46

El doctor John Felder salió de la casa del portero y cerró la puerta sigilosamente. Tal como había prometido el calendario, era una noche sin luna. La mansión de los Wintour carecía de luces exteriores; la señorita Wintour era demasiado rácana para comprar más bombillas de las absolutamente necesarias, así que la vetusta mole era una gran forma oscura que se erguía negra frente a él, contra un trasfondo igual de negro.

Respiró hondo y empezó a abrirse camino por la maleza, que llegaba hasta sus rodillas. La noche era fría, casi gélida, y su aliento se condensaba en el aire. Todo parecía sumido en el silencio: la mansión, la calle y el pueblo entero de Southport. Pese a la oscuridad, se sintió horriblemente vulnerable.

Al llegar al edificio principal se acercó a un costado y escuchó. Todo estaba en silencio. Se desplazó con lentitud por el muro exterior hasta llegar al ventanal de la biblioteca de la mansión. En esta última había tres ventanas de bisagras. Con movimientos aún más lentos que antes se asomó a la que tenía más cerca. Oscuridad total.

Se apartó un poco y miró a su alrededor con la espalda contra la fachada de piedra. No había nada que turbase la quietud, ni siquiera el murmullo del paso de un coche. Aquel lado de la mansión formaba un ángulo recto con la calle, de la que quedaba oculta por una antigua cortina de tuyas plantadas en el lado interno de la verja de hierro forjado. No podían verlo.

Aun así permaneció un buen rato al amparo de las ventanas de la biblioteca. ¿Lo iba a hacer? ¿De verdad? Por la tarde, sentado en la casa del portero, al esperar durante horas que llegaran las doce de la noche, se había dicho que en el fondo no tenía planeado nada ilícito. Lo único que haría sería apoderarse de la carpeta de dibujos de un artista de segunda que no le importaba a nadie, y menos a la señorita Wintour. De hecho ni siquiera se apoderaría de ella. Se limitaría a tomarla prestada. Siempre se la podía enviar por correo a la señorita Wintour, sin remite, y todos contentos…

Pero después había vuelto a la realidad. Lo que estaba planeando era un robo con allanamiento de morada. Aquello era un delito, tal vez uno leve o quizá no tanto, penado con prisión. Después había pensado en Dukchuk y le había parecido preferible la cárcel a que le pusiera las manos encima.

Se le estaban durmiendo los pies por el frío y por no moverse. Cambió de postura. ¿De verdad iba a hacerlo? Sí, dentro de un minuto. O dos.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para verificar su contenido. Una linterna, un destornillador, un escalpelo, una lata de tres en uno y unos guantes finos de piel. Volvió a respirar hondo, entrecortadamente. Se humedeció los labios y miró otra vez a su alrededor. Nada. Estaba todo negro. Casi no distinguía las ventanas de la biblioteca, con sus marcos macizos. La mansión estaba inmersa en un silencio sepulcral. Después de otro momento de vacilación se sacó los guantes del bolsillo, se los puso y se acercó a la ventana más próxima.

Sacó la linterna sin separarse del marco, la encendió y, protegiendo la luz con el guante, examinó la estructura central, donde se juntaban las dos secciones verticales de la ventana. Vaya por Dios. Habían ajustado las fallebas, y las palancas abatibles impedían abrir aquella doble ventana. Apagó la linterna y, después de otro vistazo a la redonda, se acercó al siguiente marco y lo examinó. También en aquel caso estaban en posición horizontal los tiradores con los que se abría la ventana. No podía entrar sin romper el cristal, meter la mano y girar él mismo el tirador, algo inconcebible.

Con una sensación que parecía situarse a medio camino entre la decepción y el alivio, se acercó a la siguiente ventana. Encendió de nuevo la linterna, tapó la luz y miró hacia dentro. El tirador de la primera hoja estaba en su sitio, pero el haz de luz reveló que el otro se encontraba ligeramente entreabierto, y que la falleba estaba rota y no la habían arreglado; donde se fijaba al marco de metal no había más que un agujero.

Apagó la linterna y se colocó a la sombra del lado opuesto del ventanal. Volvió a esperar, mirando y escuchando atentamente, pero no vio ni oyó nada.

Se dio cuenta de que su corazón latía como a martillazos. Si no lo hacía en ese mismo instante se acobardaría. Se giró con determinación hacia el último marco, deslizó el destornillador en la ranura que dejaba el borde de la ventana y aplicó una suave presión. La abertura se ensanchó con un chirrido de protesta. Interrumpió la operación, sacó del bolsillo el aceite lubricante, lo aplicó a las bisagras oxidadas y volvió a probar con el destornillador. Esta vez la ventana se movió en silencio. Poco después la ranura era bastante ancha para meter los dedos. Abrió la ventana muy suavemente.

Se guardó otra vez el aceite y el destornillador. Todo seguía en silencio. Haciendo acopio de valor puso las manos a ambos lados del marco y apoyó el pie en el alféizar, preparándose para subir, pero dudó. Se vio por un momento como desde lejos, y se le ocurrió una idea: «Si me vieran ahora mis profesores de la facultad de medicina…». Sin embargo, estaba demasiado nervioso para demorarse mucho tiempo en semejantes reflexiones. Volvió a cogerse al marco, subió y le bastó un pequeño esfuerzo para introducirse en la sala.

Dentro de la biblioteca hacía casi tanto frío como fuera. Protegió la luz de la linterna e hizo un rápido barrido de la sala para formarse una idea de dónde quedaban los muebles. No le convenía tropezar con una silla. La decoración se parecía a la del salón delantero: sillas mojigatas, de respaldo alto, y unas cuantas mesas bajas con tapetes que servían para exponer diversas piezas de porcelana y peltre. Había polvo, como si la habitación llevara mucho tiempo en desuso. Las estanterías ocupaban por completo las paredes de ambos lados, detrás de cristales emplomados.

Volvió a mirarlo todo, memorizando la distribución del mobiliario. Después apagó la linterna y, caminando a la mayor velocidad que osó, sin hacer ruido, se acercó a las puertas correderas, en las que apoyó la oreja, atento a cualquier posible sonido.

Nada.

Se giró otra vez hacia la biblioteca, mientras su corazón latía aún más deprisa. No tenía ni idea de por dónde empezar. Las estanterías contenían miles de libros, cajas de cuero para almacenaje, legajos de antiguos manuscritos atados con cintas en putrefacción y otros materiales. La perspectiva de buscar durante horas temiendo que lo descubrieran en cualquier momento era intolerable.

Se dio fuerzas pensando en Constance. Después se dirigió hacia la izquierda y se aproximó con sigilo a donde parecía que empezase la pared de estanterías, al lado de las puertas correderas. Cogió la linterna, cubierta de nuevo con la mano, y la dejó encendida el tiempo necesario para ver una hilera de libros altos con encuadernación de piel, volúmenes que lo contemplaban con el vago resplandor de la luz reflejada en sus lomos nervados. Eran las obras de Henry Adams en cuatro tomos.

Se movió un poco hacia otro punto de la pared de estanterías e hizo una pausa para encender brevemente la linterna. En el anaquel de enfrente había una media docena de cajas de madera de esmerada labor, magníficamente ensambladas y barnizadas a mano. Cada caja llevaba una etiqueta de papel que empezaba a despegarse de la madera, al secarse la cola con el paso del tiempo; y en cada etiqueta había una anotación escrita a mano con tinta desvaída: «Bierstadt, Vol. 1; Bierstadt, Vol. 2…».

La correspondencia de Bierstadt. El objetivo de la delegación de Harvard cuya peregrinación había sido en balde. Seguro que valía una fortuna.

Apagó la luz y se apartó rápidamente de la estantería. ¿Había oído un ruido?

Se quedó sin moverse, muy atento, pero como no se oía nada más se giró y miró las puertas correderas. Al otro lado no había luz.

Aun así, nervioso, dio unos cuantos pasos hacia la relativa seguridad de la ventana abierta.

Se tomó otros buenos sesenta segundos de pausa para escuchar, antes de centrarse de nuevo en las estanterías. Levantando la linterna (que una vez más tapó parcialmente con la mano), dirigió un momento el haz hacia los anaqueles de delante. En el que quedaba a la altura de sus ojos había un tomo enorme, un infolio rodeado por otras colecciones más pequeñas de lomo a juego. Era el Fausto de Goethe; un ejemplar precioso, con grabados e incisiones de fantasía en la encuadernación de piel.

Dio un respingo tan fuerte que casi soltó la linterna. ¿Era su enorme agitación la que le hacía oír cosas? ¿O alguien había pisado la moqueta del pasillo, al otro lado de la biblioteca, con sigilo gatuno?

Miró nerviosamente las puertas correderas. Seguía sin haber ninguna luz al otro lado, negro como la pez. Tragó saliva y se volvió hacia la estantería para echar otro vistazo.

Pero justo entonces algo, que no supo identificar, le hizo dar media vuelta y acercarse en línea recta a la ventana abierta. Saltó con cautela y, una vez con los pies en el suelo, la cerró en silencio, dando gracias a Dios por haber traído el aceite de engrasar.

Se quedó ahí, rodeado por la negra noche y temblando ligeramente. Cuando su corazón volvió a la normalidad empezó a sentir vergüenza. Solo eran imaginaciones suyas. No había ruidos ni tampoco luces. Si se dejaba vencer a la primera de turno por los nervios no encontraría nunca la carpeta de dibujos. Se giró hacia la ventana con la intención de entrar y hacerse una idea más clara de la distribución de los libros.

De repente se abrieron las puertas correderas de la biblioteca. Tan terrible fue la brutalidad de su apertura como el silencio posterior. Felder, asustado, se apartó de la ventana. En el pasillo brillaba una luz muy débil, que proyectaba en el marco de la puerta una silueta gigantesca. Era un hombre, con una prenda extraña e informe. Una de sus manos sujetaba un palo de madera largo y curvo, una vara llena de crueles incisiones, terminada en una esfera del tamaño de una pelota de croquet.

«Dukchuk» —dijo para sus adentros.

Fuera, en la oscuridad, al pie de la ventana de la biblioteca, Felder miraba fijamente, paralizado a causa del miedo, a través del cristal. El criado recorrió toda la sala sin dejarse ni un centímetro cuadrado. Su cabeza calva se movía con la lentitud y parsimonia de un gran animal. Después, veloz y silencioso, volvió a cerrar la puerta corredera. La casa quedó una vez más en silencio, mientras el corazón de Felder latía enloquecido dentro de su pecho.

Al recuperarse regresó a la casa del portero tan rápido como le permitía la prudencia, pero antes de que se hubiera disipado del todo el atroz hormigueo del miedo sintió algo más: una chispa de esperanza. Acababa de darse cuenta de algo.

Adams. Bierstadt. Goethe. Los libros de la biblioteca Wintour estaban ordenados alfabéticamente.