38

—¡Maldita sea! —musitó el teniente Vincent D'Agosta en el pasillo del hotel Murray Hill.

Incluso allá llegaban de la calle los gritos y pitidos electrónicos de la prensa, mezclados con un coro de sirenas, bocinas y diversos ruidos neoyorquinos. Habían pasado varias horas desde el asesinato, pero la presencia de los medios de comunicación no hacía más que aumentar. En Park Avenue había un embotellamiento que iba desde el hotel hasta el edificio MetLife, debido sin duda al efecto mirón. El rugido de las palas de los helicópteros hacía temblar todo el hotel, mientras sus focos barrían sin descanso el edificio. Y Pendergast había desaparecido.

¿Qué les pasaba a los neoyorquinos con los crímenes? Les encantaban. Se pirraban por ellos. El News y el Post llevaban varios días publicando estridentes titulares sobre el Asesino de los Hoteles. Y ahora aquello. Dios no quisiera que la tasa de delitos se redujese a cero, no fueran a arruinarse la mayoría de los periódicos de la ciudad…

De la habitación 516 se filtraba una intensa luz blanca, y de vez en cuando se veían las sombras de los que seguían trabajando en ella. También Gibbs estaba dentro. Era una completa estupidez que hubieran permitido su presencia durante la fase de recogida de pruebas. En principio los jefazos estaban obligados a quedarse fuera. Esta vez, sin embargo, Gibbs había insistido contra todos los reparos de D'Agosta. Dios, pero si desde el descubrimiento inicial no había entrado ni siquiera él, el jefe de brigada…

—Eh, tú, ¿qué coño haces con una Coca-Cola? —gritó a un especialista en huellas latentes que iba por el pasillo—. ¡Sabes perfectamente que no se puede comer ni beber en el lugar del crimen!

El hombre, acobardado, bajó la cabeza con abyecta sumisión. Después se giró y se fue por donde había venido, con la lata en la mano pero sin atreverse a beber de ella.

D'Agosta pudo ver como algunos de los otros detectives que deambulaban por el pasillo intercambiaban una mirada. Vale, estaba cabreado, y se le notaba, pero le importaba un comino. Lo de Pendergast, con su manera de desaparecer, lo había puesto de los nervios. No se veía al agente por ninguna parte. Tampoco al asesino. En cuanto a la descabellada teoría de que fuera hijo suyo… Por otro lado, Pendergast había acertado en todo: fecha, hora y lugar.

D'Agosta había hecho muchos viajes raros con Pendergast, pero ninguno tan raro como aquel. Estaba lo que se decía consternado. Por si fuera poco, la herida del pecho (que tampoco era tan antigua) se lo hacía pasar fatal. Se palpó el bolsillo en busca de un antiinflamatorio y se tomó unos cuantos Advil.

—Eh, tú, ¿quién te ha dado permiso para entrar aquí como si fuera tu casa? —le gritó a un especialista forense con bata blanca que acababa de pasar debajo de la cinta—. ¡Pero ficha, tío, ficha!

—No, teniente, si ya he fichado; solo he ido al lavabo…

Otro grito de D'Agosta cortó en seco el intento de sonrisa.

—¡Pues vuelve a fichar!

—Sí, señor.

De repente, al girarse, vio a Pendergast, cuya descarnada silueta había aparecido al fondo del pasillo. Cuando el agente se acercó con paso rígido, D'Agosta sintió un nudo de aprensión en el estómago. Tenía que hablar con él y averiguar algo más sobre eso tan estrambótico del supuesto hijo.

Lo impactó su expresión, consumida por el fuego de una dura, deslumbrante intensidad. Casi parecía loco. En sus ojos, no obstante, reinaba una claridad absoluta.

—¿Dónde estaba? —preguntó D'Agosta.

—He seguido al asesino hasta el río. Se ha escapado en los embarcaderos.

—¿Que lo ha… seguido?

—Cuando he llegado acababa de irse de la habitación por la salida de incendios. No había tiempo. Me he lanzado en su persecución.

—¿Y está seguro de que es… hijo suyo?

Pendergast lo miró fijamente.

—Como le he dicho antes, esa información debe quedar estrictamente entre nosotros.

D'Agosta tragó saliva. Lo ponía nervioso la intensidad de la mirada del agente.

—Bueno, es que si tiene información deberíamos hacérsela saber a los demás… —empezó a decir.

La expresión de Pendergast se tiñó de una clara hostilidad.

—Vincent, el único que puede capturar a este asesino soy yo. No puede hacerlo nadie más. De hecho, cualquier tentativa en ese sentido solo serviría para empeorar las cosas. La información, en consecuencia, tenemos que guardárnosla, al menos de momento. ¿Me comprende?

D'Agosta fue incapaz de contestar. Lo comprendía, sí, pero ¿guardarse información, y encima sobre la posible identidad del asesino? Eso no estaba permitido. Por otro lado, la idea de que el homicida fuera hijo de Pendergast, y hasta de que Pendergast tuviera hijos, parecía un enorme despropósito. Estaba perdiendo la chaveta. Quizá fuera mejor callárselo, en efecto.

No tenía ni idea de qué hacer.

—Vaya, vaya… Pero si es el agente Pendergast.

Era Gibbs, que salía de la habitación. Se acercó con la mano tendida y la sonrisa más falsa que cupiera imaginar. Pendergast le estrechó la mano.

—Parece salido de una pelea —dijo Gibbs con una risita, mirando el traje embarrado de Pendergast.

—No me diga.

—Tengo curiosidad —dijo Gibbs— por saber cómo han logrado llegar usted y el teniente al lugar del crimen minutos después que el asesino. Según el teniente, ha sido idea suya. Algo sobre una secuencia numérica.

—Fibonacci —dijo Pendergast.

Gibbs frunció el entrecejo.

—¿Fibonacci? ¿Quién es Fibonacci?

—Leonardo Fibonacci —dijo Pendergast—, un matemático de la Edad Media. Italiano, por supuesto.

—Italiano. Ya.

—He examinado las pruebas numéricas de los asesinatos y he descubierto que la dirección de los hoteles obedece a una pauta: calle Cuarenta y cinco Este 5, calle Cincuenta Oeste 8 y Central Park Oeste 13: cinco, ocho y trece. Forman parte de la serie de Fibonacci, en la que cada número es la suma de los dos anteriores. El próximo elemento de la serie sería el veintiuno. He descubierto que en Manhattan solo había un hotel con el veintiuno en la dirección: el Murray Hill, en Park Avenue 21.

Gibbs escuchaba con la cabeza inclinada y los brazos cruzados, aún con el ceño fruncido.

—Las horas de los asesinatos siguen una secuencia más simple que alterna entre las siete y media de la mañana y las nueve de la noche. Es una señal de arrogancia, como enseñar la cara a las cámaras de seguridad; como si nos tuviera en tan poca consideración que ni siquiera hiciese el esfuerzo de ocultar sus actos.

Al final de la explicación Gibbs puso los ojos en blanco.

—Lo de las horas de los asesinatos no se lo puedo discutir, pero eso de Fib… de Fib… debe de ser una de las ideas más descabelladas que he oído en mi vida.

—Bueno, vale —dijo D'Agosta—, pero parece que ha funcionado.

Gibbs sacó su libreta.

—Vamos a ver, agente Pendergast, ¿qué ha pasado después de que llegara usted? El teniente me ha dicho que ha desaparecido.

—Como le estaba explicando al teniente D'Agosta, he subido directamente a la habitación y me he encontrado abierta la ventana del baño. El asesino estaba bajando por la salida de incendios. Lo he perseguido hasta el río y le he perdido la pista en la zona de los antiguos embarcaderos.

Gibbs hizo unas anotaciones.

—¿Lo ha podido ver bien?

—No mejor que las cámaras de seguridad.

—¿No puede decirme nada más?

—No, lo siento; bueno, sí, que corre muy deprisa.

D'Agosta no salía de su asombro. Pendergast se estaba guardando información. Una cosa era decirlo y otra ponerlo en práctica. Para colmo lo hacía en una investigación cuyo principal responsable era él, D'Agosta. Cada vez le resultaba más difícil no tomarse como algo personal la actitud displicente de Pendergast para con el funcionamiento de la ley.

Gibbs cerró la libreta.

—Es interesante que haya elegido un antro así. Indica que su modus operandi está en evolución, característica habitual en este tipo de asesino en serie. Primero mata en entornos donde se siente seguro, y después varía y se vuelve más atrevido. Fuerza los límites.

—No me diga —contestó Pendergast.

—Pues se lo digo. De hecho me parece significativo. Los primeros asesinatos los hizo en el Grand Marlborough, el Vanderbilt y el Royal Cheshire, todos de cinco estrellas. A mí me hace pensar que es de familia rica y privilegiada. Empieza por donde está a gusto y después, al ganar seguridad, se hace más atrevido y juega a pobres, por decirlo de alguna manera.

—Este hotel —dijo Pendergast sin alterarse— lo ha elegido por una sola razón: porque es el único de Manhattan con el número veintiuno en la dirección. No tiene nada que ver con su familia, ni con que «juegue a pobres».

Gibbs suspiró.

—Agente especial Pendergast, ¿y si se ciñera a su especialidad y dejara el perfil a los expertos?

—¿A qué expertos se refiere?

Gibbs se lo quedó mirando.

Pendergast echó un vistazo a la puerta abierta de la habitación 516 y a las sombras de los que trabajaban dentro, dibujadas todavía en la pared de enfrente por la intensa luz de los focos.

—¿Conoce usted la alegoría de la caverna de Platón? —preguntó.

—No.

—Pues en esta situación quizá le pareciera ilustrativa. Agente Gibbs, he examinado a fondo su perfil forense del llamado Asesino de los Hoteles. Se basa, como bien dice usted, en probabilidades y agregados: la premisa de que este asesino es como los otros de su tipo. Lo cierto, sin embargo, es que este asesino se sale por completo de la curva de distribución normal. No encaja en ninguna de sus premisas, ni se ajusta a ninguno de esos datos tan fantásticos. Lo que hacen ustedes, aparte de constituir una pérdida de tiempo colosal, es un estorbo. Sus pueriles análisis están desviando gravemente la investigación, lo cual bien podría ser la intención del asesino.

D'Agosta se puso tenso.

Gibbs clavó su mirada en Pendergast. A continuación habló con mesura.

—Me he preguntado desde el primer día qué demonios hace usted en este caso y a qué juega. En la UCC hemos consultado su expediente y no es que nos haya dado muy buena impresión. Me he encontrado cosas de lo más inhabituales: bajas misteriosas, comisiones de investigación, censuras… Lo que me sorprende es que no lo hayan apartado del servicio. Un estorbo, dice usted. Yo el único estorbo que veo es su presencia y sus intromisiones. Agente Pendergast, le advierto de que ya no seguiré aguantando sus juegos.

Pendergast inclinó la cabeza en señal muda de aquiescencia. Después de un silencio volvió a hablar.

—¿Agente Gibbs?

—¿Ahora qué pasa?

—He visto que tiene sangre en el zapato izquierdo. Solo una manchita.

Gibbs se miró los pies.

—¿Qué? ¿Dónde?

Pendergast se agachó, pasó el dedo por el borde de la suela y se lo enseñó: estaba rojo.

—Es una pena, pero tendrán que llevarse el zapato como prueba. Me temo que será necesario informar de su desliz en el lugar del crimen. Por desgracia es obligatorio, como le confirmará el teniente. —Pendergast llamó con un gesto de la mano a un auxiliar de la policía científica que transportaba bolsas de pruebas—. El agente especial Gibbs va a darle su zapato; lástima, porque me he fijado en que es un Testoni hecho a mano. Teniendo en cuenta su modesto salario será una dolorosa pérdida para el señor Gibbs.

Poco después D'Agosta vio alejarse a Gibbs por el pasillo, hecho una furia y descalzo, con un pie en el que solo llevaba el calcetín. Qué curioso… El no había visto que hubiera sangre en el zapato.

—Hoy en día hay que tener mucho cuidado en el lugar del crimen —murmuró a su lado Pendergast.

D'Agosta no dijo nada. Algo iba a pasar, y no sería agradable.