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Berger, que no había dejado de fumar en toda la conversación, asintió casi con remilgo. Extendió la mesa plegable, puso el maletín de médico sobre ella, lo abrió y hurgó en su interior. Al cabo de un momento sacó una jeringuilla: un grueso tubo de cristal envuelto en una funda de metal reluciente y conectado a una aguja de aspecto cruel. Después sacó un frasco farmacéutico con tapón de goma que contenía un líquido rojizo, clavó en él la jeringuilla y con cuidado, sin prisa, fue extrayendo el émbolo hasta que la jeringa estuvo a casi tres cuartos de su capacidad. Entonces expulsó unas cuantas gotas del líquido, se volvió y caminó hacia Egon con la jeringuilla levantada.

A lo largo de la conversación Egon había clavado la mirada en el suelo y se había quedado colgando de los grilletes como un animal resignado a su destino, pero al ver que se acercaba Berger reaccionó de golpe.

—Nein! —gritó intentando soltarse—. Nein, nein, nein, nein…!

Fischer hizo un gesto de reproche con la cabeza y miró a Pendergast.

—Egon tenía instrucciones explícitas, no apartarse ni un momento de usted, y no las siguió. Aquí no le vemos el sentido a recompensar el fracaso, herr Pendergast.

Berger hizo una señal con la cabeza al vigilante, que dejó su arma a un lado y se aproximó para coger con una mano el pelo del infortunado Egon, asir con la otra su barbilla y echarle brutalmente la cabeza hacia atrás. Berger se acercó con la jeringuilla en la mano y la usó para explorar con suavidad varios puntos de la carne blanda de debajo de la barbilla de Egon. Después de elegir uno, introdujo la aguja (con lentitud y precisión) en el blando paladar de Egon, hasta el conector. Entonces apretó el émbolo.

La resistencia de Egon se volvió histérica. Chillaba, o mejor dicho, hacía un ruido espantoso, como de gárgaras, entre los dientes apretados, mientras el vigilante sujetaba su cabeza.

Berger y el vigilante se apartaron deprisa. Egon se desplomó hacia delante, entre jadeos y sollozos. Después se le puso todo el cuerpo rígido. Empezaron a dibujarse venas en su cuello, azules y abultadas. La red de venas se extendió con rapidez, como ríos que encontrasen nuevas vías por una tierra fresca. Se propagaron por su cara y antebrazos, palpitando de manera visible. Egon empezó a forzar los grilletes, emitiendo un ruido extraño: grrr, grrr… Sus espasmos se volvieron más violentos y su cara más morada, hasta que con una brusca erupción de sangre a través de la nariz, los oídos y la boca se desplomó y se quedó colgando.

Ninguna ejecución podía haber sido más atroz.

Con movimientos de una extraña meticulosidad, Berger guardó en su maletín la jeringuilla y el frasco. Fischer no se había molestado en observar el proceso. Sí Alban, en cambio, con una chispa de interés en sus ojos azules y violetas.

Fischer volvió a mirar a Pendergast.

—Como le decía, nos impresionó lo que hizo en el Vergeltung. Sin embargo, fue a costa de perder á muchos buenos hombres. Ahora que ha concluido la prueba beta ya no es usted necesario. De hecho es un elemento aleatorio que es preciso eliminar. Pero antes de que Berger prosiga su labor, ¿tiene usted alguna observación final que hacer, o alguna pregunta?

Pendergast se quedó inmóvil, sujeto a la pared por las gruesas cadenas.

—Tengo algo que decirle a Alban.

Fischer tendió la mano en un gesto de invitación, como diciendo: «No faltaría más».

Pendergast miró a Alban.

—Soy tu padre. —Fue una afirmación sencilla, pronunciada lentamente, pero llena de sentido—. Y Helen Esterhazy Pendergast era tu madre. —Señaló a Fischer con la cabeza—. La asesinó este hombre.

Se produjo un largo silencio. Después Fischer se volvió hacia Alban y le habló en un tono condescendiente, casi paternal.

—Alban, ¿tienes algo que decir a eso? Sería el momento adecuado.

—Padre —dijo Alban posando la mirada en Pendergast y hablando con fuerza y claridad—, ¿intentas despertar en mí algún tipo de sentimiento parroquial de familia? Lo único que hicisteis tú y Helen Esterhazy fue donar esperma y óvulos. Crearme me crearon otros.

—¿Mientras tu gemelo, tu hermano, trabaja como esclavo en el campo?

—Es un miembro productivo de la sociedad. Yo me alegro por él. Cada cual tiene su sitio.

—O sea, que te consideras mejor que él.

—Pues claro que sí. Aquí se crea a todo el mundo para un lugar determinado, y cada persona lo conoce desde el primer día. Es el orden social definitivo. Ya has visto Nova Godói. No existe la delincuencia. No tenemos depresiones, enfermedades mentales ni adicciones a la droga. No hay ningún tipo de problema social.

—Y todo se sustenta en un campo de trabajadores esclavos.

—No sabes de qué hablas. Ellos cumplen su función. Tienen todo lo que necesitan y desean, salvo que no les dejamos reproducirse, claro. Hay personas mejores que otras y punto.

—Y tú, como el mejor de todos, eres un Übermensch. El ideal definitivo de los nazis.

—Acepto con orgullo la etiqueta. El Übermensch es el ser humano ideal, creativo y fuerte, más allá de disquisiciones mezquinas sobre el bien y el mal.

—Gracias, Alban —dijo Fischer—. Has estado de lo más elocuente.

—El Übermensch —repitió Pendergast—. Dime una cosa: ¿qué es el Kopenhagener Fenster, la Ventana de Copenhague?

Alban y Fischer se miraron, claramente sorprendidos y tal vez alarmados por la pregunta, aunque se rehicieron enseguida.

—Se irá usted a la tumba sin saberlo —contestó con brusquedad Fischer—. Y ahora, auf Wiederseben.

La sala quedó en silencio. Pendergast tenía la cara del color del mármol. Su cabeza se inclinó con lentitud. Sus hombros se encorvaron. Era la viva imagen de la desesperanza y la resignación.

Fischer contempló un momento a su cautivo.

—Ha sido un placer conocerlo, herr Pendergast.

Pendergast no levantó la cabeza.

Fischer le hizo una señal a Berger con la suya y empezó a ir hacia la puerta de la celda. Al cabo de un momento también Alban se volvió y fue tras él.

Fischer se paró en la puerta y miró a Alban con algo de sorpresa.

—Yo pensaba que querrías presenciarlo —dijo.

—Me da igual —contestó Alban—. Tengo mejores cosas que hacer.

Fischer vaciló un momento antes de encogerse de hombros y salir de la sala con Alban detrás. La puerta se cerró tras ellos con todo su peso. El vigilante se apostó frente a ella con la subametralladora preparada.