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Penelope Waxman se apoyaba con algo de remilgo en el incómodo respaldo recto de una silla de la sala de espera de la comisaría de la Policía Militar de Alsdorf, Brasil. Era una sala grande, pintada de amarillo, con las ventanas abiertas a una brisa agradable. Había una foto del presidente en una pared y en otra, un crucifijo, como en la mayoría de los espacios públicos que había visto en Brasil. Una baranda baja de madera con una puerta dividía la sala en dos partes, separando la sala de espera de los empleados de la comisaría, ocupados en cumplimentar formularios o teclear en terminales de ordenador. De vez en cuando cruzaba la baranda algún miembro de la policía con camisa azul y gorra roja y se iba por una puerta.

La señora Waxman suspiró y cambió de postura, impaciente. Llevaba dos años viviendo en el país, en un bonito piso de dos dormitorios de Brasilia (su marido era exportador textil), pero aún no se había acostumbrado al ritmo glacial de los asuntos oficiales. Después de una espera de más de media hora ni siquiera había tenido la oportunidad de presentar una denuncia. Por lo visto, la única manera de acelerar las cosas en aquel país era enseñar un fajo de billetes, pero ella tenía su orgullo y a eso no pensaba recurrir. Miró su reloj: casi las tres de la tarde. Pero ¿por qué tardaban tanto? En la sala de espera solo había una persona más, el gritón.

En realidad era culpa de su marido. Había oído hablar de Blumenau, una ciudad del sur, en el estado de Santa Catarina, que era una copia casi perfecta de un antiguo pueblo bávaro, y había decidido ir con su esposa durante un fin de semana largo. La señora Waxman tenía que reconocer que Blumenau valía la pena. Sí que era idéntica a una ciudad alemana, sí, en un entorno tan improbable como las selvas tropicales y las montañas de Brasil: había cervecerías, tiendas pintadas de vivos colores, casas con entramado de madera oscura y enlucido blanco, y edificios góticos que parecían antiguos, y cuyos grandes tejados de pizarra (con dos y hasta tres pisos de buhardillas) eran tan grandes como la fachada. Por si fuera poco, la mayoría de sus habitantes eran rubios, con los ojos azules y las mejillas sonrosadas. Por la calle se hablaba más en alemán que en portugués. El señor Waxman, muy orgulloso de su ascendencia alemana, no cabía en sí de gozo.

Luego, por desgracia, habían venido los problemas. Su marido no había sido bastante previsor como para reservar un hotel, y al llegar se habían encontrado con una especie de enorme festividad cultural alemana. Como estaban llenos todos los hoteles, los Waxman no habían tenido más remedio que alojarse cerca, en la localidad de Alsdorf, una versión mucho menor y más barata de Blumenau que intentaba aprovecharse de los encantos de su vecina pero no parecía conseguirlo del todo. En general, sus residentes eran más pobres, de aspecto menos europeo y mucho más cercanos a la población indígena, y a diferencia de Blumenau parecía que en Alsdorf hubiera bastante delincuencia. A ella le habían robado los cheques de viaje esa misma mañana, en el hotel. ¡Robar cheques de viaje! ¡Habríase visto! Total, que ahora su marido estaba en Blumenau, intentando que se los repusieran, y ella en la comisaría de Alsdorf, esperando para presentar una denuncia por el robo.

Vio interrumpidas (otra vez) sus reflexiones por el otro ocupante de la sala de espera, que había vuelto a embarcarse en una larga letanía de quejas dirigidas a la pobre mujer del mostrador de al lado. La señora Waxman lo miró de reojo, irritada. Llevaba una camisa tropical horrenda, de colores chillones, y un sombrero de paja de ala ancha que le habría sentado mejor a un tahúr del Mississippi. Sus pantalones, de lino blanco, eran amorfos y estaban llenos de arrugas. Por el tono pálido y casi enfermizo de su piel solo podía ser un turista: el típico paleto americano, en resumidas cuentas, que hablaba en inglés, cuanto más fuerte mejor, y daba por supuesto que todos tenían que apresurarse a cumplir sus órdenes. Se estaba cebando en la mujer que mejor hablaba inglés en la oficina.

—¡Cuánto tardan! —dijo en un tono quejoso y autoritario—. ¿Por qué tardan tanto?

—En cuanto pueda recibirlo el encargado de tramitar los formularios lo recibirá —contestó la mujer—. Si llevara usted su pasaporte encima sería más rápido…

—Ya se lo expliqué. Me han robado el pasaporte, con la cartera, el dinero, las tarjetas de crédito y todo lo que llevaba en el bolsillo. —El hombre se sumió en una especie de perorata letárgica, pero en voz alta—. Por Dios… Parece una novela de Kafka. Lo más seguro es que me quede aquí toda la vida. Me atrofiaré y me moriré aquí mismo, en la comisaría, víctima de la burocracia terminal.

—Lo siento mucho —dijo la mujer, con una paciencia casi de santa—. Es que está ocupado todo el personal. Está siendo un día de mucho trabajo.

—Claro, claro, ya me lo imagino —dijo él—. Me apuesto lo que sea a que los hurtos son lo que más trabajo da en Alsdorf. Debería haberme quedado en Río.

Un miembro de la Policía Militar salió de una puerta del fondo de la comisaría y cruzó la oficina hacia la sala de espera.

El turista saltó de su silla.

—¡Eh, usted! ¡Usted!

El policía se fue por la puerta principal sin hacerle el menor caso.

El turista se giró otra vez hacia la secretaria.

—¿Qué le pasa, acaso está sordo?

—Está ocupado con un caso —dijo ella.

—Claro; otro robo, seguro. Del mismo carterista que me habrá robado a mí y que les estará quitando la cartera a otros americanos.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no es por ningún carterista.

—¿Pues entonces? ¿Qué es tan importante como para que no me puedan recibir? ¡Ya me gustaría saberlo!

Esta vez la mujer del mostrador no contestó. «Bien hecho», pensó la señora Waxman, tentada de decirle cuatro frescas a aquel pelma.

El turista se había vuelto a asomar a la puerta principal y miraba hacia donde se había ido el policía.

—A lo mejor aún tengo tiempo de alcanzarlo —dijo como si hablara solo—. Lo pararé y le explicaré mi problema. Entonces me tendrá que ayudar.

La secretaria sacudió la cabeza.

—Tiene demasiado trabajo.

—¿Demasiado trabajo? ¡Sí, claro, bebiendo café y comiendo donuts!

Esta vez fue demasiado para la empleada, que dijo, más bien seca:

—Está investigando unos asesinatos.

La señora Waxman se irguió en su silla.

—¿Asesinatos? —repitió el turista repelente—. ¿Qué asesinatos?

Era evidente, sin embargo, que la secretaria había hablado más de lo que quería, porque se limitó a sacudir la cabeza.

El turista se apoyó en el respaldo con los ojos en blanco.

—Alguna pelea en algún bar, seguro; y mientras tanto yo aquí sentado, sin identidad, en un país extranjero. ¡Por Diosss! —Una pausa—. Asesinatos, dice. ¿Más de uno?

La secretaria se limitó a asentir.

—¿Qué pasa, que hay un asesino en serie suelto o qué?

La única reacción de la mujer fue apretar los labios. De repente a la señora Waxman ya no le pareció tan importante el problema de los cheques de viaje. ¿Asesinatos? Quizá fuera mejor olvidarse de la denuncia, ir a buscar a su marido y regresar cuanto antes a Brasilia.

De pronto, mientras lo pensaba, pareció que el turista repelente tuviera una idea. Se incorporó, hurgó en el bolsillo de sus pantalones amorfos de lino y sacó un fajo de reales brasileños. A continuación se inclinó en la baranda, en dirección a la secretaria.

—Tenga —dijo, en un aparte que la señora Waxman oyó perfectamente—. Esto no se lo ha llevado el carterista. Dele veinte reales al responsable de… de procesamiento de formularios, o como se llame; así a lo mejor se engrasan los engranajes del progreso.

Al oírlo, los otros empleados de la oficina se volvieron.

—No puedo —dijo rápidamente la mujer, ceñuda.

—No es bastante, ¿eh? Vale, pues vamos a jugar. —El hombre desprendió unos cuantos billetes más del fajo arrugado—. Tenga, cincuenta reales. Déselos.

Ella negó con la cabeza, con más énfasis todavía.

—No se aceptan sobornos.

—¿Que no se aceptan sobornos? ¿Me está tomando el pelo? Estamos en Brasil, ¿no? Señora, que no he nacido ayer.

—En Alsdorf no se soborna a la policía —le dijo con voz pública y firme, no carente de orgullo—. No lo permite el coronel.

—¿Coronel? —preguntó el turista con el mayor de los escepticismos—. ¿Qué coronel?

—El coronel Souza.

—No me lo creo —respondió el turista—. ¿Qué pasa, que aún quiere más reales? Piensa repartírselos con el encargado, ¿eh? —Se rió—. Eso sí que es saber cuidarse.

—Oiga, guárdese el dinero. —Parecía que a la secretaria se le hubiera agotado, ahora sí, la paciencia—. Mire, voy a dejar que espere en el antedespacho. Si se lo permito, ¿aceptará esperar en silencio hasta que lo llamen?

El turista la miró con recelo.

—¿Me recibirán más deprisa?

—Puede ser.

Se encogió de hombros.

—Vale, pues usted primero.

Se puso en pie. La secretaria lo acompañó al otro lado de la baranda, más allá de las mesas, hasta una puerta del fondo que estaba abierta. Se hizo un silencio más que bienvenido. Finalmente la señora Waxman se levantó y se fue por la puerta sin tomarse la molestia de decírselo a nadie, en busca de un taxi con el que su marido y ella pudieran salir lo antes posible de la localidad de Alsdorf.

El turista de la camisa de flores y los pantalones amorfos de lino esperó hasta que le indicaron una silla. Cuando se alejaron los pasos de la secretaria, se acercó a la puerta sin hacer ruido, cogió el pomo y la empujó hasta que estuvo casi cerrada. Acto seguido examinó el antedespacho. Solo había una mesa, con cuatro sillas a su alrededor. En tres de las paredes había archivadores. Esbozó una ligera sonrisa al recorrerlos con la vista.

Una serie de muertes en el pueblo. Un policía a quien no se podía sobornar. Estaba resultando de lo más prometedor.

—Estupendo —dijo con un dulce acento sureño muy distinto al que había empleado en la sala de espera—. Francamente estupendo.