La cabaña no era de su padre, ni lo había sido nunca. La verdad era que Jack Swanson no daba el perfil de propietario. Conseguía que le prestasen las cosas a base de labia, y con el paso del tiempo, tras adueñarse de ellas, hacía como si fueran suyas. Aquella cabaña de papel embreado, que se aguantaba de puro milagro, la había encontrado por casualidad hacía años, en el más puro estilo Jack Swanson, en terrenos madereros de la Royal Paper, del lado de New Jersey del Delaware Water Gap. Según la versión que oyó Corrie, Jack se había hecho amigo de un ejecutivo de la compañía tras conocerlo en una excursión de pesca, y por lo visto el de la Royal Paper había accedido a que se alojase siempre que quisiera en la cabaña a cambio de arreglarla, a condición de que no llamara la atención ni molestara a nadie. Corrie estaba segura de que en el trato habían mediado muchas cervezas y anécdotas de pesca, así como una buena dosis del encanto que aparentemente distinguía a su padre. La cabaña no tenía calefacción, agua ni electricidad. Las ventanas estaban rotas, y el tejado lleno de agujeros. A nadie parecía importarle que Jack se alojase en ella, le diera una mano para hacerla más o menos habitable, se instalase como propietario y la usara como base para algún que otro viaje de pesca a Long Pine Pond, que quedaba cerca.
Sin haberla visto nunca, Corrie sabía de su existencia por las amargas quejas de su madre al descubrir, en el momento del divorcio y del reparto de los (inexistentes) bienes de ambos, que la «cabaña de pesca del lago en New Jersey» en realidad no era propiedad de Jack.
Corrie tenía la certeza de que era en la cabaña donde se había refugiado su padre. Al no pertenecerle, las instancias oficiales no lo buscarían en ella. También estaba casi segura de que la noticia del sórdido atraco de banco difícilmente habría viajado muy lejos de Allentown, y menos hasta los villorrios del parque forestal de Worthington, en New Jersey.
¿Cuántos lagos podía haber en la zona con el nombre de Long Pine? Según Google Maps, solo uno, y al apearse del taxi espantosamente caro que había cogido en la parada de autobús de East Stroudsburg, y que la había llevado a una tienda rural llamada Frank's Place, en Oíd Foundry, New Jersey (el establecimiento comercial más próximo a Long Pine Pond que había encontrado), Corrie tuvo la esperanza de acertar.
Tras contar ciento veinte dólares, pagó al taxista y entró tranquilamente en la tienda, que respondió con exactitud a sus expectativas: uno de esos sitios aprovechados hasta el último centímetro, llenos de cebos de pesca, cañas baratas, neveras, recambios para barcas, leña, combustible… y cerveza, por supuesto: toda una pared de cerveza.
Justo el tipo de tugurio que le gustaba a su padre.
Al acercarse Corrie al mostrador se hizo el silencio entre los barrigones que pasaban el rato cerca de la caja. Seguro que era por su pelo violeta. Corrie estaba cansada, irritada y nada contenta de haberse gastado ciento veinte dólares en un viaje en taxi. Esperó que aquellos muchachotes no le dieran la lata.
—Busco a Jack Swanson.
Silencio.
—¿Ah, sí? —acabó respondiendo el que parecía adjudicarse el papel de payaso del grupo—. ¿Qué pasa, que Jack te ha hecho un bombo o qué?
Soltó una carcajada y buscó el beneplácito de sus compañeros mirando hacia ambos lados.
—Soy su hija, subnormal de mierda —dijo ella en voz tan alta que llegó hasta el último rincón de la tienda y provocó el más absoluto silencio.
Esta vez quienes se rieron fueron los amigos del payaso, que se puso muy rojo, aunque no podía hacer gran cosa.
—Te han pillado, Merv —dijo uno de ellos, algo menos simiesco que los otros, dándole un codazo a su amigote.
Corrie esperó una respuesta con los brazos cruzados.
—Así que eres la cría de la que se pasa el día hablando —dijo el menos simiesco en tono amistoso.
Lo de que su padre siempre hablara de ella sorprendió a Corrie, aunque disimuló. Ni siquiera miró a Merv, que parecía claramente avergonzado.
—¿O sea, que todos conocéis a mi padre?
—Seguro que está en su cabaña —dijo el más simpático.
Bingo, pensó Corrie. Había acertado. La alivió enormemente no haber hecho el viaje en balde.
—¿Y eso dónde está?
El hombre le dio indicaciones. Quedaba más o menos a un kilómetro y medio por la carretera.
—Me encantaría llevarte —dijo.
—No, gracias.
Corrie recogió la mochila y se giró para irse.
—Lo digo en serio. Soy amigo de tu padre.
Tuvo que contenerse para no preguntar cómo era Jack. No era la forma de enfocarlo. Tenía que averiguarlo por sí sola. Vaciló y dio un repaso al hombre. Parecía sincero. Fuera hacía un frío que pelaba, y su mochila pesaba una tonelada.
—Vale, pero a condición de que no venga Perv, o sea, Merv.
Señaló por gestos al barrigón número uno. Los otros se rieron.
—Pues venga, vamos.
Hizo que la dejara donde se desviaba de la carretera principal el atajo para acceder a la cabaña. Era un simple sendero escarpado que cruzaba el pinar a partir de un gran charco de barro que tuvo que esquivar. Calculó que la cabaña quedaba más o menos a medio kilómetro. Mientras caminaba por el sendero (que en algunos puntos atravesaba las curvas de la carretera de Long Pine Pond) sintió que por primera vez en siglos se relajaba de verdad. Era el típico día de principios de diciembre: el sol brillaba a través de las ramas de los robles y los pinos, moteando el suelo alrededor de Corrie, y el aire olía a resina y hojas secas. Si había un sitio perfecto para esconderse de la pasma (o de los nazis, dicho fuera de paso) era aquel.
Sin embargo, al pensar en su padre y en lo que le diría (y él a ella) se le empezó a tensar otra vez el estómago. Casi no tenía ningún recuerdo físico de él. Carecía de una idea real sobre su aspecto, dado que su madre había tirado a la basura el álbum de fotos de los dos. No sabía qué esperar, en absoluto. ¿Y ahora atracaba bancos? Pero si podía ser un alcohólico, o un drogadicto, por Dios… Podía ser uno de esos delincuentes que se compadecen de sí mismos y se justifican echando la culpa de todo a unos malos padres o a la mala suerte. Hasta podía haberse arrejuntado con alguna arpía de tres al cuarto.
¿Y si lo pillaban cuando Corrie estuviera viviendo con él en la cabaña? Ya había consultado la legislación federal en internet: tendrían que demostrar que ella lo había protegido o escondido y había hecho algo para evitar que fuera descubierto o detenido. No bastaba con que vivieran juntos. Aun así ¿cómo afectaría a su futura trayectoria en el campo jurídico? Bien no quedaría, seguro.
Resumiendo, que la idea era una tontería. No se lo había pensado bien. Debería haberse quedado en casa de su padre, donde no corría ningún riesgo, y dejarlo vivir como quisiera. Redujo el paso, se detuvo, se descolgó la mochila de los hombros y se sentó. ¿Cómo se le había ocurrido que fuera buena idea?
Lo más aconsejable era dar media vuelta y regresar a Allentown, o mejor a West Cuyahoga, y olvidarse de chorradas. Se levantó, volvió a colgarse la mochila de los hombros y se giró para volver por donde había venido, pero entonces vaciló.
Había llegado demasiado lejos para huir. Además, quería saber qué eran las cartas del armario. Se moría de ganas de saberlo. El cartero de Medicine Creek era tonto de remate… pero hasta ese punto no creía ella que pudiera serlo.
Dio media vuelta y siguió caminando. El atajo se apartaba definitivamente de la carretera y dibujaba una curva. La cabaña estaba justo enfrente, en un claro iluminado por el sol, lejos de cualquier otra construcción. Se paró y se la quedó mirando.
Encanto no tenía. El papel embreado estaba aplicado con listones, pero sin ninguna regularidad. Las dos ventanas, una a cada lado de la puerta, estaban rotas: una la habían tapado con un trozo de contrachapado y en la otra habían embutido un trapo por el agujero. Corrie vio un retrete al otro lado de los robles. A través del tejado se asomaba el tubo oxidado de una estufa.
En cambio el patio estaba limpio, y la hierba bien cortada. Oyó que alguien se movía dentro de la casa.
«Ay, Dios mío… Vamos allá.» Se acercó a la puerta y llamó. Un repentino silencio. ¿Se iría corriendo por la parte trasera?
—¿Hola? —dijo en voz alta con la esperanza de evitarlo.
Más silencio. Después una voz dentro de la casa.
—¿Quién es?
Respiró hondo.
—Corrie, tu hija Corrie.
Otro largo silencio. De repente se abrió la puerta e irrumpió un hombre a quien reconoció enseguida, un hombre que la cogió en brazos y a punto estuvo de aplastarla.
—¡Corrie! —exclamó con un nudo en la garganta—. ¡Cuántos años he rezado! ¡Ya sabía yo que al final llegaría el día! Dios mío, con lo que he rezado… ¡Y ahora ha llegado! ¡Mi Corrie!
Y prorrumpió en grandes sollozos de alegría que habrían violentado a Corrie de no estar tan absolutamente estupefacta.