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Se quedaron inmóviles bajo la profusión de manchas luminosas. Por encima del hombro de Felder, Constance miraba la nave de la capilla. Los dos sobres, el viejo y el nuevo, estaban sobre el banco, entre los dos.

Constance empezó a hablar.

—Nací en el número 16 de Water Street de Nueva York, en la década de 1870. Lo más probable es que fuera en verano de 1873. Cuando tenía cinco años mis padres murieron de tuberculosis. En 1878 recluyeron a mi hermana mayor, Mary, en un asilo, la Misión de Five Points. Al final desapareció. Mi hermano Joseph murió en 1880. Todo eso ya lo sabe usted.

»Lo que no sabe es que mi hermana Mary fue víctima de un médico vinculado a la Misión de Five Points, un cirujano de gran habilidad que se hacía llamar Enoch Leng y que se caracterizaba por una ambición muy singular: prolongar la duración de su vida muy por encima de la de un ser humano normal. Antes de que lo juzgue usted conviene que le explique que el doctor no pretendía extender su vida por motivos egoístas, sino que trabajaba en un proyecto científico, un plan que tardaría más en completarse de lo que duraba una vida normal.

—¿Qué proyecto científico? —preguntó Felder.

—Los detalles del proyecto no son necesarios para mi historia. —Constance hizo una pausa—. Llegamos ahora a la primera de una larga serie de extravagancias. Las teorías del doctor Leng eran tan poco ortodoxas como su sentido de la ética médica. Sus investigaciones lo convencieron de que era posible crear un tratamiento médico, una especie de fórmula o arcano, para prolongar mucho la vida. Los ingredientes solo se podían extraer de tejidos humanos vivos, tomados de una persona joven y sana.

—Madre de Dios… —murmuró Felder.

—Como especialista en un asilo de niños pobres de la zona de Five Points, en Manhattan, el barrio de peor fama de toda Nueva York en esos tiempos, el doctor Leng no andaba escaso de materia prima. Mi propia hermana fue víctima de sus experimentos. Hace unos tres años, en Lower Manhattan, descubrieron su cadáver mutilado en una fosa común junto con varias decenas más.

Felder recordó haber encontrado un artículo sobre el descubrimiento en una de sus visitas a la biblioteca pública. Era un artículo del New York Times escrito por Smithback, aquel reportero a quien más tarde habían asesinado. «Conque Mary Greene era hermana de Constance», pensó.

—Debo decir, aunque me pese, que mientras el doctor Leng refinaba su técnica, sus víctimas fueron muy numerosas. Baste decir que en 1885 consiguió perfeccionar su arcano.

—¿Encontró la manera de alargar su vida?

—Su técnica se centraba en la agrupación de nervios que recibe el nombre de cauda equina; siendo usted médico no hace falta que le dé más explicaciones anatómicas. En efecto, a través de una serie de perfeccionamientos cada vez más sutiles lo cierto es que logró crear un arcano que retardaría de manera drástica el proceso de envejecimiento del cuerpo humano. Yo para entonces ya era pupila suya y vivía en su casa.

—¿Que usted…? —empezó a decir Felder.

—Después de la desaparición de mi hermana me convertí en lo que llamaban entonces «pihuelos». No tenía familia. Vivía en la calle, haciendo lo necesario para sobrevivir: pedía limosna, hacía piruetas o barría la basura de las aceras para los peatones con la esperanza de recibir algún penique. Más de una vez estuve a punto de morir de frío o de hambre. Dormí muchas noches a la sombra de la Misión de Five Points, donde ofrecía gratuitamente sus servicios el doctor Leng. Un día el doctor me preguntó mi nombre. Creo que cuando se lo dije comprendió que era responsable de mi situación y no sé por qué se apiadó de mí. O no. El caso es que me llevó a su mansión de Riverside Drive y me usó de conejillo de Indias: me administró el arcano perfeccionado, probablemente para poner a prueba sus efectos secundarios, y lo extraño es que con el paso del tiempo se encariñó de mí. La razón nunca la sabré. Me alimentaba, me vestía, me educaba y… seguía administrándome el mismo elixir que se tomaba él.

Las últimas palabras fueron pronunciadas lentamente. La capilla quedó unos minutos en silencio. Era una historia increíble, y a Felder le constaba que era verdad.

Al final Constance siguió hablando.

—Durante muchos, muchos años vivimos en soledad y reclusión dentro de la mansión. Yo proseguí con mis estudios de literatura, filosofía, arte, música, historia e idiomas, en parte con la ayuda del doctor y en parte sola, recurriendo siempre que lo deseaba a su biblioteca y sus colecciones científicas. Mientras tanto el doctor Leng seguía con su trabajo. Hacia 1935 obtuvo su segundo éxito: usando una serie de sustancias y compuestos químicos que anteriormente no tenía a su disposición logró sintetizar un arcano que ya no requería… factores humanos.

—En otras palabras, dejó de matar —dijo Felder.

Constance asintió con la cabeza.

—Si era necesario para prolongar su vida no tenía especiales reparos en cobrarse las ajenas, pero como científico ofendía su sentido de la pureza y la estética. Dejó de matar, en efecto. Ya no lo necesitaba. El arcano que seguíamos tomando era ya puramente sintético. Sin embargo, su mayor objetivo seguía sin cumplirse, así que continuó con sus investigaciones hasta que en primavera de 1954 conocieron un final bastante brusco.

—¿Por qué en 1954? —preguntó Felder.

En el rostro de Constance apareció una leve sonrisa.

—Tampoco eso guarda relación con mi historia, aunque le diré una cosa: una vez el doctor Leng me explicó que existen dos maneras de «curar» a un paciente. La habitual es devolverle la salud.

—¿Y la otra?

—Poner fin a sus dolores. —La sonrisa se borró—. En todo caso, una vez concluida su labor (o cuando fue ya innecesaria, para ser más exactos), el doctor Leng dejó de tomar el elixir. Perdió interés por la vida, se recluyó aún más en la mansión y empezó a envejecer a un ritmo normal. A mí, en cambio, me dio a elegir y… elegí seguir con el tratamiento.

»Así siguieron las cosas durante algo más de cincuenta años, hasta que fuimos víctimas de una invasión inesperada y violenta. Al doctor Leng lo mataron, y yo me escondí en lo más profundo de la casa. Al final el orden se restableció y la mansión pasó a manos del tataranieto del hermano de Leng, Aloysius Pendergast.

—¿Pendergast? —repitió Felder con enorme sorpresa.

Constance asintió.

Felder sacudió la cabeza. No podía asimilar tantas cosas.

—Antes de revelarle mi presencia observé a Pendergast durante muchos meses, y él tuvo la bondad de adoptarme como… pupila. —Constance cambió de postura en el banco—. Bueno, doctor Felder, pues ya lo sabe. Ya conoce mi pasado.

Felder respiró hondo.

—Y… ¿su hijo?

Se preguntó, sin poder evitarlo, quién era el padre.

—A mi hijo lo di a luz en Gsalrig Chongg, un monasterio tibetano casi inaccesible, y a través de un complejo proceso los monjes del monasterio reconocieron en él a la decimonovena encarnación de uno de los rinpoches más santos del Tíbet. Resultó ser una situación muy peligrosa. Las autoridades chinas de ocupación han sido implacables en su represión del budismo tibetano, y especialmente de la idea de la reencarnación de los hombres santos. En 1995, cuando el Dalai Lama proclamó a un niño de seis años como undécima encarnación del Panchen Lama, los chinos lo secuestraron y desde entonces no lo ha visto nadie. Es probable que lo asesinaran. Al enterarse de que mi hijo había sido proclamado decimonovena reencarnación del rinpoche, los chinos vinieron a buscarlo.

—Y por eso hubo que convencerlos de que estaba muerto —dijo Felder.

—Exactamente. Yo fingí huir con él y lanzarlo más tarde por la borda, todo ello como maniobra de distracción. Mi detención fue muy comentada y pareció satisfacer a los chinos. Mientras tanto a mi hijo de verdad lo pasaron clandestinamente desde el Tíbet a la India.

—¿O sea, que subió al Queen Mary 2 con un muñeco y lo echó por la borda?

—Exacto: un muñeco a tamaño natural que cayó al agua a mitad de trayecto.

Hubo un momento de silencio antes de que Felder volviera a hablar.

—Hay otra cosa que no entiendo. ¿Por qué me mandó en busca del mechón? Yo siempre supuse que era… —Se ruborizó—. Una prenda de amor. Para lavar mis culpas y ponerme a prueba. Usted, sin embargo, me ha dejado bien claro que… que no alberga ningún sentimiento de esa clase hacia mí.

—¿Aún no ha adivinado la respuesta, doctor Felder? —respondió Constance—. Bueno, supongo que hay dos. —Sonrió ligeramente—. El día en que vino a verme aquí, a la biblioteca, yo acababa de recibir la noticia de que mi hijo había llegado sano y salvo a la India. Está en Dharamsala, con el gobierno tibetano en el exilio, muy bien protegido. Ahora podrá crecer y recibir la educación necesaria para cumplir con su condición de decimonoveno rinpoche in absentia. A salvo de los chinos.

—Así que ya no hace falta mantener la ficción de que mató usted a su hijo.

—Exacto, y de resultas de ello ya no es necesario que permanezca por más tiempo en Mount Mercy.

—Pero para que le permitieran irse tendrían que certificar que está usted en pleno uso de sus facultades mentales.

Constance inclinó la cabeza.

—Lo cual significaba convencerme a mí de su cordura.

—Correcto, aunque también existe otra respuesta, como ya le he dicho: convencerlo de mi cordura aclararía las dudas que lo atenazaban. Saber que lo que decía yo era cierto lo ayudaría a resolver las dificultades de mi relato, las cuales me consta que lo han desgastado.

En algo, por lo tanto, sí que le importaba. Al menos había reparado en su conflicto interior y se había compadecido de él. En el silencio subsiguiente Felder comenzó a elaborar los argumentos que formularía para revocar el confinamiento de Constance. Lo consternó cada vez más percatarse de que no podría usar como prueba nada de lo que le había contado Constance. En una vista judicial no le darían credibilidad alguna. Tendría que encontrar otra manera de salir del laberinto judicial y de demostrar que el niño que vivía en la remota India era hijo de Constance, pero era consciente de que le debía eso y más. Al menos sería fácil probar que el niño estaba vivo, gracias a lo avanzadas que estaban las pruebas de ADN.

Tenía tantas preguntas que por alguna razón no era capaz de formularse mentalmente ni una sola. De lo que se dio cuenta fue de que necesitaba tiempo para procesar todo lo que había oído. Era el momento de irse.

Cogió los dos sobres y tendió a Constance el viejo y amarillento.

—Esto es suyo por derecho —dijo.

—Estaría más contenta sabiendo que lo tiene usted.

Felder asintió y se los guardó los dos en el bolsillo de la chaqueta. Después se puso en pie, pero antes de irse vaciló un momento. Quedaba una cuestión importante por resolver.

—Constance —dijo.

—Dígame, doctor.

—El… esto… el arcano… ¿Cuándo dejó usted de tomarlo?

—Cuando mataron a mi primer tutor, el doctor Leng.

Titubeó.

—¿Alguna vez le preocupa?

—¿El qué?

—El… Perdone, pero no se me ocurre ninguna manera delicada de formularlo. Saber que prolongaron artificialmente su vida mediante el asesinato de personas inocentes.

Constance lo observó con esos ojos suyos tan profundos e inescrutables. Pareció hacerse un gran silencio en la capilla.

—¿Conoce usted —preguntó ella al cabo— esta cita de F. Scott Fitzgerald? «La prueba de una inteligencia de primera es la capacidad de retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar.»

—Sí, la había oído.

—Pues tenga esto en cuenta: yo no me limité a ser beneficiada de los experimentos del doctor Leng. Me convertí en pupila de quien asesinó y mutiló a mi propia hermana. Pasé más de cien años bajo su techo, leyendo sus libros, bebiendo sus vinos, consumiendo su comida y manteniendo con él conversaciones agradables al atardecer, sabiendo siempre quién era y qué le había hecho a mi hermana. Un caso singular de ideas opuestas, ¿no le parece?

Se quedó callada. Felder distinguió una expresión insólita en sus ojos. ¿De qué? No lo supo.

—Por eso le hago esta pregunta, doctor: ¿significa que tengo una inteligencia de primera… o que estoy loca? —Sus ojos profundos brillaron al callar—. O… ¿ambas cosas?

Acto seguido se despidió con un gesto de la cabeza, cogió el libro y empezó a leer.