociará por ti, consanguíneo? —preguntó.

Paul se volvió, miró a su madre, con los ojos casi cerrados por el agotamiento, junto a Chani y un grupo de Fedaykin. Se acercó a ellos y se detuvo ante Chani, observándola.

—Sé tus razones —murmuró Chani—. Si ha de ser así… Usul.

Paul, notando las ocultas lágrimas tras su voz, le acarició la mejilla.

—Mi Sihaya no tendrá nunca nada que temer —susurró. Dejó caer el brazo, hizo frente a su madre—. Tú negociarás por mí, madre, con Chani a tu lado. Tiene sabiduría y mirada penetrante. Y se dice con justicia que nadie es más duro en los negocios que un Fremen. Ella verá a través de los ojos de su amor por mí y con el pensamiento de nuestros futuros hijos que no la abandonarán. Escúchala.

Jessica adivinó los fríos cálculos que se escondían tras las palabras de su hijo y se estremeció.

—¿Cuáles son tus instrucciones? —preguntó.

—Exijo como dote la totalidad de los intereses del Emperador en la Compañía CHOAM —dijo.

—¿La totalidad? —Jessica tuvo dificultad en encontrar las palabras.

—Debe ser enteramente despojado. Quiero un condado y un directorio de la CHOAM para Gurney Halleck, así como el feudo de Caladan. Títulos y poderes para todos los supervivientes de entre los Atreides, hasta el más humilde soldado.

—¿Y para los Fremen? —preguntó Jessica.

—Los Fremen son cosa mía —dijo Paul—. Lo que reciban les será dado por Muad’Dib. Y empezaremos con Stilgar como gobernador en Arrakis, pero esto puede esperar.

—¿Y para mí? —preguntó Jessica.

—¿Hay algo que desees especialmente?

—Quizá Caladan —dijo ella, mirando a Gurney—. No estoy segura. Me he vuelto demasiado parecida a los Fremen… y soy una Reverenda Madre. Necesito un tiempo de paz y tranquilidad para reflexionar.

Eso lo tendrás —dijo Paul—, y cualquier otra cosa que Gurney o yo podamos darte.

Jessica asintió, sintiéndose repentinamente vieja y cansada. Miró a Chani.

—¿Y para la concubina real?

—Ningún título para mí —murmuró Chani—. Ninguno. Por favor.

Paul miró profundamente a sus ojos, recordándola de pronto como la había visto en otras ocasiones, con el pequeño Leto en sus brazos, su hijo que había encontrado la muerte en aquella violencia.

—Te juro —murmuró— que no necesitarás ningún título. Aquella mujer será mi esposa y tú tan sólo una concubina porque esto es un asunto político y debemos sellar la paz y aliarnos con las Grandes Casas del Landsraad. Las formalidades serán respetadas. Pero aquella princesa no obtendrá de mí más que el nombre. Ningún hijo, ninguna caricia, ninguna mirada, ningún instante de deseo.

—Dices eso ahora —murmuró Chani. Miró a la rubia princesa a través de la estancia.

—¿Tan poco conoces a mi hijo? —susurró Jessica—. Mira a esa princesa inmóvil, allí, tan orgullosa y segura de sí misma. Dicen que tiene pretensiones literarias. Esperemos que puedan llenar su existencia, porque va a tener muy poca cosa más. —Se le escapó una amarga sonrisa—. Piensa en ello, Chani: esa princesa tendrá el nombre, pero será mucho menos que una concubina… nunca conocerá un momento de ternura por parte del hombre al que estará unida. Mientras que a nosotras, Chani, nosotras que arrastramos el nombre de concubinas… la historia nos llamará esposas.

FIN