En la Vila Germánica de Blumenau, el pueblo alemán de vivos colores que constituía el centro de la ciudad, los turistas podían encontrar una gran profusión de cervecerías, biergarten y tabernas. Muchos eran establecimientos de ambiente jovial, con clientes de jarana y mozas germánicas que con sus vestidos pintorescos sorteaban las mesas sin que se les cayeran las múltiples jarras de litro que llevaban en las manos. Uno o dos de los locales, sin embargo, eran más tranquilos, más enfocados a la clientela autóctona; sin dejar de ser auténticamente bávaros en su arquitectura y su decoración, dentro eran más oscuros y carecían de la frenética cordialidad de sus vecinos.
Uno de ellos era el Hofgarten. Su interior era de techo bajo, con recias vigas cortadas a mano que casi rozaban las cabezas de la clientela vespertina. Las paredes estaban decoradas con grabados enmarcados de castillos alemanes, y había pizarras con el menú del día escrito a tiza. Con todos los platos se servía gratis un bretzel bávaro. Dos lados de la isla central estaban ocupados por una larga barra, pero muchos de los clientes parecían preferir los reservados de madera que se sucedían en las paredes.
En uno de ellos había un hombre que leía un periódico local. Era bajo, de pecho fornido, brazos musculosos y una cabeza que parecía ligeramente pequeña para su cuerpo. Lucía un afeitado reciente, y el pelo peinado hacia atrás con brillantina; y si bien sus facciones no eran alemanas, sino brasileñas, no por ello dejaban de ser finas, con los pómulos marcados y la nariz aguileña. Bebía una jarra de cerveza y fumaba un puro corto y fino.
Al levantar la vista vio que había alguien en el banco de enfrente. Había sido un movimiento tan veloz y silencioso que ya se lo encontró cómodamente sentado.
—Boa tarde —dijo el desconocido.
El fumador de puros no contestó. Se limitó a mirarlo con un atisbo de curiosidad.
—¿Le importa si hablamos en inglés? —añadió el desconocido—. Mi portugués es casi inservible, por desgracia.
El otro se encogió de hombros y dejó caer la ceniza del puro como si aún no hubiera decidido si se produciría algún tipo de conversación.
—Me llamo Pendergast —puntualizó el desconocido—, y tengo una propuesta que hacerle.
El otro carraspeó.
—Si supiera quién soy —dijo— no se atrevería a venirme con propuestas.
—No, si ya lo sé; es usted el coronel Souza, jefe de la Policía Militar de Alsdorf.
El coronel se limitó a dar otra calada al puro.
—No solo sé quién es sino que sé mucho acerca de usted. En otros tiempos fue uno de los dirigentes del Batalhão de Operações Policiais Especiáis, la unidad de respuesta rápida de élite y más prestigiosa de la policía militar brasileña. El BOPE es respetado y temido allá donde va. Usted, sin embargo, salió de él (voluntariamente, ¿verdad?) para ponerse al frente de la Policía Militar de Alsdorf. Eso sí que me parece curioso. Compréndame, no es que pretenda desmerecer en nada a Alsdorf, que es un pueblo con su encanto, pero teniendo en cuenta la velocidad a la que progresaba su carrera, llama la atención. Podría haber elegido entre varios puestos en la Policía Civil, o incluso en la Policía Federal, pero en vez de eso…
Pendergast hizo un gesto de la mano en referencia al interior del Hofgarten.
—Ha investigado usted mi trayectoria —respondió el coronel Souza—. Hágame caso si le digo, o senhor, que no es una actividad que pueda beneficiarlo.
—Querido coronel, me limito a sentar los preliminares de la propuesta a la que acabo de aludir; y no tema, no es tanto de negocios como… profesional.
La respuesta fue un silencio que Pendergast dejó extenderse un minuto antes de continuar.
—También tiene usted una virtud que en esta parte del mundo parece casi única: es inmune a la corrupción. No solo se niega a aceptar sobornos sino que disuade enérgicamente a sus colaboradores de que los reciban, lo cual podría ser otro de los motivos de que haya acabado en Alsdorf… ¿O no?
El coronel Souza se sacó el puro de la boca y lo aplastó en el cenicero.
—Se le ha acabado el tiempo, amigo. Le aconsejo que se vaya antes de que les pida a mis hombres que lo acompañen fuera de la ciudad.
La respuesta de Pendergast fue meter una mano en el bolsillo de su chaqueta, sacar su placa del FBI y abrirla sobre la mesa. El coronel la inspeccionó con atención durante un momento antes de mirar de nuevo a su interlocutor.
—Está fuera de su jurisdicción —dijo.
—Sí, y mucho, me temo.
—¿Qué quiere?
—Su colaboración en una tarea que en caso de saldarse con éxito será muy beneficiosa para ambos.
El coronel se apoyó en el respaldo y encendió otro puro.
—Soy todo oídos.
—Usted tiene un problema y yo también. Empecemos por hablar del suyo. —Pendergast se inclinó un poco—. En los últimos meses la paz de Alsdorf se ha visto alterada por una serie de asesinatos no resueltos, y a juzgar por la información que le ha ocultado usted a la opinión pública se trata de unos crímenes muy desagradables.
Para disimular su evidente sorpresa, el coronel Souza cogió el puro, lo examinó y se lo puso otra vez en la boca.
—Bueno, es que me he permitido consultar sus informes —dijo Pendergast—. Ya le he dicho que mi portugués deja bastante que desear, pero fue suficiente para formarme una idea bastante exacta de la situación. El caso, coronel, es que en el último medio año se han cometido al menos ocho asesinatos violentos en Alsdorf y sus alrededores, y sin embargo la prensa local no ha recogido apenas la noticia.
El coronel se humedeció los labios.
—Nosotros vivimos del turismo, y esas noticias serían… malas para la economía.
—Sobre todo si se filtrase el modus operandi. Algunos de los asesinatos destacaban por un sadismo fuera de lo común, mientras que otros, por lo visto, se cometieron con la mayor rapidez posible, en la mayoría de los casos por aplicación de un cuchillo a la vena yugular. He visto las fotos.
El coronel frunció el ceño pero no dijo nada.
—La parte que más me cuesta entender es la siguiente: que aunque últimamente se hayan producido todos estos crímenes, la Policía Civil, que a mí me conste, no ha hecho gran cosa para detenerlos.
El ceño del coronel se pronunció.
—A ellos les da igual. Alsdorf es una localidad pobre, que no les interesa. Todos los muertos han sido camponês, campesinos; jornaleros de las montañas y gente sin oficio ni beneficio.
Pendergast asintió con la cabeza.
—O sea, que se queda usted solo, con sus fuerzas de la Policía Militar, para intentar resolver los asesinatos con pocas pruebas de las que partir y el esfuerzo constante de que no se enteren los turistas ni la población local. Un problema, ya le digo.
Se acercó una camarera que sustituyó la jarra del coronel por una nueva y preguntó a Pendergast qué deseaba.
—Lo mismo que toma el coronel —dijo él en portugués. Después volvió a hablar en inglés—. Le voy a hacer una pregunta: de noche, en la cama, cuando piensa en el caso y en quiénes pueden ser los asesinos, ¿por dónde van sus ideas?
El coronel tomó un trago de cerveza, pero no contestó.
—Creo saberlo. Sus ideas viajan río arriba, hacia el bosque profundo; hacia un lugar llamado Nova Godói.
Fue la primera vez que el coronel lo miró con una expresión sincera de estupefacción.
Pendergast asintió.
—Es un lugar sobre el que se rumorean muchas cosas, ¿verdad? Tiene mala fama desde hace más de medio siglo. Hipótesis sobre qué pasa, quién vive allá, qué hacen… Digamos que gran parte de los cuchicheos se producen entre los habitantes de Blumenau y Alsdorf: rumores sobre personas curiosas que viajaron río arriba a Nova Godói… y no han vuelto a ser vistas.
Le trajeron su jarra. Pendergast miró la cerveza pero no la tocó.
—Sé algo más de usted, coronel. Es verdad que se preocupa por Alsdorf, y profundamente. Seguro que lo saca de quicio que la Policía Civil se desinterese de los asesinatos. Lo cierto, sin embargo, es que ha estado en el ejército. Tiene medallas de su paso por el BOPE, e intuyo que es un hombre que en caso de ver claro su deber no permitiría que se interpusieran en su camino ni la burocracia ni la cadena de mando. Si supiera qué ocurre en Nova Godói, si conociera a los culpables de los crímenes, y de los que aún quedan por cometer, creo que no vacilaría en actuar.
El coronel Souza miró a Pendergast. Fue una mirada larga, penetrante, reflexiva, seguida por un gesto casi imperceptible de aquiescencia.
—¿Qué sabe usted sobre Nova Godói? —preguntó Pendergast.
El coronel apoyó el puro en el cenicero. Después bebió un largo trago de su jarra.
—Dicen que empezó siendo una misión, fundada hace siglos por los franciscanos en lo alto de las montañas.
—¿Y?
Souza siguió con reticencia.
—Desde que los indígenas de la zona masacraron a los buenos de los monjes, la misión acogió a una guarnición de soldados portugueses que al final destruyeron a esos indígenas. Más tarde se convirtió en plantación, abandonada en los años treinta. Después de la guerra se instalaron algunos refugiados alemanes, como en tantas otras zonas de Brasil.
—¿Cuál es su situación física?
—Destaca por su aislamiento: resulta casi imposible llegar, y la única vía de acceso es el río. El asentamiento alemán queda a la orilla de un lago volcánico. En el centro del lago hay una isla que es donde construyeron la misión y el antiguo fuerte. —Se encogió de hombros—. Los pobladores viven completamente a su aire. Usan Alsdorf como puerta al resto del mundo, para recibir noticias, provisiones y cosas así, y para sus idas y venidas, pero no se relacionan con nadie, ni siquiera con sus compatriotas alemanes. —Hizo una pausa—. Desentonan lo mínimo que pueden, y procuran no llamar la atención. Más no le puedo decir.
Pendergast asintió lentamente.
—Sería una misión difícil, a modo de operación militar. Como es lógico, no se le comunicaría nada a la Policía Civil. Todo correría a cargo de sus hombres, los de la Policía Militar, y tendría que ser una acción no documentada. Es obvio que el objetivo estará bien protegido y defendido. Será necesaria una fuerza de ataque de cien hombres, como mínimo, y preferiblemente más. Ahora bien, recibiría usted un informe previo muy completo y un reconocimiento del que me encargaré yo. Como ya le he dado a entender, si tenemos éxito la cruz que sufre Alsdorf desaparecerá para siempre.
—¿Me está diciendo que los culpables de los asesinatos son los habitantes de Nova Godói? —preguntó el coronel.
—Ni más ni menos.
—¿En qué pruebas se basa?
Pendergast sacó del interior de su americana varias fotos de los crímenes de Nueva York. Las fue colocando frente al coronel, que las examinó en silencio.
—Sí, son iguales que los asesinatos de aquí —dijo.
—Estos se han producido en Nueva York. Yo he seguido la pista del asesino hasta Nova Godói.
—Pero ¿por qué en Nueva York?
—Es una larga historia, que estaré encantado de contarle en otro momento. Entonces, ¿necesita más pruebas de lo que digo o le basta con estas?
—Me basta —dijo el coronel apartando la vista de las fotos, asqueado.
—Hay unas cuantas condiciones. Dentro del recinto de Nova Godói se esconden dos jóvenes, gemelos. No se les podrá hacer daño. Me encargaré personalmente de ellos. Ya le facilitaré dibujos.
El coronel miró a Pendergast sin decir nada.
—Y todavía hay algo más. En Nova Godói encontrarán a un hombre alto, sumamente robusto, con el pelo muy blanco y muy corto. Se llama Fischer. No podrá tocarlo nadie. Es mío. De él también me encargaré personalmente.
Se hizo el silencio en la mesa.
—Son mis únicas condiciones —dijo Pendergast—. Bueno, ¿le interesa oír qué planes tengo?
Al principio el coronel no dijo nada. Después apareció una sonrisa en su rostro, lentamente.
—Siento un gran interés, agente Pendergast —contestó.