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El teniente Vincent D'Agosta se paseaba inquieto por el apartamento con vistas a la Primera Avenida. Se echó en el sofá de la sala de estar, encendió la tele, cambió ociosamente de canal y la volvió a apagar. Después se levantó, fue a la puerta corredera y se asomó al balcón, que estaba a oscuras. Acto seguido entró en la cocina, abrió la puerta de la nevera, sacó una cerveza, se lo pensó, la devolvió a su sitio y cerró la puerta.

Miraba cada pocos minutos el teléfono, y después apartaba la vista.

Era consciente de que lo mejor era irse a la cama, donde ya estaba Laura, y dormir un poco, pero también sabía que el sueño lo rehuiría. Una de las secuelas de la reunión con Singleton había sido lo que llamaban una «vista disciplinaria» y su cese como jefe de la brigada que investigaba los asesinatos de los hoteles; como había señalado Singleton, suerte tenía de salir tan bien parado, y no porque se lo tuviera que agradecer a Pendergast. Casi le resultaba insoportable la idea de empezar un nuevo día regresando a su mesa para bregar con media docena de delitos de mierda.

Volvió a mirar el teléfono. Ya puestos, mejor hacerlo de una vez. Mientras no se quitara aquel peso de encima no estaría cómodo.

Suspiró, levantó el auricular y marcó el número del móvil de Pendergast.

Sonó tres veces.

—¿Diga? —oyó pronunciar tranquilamente con acento sureño.

—¿Pendergast? Soy yo, Vinnie.

Se produjo una pausa. Cuando volvió a oír la voz, su temperatura había bajado varias decenas de grados.

—Dígame.

—¿Dónde está?

—En mi coche. Yendo a casa.

—Me alegro. Ya me parecía que estaría despierto. Oiga, solo quería decirle… en fin, lo mucho que siento lo ocurrido.

A falta de respuesta D'Agosta hizo de tripas corazón y siguió hablando.

—No sabía qué hacer. Quiero decir que mi deber como jefe de brigada era informar de todas las pruebas, absolutamente todas. Singleton me echó encima la caballería… Estaba arrinconado…

Seguía sin haber respuesta. D'Agosta se humedeció los labios.

—Mire, ya sé que las últimas semanas han sido muy duras para usted. Yo soy su amigo y quiero ayudarlo en todo lo que pueda, pero esto… es mi trabajo. No tenía elección. Tiene que entenderlo.

Cuando sonó la voz de Pendergast lo hizo con toda la crispación, pero también con toda la dureza, que D'Agosta pudiera conocerle.

—Lo entendería hasta el más duro de mollera: ha traicionado la confianza de otra persona.

D'Agosta respiró profundamente.

—No se lo tome así, aquí no se trata de ningún secreto de confesión. Es ilegal saber la identidad de un asesino en serie y no decirla, aunque haya lazos de sangre. Confíe en mí, es mejor que se haya destapado ahora que más tarde.

Silencio.

—Me han apartado de la investigación, y reconozcámoslo, usted no ha llegado a estar nunca en ella. Olvidémoslo, es agua pasada —puntualizó D Agosta.

—Mi hijo, como ha tenido usted la bondad de señalar, es un asesino en serie. ¿Me puede indicar exactamente cómo puedo olvidarlo?

—Pues entonces deje que lo ayude. De manera extraoficial. Sigo teniendo acceso a la investigación, y puedo mantenerlo al corriente de las novedades.

Pendergast volvió a guardar silencio.

—¿Qué me dice? —añadió D'Agosta.

—¿Que qué le digo? Le digo lo siguiente: ¿durante cuánto tiempo, exactamente, tendré que soportar justificaciones interesadas y ofrecimientos de ayuda no solicitados?

D'Agosta sintió de golpe todo el peso de lo que había oído y la injusticia de la situación.

—¿Pues sabe qué le digo yo? —gritó—. ¡Que le jodan!

Estampó el teléfono en la base.