Capítulo VII

MI convalecencia dura todo un día más. Me quedo en la cama, a veces dormitando, a veces divagando, pero sin ganas ni fuerzas para moverme ni para comer. Mis compañeras de cuarto, Anika, Svenia y Heidi, intentan averiguar qué me pasa, pero no logro explicárselo. Es como si me hubiese quedado sin energías.

Como si vivir no valiese la pena.

Por suerte, a medida que pasan las horas me voy recuperando. Al caer la tarde, logro incorporarme un poco en la cama. Me encuentro con la mirada comprensiva de Anika, que me ofrece un sándwich y una botella de agua con gas, y me sonríe.

Danke —murmuro.

Ella me explica, medio en alemán medio en inglés, que cree que ya sabe lo que tengo. La escucho atentamente mientras mastico el sándwich con lentitud. Entiendo más o menos lo que quiere decir: me cuenta que a su hermana le pasó una vez algo parecido en época de exámenes. Es una crisis de estrés: el cerebro se colapsa, el cuerpo dice basta y, de pronto, te duele todo y lo único que quieres es meterte en la cama a descansar. Se cura durmiendo y no haciendo absolutamente nada.

Sonrío y le doy las gracias otra vez. Sí, supongo que será eso, le contesto.

Parece que se queda más tranquila al verme comer, de modo que esa será la versión oficial; desde luego, es mejor haber sido víctima de un ataque de estrés que del ataque de un demonio.

Mis tres compañeras de cuarto son de Munich, tres amigas universitarias que aprovechan unos días libres para visitar la capital. Es evidente que, como soy más joven que ellas, aunque se nota que estoy acostumbrada a ser independiente y viajar sola, se preocupan por mí como de una hermanita pequeña. Qué majas.

Pero, en cualquier caso, no puedo, no debo mezclarlas en esto.

Mañana me iré. No sé adonde, pero me iré. Quizá vuelva a suplicarle a Jeiazel o me las arregle para marcharme a la otra punta del mundo. Lo que sí sé es que no puedo volver con Jotapé.

Los dos días de plazo expirarán muy pronto, y de nuevo se abrirá la veda de Cat. Y si no hay a mi lado nadie lo bastante poderoso como para protegerme, es mejor que no haya nadie.

Cae la noche y yo sigo en la cama. Creo que no solamente estoy agotada, sino que además he pillado una depresión como quien pilla un resfriado. Por primera vez me doy cuenta de lo pequeña que soy en un mundo de gigantes.

Un mundo que les sigue perteneciendo a ellos y que aún se rige por sus reglas, aunque los humanos, en nuestra fatua arrogancia, queramos creer que tenemos algún control sobre él.

Me despierto bruscamente cuando alguien deja caer su mano en mi hombro. Aturdida, creo ver unos ojos rojizos que relucen en la oscuridad; me revuelvo y trato de gritar, pero la misma mano me cubre la boca y me lo impide.

—Cat, soy yo —dice la voz de Angelo; entonces despierto de mi pesadilla y advierto que no hay ojos rojos, solo la sombra de un demonio—. He venido a buscarte —añade él.

Eso no me tranquiliza. Me libro de su mano y me incorporo.

—Vete de aquí —gruño.

—No puedo. He recibido órdenes.

—¿Ordenes? —repito—. ¿De quién?

—Es muy largo de explicar; pero debes saber que hay alguien que está dispuesto a ayudarte, y que vamos a llevarte a un lugar seguro.

—¿Quién es ese alguien? —insisto con desconfianza—. ¿Por qué ahora sí quieres ayudarme, y anoche me dejaste tirada?

Casi puedo percibir su sonrisa en la oscuridad.

—Es un ser lo bastante poderoso como para que yo no me atreva a contrariarle —responde.

—Así que, si me ayudas, es solo por temor a represalias. —Le doy la espalda, vuelvo a echarme en la cama, dispuesta a seguir durmiendo, y le resumo en una palabra lo que pienso de él—: Cabrón.

Angelo suspira con impaciencia. Enciende la luz de la mesita, aun a riesgo de despertar a mis compañeras de cuarto.

—Vamos, Cat, no hay tiempo que perder. Estás en peligro, y lo sabes.

—Nergal dijo que tenía dos días.

—¿Y desde cuándo los demonios respetamos los pactos?

Eso me hace reaccionar. Me incorporo un poco en la cama y me vuelvo hacia él.

—Recoge tus cosas y vámonos de aquí —me ordena.

En ese momento, Anika asoma su cabeza, despeinada y soñolienta, por la litera de arriba. Parpadea al ver a Angelo.

Parece que va a hablar, quizá a gritar; pero entonces, Angelo susurra:

Schlafein.

Y Anika cierra los ojos de nuevo y se derrumba sobre su cama, profundamente dormida.

—Venga, levanta —me dice el demonio—. Tenemos que irnos.

—¿Adónde?

—A un lugar seguro.

Gruño y protesto un poco, pero finalmente trato de ponerme en pie. Por desgracia, me mareo y tengo que sentarme de nuevo. Angelo chasquea la lengua con disgusto.

—¿Todavía estás fuera de combate? Qué flojos sois los humanos. ¿Voy a tener que vestirte yo?

Coge los pantalones que dejé ayer sobre la silla. Se los quito de las manos, furibunda.

—Trae aquí, todavía puedo hacerlo yo sólita, muchas gracias. Y date la vuelta.

Pone los ojos en blanco.

—Ah, por favor…

Le arrojo a la cara mi bolsa de deporte.

—Si quieres hacer algo útil, llénala con todo lo que encuentres en ese armario.

Se encoge de hombros y se dispone a hacerme el equipaje, para lo cual no tiene más remedio que darme la espalda, pues el armario está justo enfrente de la cama. Entre medias, se despiertan Svenia y Heidi, pero inmediatamente vuelven a caer dormidas, bajo la influencia del demonio. Mientras tanto, me visto con cierta torpeza.

—¿Solo llevas esto? —me pregunta Angelo escudriñando el interior de mi equipaje.

—No necesito más —le replico con cierta ferocidad arrebatándole la bolsa y cerrando la cremallera. Vale, solo tengo dos pares de pantalones de deporte, tres camisetas, unas zapatillas, cuatro mudas de ropa interior y una sudadera calentita, pero ¿para qué quiero más? Basta con lavar la ropa regularmente, ¿no?

Angelo frunce el ceño y me mira con una expresión que espero, por la memoria de mi padre y la gloria de mi madre, que no sea de pena, porque entonces sí que me lo cargo.

Entretanto, he terminado de vestirme y estoy lista para partir. Pero, de pronto, me quedo quieta y miro a mi compañero, suspicaz.

—Oye, no me estarás traicionando, ¿verdad?

—No seas ridícula.

Pero a mí esto cada vez me resulta más sospechoso, de modo que vuelvo a sentarme en la cama y cruzo los brazos.

—Yo no voy a ninguna parte hasta que no sepa qué pasa aquí.

Con un suspiro cargado de impaciencia, Angelo tira de mí y me pone en pie. Me tiemblan las piernas.

—Que no voy a ninguna parte.

—Pero si apenas puedes caminar —observa él, consternado.

—Por eso no voy a ninguna parte. Y porque no confío en ti, para que lo sepas.

Pero toda resistencia es inútil. Angelo pasa mi brazo sobre sus hombros y carga conmigo y con la bolsa. Estoy cansada y tengo miedo, pero no me quedan fuerzas para protestar. Dejo que me arrastre hasta el ascensor.

—Tengo que pagar la habitación —murmuro entonces.

—No te preocupes por eso.

—Pero…

—He dicho que no te preocupes por eso.

Y no insisto. Permanecemos callados hasta que llegamos a la planta baja. Trato de caminar fuera del ascensor, pero tropiezo, y habría caído al suelo de no estar ahí Angelo para ayudarme. Le oigo suspirar y murmurar:

—Pero cómo se ha pasado ese bestia…

Levanto la cabeza.

—Oye, que yo estoy muy bien, ¿vale?

Y recojo los restos de mi dignidad perdida para caminar, yo sola, hasta la salida.

O la habitación está ya pagada, o bien le han sugerido al recepcionista que se olvide de cobrármela, porque el caso es que ni se digna mirarme.

Ya en la calle, Angelo para un taxi. Nos acomodamos en el asiento de atrás.

Steigenberger Hotel, bitte —le dice Angelo al taxista.

—¿Me sacas de mi hotel para llevarme a otro hotel? —le pregunto, incrédula.

—No es un hotel cualquiera, ya verás. Pertenece a la persona que quiere protegerte. Es… digamos que es inmensamente poderoso —y se ríe en voz baja; me mira, y esta vez lo hace de una forma distinta, con curiosidad y casi con admiración.

—¿Qué pasa?

—No tienes ni idea, ¿verdad? —No respondo y continúo mirándole, intrigada; Angelo suspira, se acomoda en el asiento del taxi y empieza a hablar en voz baja—: Cuando me despedí de ti ayer, estaba convencido de que no volvería a verte. No te lo tomes a mal; cuando uno llega a cierta edad, ya ha aprendido a no meterse con los demonios más poderosos. Es una de esas leyes no escritas de nuestro mundo.

»Pero entonces me salió al encuentro un tipo que venía de parte de alguien situado mucho más arriba de Agliareth. Alguien que conocía tu nombre, Cat, y no solo eso: me pidió que te protegiera a toda costa. Debías vivir, y esa debía ser mi prioridad a partir de ahora.

»Y bueno, reconozco que tengo cosas mejores que hacer que cuidar de ti. Pero cuando uno de los grandes señores demoníacos se digna dirigirse alguien como yo para pedirle un favor… no es conveniente negarse. Me explico, ¿no?

—Uno de los grandes señores… —repito, aturdida—. Pero ¿de quién estamos hablando?

—Para serte sincero, no lo sé, porque no ha querido desvelar su identidad. Pero te aseguro que el que ha contactado conmigo en su nombre es un demonio antiguo, y alguien así no obedecería órdenes de cualquiera. Ahora, por tanto, trabajo para él. Debo decir que prefiero ir a mi aire, pero si tengo que obedecer las órdenes de otro demonio, es mejor que sea uno de los grandes señores del averno. Y no habrá más de diez demonios en todo el mundo que puedan considerarse parte de ese selecto club, así que, dentro de lo que cabe, hemos tenido suerte, tú y yo; tú, porque te protege uno de los demonios más poderosos que existen, y yo, porque obedezco ahora a alguien que tiene servidores en todo el planeta.

—Estás de broma —balbuceo.

—No, y por eso hoy es tu día de suerte. Nadie va a atreverse a tocarte mientras estés bajo la protección de un demonio poderoso. Así que yo, en tu lugar, no desaprovecharía la oportunidad.

—Pero… pero… ¿por qué?

—No lo sé, Cat. Pero alégrate de tener un protector y acepta su mano sin hacer preguntas. Es lo mejor que te podía pasar, dadas las circunstancias.

—¿Lo mejor que me podía pasar… estar bajo la protección de un señor del infierno que ni siquiera sé quién es? ¡Estás loco!

No puedo seguir hablando, se me quiebra la voz. Noto un nudo en la garganta y siento ganas de llorar. Me siento agotada, tengo miedo y estoy al borde de un ataque de nervios.

Entonces Angelo me pasa el brazo por los hombros y me atrae hacia sí. Y me derrumbo.

Entierro la cara en su hombro y me echo a llorar en silencio. Procuro que no me vea, que no me oiga, pero estoy temblando y me temo que no puedo ocultarle este momento de debilidad, maldición, por todos los demonios del infierno.

Es solo que estoy enferma, que estoy cansada y que no entiendo nada de lo que está pasando. Pero mañana volveré a ser la de siempre. Estoy convencida de ello.

Me despierto en una amplia cama, de sábanas blancas, suaves y perfumadas. Seguro que me he muerto y estoy en el cielo. Seguro…

Poco a poco recuerdo lo que sucedió anoche. Cómo escapamos del hostal de madrugada, como dos ladrones. Cómo cogimos aquel taxi, y Angelo me contó… eso, y cómo llegamos a un enorme, precioso e increíble hotel de cinco estrellas en pleno centro de Berlín.

Miro a mi alrededor. ¿No es un sueño? Estoy en una suite, y es toda mía. Nunca, jamás en mi vida había tenido una habitación semejante, y menos para mí sola. Me levanto con cuidado. Hoy me siento mucho mejor.

Camino descalza sobre la moqueta, blanda y mullida. Cruzo una puerta y me topo con un cuarto de baño impoluto y gigantesco. Sigo explorando la habitación, cruzo otra puerta y me encuentro con una pequeña sala de estar que también pertenece a mi dormitorio. ¿Cómo es posible? Descorro las cortinas, suaves y ligeras, y contemplo extasiada la ciudad que se extiende a mis pies.

Es demasiado lujo para mí. Definitivamente, me he muerto y estoy en el cielo.

Llaman a la puerta. Me incorporo, alerta, pero una voz femenina, agradable y musical dice desde el otro lado:

Hallo? Frühstück, bitte!

Como yo no respondo, repite, esta vez en inglés:

Good morning! Breakfast, please!

Abro la puerta —solo un poco— y asomo la nariz con desconfianza. Ante mí hay una camarera sonriente que carga con una inmensa bandeja plateada. Instintivamente, la dejo pasar para que la deposite en alguna parte. La deja sobre la mesita auxiliar y se marcha, en silencio y sin perder la sonrisa.

Levanto la tapa de la bandeja.

Una montaña de cosas deliciosas se esconde debajo: zumo de naranja, café, huevos, tostadas, fruta, mermelada, bollitos, beicon… No es posible que todo esto sea para mí. No es posible…

El olor es demasiado poderoso como para resistirse, y menos de cinco segundos después, ya estoy comiendo a dos carrillos. Y justo en mitad de la operación entra Angelo, sin molestarse siquiera en llamar.

—¿Te encuentras mejor hoy? Te he pedido el desayuno completo; ya veo que he acertado.

Dejo de comer inmediatamente.

—Esto es un truco, ¿verdad? —le pregunto con desconfianza—. Estás intentando comprarme.

—No me des las gracias a mí, sino a tu protector —declara Angelo sentándose sobre la cama; hoy parece estar de un humor excelente.

—Genial —gruño—. Me alegro de que hayas encontrado un patrón generoso, pero insisto en que a mí no me hace ninguna gracia que un gran señor demoníaco sepa que existo. Y dime: ¿qué me va a pedir a cambio de tanta gentileza?

—Solo que te quedes en el hotel y no salgas, al menos de momento. Por lo que me han dicho, ahora mismo está muy ocupado, pero piensa venir a verte en cuanto pueda.

—¿Y si yo no quiero verle a él?

—Cat, Cat, no seas desagradecida. Está de tu parte y no quiere que nadie te haga daño. Además, por lo que tengo entendido, a ti sí tiene previsto revelarte su identidad. Lo menos que puedes hacer a cambio es escuchar lo que tenga que decirte.

—No es una buena idea escuchar lo que tenga que decir un demonio, y menos si es uno poderoso —murmuro; entonces alzo la cabeza para preguntarle—: ¿Podrá decirme quién mató a mi padre?

—Probablemente sí, a no ser que detrás de su muerte esté el mismo Lucifer, cosa que dudo mucho.

Reflexiono. Angelo se me queda mirando y añade, con un tono un poco más suave:

—Has de saber que creo que tienes una gran fuerza interior, para ser una humana.

—No me digas —respondo, con algo de guasa.

—En serio. Me recuerdas a los de antes.

—¿A quiénes?

—A los humanos de antes. A los de hace miles de años. —Suspira y se levanta, sacudiendo la cabeza—. Estaban hechos de otra pasta.

—¿De verdad recuerdas cómo era la vida hace miles de años?

Clava sus ojos grises en mí. Por un momento, me recuerdan a un mar en calma bajo un cielo neblinoso. Hasta que me doy cuenta de que se está riendo.

—No —confiesa.

Se dirige de nuevo hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—A hablar con algunas personas. Tú quédate aquí —me ordena—, y no salgas por nada del mundo.

—Más que la protegida de tu patrón, parezco su prisionera —comento con sorna.

Pero Angelo ya se marcha. Cierra la puerta tras él, sin ruido, y me quedo sola otra vez…

… Cosa que, por el momento, no me importa lo más mínimo. Ya que dispongo de una suite en un hotel de cinco estrellas, por cortesía de uno de los grandes señores del infierno, pienso aprovecharme de ello.

De modo que me doy un laaaargo baño en la inmeeeensa bañera y, poco a poco, tengo la sensación de que mis músculos se relajan y mi mente vuelve a aclararse. Para cuando salgo del baño, ya me encuentro casi bien.

Me miro en el espejo; tengo ojeras a pesar de lo mucho que he dormido, pero, por lo demás, no tengo tan mal aspecto como ayer.

¿Qué cómo soy? ¿Aún no os lo he dicho? Veamos… Tengo el pelo de color caoba, y lo llevo corto, en una semimelena por debajo de las orejas. Se me rizan las puntas y es un engorro, así que casi siempre llevo una cinta, a modo de diadema, para recogerlo. Y tengo los ojos de color avellana. Cuando les da el sol, parecen un poco dorados. Oro viejo, decía mi padre. Él tenía los ojos muy oscuros, casi negros, como un pozo sin fondo. Por eso supongo que los míos me vienen por parte de madre. Tengo la piel muy morena por todo el tiempo que paso al aire libre, y, por esa misma razón, también tengo, desde muy pequeña, las mejillas salpicadas de pecas. Y además soy bajita. Así que, como veis, no soy nada espectacular. Una chica del montón.

Pero esta chica del montón está disfrutando hoy de un lujo al que no está acostumbrada, de modo que, después de vestirme otra vez, me dedico a curiosear por todos los rincones de la habitación. Descubro el minibar. Hay refrescos y una caja de bombones. Tras una breve vacilación, me encojo de hombros y me agencio los bombones. ¿Qué diablos? ¡Pagan los demonios!

Paso el resto del día comiendo bombones, tumbada en la cama y zapeando. A mediodía me traen la comida, no menos deliciosa y abundante que el desayuno. Pero sigo sin tener noticias de Angelo ni de nadie más.

Hacia las siete de la tarde, ya me siento como un león enjaulado. La tele me aburre, y lo cierto es que me muero de ganas de salir a la calle a pasear. Ayer no me moví del hostal porque estaba enferma. Y hoy, que ya estoy curada y puedo salir de mi cuarto, no lo hago porque no me dejan.

Entonces suena el teléfono, y lo cojo con precaución. Al otro lado habla un señor muy amable en alemán. Por supuesto, no pillo una, así que me repite en inglés que hay un chico que quiere verme.

No es el estilo de Angelo llamar antes de entrar, de modo que no puede ser él. Cuelgo el teléfono, sin más, y sigo viendo la tele.

Momentos después, llaman suavemente a la puerta. Me levanto y voy a ver quién es, abriendo solo una rendija.

Fuera hay un chico jovencito, de unos trece o catorce años. Me sonríe de oreja a oreja en cuanto me ve.

—¿Cat? —me pregunta, y luego añade algo que no comprendo.

—¿Quién eres? —interrogo sin abrir del todo la puerta.

—Me llamo Johann —me dice entonces en un perfecto castellano, y añade bajando la voz—: He venido a sacarte de aquí. Vengo de parte de Gabriel.

—¿Gabriel? —repito, y para asegurarme pregunto, en susurros—: ¿El arcángel?

—¿Me dejas pasar?

Dudo solo un momento.

—Espera —le digo.

Cierro la puerta, retrocedo hasta recuperar mi espada y, solo cuando la tengo en la mano, le abro del todo.

El chico entra. Se fija en la espada, claro, pero asiente con un gesto de aprobación.

—La espada de Iah-Hel —dice—. Me alegra saber que está en buenas manos, y que esos malnacidos no te la han quitado.

Me siento en el sofá y le indico que se siente frente a mí. Por si acaso, sigo sin desprenderme de la espada.

—Explícate —le exijo.

—No tenemos tiempo para esto —se impacienta—. Gabriel ha tardado mucho en encontrarte porque los demonios te han estado llevando de un lado a otro, y si no vienes con nosotros ahora, te volverán a trasladar.

—¿A trasladarme? ¡Ni que fuera un preso!

—¿Acaso no lo eres?

Abro la boca para replicar. Lo cierto es que estoy aquí, en esta habitación, porque Angelo así lo ha querido. Antes de conocerle, yo iba a donde me daba la gana y salía de mi cuarto si me daba la gana.

Reflexiono un momento. Lo cierto es que no he querido pararme a pensar en ello porque es demasiado desconcertante, y porque, después de todo, merecía un descanso y el día en el hotel me ha sentado muy bien. Pero no me da buen rollo que un gran señor demoníaco desconocido quiera ser mi padrino, mi protector, o lo que sea. Johann tiene razón, no tiene ningún sentido. El único motivo por el cual podrían estar interesados en «protegerme» es, en efecto, tenerme controlada… atrapada.

—Tenemos que darnos prisa —me insiste—. Estamos en territorio demoníaco, y no tardarán en descubrirme si permanezco mucho más tiempo aquí.

Lo observo con atención. Es un chaval rubio, de mirada despierta y sonrisa amistosa.

—¿Eres un ángel?

—Te ha costado darte cuenta, ¿eh? —Me coge de la mano y tira de mí para levantarme; cuando estamos el uno junto al otro compruebo que, a pesar de ser menor que yo, es un poco más alto.

—Entonces, ¿quieres llevarme con los demás ángeles? Pero Jeiazel dijo…

—Jeiazel actuó por su cuenta y sin consultar a sus superiores —replica Johann—. Por supuesto que no íbamos a dejar a la hija de Iah-Hel sola en el mundo a merced de los demonios. ¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? —Sacude la cabeza, indignado.

Un inmenso alivio me recorre de la cabeza a los pies. De modo que es cierto: por fin me aceptan. Los ángeles no son tan altivos ni tan despiadados como me dio a entender Jeiazel. Acogerán a la hija de un ángel, aunque tenga sangre humana; me protegerán y responderán a todas mis preguntas, y no tendré que pactar con demonios nunca más.

—Voy por mis cosas —respondo, y me levanto rápidamente para recogerlo todo. Estoy lista en apenas un par de minutos; después de todo, ni siquiera había llegado a colocar mi ropa en el armario.

Sí, es verdad, sé que Angelo me dijo que no saliera de aquí. Pero ¿cómo voy a fiarme de un tipo que, además de ser un demonio, hace menos de dos días me dejó plantada?

Con cierta pena por abandonar la habitación, sigo a Johann al pasillo, equipada con mi bolsa de viaje y mi espada. El chico corre hacia las escaleras, resuelto.

—¿No vamos por el ascensor?

—Es mejor que no nos topemos con nadie —me responde en voz baja—. La mayoría de los trabajadores de este hotel son humanos, pero hay algunos demonios, y han estado a punto de verme cuando he ido a recepción a preguntar por ti. Si me ven, me reconocerán. Así que es mejor que salgamos por la entrada de servicio.

Seguimos por las escaleras hasta llegar abajo del todo. Después de recorrer un par de pasillos más, Johann empuja una puerta, y de pronto estamos en la calle.

—Genial —dice brindándome una sonrisa encantadora—. Debían de estar muy seguros de que no ibas a escapar. ¿Qué te han dicho para convencerte de que te quedes en el hotel?

—Que era peligroso salir. Y que podían darme información sobre los asesinos de mi padre —añado sintiéndome un tanto estúpida.

Johann sacude la cabeza con pesadumbre.

—Tu padre murió en Combate, Cat. Probablemente lo mató el grupo de Malfas; últimamente disfrutan acorralando a pobres ángeles perdidos. Pero no te preocupes: Miguel anda tras ellos desde hace un tiempo, y tarde o temprano acabará con él.

—Pero… pero… ¿por qué tienen tanto interés en mí?

—Oh, simplemente porque Gabriel te estaba buscando. Todos saben que, desde que la guerra contra los ángeles ya no es lo que era, muchos grandes señores demoníacos están de capa caída. Dicen que hasta Nisrog se les sube a las barbas —asegura, y se ríe nada más decirlo—. Eso es una exageración, claro, pero sí es verdad que algunos están deseando congraciarse con Lucifer, y están enviando agentes a espiar a Gabriel y los ángeles de su entorno. Alguien se enteró de que te estábamos buscando y pensó que debía haber alguna razón —se encoge de hombros—. Los demonios son incapaces de comprender que queramos proteger a un humano simplemente por pura amabilidad. Para ellos siempre tiene que haber un significado oculto en todo.

Suspiro, aliviada. Por fin alguien me da las explicaciones que llevo tanto tiempo buscando. Es increíble cómo puede cambiar la vida de una persona de la noche a la mañana. Ayer estaba tumbada en un hostal, pensando que la vida no tenía sentido, y hoy me aceptan en el seno de la comunidad angélica… a la que siempre quise pertenecer.

—De todos modos —añade Johann frunciendo el ceño—, nos vendría muy bien saber quién te tenía retenida.

Dudo. Me sabe mal confesarle que no tengo ni idea, que Angelo no ha llegado a desvelar la identidad del «protector» que, supuestamente, quería conservarme viva y prisionera en un hotel de cinco estrellas.

—No te lo dijeron, ¿eh? —adivina él; parece frustrado un momento, pero luego sonríe de nuevo—. No importa; lo averiguaremos. ¿Tampoco lo sabe el demonio que iba contigo?

—¿Angelo? —pregunto maquinalmente—. No; me dijo que alguien había contactado con él, y que ese alguien era un demonio antiguo que servía a otro mucho, mucho más poderoso. No me dio nombres.

—Entiendo —asiente Johann pensativo.

—¿Es importante?

—Es más fácil luchar contra un demonio si conoces su identidad. Por eso, muchos de ellos se ocultan bajo nombres falsos. Pero los señores demoníacos no necesitan hacerlo, por lo que supongo que este es particularmente cobarde, o bien no es tan poderoso como quiso hacerte creer.

Estamos bajando las escaleras que llevan a una estación de metro. Nadie nos sigue, nadie nos persigue. Me siento segura por primera vez en mucho tiempo.

—Pues tú tampoco me has dicho cómo te llamas de verdad —hago notar.

Él me dedica otra de sus francas sonrisas.

—Nithael —responde.

—Ese es el nombre de un ángel muy antiguo —observo, y reacciona con una carcajada.

—Que no te engañe mi aspecto —me recomienda—. Tu nombre, en cambio, no es Cat, ¿me equivoco?

—Caterina —admito a regañadientes.

—Italiana —asiente Johann—. Hablas español, pero aún te queda algo de acento.

Lo miro, sorprendida. Es cierto que nací en Italia, donde pasé los dos primeros años de mi vida, una etapa de la que no recuerdo gran cosa. Luego, mi padre me llevó a vivir a España, a un pueblecito de Asturias, y se podría decir que allí aprendí a hablar del todo. Después, cuando cumplí los cinco años, empezaron los viajes…

… Y hasta hoy.

—¿Cómo me va a quedar acento italiano? ¡Si me fui de allí a los dos años!

—Los orígenes no se olvidan, Cat.

—Pues tú has olvidado el tuyo —respondo, mordaz.

Johann se ríe otra vez, con una risa alegre y cantarína.

Nos detenemos junto al andén del metro.

—¿Adónde vamos? —pregunto.

—Al aeropuerto —contesta Johann; me maravilla ver cómo responde a todas mis preguntas sin acertijos, rodeos ni medias verdades—. Tengo dos billetes para Río de Janeiro; allí nos reuniremos con Gabriel.

—¿Gabriel está en Brasil? —pregunto sonriendo.

Todo es mucho mejor de lo que jamás había imaginado. Mi padre siempre me habló de Gabriel como de un ángel bueno y amable. Hoy día, es uno de los ángeles más nobles que existen. Es un gran honor que quiera conocerme. ¡Y voy a ir a Brasil!

—¿Por qué vamos en metro? ¿No podemos ir en taxi?

—Bajo tierra somos más difíciles de detectar… —dice Johann. Sus últimas palabras quedan ahogadas por el ruido del tren que se acerca.

Entonces oigo que alguien grita mi nombre; no lo escucho en mis oídos, puesto que el estruendo del metro bloquea cualquier otro sonido, sino que suena en algún lugar de mi mente, o de mi corazón.

Es la voz de Angelo.

Me vuelvo, extrañada. Detecto una sombra bajando los escalones tan deprisa que mi ojo apenas puede captarla. ¿Por qué…?

De pronto me empujan y pierdo el equilibrio. Muevo los brazos para tratar de estabilizarme sobre el andén, pero mi bolsa y mi espada tiran de mí hacia atrás.

Y todo sucede en menos de dos segundos, pero es como si transcurriese a cámara lenta. Me veo cayendo al vacío sin poder evitarlo, mientras vislumbro el rostro de Johann, cuya franca sonrisa es ahora una mueca malévola, siniestra.

Y comprendo, una milésima de segundo antes de que el tren embista mi cuerpo y lo destroce, cortando los lazos que me unen a la vida, que no fui capaz de reconocer al demonio hasta que estuve junto a él al borde del abismo… hasta que fue demasiado tarde.