En la selva brasileña seguía reinando la noche. Entre los tupidos árboles, y las orquídeas de floración nocturna, vagaban jirones de niebla. Pendergast regresó en silencio al punto en que había dejado a Egon, de cuyo torpe paso no tardó en hallar indicios: ramas partidas, hojas rotas y huellas de botas en el musgo. Siguiendo aquel rastro se movió deprisa hasta oír que Egon todavía lo llamaba, vagando por la selva. Entonces dio un gran rodeo y se acercó por el otro lado.
—¡Estoy aquí! —exclamó agitando la linterna—. ¡Aquí!
—¿Dónde estaba? —dijo Egon al aproximarse con una expresión amenazadora y recelosa, enfocándole la cara con su linterna.
—¡Eso querría saber yo, caramba! —exclamó Pendergast con rabia—. ¡Le había dado instrucciones de seguirme y usted me ha desobedecido! Llevo horas extraviado, dando vueltas, y he perdido la ocasión de capturar aquella Reina Beatriz. ¡Me estoy pensando si lo denuncio a las autoridades!
Tal como esperaba, Egon, imbuido de una cultura de autoridad y subordinación, se amedrentó enseguida.
—Perdone —balbuceó—, pero es que iba usted tan deprisa, y luego ha desaparecido…
—¡Basta de excusas! —exclamó Pendergast—. Hemos perdido una noche. Esta vez lo pasaré por alto, pero no vuelva a despistarse. ¡Me podría haber matado un jaguar, o habérseme comido una anaconda! —Estaba que trinaba. Hizo una pausa—. Vamos a volver al pueblo; así me enseña dónde duermo, necesito descansar.
Llegaron al pueblo mojados y embarrados, justo cuando amanecía sobre el cráter del volcán y la luz del alba tocaba las nubes y las sonrosaba con tonos de coral. Cuando los rayos del sol invadieron las calles empedradas de la población, cuya forma era la de una media luna, todo empezó a funcionar como un mecanismo de relojería: puertas que se abrían, chimeneas de las que salía humo, peatones afanándose en sus menesteres… Solo la isla del centro del lago se mantuvo igual: negra, siniestra y maléfica, con sus ecos metálicos de maquinaria.
Mientras iban por las calles, cada vez más pobladas, Pendergast volvió a fijarse —esta vez con un escalofrío de horror— en que algunas de las caras que había visto en el gueto subterráneo tenían su reflejo en las de aquellas personas tan guapas y ocupadas.
Egon lo llevó a una casita de entramado de madera contigua al ayuntamiento. En respuesta a sus golpes en la puerta apareció una mujer con delantal, secándose las manos, y del interior salía un olor de pan horneándose.
—Herzlich willkommen —dijo.
Al entrar se encontraron a dos niños rubios que comían pan con mermelada y huevos pasados por agua en la mesa de la cocina, y que se quedaron mirando a Pendergast con la misma sorpresa y la misma curiosidad manifestada por el resto de la población.
—Nadie habla inglés —dijo Egon con su laconismo habitual, pasando de largo como si no existiera la mujer que tan amablemente los había saludado.
Fue a una escalera estrecha y subió dos pisos hasta llegar a una acogedora buhardilla con cortinas de encaje, techo muy inclinado y ventanas con vistas al pueblo.
—Su habitación —dijo—. Se quedará hasta la puesta de sol. Después la mujer le dará de cenar. Yo esperaré abajo. No salga de la habitación.
—¿Que tengo que quedarme aquí encerrado hasta que se ponga el sol? —exclamó Pendergast—. ¡Pero si solo necesito dormir cuatro o cinco horas! Me gustaría dar un paseo por el pueblo y ver los monumentos…
—Se quedará hasta la puesta de sol —repitió Egon de mal humor, antes de cerrar la puerta.
Pendergast oyó girar la llave. Después los pasos de Egon se alejaron por la escalera, y al inspeccionar la cerradura, que era de las antiguas, Pendergast se sonrió. Acto seguido cogió su mochila y los tarros para insectos y empezó a sacar los muchos especímenes que había recogido durante el viaje fluvial, y también aquella noche, en la selva. Colocó las mariposas en sus placas con pinzas de punta plana y las sujetó con cintas. Al acabar se acostó vestido en la cama, que estaba hecha, y se durmió enseguida.
Una hora después se despertó de golpe al oír que llamaban a la puerta.
—¿Sí? —dijo en inglés.
Al otro lado se oyó la voz tensa del ama de casa.
—Herr Fawcett, hier sind einige Herren, die Sie sprechen möchten.
Al levantarse de la cama oyó girar la llave en la cerradura. Cuando se abrió la puerta apareció media docena de hombres con uniforme gris, que estaban armados y que lo apuntaban. Entraron con orden y rapidez. En cumplimiento de una operación bien coordinada, a cuyo frente estaba Scheermann, rodearon a Pendergast por ambos lados. Todo se hizo con una eficacia intachable, que no dejaba la menor posibilidad de reacción o escapatoria.
Pendergast entrecerró los ojos y abrió la boca como si quisiera protestar.
—No se mueva —dijo Scheermann, aunque no hiciera falta—. Las manos apartadas del cuerpo.
Mientras Pendergast se quedaba con los brazos extendidos, le quitaron la ropa en silencio y le pusieron un camisón a rayas de algodón y unos pantalones bastos parecidos a los que había visto en el barracón subterráneo. Después los guardias lo hicieron bajar por la escalera y lo empujaron a la calle sin dejar de apuntarle ni un momento. Lo llevaron hasta el muelle. Lo curioso era que los habitantes del pueblo le prestaban mucha menos atención con el nuevo atuendo de presidiario que cuando iba vestido de civil, clara señal de que ya habían visto otras veces lo mismo.
Nadie decía nada. Lo colocaron en la proa de una pequeña barcaza, en medio de un semicírculo formado por los guardias. Después rugieron los motores de vapor, y la barcaza se internó lentamente en el lago, dejando una estela revuelta, rumbo a la siniestra fortaleza.