Se miraron sin moverse, en la penumbra. Mientras Pendergast recuperaba el aliento, comprendió que hasta entonces nunca nadie lo había reducido de forma tan completa ni tan rápida. Con su manera de pararse como si esperase a ser alcanzado, y la emboscada que le había tendido en cuestión de segundos (y que había llevado con notable éxito hasta su conclusión), Alban lo había tomado por la más absoluta de las sorpresas.
Se limpió el polvo sin apartar la vista de su hijo, en espera de que hablase y le diera su oportunidad. Todavía llevaba una pistola de refuerzo y varias armas más encima. Alban ya no se le escaparía.
—Increíble, ¿eh? —dijo Alban—. Aquí estamos, cara a cara. —Tenía una voz meliflua y sosegada. A diferencia de su hermano no se le notaba acento, aunque sí hablaba con cierto exceso de precisión, propio de quien tiene el inglés como segunda lengua—. Mi destino era conocerte. Como el de todos los hijos es conocer a sus padres.
—¿Y sus madres? —preguntó Pendergast.
Alban no manifestó sorpresa por la pregunta. Siguió hablando.
—La prueba ha llegado a una fase crucial. Por cierto, déjame felicitarte por haber resuelto mi pequeño acertijo. Y pensar que dudé de que lo consiguieras… Me disculpo.
—Te gusta hablar —dijo Pendergast, mientras veía brillar con el rabillo del ojo la pistola de calibre 45 entre la hierba, a unos tres metros a su izquierda.
Alban se rió.
—Sí, sí que me gusta.
Dio dos pasos hacia la derecha, bloqueando la aproximación de Pendergast a la pistola. Solo tenía quince años, pero aparentaba muchos más. Alto, en excelente forma física y veloz como un galgo, Pendergast se preguntó si lo habían formado en las artes marciales. En tal caso se consideró incapaz de derrotarlo en un enfrentamiento físico.
—¿Por qué estás…?
—¿Matando? Ya te digo, es una prueba.
—Explícame…
—¿La prueba? Es muy sencilla, y en parte sirve para ver quién es mejor, tú o yo. —Tendió las manos hacia Pendergast y mostró las palmas—. Voy desarmado, como tú. Estamos igualados. No es del todo justo, porque tú eres viejo y yo joven, así que te concederé una oportunidad.
Pendergast atisbaba su momento, una ventana en la que actuar. Se preparó mentalmente, coreografiando en su cabeza sus acciones, pero cuando faltaban pocos segundos para tomar la iniciativa, una de las manos tendidas de Alban se introdujo en la chaqueta de Pendergast y, con un movimiento de pasmosa rapidez, le quitó la pistola de refuerzo. Ocurrió a tal velocidad que para cuando Pendergast reaccionó, el arma ya obraba en posesión de Alban.
—¡Uy! —Alban la examinó (era una Walther PPK 32) y resopló—. Vaya, esta faceta de tu personalidad no la habría adivinado. Eres un romántico, ¿eh, padre?
Pendergast dio un paso hacia atrás, pero en el mismo instante Alban dio uno hacia delante, manteniendo la distancia entre los dos en un metro y medio. Seguía con la Walther en la mano y el pulgar en el seguro.
—¿Cuál es la razón de la prueba? —preguntó Pendergast.
—¡Ah! Eso sí que es el quid de la cuestión, ¿verdad? ¿Por qué me enfrentan a ti? ¡Qué raro! Pero es que de eso dependen tantas cosas…
De repente Alban se paró y retrocedió, no tan seguro de sí mismo.
—¿Por eso…?
—¿Lo llamamos prueba beta? Sí.
Al cabo de un momento Alban se relajó y volvió a sonreír. Después sacó el cargador de la Walther y extrajo las balas con el pulgar, dejando una sola. Tras volver a poner el cargador en su sitio, metió la última bala en la recámara y quitó el seguro. Por último devolvió la pistola a Pendergast, con la culata por delante.
—Toma, tu oportunidad. Una bala en la recámara. Ahora la ventaja es tuya. A ver si me puedes pillar. Con una sola bala.
Pendergast apuntó a Alban con la pistola. No iba a matarlo, ni podía hacerlo. De momento no. Su necesidad de conocer el móvil de su hijo y su relación con Der Bund era muy grande. Sin embargo, era un chico tan fuerte y veloz que incluso en aquella situación le bastaría con echar a correr para escaparse.
Sería necesaria una bala en la rodilla.
Bajó el cañón mediante un giro casi imperceptible de muñeca y disparó, pero Alban se movió tan deprisa (casi antes incluso de que Pendergast empezara a moverse) que la bala no hizo más que rozarle la ropa.
Se rió y bajó la mano para introducir un dedo por el agujero de los pantalones y agitarlo.
—¡Por poco! Uau… Pero no ha sido bastante. ¿Cómo se dice? Esta vez te he superado.
Retrocedió con rapidez, metió la mano entre las malas hierbas y recogió el 45 de Pendergast.
—¿Conoces el poema de Goethe «Der Erlkónig»?
—Sí, traducido.
—Schön! ¿De memoria?
—Sí.
—Estupendo. Voy a explicarte lo que pasará. Darás media vuelta, cerrarás los ojos y lo recitarás. Debería bastar con las primeras tres estrofas. No; teniendo en cuenta que estamos relativamente a oscuras, seré aún más deportivo y lo dejaré en las dos primeras estrofas. Después podrás venir a buscarme.
—¿Y si hago trampa?
—Te pego un tiro. —Los ojos claros de Alban destellaron—. Claro que podría dispararte ahora mismo, lo cual también sería trampa, y los Pendergast no hacemos trampas. —Otra sonrisa afable—. ¿Quieres jugar?
—Tengo que…
—Me parece que ya he respondido a bastantes preguntas. ¿Qué, juegas o no?
—¿Por qué no?
—Si abres los ojos antes de tiempo querrá decir que eres un tramposo. Entonces disparo y te mueres.
—Te limitarás a huir y listo. Esto de desafío no tiene nada.
—Es verdad que podría huir, pero no lo haré. Mientras tú recitas, cosa que no debería durar más de diez segundos, yo me esconderé y tendrás que encontrarme como puedas: con la inteligencia, el sigilo, la búsqueda de huellas, la deducción… Es cosa tuya. ¡Bueno! Date la vuelta y empecemos.
Pendergast oyó el suave clic del seguro de la Les Baer al ser puesto de nuevo en su sitio. Se giró de inmediato y empezó a recitar con voz clara y fuerte:
¿Quién tan tarde cabalga en la ventosa noche?
Un padre con su hijo, a lomos de un corcel…
Al final de la segunda estrofa se volvió con rapidez y escrutó los embarcaderos desiertos.
Alban había desaparecido. La Les Baer estaba a pocos metros, entre las malas hierbas.
Tres horas después renunció a seguir buscando.