Al ver correr a Alban, Pendergast supo por qué: su propio don le había permitido adelantarse bastante a los acontecimientos para, en suma, derrotarse a sí mismo. Su capacidad genéticamente mejorada de intuir el futuro lo justo para salir tan bien librado en los asesinatos de los hoteles, eludir con tal facilidad la persecución de su padre, raptar a su hermano en su escondite de Riverside Drive y salir victorioso de casi todos los duelos imaginables, aquel don se había vuelto en su contra. El conocimiento del futuro, aunque fuera un simple atisbo de cinco o quince segundos, había resultado ser una espada de doble filo, y de las más cortantes.
El pulso, mientras tanto, continuaba, y la tensión se aproximaba al punto de ruptura: a un lado se agrupaban los gemelos defectuosos, furiosos, desorganizados e iracundos, y en el otro formaba con perfecta disciplina la Brigada de Gemelos, silenciosa pero afectada en lo más hondo. En medio, el reducido cuadro de oficiales nazis empezaba a comprender al fin todo el alcance del dilema que les planteaban los dos grupos enfrentados, de unos cien gemelos ambos.
—¡Obedeced! —chilló Scheermann a los defectuosos—. ¡Volved a vuestro campo! —Señaló a Pendergast—. ¡Llevaos preso a este hombre!
—¡Como toquéis a mi padre —exclamó Tristram, al frente de la multitud—, atacaremos!
Un murmullo de aquiescencia. El Oberführer vaciló. Pendergast esperaba. Hasta que vio llegado el momento.
Se acercó sin previo aviso a las filas de soldados gemelos y cogió a uno por el cuello del uniforme, como un maestro a un colegial que falta a clase.
—¡Detenedlo! —aulló Scheermann cogiendo su pistola, pero parecía demasiado paralizado para resolver la tensión. Era evidente que lo había sorprendido la huida brusca e inesperada de Alban. Sin hacerle caso, Pendergast arrastró al soldado, estupefacto y pasivo, al otro lado, mientras usaba el otro brazo para coger a uno de los defectuosos (el gemelo del soldado) por su andrajosa camisa y juntarlos a los dos de un estirón.
—¡Te presento a tu hermano! —le gritó al soldado—. ¡A tu propio hermano! —Se volvió hacia los dos grupos de gemelos enfrentados—. ¡Vamos, buscad todos ahora mismo a vuestros hermanos y hermanas! ¡Los de vuestra misma sangre!
Y vio que los gemelos, aunque no quisieran, empezaban a mover los ojos y a enfocarlos en sus oponentes. Se oyó un murmullo inquieto. La ordenada formación de los soldados gemelos empezó a deshilacharse.
—Ya basta —dijo Scheermann apuntando la pistola hacia Pendergast.
—¡O baja la pistola o atacamos! —exclamó Tristram.
—¿Atacar, vosotros? ¿Con azadas? Será una carnicería —dijo con desprecio Scheermann.
—¡Pues si hay una carnicería ya pueden despedirse de su gran experimento!
Scheermann titubeó, mientras recorría con la mirada la fila de gemelos andrajosos.
—Estos hombres… —Pendergast señaló a los responsables nazis—. Vuestro enemigo de verdad son ellos, por haber separado al hermano del hermano y a la hermana de la hermana y haberos convertido a todos en conejillos de Indias. Pero ellos no, ellos no han participado. Y siguen siendo los que mandan. ¿Por qué?
Al Oberführer le temblaba un poco la mano que sostenía la pistola. La airada multitud se movió hacia él.
—¡Dispara y morirás! —dijo alguien.
Otro lo repitió.
—Vuelve a tu brigada, soldado —dijo Scheermann con desdén.
El soldado no se movió.
—¡Si no obedeces tomaré medidas! —gritó Scheermann dejando de apuntar a la cabeza de Pendergast para encañonar al soldado.
—Baja el arma —dijo lentamente este último—. Si no os matamos a todos.
El comandante estaba lívido. Al cabo de un momento bajó el brazo.
—Atrás.
El Oberführer retrocedió con precaución, primero un paso y después otro. De pronto levantó otra vez el brazo y pegó un tiro en el pecho al soldado.
—¡Atacad a los gemelos débiles! —chilló a los responsables nazis—. ¡Fuego a discreción! ¡Destruidlos!
En ambos bandos, en los dos grupos de gemelos, se elevó un rugido de rabia. Hubo un momento terrible en el que todo estuvo en suspenso. Después fue como si se rompiera un dique. La desordenada multitud de gemelos se lanzó hacia los oficiales nazis con sus toscas herramientas en alto.
Scheermann retrocedió disparando hacia la multitud, pero sufrió enseguida el asalto de los defectuosos, que se echaron rugiendo encima de él. La descarga que lanzaron los soldados y sus oficiales inició la batalla cuerpo a cuerpo. Los oficiales nazis disparaban a bocajarro hacia la multitud, provocando una carnicería atroz. Todo era confusión, un espantoso tiroteo en campo abierto en el que los soldados luchaban contra los desharrapados defectuosos: detonaciones de armas automáticas, ruido metálico de palas y guadañas al chocar con fusiles, gritos de heridos brotando de una masa de furia, polvo y sangre…
—¡Hermanos y hermanas! —exclamó la voz de Tristram—. ¡No matéis a vuestros propios familiares!
Empezaba a pasar algo. Muchos integrantes de la Brigada de Gemelos estaban rompiendo filas y cambiando de bando. Algunos soltaban las armas y abrazaban a sus hermanos; otros apuntaban a sus superiores. Aun así hubo un pequeño grupo de gemelos que se mantuvo del lado de los oficiales y los defendió con empecinamiento.
El caos comenzó a resolverse en dos bandos que luchaban entre sí. El reducido grupo de soldados gemelos leales y oficiales nazis había quedado en inferioridad de armas y no tenía más remedio que batirse lentamente en retirada, sin dejar de disparar ni de cobrarse un alto precio. El resto de la Brigada de Gemelos, los que habían cambiado de bando, luchaba junto con los defectuosos, que ahora, más organizados, atacaban con más fuerza y ponían fin a la masacre inicial. Los nazis se pusieron a cubierto en el maizal, perseguidos por el grueso de los gemelos reunidos. Dentro del maizal la batalla seguía en su apogeo. No tardó en declararse un incendio, con llamas que brotaban de los tallos secos y un manto de humo que agravaba aún más la confusión.
Pendergast despojó a un soldado muerto de su arma y se metió en el maizal hacia lo más cruento de la batalla, abriéndose paso entre tallos partidos y grandes columnas de humo. Iba en busca de Tristram. Oyó la voz del joven llamando, exhortando y azuzando a sus compañeros en el fragor de la batalla, y lo afectó en lo más hondo darse cuenta de hasta qué punto había subestimado a su hijo.
Empezó a rodear a gran velocidad a los oficiales nazis y los pocos leales que seguían con ellos, todos ya en retirada hacia el lago. En una maniobra de flanqueo se interpuso en el recorrido que iban a seguir y se agazapó para esperar su llegada. Cuando se acercaron levantó la pistola, apuntó al Oberführer (que iba entre los últimos, como tenía previsto) y lo abatió de un solo tiro. La respuesta fue inmediata. Las armas automáticas comenzaron a segar maíz alrededor de él, pero la pérdida del comandante desmoralizó al grupo en retirada, y al cabo de un momento de pánico y confusión se dispersaron y corrieron hacia el lago, seguidos por los otros.
Dentro de la misma maniobra individual de flanqueo, Pendergast cruzó el campo de maíz hacia el este y se adentró en la selva. Surcando la vegetación llegó al borde del cráter y se detuvo a hacer un reconocimiento. Los soldados en retirada habían llegado a los barcos. Desde su observatorio vio lo que pasaba: un grupo resistía, agazapado, mientras el resto embarcaba y hundía las barcas sobrantes para evitar una persecución. Cuando la vanguardia de los perseguidores llegó a la orilla, con Tristram en cabeza, estalló otra lucha sin cuartel, pero los nazis y los aliados gemelos que aún les quedaban lograron zarpar y alejarse de la orilla a gran velocidad, dejando media docena de embarcaciones rotas e incendiadas.
A medida que las barcas se alejaban de la orilla, los disparos se fueron apagando hasta cesar del todo. Había humo por todas partes. Los nazis se habían escapado e iban por el lago hacia la fortaleza, donde librarían su última batalla.