Corrie Swanson salió de la cabaña, tomó el atajo que cruzaba la cresta y bajó por el camino que llevaba hasta la carretera principal. A su padre lo había dejado consumido de ansiedad, dando vueltas y soltando una ristra innecesaria de consejos, advertencias y predicciones de todo tipo. Todo el futuro de Jack dependía de que Corrie y Foote consiguieran su objetivo. Eso lo sabían ambos.
El bosque estaba frío, yermo. Se estaba levantando un viento que hacía chocar las ramas desnudas. Faltaba poco para que llegara una tormenta que traería lluvia y tal vez aguanieve. Corrie esperó que le diera tiempo para ir a la policía y pedirles que fueran a registrar el concesionario. Miró su reloj. Las ocho. Dos horas.
El camino confluyó con Oíd Foundry Road. Divisó, a algo más de medio kilómetro, Frank's Place, con su letrero en ruinas y su anuncio luminoso de cerveza Budweiser que parpadeaba. Empezó a caminar deprisa por el arcén. Cuando ya estaba cerca reconoció por las ventanas a los parroquianos más madrugadores, que bebían café y fumaban cigarrillos. Hizo de tripas corazón y entró tranquilamente, haciendo rechinar la puerta.
—¿En qué puedo servirte? —dijo Frank, irguiéndose y tratando en vano de meter la barriga.
—Un café, por favor.
Corrie se sentó a una de las mesas pequeñas y volvió a mirar su reloj. Las ocho y cuarto. Foote, como muy tarde, llegaría a las ocho y media.
Frank le trajo el café, con leche enriquecida y azúcar. Con tres sobres de azúcar y tres porciones de leche, el café flojísimo quedó más o menos aceptable. Corrie se lo bebió con un par de tragos y empujó la taza para que se la rellenaran.
—Parece que viene una tormenta.
—Sí.
—¿Qué tal arriba, con tu padre?
Abrió de golpe tres sobres más de azúcar y vertió su contenido, seguido por la leche enriquecida.
—Bien.
No apartaba la vista del escaparate, orientado hacia el aparcamiento y los surtidores de gasolina.
—Dentro de unos días empieza la temporada de caza —dijo Frank, que se había puesto en modo simpático, de dar consejos—. Allá arriba, por Long Pine, cazan mucho. Que no te olvides de ponerte algo naranja.
—Vale —dijo Corrie.
Llegó un coche que iba un poco deprisa, y que chirrió ligeramente al frenar. Un Escalade Hybrid con las ventanas tintadas: el de Foote. Corrie se levantó de golpe, tiró unos cuantos billetes a la mesa y salió. Foote le abrió la puerta derecha, manchada de barro. Dentro olía a perfume y a cuero. Foote llevaba su traje habitual, inmaculado, pero se le veía tenso. Arrancó antes de que Corrie hubiera tenido tiempo de cerrar la puerta, y se dirigió hacia Oíd Foundry Road con un chirrido de neumáticos.
—He llamado a la policía de Allentown —dijo acelerando—. Se lo he explicado todo. Al principio no se lo creían, pero he conseguido convencerlos. Nos esperan. Ya están listos para ponerse en marcha con una orden judicial si es que les gusta lo que les enseño. Y les gustará.
—Qué bien. Gracias.
—No me las des a mí, que lo único que hago es protegerme. Además, creo que lo de tu padre fue una trampa.
Aceleró un poco más, atento al detector de radares del retrovisor. Iban como una flecha por la carretera rural, y los árboles pasaban como rayos a ambos lados del camino. Se metió por una curva y condujo con pericia, mientras las ruedas, al girar, se quejaban con susurros de caucho.
—Mierda —dijo Corrie—. Acabas de pasarte la salida de la carretera 94.
—Anda, es verdad. —Foote redujo la velocidad y se acercó al arcén para dar media vuelta. Lanzó una mirada a Corrie—. Eh, ponte el cinturón.
Corrie se volvió para cogerlo y empezó a buscar la hebilla, que se había metido entre los dos asientos. Justo en ese momento percibió un movimiento brusco, y al girarse a medias notó que un brazo le cogía con mucha fuerza el cuello y una mano le ponía en la cara un trapo que apestaba a cloroformo.
Pero estaba preparada.
Tras asir un cúter que llevaba escondido dentro de la manga, levantó la mano de golpe e hizo un corte profundo en la parte carnosa de la palma de Foote, al mismo tiempo que retorcía la cuchilla. Foote rugió de dolor, y al cogerse la mano herida soltó el trapo. Corrie saltó frente a él y le puso el cúter en el cuello.
—Te pillé —dijo.
Foote no contestó. Se apretaba la mano herida.
—¿Qué te crees, que soy tonta de remate? —dijo ella clavándole un poco más el filo de la cuchilla en el cuello—. Puede que a mi padre lo engañaras con tus cuentos de héroe del proletariado, pero a mí no. Te tengo calado desde el primer día. El único vendedor honrado del concesionario… ¡Y una mierda! Era todo demasiado bonito, simple y conveniente. ¿Y la chorrada esa de la factura con concepto en la caja fuerte, por servicios de falsa acusación? ¡Venga ya!
Rápidamente, antes de que Foote pudiera reaccionar, Corrie le palpó los bolsillos del abrigo y de los pantalones y encontró un revólver de gran calibre. Lo sacó y le apuntó con él.
—A ver, ¿qué coño pasa de verdad? —preguntó.
Foote respiraba con dificultad.
—¿Tú qué crees? Un timo, y bastante mejor que conseguir un par de puntos de interés. Os podría dar algo a ti y tu padre.
—Y una mierda. Seguro que mi padre se empezó a oler algo. Por eso le tendiste tú una trampa. —Corrie movió la pistola—. Tengo claro que ya tienes localizada su cabaña. Seguro que has ido hace un rato a reconocer el terreno y me has visto salir a la carretera. —Respiró hondo—. Bueno, te explico lo que va a pasar. Ahora vas a conducir hasta la cabaña. Yo te estaré apuntando todo el rato con esta pistola. Primero se lo cuentas todo a mi padre. Luego llamamos a la policía y se lo cuentas a los agentes. ¿Me he explicado bien?
Al principio Foote no se movió. Después asintió con la cabeza.
—Vale, pues conduce poco a poco; y no hagas nada raro si no quieres que use el arma.
En realidad Corrie no había disparado nunca. Ni siquiera tenía la certeza de que no estuviera puesto el seguro, pero eso Foote no lo sabía.
Bien apartada de él, lo mantuvo en el punto de mira de la pistola mientras abandonaban el arcén, iban por Oíd Foundry Road y giraban por Long Pine. Durante las curvas no se dijeron nada.
Cuando faltaban treinta metros para el desvío de la cabaña Corrie volvió a hacer gestos con la pistola.
—Párate aquí.
Foote frenó.
—Apaga el motor y sal.
Foote obedeció.
—Ahora ve hacia la cabaña. Yo te sigo. Como intentes algo ya sabes lo que pasará.
Foote la miró. Estaba palidísimo, con gotas de sudor a pesar del frío. Pálido y rabioso. Empezó a caminar hacia la cabaña, partiendo ramas secas con los pies.
Corrie sentía una inyección de adrenalina en todo el cuerpo; su corazón latía a una velocidad incómoda, pero aun así logró mantener un tono tranquilo, sin que le temblara la voz. Se decía y repetía que en peores situaciones había estado, mucho peores. «Tú no pierdas la calma —se decía—; tranquila, acabará todo bien.»
Justo cuando llegaban a la puerta de la cabaña oyó girar el pestillo. Al abrirse de repente, la puerta le dio un golpe en la muñeca. Corrie soltó la pistola con un grito de dolor.
Su padre, en el umbral, los miraba a los dos.
—¿Corrie? —preguntó con la perplejidad pintada en el rostro—. He oído ruidos. ¿Qué hacéis aquí? Creía que os ibais a la ciudad…
Corrie saltó hacia la pistola, pero Foote fue más rápido y la cogió al mismo tiempo que la empujaba a ella sin contemplaciones. Jack Swanson miró con estupor el arma que Foote levantaba hacia él. Justo en el último momento corrió en dirección al bosque de detrás de la cabaña, pero se oyó una detonación, y el desplome del cuerpo de su padre convenció a Corrie de que la bala había dado en el blanco.
—¡Hijo de puta! —chilló corriendo hacia Foote con el cúter en alto, pero él se volvió, le dio en la sien con la culata y el mundo se apagó de golpe.
Tardó poco tiempo en recuperar la conciencia y la lucidez. Le habían atado las manos y los pies apresuradamente, con esposas de plástico, y la habían arrojado sin ceremonias al asiento trasero del coche de Foote, donde yacía de costado.
Esperó con una tensión insoportable, aguzando el oído. Con lo cuidadosamente que lo había planeado, y en quince segundos se iba todo al traste. ¿Y ahora qué? ¿Qué pasaría? Dios… Era todo culpa suya. Debería haber ido a la policía en vez de intentar solucionarlo ella sola, pero tenía miedo de que lo único que hicieran fuera detener a su padre…
De repente oyó más disparos: dos muy seguidos. Después, silencio; un silencio roto finalmente por una ráfaga de viento que empezó a agitar las ramas y a dar golpes, y golpes, y más golpes…