El coronel Souza y su escogido grupo de treinta hombres cruzaban la tupida selva perenne del este de Nova Godói. Vio entre los árboles las grandes cimas que caracterizaban el cráter volcánico donde estaba ubicada la localidad. Al pararse y consultar su GPS, observó satisfecho que estaban a menos de dos kilómetros del punto de reconocimiento establecido previamente en el borde del cráter.
De momento el plan se estaba cumpliendo al milímetro. Nadie los había visto acercarse. Las selvas del este eran las más densas y escarpadas de la zona. La falta de caminos y de señales de caza indicaban, tal como esperaba Souza, que no era un lugar frecuentado por los habitantes del pueblo.
Aunque treinta soldados fueran muchos menos de los que había pedido Pendergast, Souza había sopesado con gran detenimiento los pros y contras de recurrir a efectivos mucho más numerosos pero peor formados respecto a la opción de un solo comando de hombres muy bien adiestrados, los mejores de su antiguo grupo. Al final se había decidido por treinta porque lo consideraba el número perfecto. Para eso se había preparado en su vida anterior, y era lo que sabía hacer: un asalto relámpago, de tipo comando. Además era evidente que se adecuaba muy bien a aquella situación en la que el enemigo era un grupo reducido de fanáticos. Los hombres elegidos por Souza conocían bien sus armas y podían jactarse de una formación técnica y una preparación psicológica fuera de lo común. Su propio hijo, Thiago, joven de físico excepcional, gran lealtad e inteligencia, le hacía de ayuda de campo. La táctica era clave; la sorpresa, esencial; y la manera de actuar, contundente y veloz.
Sonrió al pensar que gracias a internet sabían todo lo necesario, algo que nunca se le había ocurrido hasta que Pendergast le había traído mapas detallados del pueblo y los alrededores, creados todos a partir de Google Earth y superpuestos a mapas topográficos estándar obtenidos del Servido Geológico do Brasil. ¡Ah, esos americanos y su inventiva tecnológica! La única información esencial que faltaba era la disposición interna de la fortaleza y el número exacto de hombres armados del campo enemigo.
Tenía la seguridad de que Pendergast, con su astuto plan de dejarse capturar, le facilitaría esos datos. Cuanto más tiempo había pasado con aquel gringo tan raro y paliducho, más lo había impresionado. Por supuesto que no era cosa fácil escaparse de los nazis, y menos para un solo hombre, pero por otra parte podía ser la estrategia perfecta. Así parecía creerlo Pendergast, y estaba dispuesto a jugarse la vida para demostrarlo.
Los soldados del coronel se movían por la selva mojada en el más absoluto silencio, como sombras entre los árboles. El terreno empezó a ascender. Estaban subiendo por el borde boscoso del cráter. En un momento dado Souza hizo señas a sus hombres de que se quedaran quietos, mientras él se adelantaba con Thiago. Estaban siendo de lo más puntuales, y esperó que Pendergast también lo fuera, teniendo en cuenta lo desconocido de las variables a las que tendría que hacer frente. Indicó a su pelotón que se acercase. Llegaron con suma cautela a un afloramiento rocoso. Un claro oportuno entre los árboles les permitió ver el pueblo, el lago y la fortaleza de la isla.
Tenían el pueblo a sus pies, aproximadamente a un kilómetro y medio. Era un semicírculo de casas estucadas en blanco y amarillo, con tejados de pizarra, repartidas por la orilla del lago. En un lado había una gran superficie de campos de cultivo. En cuanto a la fortaleza, quedaba a menos de un kilómetro de la orilla, hacia el nordeste. Estaba construida sobre un cono de toba volcánica de escasa altura que sobresalía en el centro del lago. Los bastiones inferiores eran de piedra y la superestructura interna, de hormigón vertido. Al verlo por primera vez, el coronel tuvo un momento de debilidad. Cuántas cosas dependían del gringo…
Enfocando sus prismáticos en la fortaleza, vio una pequeña cala en la parte trasera: el sitio ideal para que desembarcaran sus hombres, separado de la fortaleza por una cresta, protegido y oculto. Lo examinó con minuciosidad, memorizando todos los detalles.
Consultó su reloj. Quince minutos para la hora prevista de la señal. Se agachó a esperar, protegido por las piedras y los arbustos.
—Que tomen un poco de té —le dijo a su hijo.
Poco después él y sus hombres disfrutaban de unos termos muy calientes de té negro con azúcar y leche. El coronel entretenía la espera dando sorbos y observando alguna que otra vez la fortaleza con sus prismáticos. El sol estaba en la posición perfecta (como habían planeado minuciosamente), sin que por suerte lo tapase nube alguna. Se estaban cumpliendo las previsiones meteorológicas.
El té le supo delicioso. Lo disfrutó despacio y aprovechó la ocasión para encender un puro, del que chupó con aire pensativo. Había tenido dudas sobre la misión, pero ya no. Era consciente de tener dos atributos que quizá no siempre fueran deseables en un cargo público: una integridad absoluta, con odio a los sobornos y la corrupción, y una intuición que le permitía encontrar soluciones propias para los problemas, aunque significaran desmarcarse, y mucho, de las normas. Ambas cosas habían sido muy perjudiciales para su carrera, hasta el punto de hacerlo regresar a Alsdorf (como con gran sagacidad había observado Pendergast); pero ahora estaba convencido de que la única manera de frenar los asesinatos en la localidad que había jurado proteger, y de reventar aquella pústula llamada Nova Godói, era con medidas extraordinarias. Intuía que Pendergast también era de los que se encontraban a gusto al actuar al margen de las prácticas aceptadas. Tenían eso en común. Fuera cual fuese el desenlace, ellos ya estaban comprometidos. Ya no había tiempo para arrepentirse, solo para la acción.
Por fin llegó el momento. Empezó a someter la fortaleza a un examen continuo con los prismáticos. Allá estaba: destellos de sol en un espejo. Pendergast había penetrado en el fuerte, de acuerdo con el plan.
El coronel sintió un alivio enorme no porque hubiera dudado de las facultades de Pendergast, sino porque sus días en el BOPE le habían enseñado que por muy bien planificada que estuviera una operación siempre había un sinfín de maneras de que saliera mal.
El mensaje, en código morse era largo, larguísimo. Aplastó el puro en las rocas y lo anotó todo en su cuaderno de campo, palabra por palabra: una descripción de la fortaleza, un esquema básico de sus pasadizos y túneles, sus puntos fuertes y débiles, el tamaño de las fuerzas defensoras, la capacidad de su armamento… Todo.
Buenas noticias, salvo que las fuerzas defensoras, por lo que podía calcular Pendergast a partir de un reconocimiento preliminar, superaban con mucho el número de cien. Era bastante más de lo que había supuesto el coronel. Aun así tendrían la ventaja de la sorpresa. Según la información de Pendergast, además, gozarían de una estrategia clara de ataque, ya que la disposición en línea recta de las dependencias, pasillos y túneles de la fortaleza minimizaría la ventaja numérica de los defensores.
Envió a Thiago, su ayuda de campo, con el grupo. Poco después sus hombres bajaban por el borde del cráter y se desplegaban para rodear el pueblo en preparación de un asalto en tridente, la primera fase del ataque.