La sala cuatro se encontraba en las entrañas de la parte más antigua de la fortaleza. Era una especie de túnel hecho de grandes bloques basálticos, con suelo de tierra volcánica y bóveda de medio punto. Solo había una bombilla colgada de un cable. Después de arrastrar a Pendergast hacia el interior, lo encañonaron para que se arrimase a la pared y le encadenaron las manos y los pies a unas anillas enormes incrustadas en la piedra, separando los brazos y las piernas casi al máximo de su extensión.
Bajo la atenta mirada de Scheermann, los soldados comprobaron que las cadenas estuvieran tensas. Después, tras dejar a Pendergast encadenado a la pared, salieron de la celda, apagaron la luz, y cerraron la gruesa puerta de hierro. En esta última había una mirilla por la que entraba cierto resplandor, pero después de un rato también se apagó.
Todo era oscuridad.
Pendergast se mantuvo a la escucha en la húmeda negrura. Los soldados se habían quedado fuera. Los oía moverse y murmurar. Aparte de eso lo único que discernía era una sorda vibración, un zumbido de generadores grandes, y algo más aún más sordo: tal vez el movimiento natural del magma por debajo del volcán, no tan extinguido como aparentaba. En ese momento percibió que el suelo y la pared temblaban muy ligeramente, como si quisieran darle la razón, en respuesta a un diapasón gigante que vibraba en el subsuelo.
Escuchó a oscuras. Y pensó. Pensó en lo que había dicho Fischer.
Pasó una hora. Pendergast reconoció pisadas. Se oyó el chirrido de un pesado pestillo, y al abrirse la puerta penetró una larga franja luminosa. En el umbral se recortaban dos siluetas, que esperaron un momento antes de entrar cada una por su lado. Se encendió la bombilla del centro de la sala. Frente a Pendergast estaban Fischer y Alban.
Alban. Alban, sin disfraces, maquillaje ni engaños.
Sus facciones reales lo asemejaban a Tristram, pero la personalidad grabada en ellas era muy distinta, por no decir diametralmente opuesta. Alban irradiaba una seguridad sin límites y un carisma innato, en el que un ligero atisbo de arrogancia se mezclaba con cierto aire divertido. Su actitud era de calma y disciplina, de desapego respecto al mundo de la sensualidad, la pasión y la intuición.
En muchos aspectos se parecía más a Pendergast que Tristram. Sin embargo, el agente observó con gran pena y consternación que tenía la boca y los ojos de su madre. Con todo, mientras miraba aquel rostro pálido y anguloso, de frente alta, ojos de un azul violáceo, pelo rubio y labios perfectamente dibujados, cayó en la cuenta de que faltaba algo. En aquella persona había un agujero, un hueco enorme en el lugar del corazón.
Fue en ese momento cuando Pendergast paró mientes en el resto de su hijo: camisa de trabajo limpia y recién planchada, pantalones de tela de corte sencillo, cinturón de piel trenzado y botas recias de cuero, hechas a mano. Curiosamente, su forma de vestir contrastaba en grado sumo con el traje gris, caro y de muy buen corte que llevaba Fischer, así como con sus anillos, su reloj y su mechero de oro.
El primero en hablar fue Fischer.
—Agente Pendergast, tengo el placer de presentarle oficialmente a su hijo Alban.
Alban se quedó donde estaba, mirándolo. Tenía un control tan grande de sí mismo que habría sido imposible decir qué expresaban sus ojos, qué emoción podía experimentar, si es que experimentaba alguna.
—Hola otra vez, padre —dijo con voz grave y agradable, sin aquel acento tan patente en la manera de hablar de Tristram.
Pendergast no dijo nada.
Llamaron con fuerza a la puerta.
—Adelante, Berger —dijo Fischer.
Entró un hombre bajo y muy delgado, con la cara afilada. Llevaba en una mano un maletín de médico a la antigua y en la otra, una mesa plegable. Lo seguía Egon, empujado por la culata de una subametralladora. Tenía el pelo apelmazado, tieso, y la cara blanca, contraída de ansiedad. Su mirada era la de un hombre acorralado.
El vigilante cerró la puerta y se quedó apostado frente a ella con el arma a punto. Fischer esperó a que encadenasen a Egon a la pared de la misma manera que a Pendergast. Después se volvió otra vez hacia este último.
—Se le ve a usted dotado de una gran curiosidad científica —dijo—. En ese aspecto no es usted muy distinto a nosotros. Dígame, pues: ¿tiene alguna observación que hacer? ¿Alguna pregunta? Porque una vez que empecemos ya no tendrá ocasión de hablar.
—¿Dónde está Tristram? —preguntó Pendergast—. ¿Está vivo?
—¿Tristram? Así que le ha puesto un nombre a der Schwächling… Qué bonito. Qué hogareño por su parte. Si se refiere, como me imagino, a Cuarenta y Siete, está vivo, sí, naturalmente. Es portador de todas las piezas de repuesto de Alban. Por eso es tan importante. Por nada más. Estese tranquilo, se ha reintegrado sin percance al rebaño. Su momento de libertad lo ha asalvajado un poco, pero ya le han vuelto a domesticar y le va de maravilla. —Fischer hizo una pausa—. De hecho, su secuestro y su regreso han servido para cumplir tres objetivos. Por un lado, nos lo ha devuelto como futuro banco de órganos para Alban. Por otro lado, sabíamos que su secuestro lo atraería a usted como una llama a una mariposa nocturna. Al mismo tiempo, sacar a Cuarenta y Siete de su propia casa, y de su tutela, constituía un final inmejorable para la última fase de nuestro trabajo. ¡Qué admirable economía de acción! ¿Cómo lo dirían en inglés? ¿Matar tres pájaros de un tiro?
—La última fase de su trabajo —dijo Pendergast inexpresivamente—. Ya ha usado antes la expresión. Supongo que se refiere a lo que llaman prueba beta.
Por un momento Fischer pareció sorprendido, pero enseguida sonrió.
—Magnífico, magnífico. Sí, me refería a nuestra prueba beta.
—¿En qué consiste exactamente?
—Seguro que adivina la respuesta. Hace medio siglo que seguimos los pasos de los doctores Mengele y Faust y que damos continuidad a su gran labor sobre los gemelos.
—Una labor que empezó con víctimas indefensas, recluidas en campos de concentración —dijo Pendergast.
—Una tarea que comenzó durante aquella infausta guerra, y que trasladamos más tarde a Brasil; una labor que ya ha finalizado, gracias en parte a usted.
—¿Y en qué principios científicos se basa? —preguntó Pendergast con frialdad.
Fischer se puso un dedo en la barbilla.
—En el aspecto teórico son sencillos, pero en el práctico dificilísimos. Después de la concepción y de la primera mitosis, las dos células hijas se separan y empiezan a desarrollarse de modo independiente, abriendo el camino a la formación de gemelos idénticos. Cuando los dos embriones llegan al estado de mórula es cuando empieza de verdad el trabajo delicado. Iniciamos un proceso de transferencia de material genético entre los embriones. En el embrión bueno aumentamos el material genético con lo mejor del otro embrión, y sustituimos con ello el material inferior, que a su vez es destinado al feto malo.
—Pero si son gemelos idénticos —inquirió Pendergast—, ¿cómo es que hay diferencias entre los dos embriones?
Una sonrisa iluminó las facciones bien dibujadas de Fischer.
—Ah, señor Pendergast, ha identificado usted ni más ni menos que la gran cuestión con la que han lidiado durante años nuestros científicos. La respuesta es la siguiente: el genoma humano contiene tres mil millones de pares base. Hasta en los gemelos idénticos existen errores: copias defectuosas, secuencias invertidas y demás. Nosotros aumentamos esa variación irradiando un poco el óvulo sin fertilizar y el esperma antes de la unión; no tanto como para crear un monstruo, pero sí lo justo para obtener la variación que necesitamos para la sustitución de genes. Así, en vez de mezclar y emparejar genes al azar, como tan rudimentariamente hace la naturaleza, podemos crear a un hombre o una mujer de acuerdo con unas especificaciones muy concretas.
—¿Y el embrión «malo»?
—No se desaprovecha nada. El gemelo malo también se convierte en bebé. Ese… mmm… «Tristram» de usted es un ejemplo perfecto. —Fischer se rió—. Se los cría para las labores no cualificadas del campo, y son miembros útiles y realizados de nuestra sociedad. Arbeit macbt frei. Naturalmente, el gemelo malo, der Schwächling, constituye una magnífica reserva de órganos y sangre en caso de que el gemelo bueno sufra alguna lesión o requiera algún trasplante. Estoy hablando, como comprenderá, de trasplantes por isoinjerto, el tipo más perfecto, en el que no puede producirse ningún rechazo. —Fischer hizo una pausa para encender otro cigarrillo—. Una investigación tan minuciosa, un procedimiento tan refinado, un resultado tan perfecto… Como puede imaginarse han hecho falta años, décadas, de esmerada labor. Se han tenido que hacer muchas, muchísimas iteraciones, cada una de ellas un poco mejor que la anterior.
—Iteraciones —dijo Pendergast—. Gemelos, en suma; pasos intermedios del proceso que aún no cumplían del todo sus exigentes condiciones. Seres humanos a quienes había que liquidar.
—En absoluto. Puede verlos a diario en nuestro pueblo, viviendo vidas útiles y productivas.
—También se puede ver a sus dobles en el campo de concentración subterráneo.
Fischer arqueó una ceja.
—Vaya, vaya… Qué atareado ha estado usted esta noche…
—¿Y Alban? ¿Me equivoco o es el súmmum, el punto culminante de su labor?
A duras penas pudo disimular Fischer su orgullo.
—En efecto.
—Es decir, que la prueba beta es él.
Pendergast había respondido a su propia pregunta.
—Sí. El doctor Faust decidió experimentar voluntariamente con su propia familia. Un científico de los pies a la cabeza. La línea Faust-Esterhazy ha resultado ser de una enorme riqueza, aunque debo decir que la de los Pendergast lo ha sido aún más. La unión entre usted y Helen, pese a ser accidental, dio frutos muy señalados, tanto que superaron todas nuestras expectativas. —Fischer sacudió la cabeza—. Habíamos dejado que los padres de ella se instalasen en América y vivieran a su aire, educando a sus hijos. Fue un experimento temprano, para ver cómo podían funcionar los sujetos de nuestras investigaciones en la sociedad externa. Fue un fracaso catastrófico. Al hacerse mayor Helen se desmarcó de nosotros. Su cuerpo ya estaba preparado para que siempre diera a luz a gemelos. Eso fue fácil. Al quedarse embarazada de forma accidental fue obligada a regresar aquí. De lo contrario, sin un determinado tratamiento necesario para que el embarazo llegara a término, sus fetos habrían muerto. Sin embargo, volvió a Brasil pasada la octava semana de embarazo, demasiado tarde para el tratamiento con blastocisto que habíamos creado aquí en Nova Godói, lo cual nos obligó a probar algo nuevo, una técnica compleja y muy experimental consistente en transferir material genético entre fetos más desarrollados. Se dará usted cuenta de la ironía, herr Pendergast: fue justamente este retraso lo que condujo a nuestro mayor éxito. Siempre habíamos pensado que el trabajo genético tenía que hacerse pronto, en las primeras semanas a lo sumo, pero el retraso con los gemelos de Helen aportó el avance decisivo. —Fischer hizo una pausa—. Helen nunca fue capaz de aceptar que no la dejáramos volver a Estados Unidos con sus hijos. Nos los teníamos que quedar, es natural. Alban era tan prometedor, incluso a tan temprana edad…
Alban había estado atento al toma y daca con una expresión neutral en el rostro.
—Está hablando de tu madre —dijo Pendergast—. ¿No te preocupa en lo más mínimo?
—¿Preocuparme? —dijo Alban—. Al contrarío. Lo que siento es orgullo. No hay más que ver con qué facilidad se descubrió vuestra reunión en Central Park (¡y ni más ni menos que por un empleado de la propia policía de Nueva York!), y con qué rapidez pusieron el plan en marcha nuestros hombres.
Sus palabras fueron seguidas por una breve pausa.
—¿Y Longitude Pharmaceuticals? —preguntó Pendergast—. ¿De eso qué me dice?
—Una simple actividad satélite, una de tantas vinculadas de lejos a nuestra labor —contestó Fischer—. Nuestras investigaciones eran sutiles, complejas y de gran alcance. Teníamos que recurrir a muchas fuentes. Normalmente guardamos las distancias, pero cuando se produce algún accidente, como en el caso de Longitude, hay que tomar determinadas medidas, por desgracia.
Sacudió la cabeza.
—Antes ha dicho que soy parcialmente responsable de que su labor haya llegado a buen puerto —dijo Pendergast—; que me incorporaron a la fase final. ¿Qué ha querido decir exactamente?
—Querido agente Pendergast, seguro que a estas alturas ya lo habrá adivinado. De hecho ya lo he mencionado: su ataque al Vergeltung, la obstinada persecución a la que nos sometió a Helen y los que la habíamos secuestrado… Para Alban teníamos pensada otra prueba beta final, pero al irrumpir usted en el panorama convertimos ¡o que podría haber sido un inconveniente en una oportunidad. Cambiamos de cabo a rabo los parámetros del test, con cierta prisa, todo sea dicho, y decidimos dejar suelto a Alban en Nueva York para que demostrase que era capaz de matar impunemente, pese a revelar su identidad a las cámaras de seguridad al tiempo que dejaba pistas que lo convencieran a usted de que el asesino era hijo suyo. Esa conclusión le proporcionaría a usted una… esto… motivación suficiente para atraparlo, ¿no le parece? Si el mejor y más intrépido de los detectives no logró dar caza a su hijo asesino, pese a gozar de todas las oportunidades, ¿no diría usted que nuestra prueba beta fue un éxito? ¿Un éxito total, sin atenuantes?
Pendergast no contestó.
—Después se escapó Cuarenta y Siete, y el muy atolondrado consiguió encontrarlo a usted. También en este caso sacamos partido de la mala suerte. Modificamos la misión final de Alban: en vez de un quinto asesinato secuestraría a Cuarenta y Siete en la propia casa de usted. Misión que ejecutó de manera impecable. —Fischer se volvió hacia Alban—. Muy bien, chaval.
Alban asintió en señal de que aceptaba los elogios.
—De modo que ya han perfeccionado su trabajo sobre los gemelos —dijo Pendergast—. Pueden producirlos siempre que quieran. El uno será una máquina perfecta de matar, fuerte, inteligente, audaz y astuta, pero sobre todo absolutamente libre de cualquier limitación moral o ética.
Fischer asintió.
—Ya sabe que esas «limitaciones», por decirlo como usted, nos hicieron perder la guerra.
—Después está el otro gemelo, tan débil como fuerte es su hermano, y tan carente de habilidad natural como sobrado anda de ella el primero: mano de obra esclava, y en caso de necesidad, banco de órganos a su pesar. Y ahora que han perfeccionado el proceso, la capacidad de fabricar a estos seres humanos de diabólica perfección, ahora que ya han acabado, ¿qué harán?
—¿Que qué haremos? —Fischer se mostró desconcertado por la pregunta—. Me parecía evidente. Lo que hemos prometido, no, jurado hacer desde que sus fuerzas armadas invadieron nuestras ciudades, mataron a nuestro líder y diseminaron a los cuatro vientos nuestro Reich. ¿Qué le hace pensar que nuestra meta se aleja ni que sea un ápice de la de siempre, herr Pendergast? La única diferencia es que ahora, después de setenta años de trabajo incesante, estamos preparados para emprender la conquista de nuestro objetivo. Ya hemos hecho la prueba beta final. Ya podemos empezar… ¿Cómo lo dicen ustedes? El despliegue.
Tiró el cigarrillo al suelo de tierra y lo aplastó con su bota.
—Bueno, esto se está poniendo aburrido.
Se volvió hacia el tal Berger.
—Adelante —dijo.