84

Pendergast llegó a un embarcadero, bajó a tierra de un salto y corrió por el muelle. El puerto estaba vigilado por varios miembros de la Brigada de Gemelos, hipnotizados por la destrucción final de la isla. Ya se estaba apaciguando el caos de la estremecedora explosión final, y los parpadeos de la isla en erupción permitieron a Pendergast ver que media docena de embarcaciones de diversos tamaños habían logrado huir de la conflagración definitiva y se acercaban al pueblo por el lago. Vio que una de ellas, pequeña y de líneas elegantes, se aproximaba a gran velocidad. Sus ocupantes parecían científicos o técnicos, con batas de laboratorio. La embarcación rugió al chocar contra las piedras del muelle. Los pasajeros bajaron a tierra. Estaban aturdidos, con los ojos vidriosos. Más de uno tenía el pelo y las cejas chamuscados. Manchados de hollín, tosían sin aliento. Ninguno dijo nada al dar tumbos hacia el pueblo por el embarcadero. La Brigada de Gemelos los miró, pero en vez de detenerlos apuntó sus armas hacia el siguiente barco, que contenía a media docena de hombres con atuendo nazi. También ellos habían sufrido los efectos de la explosión, visibles en sus rostros tiznados y las quemaduras de sus uniformes. Unos cuantos parecían heridos.

Al acercarse el barco, la brigada tomó posiciones y empezó a disparar. Durante un minuto los nazis de a bordo respondieron con fuego esporádico, pero el tiroteo casi no tuvo tiempo de empezar. Los nazis soltaron las armas y se rindieron con las manos en alto, mientras el barco se aproximaba al muelle. Un destacamento de gemelos se los llevó bajo custodia.

Pendergast volvió a mirar el lago, cuya negra superficie se había convertido en el ardiente reflejo de la isla. En los bordes de esta última, reducida a un cono de lava hirviente, solo quedaban algunos restos de muralla. Una lancha dejaba su estela en el agua al acercarse al muelle en diagonal, apartándose al máximo del parpadeo de las llamas. Pendergast se fijó en ella. Tenía un solo tripulante, sentado en la popa con una mano en el timón del motor fueraborda. Era alto, de constitución robusta, con una espesa mata de pelo blanco que con los reflejos de la torre en llamas parecía poseer luz propia.

Fischer.

Desenfundó su arma y corrió por el muelle hacia la lancha que se estaba aproximando, pero justo en ese momento Fischer lo vio y dio un acelerón que lo apartó bruscamente del embarcadero y lo impulsó hacia la playa y la selva. Pendergast disparó y falló. Fischer sacó su pistola y devolvió el disparo, pero le salió muy desviado por el movimiento de la lancha. Pendergast se detuvo y apuntó con cuidado. Esta vez la bala perforó el motor fueraborda, que empezó a petardear mientras brotaban nubes de un humo muy negro en el aire cargado de cenizas. Fischer intentó apartar la embarcación de la orilla e ir hacia el centro del lago, pero el tercer disparo de Pendergast hizo que se tambalease con las manos en el pecho y cayera gritando por la borda.

La lancha en llamas continuó a la deriva, mientras Pendergast corría hasta el final del muelle y bajaba a la playa de guijarros, al otro lado de donde había caído el cuerpo de Fischer. Al llegar a las tres grandes rocas que surgían del agua justo después del muelle saltó a la más próxima y buscó algún rastro de Fischer en el agua oscura.

Se oyó un disparo. Pendergast sintió una fuerte quemazón, una especie de tajo abrasador que le rozaba el brazo izquierdo justo debajo de la herida de cuchillo del hombro. Se desplomó en la piedra húmeda y a duras penas consiguió conservar la pistola, mientras se reprochaba su falta de cautela. Una vez en situación de ponerse a cubierto y hacer un reconocimiento visual se dio cuenta de que Fischer debía de haberse parapetado detrás de una de las tres rocas, la más alejada de la orilla.

Aunque la bala de Fischer solo le hubiera rozado el brazo, sintió el calor de un reguero de sangre que empezaba a bajar hacia el codo.

La voz de Fischer salió de detrás de la roca.

—Parece que lo subestimé —dijo—. Menudo lío ha conseguido armar. ¿Qué planes tiene ahora?

—Voy a matarlo —contestó Pendergast.

—Morirá uno de los dos, pero no seré yo. Estoy armado, e ileso. Lo de caerse por la borda ha sido un numerito, como es posible que haya adivinado.

—Mató a mi mujer y tiene que morir.

—Siempre fue nuestra, no de usted. La habíamos creado nosotros. Formaba parte de nuestro gran proyecto.

—Su proyecto está muerto. Sus laboratorios y su base operativa destruidos. Hasta sus cobayas se le han vuelto en contra.

—Es posible, pero lo que nunca morirá es nuestro sueño, el de perfeccionar el género humano. Es el gran objetivo de la ciencia, su última finalidad. Si cree que acabará con eso, se engaña usted penosamente.

—Mucho me temo que sea usted quien se engañe, mein Oberstgruppenführer—dijo alguien detrás de Pendergast, que al dar media vuelta vio salir a Alban de la selva.

Estaba empapado, con la camisa manchada de sangre. Había sufrido quemaduras atroces en un lado de la cara, tan perfecta hasta entonces: rosada, chamuscada hasta extremos pavorosos, tenía partes en las que se había fundido la dermis y otras en que se veían los músculos y hasta los huesos. Llevaba una P38 en la mano.

Saltó ágilmente a la tercera roca y se detuvo. De fondo se veía la isla en llamas. Pese a las quemaduras, pese a las heridas, se movía con la misma elegancia de gacela en la que tantas veces había reparado Pendergast.

—Lo estaba buscando, herr Fischer —dijo—. Quería informarlo de que no se han cumplido exactamente sus planes. —Señaló con la cabeza la ardiente carcasa de la isla—. Como probablemente haya observado.

Hablaba cambiando de mano la pistola. Soltó una risa extraña. Su estado de ánimo era algo peculiar.

—¿Por qué no salen de donde están escondidos, debajo de estas rocas, y se miran a la cara como hombres de verdad? El desenlace será honroso, ¿no es cierto, herr Fischer?

El primero en reaccionar fue Fischer, que trepó sin decir nada por la roca y se plantó en lo más alto. Al cabo de un momento Pendergast hizo lo mismo. Se miraron los tres, bañados por el infernal resplandor anaranjado.

Fischer se dirigió con amargura a Alban.

—Para mí aún eres más culpable de esto que tu padre. Me has fallado, Alban. Totalmente. Después de todo lo que he hecho por ti, generaciones de cuidados, de perfeccionamiento genético, quince años de la más rigurosa y cuidadosa educación… aquí está el fruto.

Escupió en el agua.

—¿Y en qué he fallado yo, herr Fischer?

La voz de Alban había adquirido un matiz nuevo, peculiar.

—No has pasado la última prueba de tu hombría. Has tenido muchas oportunidades de matar a este hombre, tu padre, y no lo has hecho. El resultado es que se ha dispersado la flor de nuestra juventud, la semilla destinada a plantar el Cuarto Reich. Debería pegarte un tiro como a un perro.

—Un momento, mein Oberstgruppenführer. Todavía puedo matar a mi padre. Lo voy a hacer ahora mismo. Deje que le pegue un tiro y recupere su favor.

Alban levantó la pistola y apuntó a Pendergast. Durante un momento largo y glacial los tres hombres, cada uno en una de las rocas que surgían del lago, se quedaron donde estaban, como las puntas de un triángulo. La pistola de Alban apuntaba a Pendergast. Este movió su arma de fuego y dejó de encañonar a Fischer para dirigirla hacia su hijo.

Durante unos minutos de agonía Alban se quedó donde estaba, y él y Pendergast siguieron apuntándose, bañados por el brillo infernal, el de la isla que tronaba en erupción, mientras se oían disparos en el pueblo.

—¿Qué? —dijo Fischer al cabo de un rato—. ¿A qué esperas? Me lo temía. No tienes agallas para disparar.

—¿Usted cree? —preguntó Alban.

Bruscamente, con la rapidez de una serpiente al ataque, desplazó el arma hacia Fischer y apretó el gatillo. La bala le dio en el abdomen. Fischer se apretó la barriga con las manos, sin aliento, y soltó la pistola al caer de rodillas.

—El fracasado es usted —dijo Alban—. Su plan tenía un fallo, un fallo de base. No debería haber dejado vivir a los defectuosos. Ahora me doy cuenta. Poder recurrir a un banco de órganos era un precio demasiado alto a cambio del vínculo filial que nunca logró erradicar usted del todo. Quien ha fracasado es usted, mein Oberstgruppenführer, y hace tiempo me enseñó cuál debe ser el precio del fracaso.

Apuntó y disparó a Fischer por segunda vez, en medio de la frente. La parte trasera de la cabeza de Fischer se desprendió del resto de su cuerpo y se deshizo en una neblina de sangre, hueso y materia gris. Cayó hacia atrás sin hacer ruido, y su cuerpo resbaló por la roca hasta desaparecer bajo la superficie del lago.

Pendergast vio que la P38 se había descerrojado. El cargador de su hijo estaba vacío.

También Alban se dio cuenta.

—Está visto que me he quedado sin munición —dijo, mientras se metía el arma en la cintura—. Parece que al final no voy a matarte. —Sonrió torciendo la boca, aunque debió de dolerle de manera espantosa—. Y ahora, si me lo permites, tengo que irme.

Pendergast se lo quedó mirando. Hasta entonces no había conseguido asimilar lo sucedido. Le pareció increíble que su hijo mantuviera su arrogante compostura y su engreimiento, a pesar de las terribles quemaduras, de las heridas y de haberlo perdido todo.

—¿No dirás nada para despedirte de tu hijo, padre?

—Tú no te vas a ningún sitio —dijo lentamente Pendergast, sin apartar la pistola de Alban—. Eres un asesino, de los peores.

Alban asintió con la cabeza.

—Es verdad. Y he matado a más gente de la que te puedas imaginar.

Pendergast apuntó.

—Y ahora eres tú quien debe morir por tus crímenes.

—¿De verdad? —Alban soltó una risita—. Ya veremos. Sé que has averiguado que tengo un sentido excepcional del tiempo, ¿verdad?

—La Ventana de Copenhague —respondió Pendergast.

—Exacto. Deriva de la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, que imagino conoces.

Pendergast asintió casi imperceptiblemente.

—Dicha interpretación consiste en la idea de que el futuro no es más que una serie de probabilidades en expansión, de líneas temporales de posibilidad que desembocan continuamente en realidades cuando se efectúan observaciones o mediciones. Es la explicación estándar de la mecánica cuántica que enseñan en las universidades.

—Todo indica —dijo Pendergast— que tu cerebro ha encontrado la manera de aprovecharse de ello para ver el futuro cercano y esas posibilidades que se ramifican.

Alban sonrió.

—¡Magnífico! Lo que ocurre es que la mayoría de los seres humanos solo tienen una percepción fugaz del futuro inmediato, unos segundos a lo sumo. Si ves que el coche de delante reduce en un stop percibes intuitivamente la probabilidad de que se detenga… o no. También puede que sepas lo que va a decir alguien un momento antes de que lo diga. Hace más de medio siglo que nuestros científicos entendieron la utilidad de esta característica y se propusieron mejorarla mediante la reproducción y la manipulación genética. El producto final soy yo. —El orgullo de Alban se hacía patente en su tono—. Mi percepción de las líneas temporales probabilísticas… está mucho más desarrollada que en las otras personas. Puedo percibir el futuro a quince segundos de distancia, y mi cerebro es capaz de ver a través de las docenas de posibilidades que se ramifican como si mirase por una ventana, hasta elegir la más probable. Quizá no parezca gran cosa, pero ¡qué diferencia! En cierto sentido mi cerebro es capaz de sintonizar con la propia función de onda psi. Pero eso no es lo mismo que predecir el futuro. Porque, claro, según la interpretación de Copenhague, no hay un futuro fijo. Además, como tan astutamente has deducido, este don mío puede verse obstaculizado por conductas bruscas, ilógicas o imprevisibles.

Su sonrisa, que las horribles quemaduras volvían truculenta, se ensanchó.

—Pero hay una cosa de la que estoy absolutamente seguro, padre, incluso sin usar mi sentido especial del futuro: que no puedes matarme. Ahora me iré. Por la selva. La única manera de detenerme sería un tiro moral, y eso no lo harás. Auf Wiedersehen, pues.

—No seas tonto, Alban. Sí que te mataré.

El joven abrió las manos.

—Estoy esperando.

Se produjo un largo silencio. Después Alban siguió hablando casi con desenvoltura.

—Ahora que no existe Der Bund soy libre. Solo tengo quince años. Me espera una vida larga y productiva. Como suele decirse, tengo el mundo a mis pies, y te prometo que conmigo será un mundo más interesante.

Después de estas palabras saltó ágilmente de la roca a aguas poco profundas.

Mientras Alban llegaba a la playa y subía por ella, Pendergast lo siguió con la pistola, mientras los dedos de su mano izquierda dejaban caer lentas gotas de sangre. Tampoco se movió ni dejó de apuntarlo cuando Alban, sin manifestar la menor prisa, siguió hasta las hierbas del borde de la playa, trepó por el pequeño terraplén y se adentró tranquilamente en un campo de hierba hasta fundirse con el muro negro e interrumpido de árboles del borde de la selva. Solo entonces, muy despacio, bajó Pendergast el arma. La mano le temblaba.