VIANA SE HABÍA QUEDADO clavada en el sitio. Airic tiró de ella para ponerla a cubierto justo en el momento en que una pequeña hacha de mano se hundía, con una mortífera vibración, en el marco de la ventana a la que estaban asomados.
—¡Tenemos que marcharnos de aquí, señora! —urgió.
Sin embargo, Viana seguía sin poder reaccionar.
—Tendría que estar muerto —murmuró—. ¿Por qué no está muerto?
Oyeron un tumulto en la planta baja. Los hombres de Harak se habían precipitado al interior de la herrería, y allí se habían topado con Gilrad, que trataba de averiguar el por qué de tanta agitación.
—¡Uno a uno, señores! —tronaba—. ¡La tienda está abierta a todo el mundo, pero mi casa, no!
—No tenemos mucho tiempo —dijo Airic.
Viana buscó con la mirada una vía de escape. No podían volver por donde habían venido, porque la estrecha escalera no tardaría en estar ocupada por una tropa de bárbaros. Sus ojos localizaron entonces otra ventana en la parte opuesta de la habitación.
Airic también la había visto. Los dos se abalanzaron hacia ella y se asomaron casi al mismo tiempo.
La ventana daba a un callejón tan estrecho que la parte superior de la herrería casi tocaba la fachada del piso superior de la casa de enfrente, que se alzaba en voladizo sobre la planta baja. Allí había otra ventana, pero solo uno de los postigos estaba abierto.
—¡Ya vienen! —exclamó Airic.
La joven trató de mantener la cabeza fría, tal y como Lobo le había enseñado. Se encaramó a la abertura, aferrándose al marco, y calibró las posibilidades que había de que lograse saltar hasta la casa de enfrente y alcanzar la ventana sin caer al suelo.
—Adelante —la animó Airic al comprender cuáles eran sus intenciones—. Si nos quedamos aquí, nos matarán.
Viana inspiró profundamente y saltó.
Se enganchó sin muchos problemas a la contraventana que estaba abierta; esta se dobló por el impacto, y la muchacha chocó contra la pared. Logró izarse hasta la ventana antes de que el postigo cediera del todo y la precipitara al suelo.
Cayó en el interior de la estancia, jadeando, pero no perdió el tiempo: se puso de pie y abrió del todo el otro postigo para que Airic pudiera entrar con mayor facilidad. Le tendió las manos cuando saltó y lo ayudó a penetrar en la habitación justo cuando los bárbaros irrumpían como una tromba en el desván que acababan de abandonar.
—No podrán saltar hasta aquí —dijo Viana—, pero no tardarán en cerrarnos el paso por la entrada principal. ¡Corre!
Sus perseguidores perdieron un tiempo precioso asomándose a la ventana para increparlos desde allí, de modo que cuando los dos jóvenes llegaron a la planta baja, la calle aún estaba despejada. Atravesaron la estancia principal de la casa como una exhalación, pasando por delante de una anciana que estaba hilando junto a la ventana, y que se quedó mirándolos tan perpleja como si acabara de ver un par de fantasmas.
Airic y Viana salieron a la calle y se detuvieron solo un momento para evaluar sus opciones. El bramido de los bárbaros se oía todavía desde la plaza. No tardarían en alcanzarlos.
—¡Por aquí! —dijo el muchacho.
Viana lo siguió a través de un callejón aún más estrecho que el que acaban de dejar atrás. Desembocaron en una calle un poco más amplia, casi a las afueras del pueblo, pero se detuvieron en seco porque un caballo estuvo a punto de arrollarlos.
—¡Eres estúpida! —le soltó su jinete a Viana sin ceremonias.
Ella alzó la cabeza y vio que se trataba de Lobo, que la observaba con los ojos echando chispas. Abrió la boca para replicar, pero él no le dio tiempo.
—¡Sube! —ordenó—. ¡Puede que aún logremos arreglar este desaguisado!
—Pero… Airic… —acertó a decir Viana.
El muchacho negó con la cabeza.
—¡Marchaos sin mí, mi señora! Sabré arreglármelas.
Viana iba a protestar, pero Airic retrocedió un par de pasos y desapareció en las sombras de un angosto pasaje entre dos edificios. Lobo ayudó a su pupila a subir a la grupa de su caballo y ambos partieron al galope, justo cuando los hombres de Harak doblaban la esquina.
Dejaron atrás Campoespino, pero la caza no terminó ahí. Los habían visto marchar a caballo y no se limitaron a seguir su rastro. Poco antes de llegar al puente que cruzaba el arroyo, Viana se volvió sobre la grupa y vio que una partida de bárbaros los seguía al galope.
—¡Más rápido! —urgió a Lobo—. ¡Nos persiguen!
Lobo gruñó y espoleó a su montura todavía más.
Poco a poco, y ante la angustia de Vania, los bárbaros fueron recortando distancias. Después de todo, el caballo de Lobo cargaba con dos jinetes, y los animales de sus perseguidores eran fuertes y musculosos. Viana escuchaba los gritos de los bárbaros tras ellos, e incluso el silbido de algún virote lanzado desde una ballesta que, por fortuna, no llegó a alcanzarlos.
Por fin, Lobo y Vania llegaron a las lindes del Gran Bosque. Como buen conocedor del terreno que era, Lobo guio a su caballo a través de senderos ocultos entre la maleza. No consiguió, sin embargo, dejar atrás a sus perseguidores. Precipitó entonces a su montura hasta el arroyo y galopó aguas arriba.
—¿Qué haces? —protestó Vania—. ¡Así vamos mucho más lentos!
—¡Cierra la boca y salta cuando yo te lo diga!
—¿Qué?
—¡Qué saltes! ¡Ya!
La mente de Vania tenía un montón de objeciones al respecto, pero su cuerpo se había acostumbrado a obedecer todas las órdenes de Lobo, especialmente cuando las expresaba en aquel tono. De modo que, antes de que quisiera darse cuenta, había saltado del caballo y caía sobre el agua. Viana no tuvo tiempo de quejarse, porque Lobo tiró de ella para arrastrarla hasta la orilla. Los dos se ocultaron entre los arbustos mientras el caballo, libre ya de sus jinetes, galopaba con mayor ligereza río arriba.
Lobo y Viana contuvieron el aliento y se quedaron totalmente inmóviles mientras la tropa de bárbaros pasaba ante ellos sin verlos. Cuando sus voces sonaban ya lejos, Lobo se incorporó y dirigió una breve mirada a su compañera.
—Volvamos a casa —le dijo con dureza—. Tenemos muchas cosas que hacer.
Viana se levantó sin protestar y lo siguió, convencida de que se había ganado una buena reprimenda. Sin embargo, su maestro se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la cabaña.
—Entra y recoge tus cosas —ordenó entonces.
—¿Perdón?
—Que recojas tus cosas. ¿Es que te has vuelto sorda de repente? No, espera… De repente, no. Quizá no me oíste cuando te dije que te quedaras en casa. Aunque pensaba que captarías el mensaje al encontrar cerrada la puerta de la cabaña. En serio, Viana, ¿qué parte de que «no vayas a la Fiesta del Florecimiento» no has entendido?
Viana suspiró, aliviada en el fondo. Era más fácil lidiar con la ira de Lobo que con su indiferencia.
—Tenía que encontrar a Dorea —intentó justificarse—. Y, de todos modos, no tienes ningún derecho a mantenerme encerrada en casa.
—Bien —replicó él—, pues gracias a ti y a tus «derechos», nos hemos quedado sin hogar.
Viana estaba dispuesta a responder, pero las últimas palabras de Lobo la detuvieron en seco en el umbral.
—¿Cómo? ¿Por qué?
Lobo lanzó un suspiro cargado de impaciencia y la empujó al interior.
—Los bárbaros saben que estás viva —le explicó lentamente, como si estuviera hablando con alguien realmente corto de entendederas—. Acabas de clavarle una flecha en el corazón a su rey y te han visto entrar al galope en el bosque. ¿Crees que van a dejar las cosas así?
La realidad golpeó a Vania como una maza.
—No… Es cierto —admitió—. Supongo que peinarán todo el bosque buscándonos.
—Todo el bosque, no —puntualizó Lobo—. Pero sí la franja más cercana a la aldea. Y nuestra cabaña está situada en ella, así que no te quedes ahí como un pasmarote y haz el equipaje. Vamos, vamos, mueve el culo. No tenemos mucho tiempo.
Viana obedeció. Le sorprendió ver que sí tenía cosas que quería conservar. Había llegado al bosque sin nada, pero en todo aquel tiempo había reunido una serie de objetos que le habían resultado mucho más útiles que las joyas y los vestidos que había dejado en Rocagrís: su capa de piel, su cuchillo de caza, su arco y su carcaj, sus botas de cuero blando, su escudilla de madera, yesca y pedernal para encender hogueras, cuerda para tender trampas… Cuando terminó de recogerlo todo y se cargó al hombro su escarcela de loca, se maravilló de comprobar que apenas pesaba nada; y, sin embargo, habría podido viajar hasta el fin del mundo solamente con lo que contenía.
Recordar lo que había perdido le trajo a la memoria el estuche de terciopelo que había escondido bajo su cama, poco antes de abandonar su casa para ir al encuentro de Harak en Normont. Se preguntó si llegaría a recuperarlo algún día. No necesitaba aquellas joyas, en realidad, pero eran un recuerdo de su madre y no quería perderlas.
Trató de apartar aquellos pensamientos de su mente y salió de la cabaña para reunirse con Lobo, que ya estaba listo para partir.
—¿A dónde vamos? —le preguntó mientras él echaba un último vistazo melancólico a la cabaña.
—Ya lo verás —gruñó en respuesta.
De modo que Viana se resignó a marchar a través del bosque detrás de Lobo sin pronunciar una sola palabra. Se notaba que su mentor no estaba de buen humor; abandonar su casa le había sentado mucho peor de lo que quería admitir, y Viana se sentía culpable por haber provocado aquella situación. Sí, Lobo le había prohibido asistir a la fiesta y además la había encerrado en la cabaña; pero ella había causado un gran tumulto en el pueblo y se había puesto en peligro innecesariamente. Por segunda vez, Lobo había tenido que salvarla de los bárbaros. Por segunda vez también, Viana había escapado dejando atrás a alguien que podía pagar muy cara su relación con ella. Con una punzada de remordimiento, pensó en Airic y su familia. ¿Los habría puesto en peligro nuevamente? ¿Y qué habría sido de Dorea? «Soy una estúpida», pensó. «Lobo tiene razón: mi soberbia ha estado a punto de costarnos la vida. ¿En qué estaría pensando cuando lancé esa flecha? Me dejé arrastrar por el entusiasmo de Airic. ¡Como si una simple muchacha como yo pudiese acabar con un rey de los bárbaros!».
Entonces recordó, de pronto, que no era una idea tan descabellada. Su lanzamiento había sido bueno. La flecha se había hundido en el corazón de Harak. Y él se la había sacado arrancado tinta de sangre.
Un millón de preguntas inundaron su mente, y no pudo seguir en silencio por más tiempo.
—Mmmm… ¿Lobo?
—¿Qué quieres? —rezongó él.
—Sabes que le he disparado a Harak desde una ventana, ¿verdad?
—Eso es lo que dicen todos. Ya que te has arriesgado de una manera tan estúpida, podrías al menos haber afinado la puntería.
—Ya, bien… De eso quería hablarte. Le acerté.
Lobo se volvió hacia ella de forma tan brusca que Viana estuvo a punto de chocar contra él.
—¿Cómo dices?
—Que le di en el corazón, estoy segura. Y la flecha estaba manchada de sangre cuando se la sacó del pecho.
Lobo volvió a gruñir y reanudó la marcha sin un solo comentario.
—¿Has oído lo que te he dicho? —insistió ella.
—Lo he oído. Y ahora cierra la boca y camina, o no llegaremos antes del anochecer.
Viana reprimió el impulso de preguntar acerca de su destino, pero prefirió no insistir. Lo cierto era que seguía sintiéndose muy culpable, y su fracaso en la Fiesta del Florecimiento le había aportado una gran dosis de humildad. De modo que siguió a Lobo en silencio, a través de terrenos cada vez más intrincados, hasta que el bosque se hizo tan tupido que no había senderos que seguir. Viana se preguntó, inquieta y a la vez emocionada, si llegarían hasta el bosque profundo donde, según Oki y la sabiduría popular, se ocultaban grandes peligros y misterios indescifrables. Pero no tuvo ocasión de pensar mucho en ello, porque debía concentrarse en seguir el ritmo de Lobo. Pese a todo su entrenamiento, le estaba costando mucho avanzar a través de la maleza.
Cuando ya empezaba a anochecer, el bosque se abrió para dar paso a un amplio claro tachonado de hogueras. Viana retrocedió un par de pasos, recelosa; pero entonces se dio cuenta de que los hombres que descansaban junto a los fuegos no eran bárbaros. Parecían algo famélicos, vestían gastadas ropas de cuero y piel y estaban bastante desgreñados. Al pie de los árboles había varias chozas, y Viana distinguió frente a algunas de ellas distintas piezas de armamento: cascos, jubones acolchados, escudos, lanzas, mazas, guanteletes, alguna cota de maya y alguna espada.
Resultaba evidente que Lobo los conocía. Se adentró en el claro sin ningún temor, y ellos lo saludaron sin mostrar sorpresa por su presencia, aunque observaron a Viana con cierta curiosidad.
—¿Quiénes son estos hombres? —le preguntó a Lobo con un susurro.
—Lo que queda del ejército del rey Radis —respondió él.
Viana ahogó una exclamación de sorpresa y volvió a pasear la mirada por el lugar. No reconoció a nadie; ninguno de los amigos de su padre estaba allí. Parecía que solo algunos soldados habían sobrevivido a la guerra contra los bárbaros. Los barones del rey se habían visto obligados a elegir entre servir a Harak o morir, pero los hombres de a pie no eran tan importantes. Afortunadamente para ellos.
—¿Por qué no han vuelto a sus casas? —quiso saber Viana.
—Muchos ya no tienen casas a las que volver. Algunos, sin embargo, se han traído a sus familias con ellos —añadió Lobo señalando al fondo del campamento.
Viana descubrió algunas mujeres y un grupo de niños que jugaban en silencio frente a una choza un poco más grande. Fue entonces cuando le llegó el olor a guiso de conejo que estaban preparando en un enorme caldero.
—No se está tan mal aquí —dijo Lobo—. Acabarás por acostumbrarte.
Viana quería formular miles de preguntas, pero se mantuvo en silencio porque dos hombres les salieron al encuentro. El primero de ellos era alto, rubio y desgarbado; el otro, más fornido, lucía una descuidada barba castaña.
—Has vuelto antes de lo que esperábamos, Lobo —dijo este—. ¿A quién nos has traído?
—Hemos venido a unirnos a vosotros —replicó él—, si tenéis sitio para dos más. No supondremos una carga; tanto la dama como yo sabremos buscarnos el sustento.
Los dos hombres miraron a Viana con renovada curiosidad, y ella adivinó que hasta aquel momento no se habían dado cuenta de que era una mujer.
—¿Has venido a quedarte? —repitió el rubio con sorpresa—. ¿Por qué?
—Porque me apetece —gruñó Lobo—, y porque la dama nos ha puesto en peligro a todos y me he visto obligado a abandonar mi casa por su culpa.
Viana sintió que enrojecía. Quiso aclarar que ella había estado a punto de liberar a Nortia del rey opresor, pero siguió callada, entre otras cosas porque aún no comprendía lo que había pasado en la aldea, ni por qué Harak seguía vivo, cuando debería haber caído fulminado del caballo.
—Pero vayamos junto al fuego —concluyó Lobo—, y ella nos lo explicará con más calma.
Viana no tenía el menor deseo de ser el centro de atención. Lanzó una mirada irritada a Lobo, pero este le respondió con una media sonrisa cargada de ironía, y la muchacha comprendió que era su castigo por haberle desobedecido.
Ya sentados todos juntos a la hoguera, sus anfitriones les ofrecieron sendas escudillas de guiso de conejo y un par de vasos de cuero repletos de una cerveza fuerte y amarga. A Viana, acostumbrada a beber agua del arroyo, no le gustó, pero se mojó los labios para no parecer descortés.
Cuando hubieron saciado su hambre, Lobo declaró:
—Amigos, esta muchacha es la hija del duque Corven de Rocagrís, que, como muchos de vosotros sabéis, cayó en la batalla contra Harak. Algunos habéis oído hablar de ella: la casaron, como el resto de las damas de Nortia, con el jefe de uno de los clanes bárbaros. Pero ella acabó con la vida de su esposo, huyó de Torrespino y se refugió en el bosque, donde ha estado viviendo desde el último otoño. Salta a la vista el resultado —añadió, socarrón.
Viana enrojeció al sentir todas las miradas sobre ella, fijándose en su ropa de hombre y sus cabellos cortos.
—¿Fuiste tú quien mató a Holdar? —preguntó entonces uno de los presentes.
Ella asintió, reacia a hablar del tema.
—En realidad fue un accidente —trató de explicar—. Forcejeamos, cayó hacia atrás y…
—El caso es que lo mató —interrumpió Lobo—. Y ahora se le ha metido en la cabeza que también puede acabar con el rey de los bárbaros.
Hubo murmullos, bufidos de escepticismo y risas sofocadas. Lobo insistió en que su pupila debía contar, con pelos y señales, su experiencia en la Fiesta del Florecimiento; así que Viana, titubeando y muerta de vergüenza, relató cómo había escapado de la cabaña, desobedeciendo las instrucciones de Lobo, y se había paseado por la aldea sin apenas ocultarse. Contó entonces su encuentro con Airic y su experiencia en el desván de la casa del herrero: cómo había visto llegar a al comitiva del rey Harak (omitió el detalle de que Robian se encontraba entre sus acompañantes) y cómo había cargado el arco y aguardado el momento oportuno.
—Y le disparé una flecha en el corazón —concluyó Viana en voz baja—. Di en el blanco, estoy convencida. Pero Harak no murió. Se arrancó la flecha del pecho y lanzó a sus hombres contra mí.
Sobrevino un pesado silencio. La joven se arrepintió de haber contado aquello, porque en el fondo estaba segura de que nadie la creería. Debería haber confesado que había fallado, que no había acertado al rey en el corazón. Alzó la cabeza y miró a su alrededor, tratando de interpretar la expresión de los soldados. Para su sorpresa, no parecía haber ningún atisbo de burla o incredulidad en sus miradas. Por el contrario, todos se mostraban presos de un extraño temor reverencial.
—Os lo dije —habló entonces uno de los guerreros—. Os dije que era verdad.
—Entonces, ¿los rumores eran ciertos? —preguntó otro con un estremecimiento.
Lobo sacudió la cabeza.
—Ya hay varios testimonios —dijo—. Puede que sea algo más que una simple superstición, y sin embargo…
—¿Por qué no quieres creer, Lobo? —saltó el soldado rubio que los había recibido a su llegada—. ¡Todo el mundo lo sabe, pero tú, viejo cabezota, niegas lo evidente!
Lobo lo acalló con una sola mirada.
—¿Aún no te has dado cuenta, Garrid? —gruñó—. Dar crédito a semejantes rumores implica aceptar que hemos perdido.
Los soldados acogieron sus palabras con un silencio pesaroso.
—¿Quién dice que hayamos perdido? —intervino entonces una mujer con descaro.
Viana se sorprendió al reconocerla: era Alda, la cocinera de Torrespino. Parecía más curtida y estaba algo despeinada, pero se trataba de ella, sin duda. Sonrió a la muchacha a modo de saludo, apuntó a Lobo con un cucharón de madera y le reprochó:
—Tú, no vengas a confundir a mis muchachos. Hay un término medio entre no hacer caso de los rumores y asumir que ya no hay esperanza para Nortia.
—Tal vez —admitió Lobo acariciándose la barbilla—. Pero, si es así, yo todavía no lo he encontrado.
—Disculpad —intervino entonces Viana con timidez—. ¿De qué rumores estáis hablando?
Los presentes se miraron unos a otros. Finalmente, fue Garrid quien respondió:
—Dicen, señora, que ese Harak está encantado.
—Y que hizo un pacto con el diablo —añadió otro de los soldados.
—Yo he oído decir que es el diablo en persona.
—A mí me han contado que es el hijo de una bruja.
—En cualquier caso, nadie lo puede tocar.
—Se cuenta, en realidad, que ni siquiera tiene corazón.
—Sí, porque se lo entregó al diablo para que lo hiciera imbatible.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Viana, confundida.
Lobo lanzó un suspiro exasperado y sacudió la cabeza.
—Lo que se cuenta por ahí es que ese mal nacido es invulnerable: sus heridas se curan de forma espontánea, no lo afectan los venenos y es inmune a todas las enfermedades.
Viana rumió aquella información.
—Entonces, ¿por eso mi flecha no lo mató?
—Es posible, muchacha. Pero no lo sabemos con certeza. Puede que sea cierto o puede que se trate solo de una creencia estúpida y sin fundamento. En cualquier caso, a Harak le viene muy bien que haya quien piense que es indestructible. Eso hace que aumente el terror que le tiene la gente sencilla.
—Pero —objetó Viana, que seguía pensando intensamente—, aunque los rumores fueran ciertos… si, por ejemplo, alguien le cortara la cabeza… no creo que pudiera volver a colocársela en su sitio sin más, ¿no?
Los soldados la miraron con sorpresa. Entonces Alda lanzó una carcajada.
—¿Qué te decía, Lobo? ¡La dama piensa más y mejor que todos vosotros juntos!
Viana enrojeció de placer. Pero su tutor no tardó en ponerle los pies en el suelo.
—Pudiera ser —gruñó—, pero primero habrá que ver si existe alguien capaz de acercarse lo bastante a Harak como para rebanarle el pescuezo.
La joven asintió, abatida. Lobo la miró y pareció ablandarse un poco.
—No le des más vueltas —concluyó—. Has cometido una imprudencia, pero has sobrevivido. No todos pueden decir lo mismo, pequeña. A menudo, la primera negligencia suele ser la última.
Viana sacudió la cabeza.
—Pero disparé bien, Lobo. Te lo juro.
—A veces las flechas hacen cosas raras. ¿Te he contado alguna vez cómo perdí esta oreja? Estábamos asediando el castillo de un barón rebelde. Había arqueros en las almenas, pero estaban entrenados para disparar sus flechas todos a la vez, ya sabes, lanzarlas al aire para que cayeran sobre nosotros como una lluvia mortífera. Así que nos bastaba con cubrirnos con los escudos cuando los veíamos venir. Bueno, pues entre una gran habilidad con el arco y muchas dificultades para acatar ordenes. El rey estaba dirigiendo la carga contra el portón, pero yo guiaba a un grupo de soldados que trataba de escalar un muro menos protegido. En el fragor de la batalla perdí mi casco, y no me preocupé por hacerme con otro. Y el chico se dio cuenta de que estaba a tiro.
»Me dijeron después que me apuntó entre los ojos. Y que raramente fallaba un disparo a esa distancia. En fin… Podía haber muerto aquella tarde, pero algo, quizá una brizna de viento, quizá una flecha mal compensada… me salvó la vida. Aunque me arrebató la oreja.
»Ese día aprendí dos cosas: que el azar es caprichoso y que siempre hay que llevar el casco bien amarrado. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Viana asintió sin una palabra, aunque no estaba del todo de acuerdo. Le habría gustado creer que, en efecto, había errado el tiro; pero estaba convencida de que no era cierto.
Lobo le dio un par de palmaditas en el hombro y se alejó para saludar a alguien. Viana se quedó sola junto a la hoguera, pensando. El soldado a quien Lobo había llamado Garrid se sentó junto a ella.
—No hagáis caso de todo lo que dice, mi señora; es un tipo obstinado.
—Llámame Viana, por favor —pidió ella; hacia mucho tiempo que sentía que ya no merecía aquel tratamiento.
—Está bien… Viana —dijo Garrid con cierto esfuerzo.
Viana sonrió para sus adentros, y entonces recordó que Lobo también había sido un noble caído en desgracia, según le había contado Belicia. Sin embargo, la gente que vivía en aquel campamento lo trataba con una familiaridad desconcertante.
—Yo sí creo tu historia —prosiguió Garrid—. Creo que Harak es invencible. ¿Ves a ese de ahí? —añadió señalando con el mentón a un soldado hosco y ceñudo que afilaba su cuchillo un poco más allá—. Era mi compañero en la batalla contra los bárbaros. Es fuerte, ya lo puedes imaginar. Llevaba un hacha de guerra y tuvo ocasión de lanzarla contra Harak cuando lo dejó atrás. Yo lo vi, Viana: se le clavó en la espalda a ese maldito bárbaro y él siguió cabalgando como si nada. Y ya sabes que los bárbaros no usan armaduras. Harak, en realidad, ni siquiera se protegía con ningún tipo de jubón. Se lanzó a la batalla a pecho descubierto y todo el mundo pensó que estaba loco o que era muy arrogante. Bien… el hacha de mi amigo se le hincó justo aquí, y de tal forma que debería haberle roto la columna.
—Pero eso es imposible —murmuro Viana, pálida.
—Imposible o no, es lo que sucedió. Yo mismo lo vi. Y encontraras a varias personas en este lugar que podrían contarte historias semejantes. Pero Lobo jamás lo admitirá.
—¿Por qué no?
Garrid cambió de posición, mientras buscaba las palabras adecuadas para continuar.
—Bueno —dijo por fin—. ¿Ves a toda esta gente que se ha reunido aquí? ¿Qué dirías que somos?
—Los soldados supervivientes de la guerra —respondió Viana—. Eso es lo que Lobo me ha dicho.
—Para él somos más que eso: somos el germen de un nuevo ejército que combatirá y derrotará a los bárbaros.
Viana volvió a echar una mirada al campamento y no pudo reprimir una sonrisa.
—Ya sé lo que parece —dijo Garrid sin sentirse ofendido—. Y te aseguro que la mayoría de nosotros no volvería a enfrentarse a los bárbaros por nada del mundo. Pero Lobo no se da por vencido y, por otro lado, poco a poco va llegando más gente y pronto podremos organizar ataques más audaces.
Viana lo comprendió de pronto:
—¡Vosotros sois los «rebeldes» de los que todo el mundo habla!
Garrid sonrió.
—Eso intentamos —respondió con cierta modestia—. Hasta el momento hemos emboscado a algunos bárbaros en el camino, hemos asaltado algún puesto de guardia… Nada importante, en realidad. Ni siquiera les hemos hecho cosquillas. Pero quizá, con el tiempo, seremos lo bastante fuertes como para plantarles cara de verdad. O, al menos, eso espera Lobo.
—Entiendo —asintió Viana—. Y no puede mantenerse muy alta la moral de su gente si circula por ahí la historia de que a Harak no se le puede matar.
—Ya lo has captado —dijo Garrid—. Pero no te preocupes por Lobo. Terminará por aceptar la realidad y asumir que hemos perdido. Hoy la idea le ha entrado un poquito más en la mollera —añadió alegremente.
La joven no hizo más comentarios al respecto aquella noche. Pero no dejó de pensar en el asunto.
En los días siguientes se fue adaptando al que sería su nuevo hogar. Le cedieron un espacio en la choza más grande, donde dormían las mujeres viudas o solteras con los huérfanos más pequeños, y aunque era un alojamiento aún más incómodo que el que había compartido con Lobo durante los meses anteriores, Viana agradeció el contacto con otras personas. Se hizo muy amiga de Alda; ahora que ya no eran señora y criada, la confianza entre ambas creció. Viana le llevaba a menudo conejos o perdices para el puchero, y ella se lo agradecía enseñándole a preparar algunos de sus sabrosos guisos. Pero, en realidad, Viana no estaba tan interesada en la comida de Alda como en su compañía. Echaba de menos a Dorea, y también pensaba mucho en Airic. Le habló a Lobo del muchacho y de cómo lo había dejado atrás dos veces, y su mentor no hizo ningún comentario. Sin embargo, una mañana salió temprano y, cuando regresó, días más tarde, lo hizo acompañado por un nutrido grupo de personas.
Los habitantes del campamento los recibieron con curiosidad. Pronto descubrieron que se trata de gente de Campoespino que había decidido abandonar sus hogares para escapar de la opresión de los bárbaros. Había hombre, mujeres y niños: algunos eran campesinos, y otros, artesanos. Con gran alegría, Viana distinguió a Airic y su familia, y corrió a saludarlos. A la madre del muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas cuando la reconoció, y quiso besarle las manos; pero ella no se lo permitió.
—No me debes nada, buena mujer —le dijo con dulzura—. Os puse a ti y a tu familia en un grave peligro.
—Nos ofrecisteis comida cuando estábamos hambrientos, mi señora, y eso nunca lo olvidaré —replicó ella.
Pero Viana no estaba de acuerdo.
—Tan solo os utilicé para desafiar a mi esposo. Pero ahora que estáis aquí, podré ofreceros algo más que una pierna de cerdo asado: sé cazar, y puedo conseguir comida en el bosque y cocinarla yo misma. Y si no sale buena —bromeó—, siempre podéis acudir a Lobo o a Alda, que guisan mucho mejor que yo.
La madre de Airic se quedó mirándola, un tanto desconcertada por la familiaridad con la que Viana los trataba.
Ella buscó con la mirada a Lobo para darle las gracias por haber puesto a salvo a aquella familia y lo encontró hablando con una mujer de mediana edad a la que ella conocía muy bien.
Sintió que se quedaba sin aire por un instante.
—¡Dorea! —logró gritar finalmente, emocionada.
Corrió hacia ella y casi la asfixió con su abrazo. Ella rio, feliz de verla.
—¡Niña! ¡Mi niña! —murmuró mientras lágrimas de alegría surcaban sus mejillas.
Las dos permanecieron así un instante, abrazadas y llorando como tontas, hasta que finalmente Dorea se separó de ella para contemplarla con profundo afecto.
—Qué distinta estáis, mi señora —susurró—. Ya sois toda una mujer… aunque vistáis ropas de hombre —añadió con tono de reproche.
—Ya no soy tu señora —dijo Viana—. Hace mucho que dejé de ser una dama. Ahora soy solo una muchacha.
Pero Dorea negó con la cabeza, sonriendo con ternura mientras volvía a estrecharla contra su pecho.
—Para mí, Viana, vos siempre seréis una dama.