10

El taxi se acercó a la entrada del Dakota, en la calle Setenta y dos Oeste, y frenó ante la garita del portero. Salió un hombre uniformado, que con la solemnidad de todos los porteros del mundo se aproximó al taxi y abrió la puerta trasera.

Bajo el sol de la mañana se apeó una mujer, alta, elegante y bien vestida. Su sombrero blanco de ala ancha resaltaba un rostro pecoso y muy bronceado, a pesar de la época del año. Tras pagar al taxista, se volvió hacia el portero.

—Perdone, pero tendría que usar su teléfono interno —le dijo con vigor y acento inglés.

—Por aquí, señora.

El portero la guió por un pasillo largo y en penumbra que discurría bajo un rastrillo hasta llegar a una habitación con vistas al patio interior del edificio.

La mujer cogió el teléfono y marcó el número de un apartamento. A los veinte tonos seguía sin obtener respuesta. El portero esperaba, mirándola.

—No contestan, señora.

Viola lo observó. No era alguien a quien se pudiera presionar. Lo obsequió con una dulce sonrisa.

—Ya sabe que el ama de llaves es sorda. Probaré otra vez.

Un gesto reacio de aquiescencia.

Veinte tonos más.

—Yo creo que ya está bien, señora. Permítame que anote su nombre.

Viola volvió a llamar. Vio que el portero, ya con mala cara, se disponía a desplazar la mano hacia el botón de colgar.

—Solo un momento, por favor —le dijo con otra sonrisa luminosa.

Contestaron justo cuando la mano del portero estaba a punto de cortar la llamada.

—¿Hola? —se apresuró a decir ella.

La mano se apartó.

—¿Puedo conocer el motivo de esta deplorable persistencia? —dijo una voz monótona, casi sepulcral.

—¿Aloysius? —preguntó la mujer.

Silencio.

—Soy yo, Viola. Viola Maskelene.

Una larga pausa.

—¿Qué haces aquí?

—Vengo de Roma solo para hablar contigo. Es cuestión de vida o muerte.

No hubo respuesta.

—Aloysius, te lo pido por… por la fuerza de nuestra antigua relación. Por favor.

Una exhalación lenta, casi inaudible.

—Pues entonces supongo que tendrás que subir.

El ascensor susurró al abrir sus puertas a un pequeño rellano con moqueta marrón y madera oscura y bruñida en las paredes. Delante había una sola puerta, abierta. Lady Maskelene la cruzó y se quedó estupefacta. Pendergast, al otro lado, llevaba una bata de seda con estampado discreto de cachemira. Estaba demacrado, con el pelo lacio. Se giró sin decir nada ni molestarse tan siquiera en cerrar, y se acercó a uno de los sofás de piel. Sus movimientos, de costumbre vigorosos y precisos, eran lentos, como si se moviera por debajo del agua.

Lady Maskelene cerró la puerta y lo siguió a la habitación, pintada de rosa y espartanamente decorada con unos pocos, antiguos y nudosos bonsáis. En tres de las paredes había cuadros impresionistas. La cuarta era una lámina de agua vertida en una losa de mármol negro. Pendergast tomó asiento en el sofá. Lady Maskelene lo hizo a su lado.

—Aloysius —dijo, cogiéndole la mano entre las suyas—, se me parte el corazón. Qué horrible, qué horrible… No sabes cuánto lo siento.

Más que mirarla a ella, los ojos de Pendergast la atravesaron.

—No puedo ni siquiera imaginar cómo debes de sentirte —le dijo ella, apretándole la mano—, pero si algo debes evitar es sentirte culpable. Tú hiciste todo lo que podías. Estoy segura. No estaba en tu mano evitar lo sucedido. —Hizo una pausa—. Me gustaría tanto poder ayudarte…

Pendergast soltó su mano, cerró los ojos y se puso las yemas de los dedos en las sienes. Parecía estar haciendo un esfuerzo desmedido de concentración para no abstraerse del momento. Volvió a abrir los ojos y la miró.

—Has dicho que era cuestión de vida o muerte. ¿Para quién?

—Para ti.

No pareció captarlo a la primera.

—Ah —dijo al cabo de unos instantes.

Otro silencio, hasta que volvió a hablar.

—¿Te importaría explicarme de qué fuente has obtenido la información?

—Laura Hayward se puso en contacto conmigo y me lo explicó, lo de antes y lo de ahora. Yo lo he dejado todo y he cogido el primer vuelo desde Roma.

Lady Maskelene no aguantaba la falta de expresión de esa mirada que la traspasaba. Se parecía tan poco al Pendergast cortés, compuesto y sutil a quien había conocido en su villa de Capraia, al hombre de quien se había prendado, que le resultaba insoportable. Su corazón se llenó de ira contra las personas que le habían hecho aquello.

Después de un titubeo lo tomó entre sus brazos. Él se puso rígido, pero no protestó.

—Ay, Aloysius… —susurró ella—. ¿No dejarás que te ayude? —Y, como seguía sin responder, añadió—: Escúchame. El luto está muy bien, es algo bueno, pero esto… Quedarte aquí encerrado sin querer hablar ni ver a nadie… No es la manera de superarlo. —Lo abrazó con más fuerza—. Y lo tienes que superar. Por Helen y por mí. Ya sé que no es nada inmediato. Por eso he venido, para ayudarte a pasar el luto. Juntos podremos…

—No —murmuró Pendergast.

Ella esperó, sorprendida.

—No habrá nada que superar —dijo él.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella—. Pues claro que sí. Ya sé que ahora mismo parece lo más imposible del mundo, pero deja que pase el tiempo y verás como…

Pendergast suspiró con un gesto impaciente. Había recuperado parte de su compostura.

—Veo que se impondrá una explicación. ¿Me acompañas?

Lady Maskelene lo miró un momento, sintiendo una chispa de esperanza y hasta de alivio. Era un atisbo del Pendergast de siempre, el que tomaba la iniciativa.

Él se levantó del sofá y la llevó a una puerta casi invisible situada en una de las paredes de color rosado. Después de abrirla se internó por un pasillo largo y poco iluminado, hasta llegar a una puerta de cuarterones. Estaba entreabierta. La empujó y entró.

Viola lo siguió con una mirada de curiosidad. No era la primera vez que estaba en el apartamento del Dakota, por supuesto que no, pero en aquella sala no había puesto nunca el pie, y fue una revelación. El suelo era de viejas planchas de madera, muy anchas y con un barniz precioso. Las paredes estaban recubiertas de un papel de pared texturizado histórico, cuyo dibujo poseía una extrema sutileza. El techo, pintado en trampantojo al estilo de Andrea Mantegna, simulaba un cielo. Había una sola vitrina con múltiples objetos, a cuál más singular: un oscuro y torturado pedazo de lava, algún tipo de lirio exótico prensado en una caja hermética de plástico claro, una estalactita con la punta rota, algo que parecía una pieza de una silla de ruedas, varias balas deformadas, un antiguo maletín de instrumentos quirúrgicos y varias cosas más. Era una colección excéntrica, por no decir estrafalaria, cuyo significado tal vez no conociera nadie salvo el propio Pendergast.

Debía de ser su estudio privado.

Sin embargo, lo que más llamó su atención fue el escritorio Luis XV que ocupaba el centro de la sala. Era de palisandro, con los bordes dorados y unas taraceas de insólito rebuscamiento. En toda su superficie no había más que tres objetos: un pequeño recipiente médico de cristal con tapa de goma, una jeringuilla y una bandeja de plata con una pequeña pirámide de un polvo blanco y fino.

Pendergast se sentó detrás del escritorio. Solo había otro asiento en la sala: un sillón recargado, junto a la pared. Viola lo trasladó frente a la mesa y tomó asiento.

Se quedaron en silencio hasta que Pendergast, mediante un gesto de la mano, señaló los objetos de la mesa.

—¿Qué es todo esto, Aloysius? —preguntó Viola, que empezaba a tener miedo.

—Parametilbenceno de fenilcolina —dijo él indicando el polvo blanco—. El primero en sintetizarlo fue mi tatarabuelo, en 1868. Es una de las muchas pócimas extrañas que confeccionó. Tras una serie de… mmm… pruebas iniciales en privado, sigue siendo un secreto de la familia. Dicen que genera en quien lo toma un estado de euforia total y absoluta, brindándole una completa negación de las preocupaciones y el dolor, así como, supuestamente, una revelación intelectual incomparable que dura entre veinte y treinta minutos, hasta que se produce un fallo irreversiblemente mortal y doloroso del sistema renal. Yo siempre había tenido curiosidad por experimentar sus efectos iniciales, pero hasta ahora no lo había hecho, por razones obvias.

Pareció que hablar de los objetos posados en el escritorio despertase cierto grado de energía en Pendergast, cuyos ojos de aspecto amoratado enfocaron el pequeño frasco de medicación.

—De ahí esto. —Lo cogió y se lo enseñó, moviendo un poco el líquido incoloro que contenía—. Una mezcla de tiopental sódico y cloruro potásico. En primer lugar provocará un estado de inconsciencia, y acto seguido detendrá el corazón mucho antes de que se manifiesten los desagradables efectos secundarios del parametilbenceno, sin dejar por ello de concederme el tiempo necesario para experimentar un atisbo de paz, y hasta de distracción quizá, antes del final.

La mirada de Viola pasó de Pendergast a los objetos de la mesa, antes de realizar el recorrido inverso. A medida que quedaban claras las implicaciones de lo que acababa de oír se sintió invadida por una oleada de espanto y aprensión.

—No, Aloysius —susurró—. No puedes decirlo en serio.

—Más serio imposible.

—Pero… —La enmudeció un nudo involuntario en la garganta. No puede ser verdad, se dijo; no puede ser verdad—. Pero tú no eres así. Tienes que resistir. No puedes irte como los… cobardes. No te lo permitiré.

Al oírlo, Pendergast puso las manos en la mesa y se levantó con lentitud para ir hacia la puerta, que abrió para Viola. Después de vacilar un poco, ella se puso en pie y fue tras él por el mismo pasillo de antes, la puerta secreta y el recibidor. Era como una pesadilla. Quería detenerlo, barrer del escritorio aquellas cosas odiosas y que se rompieran en el suelo, pero no podía. Su conmoción era tan grande que se sintió incapaz de actuar. «Es cuestión de vida o muerte.» Sus propias palabras la torturaron con su ironía al resonar de nuevo en su cabeza.

Pendergast no dijo nada hasta llegar a la puerta que comunicaba con el ascensor. En ese momento añadió unas palabras.

—Te agradezco tu preocupación —dijo con una voz de una debilidad y vacuidad extrañas, como si fueran pronunciadas desde una gran distancia—. Y el tiempo y el esfuerzo que has invertido en mí. Ahora, sin embargo, debo pedirte que regreses a Roma.

—Aloysius… —empezó a decir ella.

El levantó la mano para silenciarla.

—Adiós, Viola. Harías bien en olvidarme.

Viola se dio cuenta de que estaba llorando.

—No puedes hacerlo —dijo con voz trémula—. No puedes. Es demasiado egoísta. ¿No te olvidas nada? Hay gente, mucha, a quien le importas; gente que te quiere. No les hagas esto, por favor. No nos lo hagas. —Titubeó y añadió con más rabia—: No me hagas esto.

Algo pareció brillar en los ojos de Pendergast al oírla, una pequeña chispa como la de una brasa envuelta en hielo, pero se disipó enseguida. Fue algo tan rápido que Viola no estuvo segura de haberlo visto. Tal vez fuera un efecto de las lágrimas que le anegaban a ella los ojos.

Pendergast cogió su mano y la apretó de un modo casi imperceptible. Después abrió la puerta sin decir nada más.

Viola lo miró.

—No dejaré que lo hagas.

Él la contempló un momento, no sin cierta dulzura.

—Seguro que me conoces bastante para comprender que ni tú ni nadie podréis hacerme desistir. Es hora de que te vayas. Sería muy angustioso para ambos que me viese obligado a que te acompañasen a la salida.

Viola siguió mirándolo un minuto más con expresión de súplica, pero los ojos de Pendergast volvían a enfocar un punto muy lejano. Al final Viola se giró con un temblor en todo el cuerpo. Sesenta segundos después volvía a cruzar el patio, sintiéndose las piernas como de goma, y sin tener idea alguna de cuál era su rumbo, mientras las lágrimas surcaban libremente sus mejillas.

Pendergast se quedó un buen rato en el recibidor. Después se encaminó muy lentamente a su estudio privado, se sentó detrás del escritorio y, como había hecho durante un sinfín de horas, empezó a contemplar los tres objetos distribuidos frente a él.