Pendergast estaba en la sala de trabajo de su vasto apartamento del Dakota. No había ningún tipo de decoración ni nada que pudiera alterar u obstaculizar el máximo grado de concentración. Hasta el color de las paredes y la tintura del suelo de madera eran de un gris frío, lo más neutro posible. Las ventanas a la calle Setenta y dos estaban cerradas, y no dejaban entrar ni un resquicio de luz por los postigos. En un rincón había un montón de papeles amarillentos: los que le había traído Corrie de la casa franca nazi. El único mueble de la habitación era una mesa larga de roble que la ocupaba en toda su longitud. No había sillas. La mesa estaba cubierta de informes policiales, datos de la policía científica, fotos, perfiles del FBI, análisis forenses y otros documentos sobre un solo tema: los crímenes del Asesino de los Hoteles. Cometidos por su hijo Alban.
Su hijo. Aquel dato estaba resultando ser una influencia de lo más turbadora en los procesos deductivos de Pendergast.
Caminaba velozmente de una punta a otra de la mesa, fijándose en varios documentos. De pronto, con un gesto de exasperación, se aproximó a un reproductor de audio empotrado en la pared y pulsó el botón de PLAY. De unos altavoces ocultos surgieron inmediatamente los graves y sonoros acordes del Ricercar a 6 de la Ofrenda musical de Bach.
Era la única música que había sonado en aquella habitación. Pendergast no la ponía por su belleza, sino porque la composición, compleja e intensamente matemática, serenaba y aguzaba sus facultadas mentales.
A medida que sonaba la música, los pasos de Pendergast se hicieron más serenos, y más ordenado y matizado su estudio de los documentos repartidos por la mesa.
Aquellos crímenes los había cometido su hijo Alban. Según Tristram, a Alban le encantaba matar. Pero ¿qué sentido tenía viajar de Brasil a Nueva York para cometerlos? ¿Por qué dejaba partes del cuerpo de su propio hermano en el lugar del crimen? ¿Por qué escribía mensajes con sangre en los cadáveres, cuyo destinatario solo podía ser el propio Pendergast?
Prueba beta. Estaba claro que detrás de los crímenes había un método, algún objetivo rector, y que era el propio Pendergast quien debía descubrirlo. O al menos intentarlo. Era lo único que tenía sentido.
Mientras el contrapunto de Bach, de una complejidad extraordinaria, se trenzaba y destrenzaba con delicadeza, Pendergast volvió a mirar los datos y a formar también él un contrapunto lógico a partir de la comparación mental entre horas, fechas, direcciones, números de habitación, temperaturas externas, edades de las víctimas y todo lo que pudiera poner de manifiesto algún método, secuencia o pauta. Fueron pasando los minutos: diez, veinte… De pronto se tensó.
Se inclinó hacia la mesa, redistribuyó una serie de papeles y volvió a examinarlos. Después, con un bolígrafo, anotó una serie de números al pie de una de las hojas y los cotejó con la documentación.
No había error posible.
Echó un vistazo a su reloj. Acto seguido, a la velocidad del rayo, recorrió el pasillo hasta su estudio, cogió del escritorio una tableta e introdujo una orden de búsqueda. Examinó la respuesta y, musitando imprecaciones en latín (no por dichas en voz baja menos elocuentes), cogió un teléfono y marcó un número.
—¿Diga? —contestó D'Agosta.
—¿Vincent? ¿Dónde está?
—¿Pendergast?
—Repito: ¿dónde está?
—Yendo hacia Broadway. Acabo de cruzar la Cincuenta y siete. Iba a…
—Dé media vuelta y venga lo más deprisa que pueda al Dakota.
Lo estaré esperando en la esquina. Dese prisa, no hay tiempo que perder.
—¿Qué ocurre? —preguntó D'Agosta.
—Ya hablaremos en el coche. Espero que no sea demasiado tarde.