19

Corrie Swanson estaba en el porche de entrada de una casa de dos viviendas a punto de venirse abajo, en la esquina de las calles Cuatro y Birch de West Cuyahoga, Pensilvania, un barrio abandonado y moribundo de la no menos moribunda localidad de Allentown. Llamó varias veces al timbre sin obtener respuesta. Al mirar a ambos lados de la calle (bordeada de camionetas cutres de hacía veinte años, frente a las mismas casas para dos familias) se dio cuenta de que respondía con exactitud a como se imaginaba el domicilio de su padre, y le deprimió muchísimo la idea.

Volvió a pulsar el timbre, que oyó sonar dentro de la casa vacía. Al echar otro vistazo a su alrededor vio moverse unas cortinas en la casa adyacente. Al otro lado de la calle, un vecino que sacaba la basura se había parado y miraba fijamente el Lincoln Continental negro que había traído a Corrie.

¿Por qué narices esperaba el chófer? Cogió el pomo de la puerta y lo sacudió con impaciencia.

Dejó la maleta en el porche y regresó al coche.

—No hace falta que se quede. Ya se puede marchar.

El chófer sonrió.

—Perdone, señorita Swanson, pero tengo que dejarla dentro de la casa, y si no hubiera nadie, llamar para pedir instrucciones.

Había sacado su móvil. Corrie puso los ojos en blanco. Increíble. ¿Cómo podría quitarse de encima a aquel tío?

—No llame todavía. Déjeme probar otra vez. Igual está dormido.

Era perfectamente posible que lo estuviera, el muy inútil; dormido o borracho perdido. Claro que aunque fuera sábado también podía estar trabajando si es que aún tenía trabajo.

Volvió y probó otra vez con la puerta. La cerradura era una porquería. Llevaba las herramientas en el bolso. Bloqueando la visión de la puerta con su cuerpo, las sacó, las metió en la cerradura y maniobró con ellas. Tardó menos de lo esperado en percibir que cedía el mecanismo. La puerta se abrió.

Entró, metiendo el equipaje, y cerró. Después apartó la persiana y se puso en la ventana para hacer señas al chófer y enseñarle el pulgar, con una sonrisa falsa. El chófer correspondió con un saludo. El coche negro se apartó de la acera y avanzó por la calle.

Corrie miró a su alrededor. La puerta del porche daba directamente a una sala de estar que la sorprendió por su orden y limpieza, aunque estuviera todo algo destartalado. Depositó la maleta en el suelo, se dejó caer en un sofá raído y suspiró.

La deprimente situación en la que se encontraba la superaba. Había hecho mal en acceder a la propuesta. Llevaba quince años sin ver a su padre, desde que las había abandonado. Podía perdonarle que se hubiera ido (porque su madre era una psicópata), pero no que no hubiera hecho esfuerzo alguno por mantener el contacto con su hija, escribirla o llamarla. Nada: ni regalos de cumpleaños o de Navidad, ni felicitación cuando se graduó en el instituto, ni una triste llamada telefónica en las diversas ocasiones en que Corrie había tenido problemas. Lo misterioso era que lo recordase como un padre cariñoso, divertido y bueno, que se la llevaba a pescar; claro que al irse él Corrie solo tenía seis años, y a una niña a quien no quería nadie, necesitada de afecto, podía parecerle divertido y bueno cualquier vago sin oficio ni beneficio.

Observó con detenimiento. No era una casa con mucha personalidad, pero al menos no había botellas de alcohol vacías, cubos de basura repletos de latas aplastadas de cerveza o cajas de pizza por el suelo. El caso era que parecía que llevara cierto tiempo deshabitada. ¿Dónde estaba su padre? Quizá hubiera hecho mejor en llamar.

Pero qué incomodidad… Casi tenía ganas de llorar.

Se levantó del sofá y entró en el dormitorio. Era pequeño pero pulcro, con una cama individual y un libro muy gastado en la mesita de noche: Doce pasos y doce tradiciones. Había dos armarios. Abrió uno sin gran curiosidad, por hacer algo. Téjanos, camisas de trabajo de batista y dos trajes de aspecto barato en perchas de alambre. Cerró la puerta y se acercó al otro armario. Qué raro… Las estanterías estaban llenas de paquetes de papel marrón. Los había a decenas, de todos los tamaños, ordenados con cuidado, amorosamente, casi, junto a fajos de cartas con grandes sobres de colores que solo podían ser felicitaciones, y numerosas postales agrupadas con gomas elásticas. Miró unas cuantas. Eran todas para ella: Corrie Swanson, 29 Wyndham Parke Estates, Medicine Creek, Kansas. Parecían seguir un orden cronológico que se extendía a lo largo de más de doce años. Todos los sellos o franqueos de los paquetes tenían un adhesivo de cancelación, y a todos los habían marcado con un mensaje de aspecto oficial: A DEVOLVER AL REMITENTE.

Estuvo un minuto contemplando el contenido del armario, mientras se rascaba la cabeza. Después salió del baño, cruzó la puerta y llamó a la casa de al lado. Volvió a moverse la misma cortina de antes, y se oyó una voz tensa.

—¿Quién es?

—Corrie Swanson.

—¿Quién?

—Corrie Swanson. Soy la hija de Jack Swanson. He venido… —Tragó saliva—. Para ver a la familia.

Un ruido ahogado, que podía haber sido un gruñido de sorpresa, seguido por el de una cerradura. Cuando se abrió la puerta apareció una mujer rechoncha y de aspecto antipático, con brazos recios cruzados contra el pecho y una cara con textura de estropajo. De la habitación de detrás emanaba un olor a cigarrillo. Repasó a Corrie de arriba abajo, entornando los ojos, y se demoró en su mechón violeta.

—¿La hija de Jack Swanson? Ah, ya… —Otro examen—. No está.

—Ya lo sé —dijo Corrie, haciendo un esfuerzo por que no se le notara su sarcasmo habitual—. Solo quería saber dónde está.

—Se fue.

Reprimió otra réplica brusca.

—¿Sabe dónde está —logró decir—, y cuándo volverá?

Obsequió a la vieja bruja con una sonrisa hipócrita.

Un nuevo examen. A juzgar por sus muecas faciales, la mujer cavilaba si decirle algo importante o no.

—Se metió en un lío y se fue del pueblo —dijo finalmente.

—¿Un lío de qué tipo?

—Robó un coche del concesionario donde trabajaba y lo usó para atracar un banco.

—¿Que hizo qué?

Corrie estaba sinceramente sorprendida. Sabía que su padre era un fracasado, pero la impresión que había acumulado con el paso de los años (filtrada a través de la amargura de las invectivas de su madre) era la de un granuja seductor que no se complicaba la vida y se acostaba con demasiadas mujeres, alguien que siempre tramaba maneras de enriquecerse por la vía rápida pero era incapaz de tener un trabajo de verdad, y que pasaba sus mejores momentos en el bar, contando chistes y anécdotas acogidos con admiración por sus amigos. De delincuente no tenía nada.

Claro que en quince años, desde que se había ido, podían haber cambiado muchas cosas.

Al pensarlo se dijo que en el fondo quizá no fuera tan grave. Podía vivir en casa de su padre sin tener que aguantarlo. Siempre que hubiera pagado el alquiler… De todos modos, aun en caso contrario no podían cobrar mucho por un tugurio así, y Pendergast le había dado tres mil dólares.

—¿Que ha robado un banco? —Sonrió, sin poder evitar poner cara de idiota—. ¡Uau! Si es que este papi es de lo que no hay… Espero que se haya llevado un buen pastón.

—¡Te parecerá gracioso, pero a nosotros no, te lo aseguro!

La mujer apretó los labios y cerró la puerta con firmeza.

Corrie volvió a la casa, echó el pestillo y se dejó caer de nuevo en el sofá, levantando los pies. Para evitar situaciones violentas debería adelantarse a los acontecimientos, informar a la policía sobre su paradero, ponerse en contacto con el dueño de la casa y comprobar que estuvieran pagados el alquiler, la luz y el agua. Volvió a decirse que era mejor que el fracasado de su padre se hubiera fugado. Así no tendría que soportar sus chorradas.

Aun así, en el fondo sentía una especie de frustración, de decepción e incluso de tristeza. Tenía que reconocer que a pesar de todo tenía ganas de verlo, aunque solo fuera para preguntarle sin rodeos por qué la había abandonado, dejándola a merced de su madre a sabiendas de que era una bruja horrible y borracha. Alguna explicación tenía que existir, para eso y para todas las cartas y paquetes guardados en el armario. Al menos era lo que esperaba ella contra todo pronóstico.

Se dio cuenta de que tenía sed y fue a la cocina, abrió el grifo y dejó correr el agua herrumbrosa hasta que saliera fría. Entonces llenó un vaso y se lo bebió de golpe. Conque se había fugado. ¿Adónde habría ido?

En el mismo momento en que se hacía la pregunta supo que conocía la respuesta.