32

Sentado a la mesa, el muchacho comía tostadas con mantequilla y jamón. Nunca había probado nada tan delicioso. Y las salchichas que le había servido la mujer oriental… Había visto comer salchichas muchas veces a su hermano, pero él nunca había podido disfrutarlas; se limitaba a salivar con el aroma, imaginando su sabor. Mientras masticaba despacio y paladeaba la increíble dulzura de la mermelada, pensó en su nuevo nombre: Tristram. Le sonaba extraño. Lo repitió mentalmente para acostumbrarse. Tristram. Tristram. Casi parecía un milagro tener su propio nombre. Nunca había pensado que pudiera ser posible, pero ahora lo tenía.

Dio otro mordisco a la tostada y miró a su padre. Le daba miedo. Parecía tan frío, tan distante… En ese aspecto casi era como ellos. Tristram, sin embargo, también intuía que era un hombre importante, y bueno, a cuyo lado se sentía seguro. Era la primera vez que se sentía seguro.

Entró alguien más en la sala. Era un hombre recio, musculoso, que no decía nada. Como los que lo habían castigado tantas veces. Tristram lo miró de soslayo, receloso. Estaba acostumbrado a mirar, observar y escuchar sin que lo pareciera. Si ellos hubieran pensado que escuchaba o miraba le habrían dado un «correctivo». Ya hacía tiempo que Tristram había aprendido a esconder aquellos hábitos y todo lo relativo a su persona. Cuanto menos llamara la atención, mejor. Su objetivo siempre había sido que lo ignorasen. Había otros que no habían tenido tanta cautela como él y en muchos casos habían muerto. La precaución era clave para la supervivencia.

—Ah, Proctor, siéntese —dijo su padre al otro hombre—. ¿Café?

El otro hombre siguió de pie, en postura rígida.

—No, señor, gracias.

—Proctor, le presento a mi hijo, Tristram. Tristram, este es Proctor.

Tristram levantó la cabeza, azorado. No estaba acostumbrado a que lo llamaran por su nombre y lo presentasen de aquella manera a los desconocidos. Normalmente solo era antes de una paliza, o de algo peor.

El hombre lo saludó con un gesto casi imperceptible de la cabeza. No parecía interesado. Para Tristram mejor.

—¿Lo han seguido? —preguntó su padre.

—Así lo esperaba, y así lo he comprobado.

—Tenemos que llevar a Tristram a la mansión de Riverside Drive. Es el lugar más seguro. Use el pasadizo trasero del apartamento. Ya tengo preparado un coche señuelo. Creo que sabrá que hacer.

—Naturalmente, señor.

—No perdamos tiempo. —Entonces su padre se volvió hacia él—. Acábate el desayuno, Tristram —dijo, no sin amabilidad.

Tristram se encajó en la boca el resto de tostada y se acabó todo el café. Nunca había comido nada tan exquisito. Esperó que en el sitio adonde iban estuviese todo igual de bueno.

Siguió a su padre y al otro hombre por varios pasillos y recodos hasta detenerse ante una puerta de madera sin rotular. Empezaba a dolerle el dedo del pie, pero se esforzó mucho por disimular su cojera. Si lo consideraban demasiado lesionado podían desentenderse de él. Ya lo había visto antes, muchas veces.

Accedieron a un espacio cuyo único contenido era un rollo de cuerda y una trampilla con un candado en el suelo. Pendergast abrió el candado, levantó la trampilla y enfocó hacia abajo la linterna. Tristram, que había visto muchos agujeros oscuros como aquel (y había estado en muchos de ellos), tuvo un ataque de miedo, pero solo hasta que la luz le permitió discernir una pequeña habitación con una cómoda, un sofá y una serie de máquinas extrañas alineadas encima de una mesa, con cables que salían de ellas.

Su padre dejó caer un extremo de la escalerilla por la habitación de abajo. Después dio la linterna al tal Proctor.

—No se aparte del chico en el pasadizo trasero. Cuando salga por la calle Veinticuatro Oeste a la altura de la Setenta y dos vigile al máximo, y si puede irse sin ser visto, hágalo. Encontrará un Honda Civic de Rent-A-Wreck, modelo 1984, aparcado en la acera. Nos reuniremos dentro de unas horas en la mansión.

Pendergast se volvió hacia el muchacho.

—Tristram, tú te irás con Proctor.

El chico sintió aumentar de nuevo el miedo.

—¿Tú no vienes?

—Proctor te protegerá de todo. Nos veremos dentro de poco.

Tras un momento de vacilación se giró y siguió a Proctor por la escalera de cuerda con un sentimiento de resignación. Tenía que hacer lo que le habían dicho, seguir las instrucciones al milímetro. Tal vez así conservara la vida, como otras veces.

Dos horas más tarde Proctor y Tristram estaban sentados en la amplia y escasamente iluminada biblioteca de Riverside Drive 891, esperando a que llegase Pendergast. Proctor siempre se había visto como un soldado que cumplía con su deber, y así se planteaba la misión, aunque esta consistiera en hacer de chófer a un chico raro que resultaba ser hijo de Pendergast, nada menos. Físicamente eran idénticos, pero con una actitud y una conducta diametralmente opuestas. Proctor no había recibido explicaciones, ni las necesitaba. Aun así, entre todas las sorpresas que había vivido al servicio de Pendergast (y no eran pocas), aquella era la mayor.

Al principio el muchacho se había mostrado apático, nervioso e inseguro, pero una vez dentro de la mansión, al quedarle claro que podía confiar en Proctor, se había empezado a abrir y en media hora ya exhibía una curiosidad casi avasalladora. En su inglés torpe y con mucho acento preguntaba por todo: los libros, las alfombras, los cuadros, los objetos artísticos… Y de ese modo ponía de manifiesto una ignorancia notable, por no decir pasmosa de las cosas mundanas. Nunca había visto un televisor. No sabía qué era un ordenador. Nunca había oído la radio, ni sabía nada de música a excepción de unas cuantas canciones germánicas como de «Horst Wessel». Proctor acabó por comprender que nunca había comido en un restaurante, nunca había nadado, nunca había jugado a nada, nunca lo habían abrazado, nunca había tenido mascota, nunca había probado el helado, no había conocido a su madre, no había ido nunca en bicicleta… y al parecer no había comido nunca nada caliente hasta aquella mañana. Era como si su personalidad hubiera empezado a formarse justo en ese momento, tras años y años de letargo, como una flor al recibir por primera vez la luz. No habían faltado algunos destellos de rebeldía y coraje, pequeñas ráfagas de bravuconería, pero en general el chico lo que estaba era inquieto, temeroso de que lo capturasen, preocupado por no ofender y con miedo a significarse en cualquier sentido. Parecía sometido, pasivo. Proctor se preguntó de dónde habría salido y en qué extrañas circunstancias lo habrían educado.

Se abrió la doble puerta de la biblioteca, y entró Pendergast sin hacer ruido.

Tristram se levantó enseguida.

—¡Padre! —exclamó.

Pendergast retrocedió, casi a la defensiva.

—Tranquilo, Tristram, puedes quedarte sentado. —Se giró hacia Proctor—. ¿Noticias?

El muchacho volvió a sentarse sin decir nada.

—Esta vez me parece que no nos han seguido —contestó Proctor—. He activado todas las medidas de seguridad.

Pendergast asintió, se giró hacia Tristram y se sentó cerca de él en un sillón.

—Necesito saber más. Sobre dónde has crecido, Nova Godói.

Tristram hizo una mueca.

—Lo intentaré.

—Descríbemelo, por favor.

El chico parecía perplejo.

—¿Describir?

—¿Qué es? ¿Un edificio? ¿Un pueblo? ¿Un cruce de caminos? ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo se llega?

—Entiendo, pero no sé mucho; a los gemelos malos nos tienen vigilados y no vamos a ninguna parte.

De repente puso cara de preocupación, como si temiera decepcionar a su padre con su falta de conocimientos.

—Tú dime lo que sepas y lo que hayas visto.

—Es un pueblo. En la selva, muy muy adentro. Sin carretera. La única manera de llegar es por el río, o… —Imitó el movimiento de las alas de un avión con la mano—. Está al borde de un lago.

—Un lago —repitió Pendergast.

—Sí. En medio del lago está… el sitio malo.

—Dime algo más del sitio malo.

—¡No! —Tristram había vuelto a levantarse, agitado—. No, no. A los gemelos malos como yo se los llevan al sitio malo y no vuelven a salir.

Estaba tan inquieto que Pendergast permaneció varios minutos sin decir nada para que tuviera tiempo de calmarse.

—¿Quién vive en el pueblo, Tristram? —preguntó finalmente.

—Los trabajadores. Los gemelos buenos.

—¿Y tú dónde vives?

—En el agujero —se limitó a decir el muchacho—. Con los otros como yo, los que tienen números.

—¿Qué hacéis durante el día?

—Trabajamos. En el campo. Y a veces se nos llevan. Para… pruebas. —Sacudió violentamente la cabeza—. De las pruebas no hablo.

—Y el pueblo… —dijo Pendergast—. ¿Está vigilado?

El chico asintió.

—Soldados. Muchos soldados.

—¿A quién responden los soldados? ¿Cómo está gobernado el pueblo? ¿Hay un consejo de gobierno, un grupo de personas que manden?

Tristram sacudió la cabeza.

—Un hombre.

—¿Cómo se llama?

—F… Fischer.

Fue un mero susurro, como si pronunciarlo ya fuera peligroso.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Pendergast.

—Es alto. Mayor que tú. Stark, kräftig; fuerte, como él. —Tristram señaló a Proctor—. Tiene todo el pelo blanco.

Proctor quedó sorprendido por el efecto de la descripción en Pendergast, que se estremeció y dio media vuelta.

—Y el pueblo… —dijo con voz rara, de espaldas a ellos dos—. ¿Tiene algún otro aspecto que lo diferencie?

Tristram frunció el entrecejo.

—¿Aspecto? ¿Qué quiere decir «aspecto»?

Pendergast se volvió otra vez.

—¿Hay algo que pueda diferenciarlo de otros pueblos? Una manera de reconocerlo desde lejos, por ejemplo.

—Sí. Tiene…

El muchacho alzó los brazos, dibujó un círculo y juntó las puntas de los dedos.

—No sé si te entiendo —dijo Pendergast.

Tristram repitió el mismo gesto. Después suspiró con fuerza, contrariado por no haber sabido explicarse.

Pendergast se puso en pie de nuevo.

—Gracias, Tristram, me has ayudado mucho. Escúchame: ahora mismo tengo que impedir que tu hermano mate a más personas.

Tristram asintió con la cabeza.

—Y mientras lo haga no podré quedarme aquí contigo.

—¡No!

El chico volvió a levantarse.

—Tienes que quedarte aquí. Te están buscando.

—¡No me dan miedo!

Proctor miró al chico. Valientes palabras, y con buena intención sin duda alguna, pero lo más probable era que el primer golpe en la puerta lo hiciera salir corriendo para esconderse detrás de su padre.

—Sé que lo dices en serio —contestó amablemente Pendergast—, pero ahora mismo tienes que ponerte a cubierto.

—¿Ponerme… a cubierto? —repitió su hijo.

—Esconderte. En esta casa hay sitios para eso, donde se puede uno esconder y estar a salvo de cualquier ataque o amenaza.

Un destello de rabia distorsionó las agraciadas facciones del muchacho.

—¿Esconderme? ¿En un agujero? ¡No lo pienso hacer! ¡He estado demasiado tiempo dentro de un agujero!

—Tristram, te arriesgaste mucho al huir. Viniste a mí y ahora tienes que fiarte. —Pendergast cogió la mano del muchacho—. No estarás en ningún agujero. Proctor te acompañará. Y yo vendré a verte lo más a menudo que pueda.

La cara del joven se había puesto roja. Bajó la cabeza. Se le notaba enfadado, pero se mordió la lengua.

Pendergast se llevó a Proctor a un lado.

—Ya sabe dónde llevarlo.

—Sí, señor.

—Ah, Proctor, y si no es mucho pedir aproveche el tiempo de la… mmm… reclusión forzosa para educar un poco a Tristram.

Proctor miró a Pendergast.

—¿Educarlo?

—Hable con él. Que practique el inglés. Hágale compañía, se le nota una necesidad acuciante de socialización. No sabe nada del mundo exterior. Lea libros con él: novelas, historia… Lo que le interese. Escuche música y vea películas. Responda a sus preguntas. Enséñele a usar el ordenador.

Proctor se puso tenso ante la idea de hacerle de canguro al joven.

—Sí, señor —dijo con voz forzada.

Pendergast se dirigió a Tristram.

—Ahora tengo que irme. Con Proctor estás en buenas manos. Volveré mañana. Tristram, quiero que te acuerdes de todo lo que puedas acerca de tu infancia, de cuando crecías, de cómo vivías donde vivías, de cómo era ese espacio, de quién estaba contigo… Todo. Y que estés preparado para explicármelo mañana, cuando venga. Mantendremos una larga charla.

Al principio el chico siguió con la cabeza gacha, hasta que asintió de mal humor con un suspiro.

—Adiós, Tristram.

Después de una mirada larga y penetrante, Pendergast se giró y salió tan silenciosamente como había entrado.

Proctor miró al joven.

—Ven —dijo—, te enseñaré tu nueva habitación.

Fue hacia una hilera de estanterías. El chico lo siguió un poco a regañadientes, como si hubiera perdido su ávida curiosidad.

Proctor echó un vistazo a las filas de libros, y al encontrar el título que buscaba lo cogió y lo separó de la pared. Toda la estantería basculó con un clic y dejó a la vista un ascensor.

—Scheiße —murmuró Tristram.

Entraron en el ascensor y Proctor pulsó el botón del sótano. Al salir se colocó en cabeza para recorrer el laberinto de pasillos de piedra poco iluminados, llenos de verdín y eflorescencias. Caminaba deprisa, sin dejar que el muchacho se parase y mirase alguna sala cuyo contenido pudiera resultarle desasosegador.

—No le gusto a mi padre —dijo Tristram, apesadumbrado.

—Solo hace lo mejor para ti —contestó Proctor, hosco.

Se pararon en una habitación pequeña, abovedada, donde no había nada salvo un escudo labrado en una pared que representaba un ojo sin párpados encima de dos lunas, una creciente y la otra llena, sobre un león acostado: el blasón de la familia Pendergast. Proctor se acercó y lo apretó con las dos manos. La pared de piedra se hundió, revelando una escalera circular que bajaba abruptamente por la oscuridad. Tristram abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.

Proctor encendió una luz y descendió al subsótano, seguido por Tristram. Al llegar al final de la escalera se internaron por un corto pasillo que llevaba a un espacio abovedado, cuyo fondo no alcanzaba a divisarse.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Tristram, confuso, mirando a su alrededor.

—Antes este edificio era una abadía —dijo Proctor—. Creo que los monjes usaban el subsótano como necrópolis.

—¿Necrópolis?

—Cementerio. Donde enterraban a sus muertos.

—¿Entierran a los muertos?

Proctor contuvo las ganas de preguntar qué hacían con los muertos en el lugar de procedencia de Tristram.

Lo llevó por varios laboratorios antiguos, salas llenas de frascos de cristal alineados en baldas, y otras pobladas de tapices y obras de arte antiguo. Proctor, a quien nunca le habían gustado aquellos espacios subterráneos llenos de moho, caminaba deprisa. El chico lo seguía mirando hacia ambos lados con los ojos muy abiertos. Finalmente Proctor lo guió por un pasadizo lateral que desembocaba en un dormitorio pequeño pero bien amueblado, con un baño adjunto. Había una cama, una mesa, sillas, una hilera de libros y una cómoda con un espejo encima. Era un espacio todo lo limpio y agradable que podía permitir la atmósfera subterránea, con su vago olor a amoníaco y antigua descomposición. Contaba con una recia puerta de madera y una sólida cerradura.

—Este es tu cuarto —le dijo a Tristram.

El muchacho asintió con la cabeza, mirando a todas partes. Parecía contento.

—¿Sabes… leer? —preguntó Proctor mientras miraba los libros.

—En principio solo pueden leer los gemelos buenos, pero yo aprendí solo. Un poquito. Aunque solo en alemán.

—Ya. Bueno, si me perdonas voy a buscarte algunas cosas. Volveré dentro de media hora.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Proctor.

El chico lo miró y sonrió con cierta timidez.

—Gracias, herr Proctor.