VIANA SE DESLIZÓ en silencio por la espesura y aguzó el oído. No había nada, salvo el susurro de las hojas de los árboles.
Olisqueó el aire; la brisa le traía un aroma familiar. Cerró los ojos y volvió a escuchar. Sí, ahí estaba. Era casi imperceptible: el sonido de unas pequeñas pezuñas rascando contra el suelo. «Te pillé, amiguito», pensó. Abrió los ojos y tensó la cuerda de su arco, apuntando la flecha en una dirección muy concreta. No necesitaba ver a su presa para saber que estaba ahí, pese a que el levísimo movimiento del follaje que había detectado podía deberse al viento. Pero ella ya sabía leer las señales ocultas que el bosque revelaba solo a los observadores más avisados.
Aguardó, inmóvil como una estatua y sin hacer ruido. Entonces, cuando el matorral se onduló de nuevo, soltó la cuerda.
La saeta voló impecablemente hasta su objetivo y encontró un blanco. Viana oyó el chillido del jabalí y se apresuró a cargar el arco de nuevo. Lo vio salir embalado de entre los arbustos y arremeter contra ella, furioso y loco de dolor. No era un ejemplar muy grande, apenas un jabato, como había deducido Viana tras seguir su rastro hasta allí. La flecha se había clavado en uno de sus cuartos traseros y no había bastado para matarlo, pero la joven no se amilanó. Disparó una segunda flecha que le acertó en un punto vital. El jabalí aún dio un par de pasos más antes de desplomarse en el suelo, muerto.
Viana silbó para su coleto. No solían tener jabalí para cenar; Lobo estaría contento.
Procedió a pasar una cuerda por las patas traseras del animal para cargárselo a la espalda. Apenas exhaló un poco más de aire cuando lo alzó en volandas, y sonrió al pensar que unos meses antes habría sido incapaz de levantar aquella presa ella sola, y mucho menos de cobrársela con apenas dos flechazos.
Pero había cambiado mucho en todo aquel tiempo. Se había vuelto fuerte y musculosa, y su fina y blanca piel parecía ahora la de un muchacho, curtida por la vida al aire libre. En muchas ocasiones había echado de menos su pasado en Rocagrís, porque su entrenamiento con Lobo había sido duro y difícil, y el invierno había resultado especialmente frío. Pero ahora llegaba de nuevo la primavera y el Gran Bosque reventaba de vida. Era mucho más sencillo encontrar presas para llevar al puchero, y Viana disfrutaba con la caza y las excursiones por la floresta.
A pesar de todo, el jabalí seguía resultando una carga pesada, de modo que la muchacha se detuvo junto al arroyo para descansar. Allí se lavó la cara y contempló su reflejo en el agua.
Seguía llevando el pelo corto como un hombre, y se encontraba tan cómoda con ropas masculinas que le resultaba extraña la idea de haber llevado alguna vez aquellos embarazosos vestidos de doncella. Frunció el ceño al ver las pecas que salpicaban sus mejillas. Sí; desde luego, parecía un muchacho.
Pero eso no era ninguna novedad.
Una mañana, cuando el invierno ya estaba tocando a su fin, Viana se había atrevido a acercarse a Campoespino, la población más cercana. Se había cubierto la cabeza con una capucha; como aquel día una fina lluvia caía sobre la comarca, no había resultado nada extraño que se envolviera también con una capa de fieltro cálida y resistente.
Se había aproximado con timidez a la plaza del pueblo. Era día de mercado, pero no había mucha gente porque el tiempo no acompañaba. Ella traía consigo un par de liebres para intercambiar, y estuvo merodeando por entre los puestos, pero todo el mundo la había confundido con un chico y nadie la había relacionado con la joven dama que había escapado del castillo de Torrespino una noche de tormenta, varios meses atrás. Ni siquiera los dos bárbaros que regateaban a voz en grito con el herrero le habían dedicado algo más que una mirada indiferente.
Sin embargo, Lobo la había regañado por su osadía.
—¡Alguien podría haberte reconocido! —ladró—. ¿En qué estabas pensando?
Pero Viana no le hizo caso, porque por dentro se sentía exultante de alegría. Le gustaba vivir en el bosque; había aprendido a moverse por allí como cualquiera de los animales que lo habitaban. Pero a menudo echaba de menos la compañía de otros seres humanos. No era que no se sintiera a gusto con Lobo; este había pasado a ser un gran referente en su vida y, aunque no sustituiría al padre que había perdido, sí era lo más parecido a él que podía haber conseguido, dadas las circunstancias. Se había acostumbrado a sus riñas y a sus modales bruscos, y había llegado a sentir por él un auténtico afecto.
Pero necesitaba algo más.
Y ahora que sabía que podía vagar por el pueblo sin peligro, incluso charlar con los lugareños si disfrazaba convenientemente la voz, no pensaba renunciar a eso, por mucho que Lobo se enfadase.
No obstante, en el fondo sus consejos calaban en ella, porque no había vuelto a acercarse a la aldea más que un par de veces desde entonces. Quizá, al fin y al cabo, su lugar estuviese en el bosque.
Se quedó contemplando el arroyo, pensativa. Al otro lado, la floresta se volvía más oscura. Era el límite que había marcado Lobo a su territorio, y que ni siquiera él se atrevía a cruzar. Más allá, el bosque era espeso e impredecible, y se decía que sucedían cosas muy extrañas. Más allá, la gente se perdía y no regresaba jamás.
En cierta ocasión, Viana había expresado sus dudas acerca de aquellas historias. Le había dicho a Lobo que seguramente alguien lo bastante preparado, como él, por ejemplo, podría ir y volver al corazón del Gran Bosque sin problemas. O incluso atravesarlo de parte a parte para descubrir hasta dónde se extendía.
Lobo se había enfurecido tanto como la vez que ella se había acercado al pueblo por su cuenta y riesgo.
De modo que Viana no podía regresar a la civilización, pero tampoco le estaba permitido ir más allá de aquel arroyo. Su territorio, que al principio le había parecido sobrecogedoramente grande, empezaba a quedársele estrecho. A su llegada al bosque, cada día había supuesto un nuevo reto. Le había resultado muy difícil aprender a cazar y a rastrear como Lobo quería y, por si fuera poco, había llegado el invierno justo cuando el entrenamiento comenzaba a dar sus frutos. Lobo y Viana habían luchado por sobrevivir a las fuertes nevadas y a la escasez de presas. Viana había pasado noches enteras acurrucada junto a los rescoldos de la chimenea, tiritando de frío y con los pies llenos de sabañones por primera vez en su vida. El viento helado había agrietado sus labios, que ya no eran suaves y carnosos como antaño.
Pero había salido adelante, y estaba muy orgullosa de ello. Más, incluso, que de haber sido, en el pasado, una de las doncellas más hermosas de Nortia, si había que hacer caso a los poetas de la corte.
Con la llegada de la primavera, las cosas se habían vuelto sorprendentemente fáciles. Todos los animales salían de sus madrigueras y criaban como locos. Era tan sencillo seguirles el rastro que la caza ya no tenía tanta emoción. Viana no tardó en comprender que el invierno la había endurecido, y se sintió todavía más satisfecha con su evolución y aprendizaje.
Sin embargo, no podía evitar preguntarse qué haría a continuación. Necesitaba nuevos retos, otros horizontes para explorar. Ya conocía su territorio como la palma de su mano, cada árbol, cada piedra, cada recodo y cada revuelta del arroyo, y soñaba con ir un poco más lejos. Tanto Campoespino como el corazón del Gran Bosque la atraían por igual. Cualquiera de los dos sitios habría sido un destino aceptable para ella, pero se veía obligada a mantenerse oculta, atrapada entre ambos mundos. Pronto empezó a sentirse de nuevo encarcelada, casi como cuando vivía con Holdar.
Suspiró y echó un vistazo a los rayos de sol que se filtraban por el tamiz de hojas. Era ya hora de volver a casa. Estaba planeando una escapada al pueblo para disfrutar de la Fiesta del Florecimiento cuando oyó un ruido que la puso en tensión. Eran pisadas humanas, no cabía duda. Y no se trataba de Lobo: él nunca hacía el menor sonido cuando se deslizaba a través del bosque.
Viana cargó con su jabalí y se ocultó tras unos arbustos. Nada indicaba que había estado allí sentada hacía apenas unos instantes.
Pronto oyó voces; hablaban en el idioma áspero y gutural de los bárbaros, y Viana no pudo evitar apretar los dientes con rabia. Pero contuvo su ira y permaneció a la espera, porque se sentía intrigada. ¿Qué hacían los bárbaros en el Gran Bosque?
No tardó en divisarlos; eran tres, y avanzaban pesadamente a través de la espesura. Parecieron aliviados al encontrar aquel claro junto al arroyo, porque se detuvieron un momento para beber y descansar.
Viana sabía que la tierra de la que procedían tenía pocos bosques, y que se componía sobre todo de extensas y heladas llanuras que se abrían entre cadenas montañosas. En el mundo de los bárbaros siempre era invierno, y hacía demasiado frío como para que pudiera formarse un bosque tan denso como aquel. No era de extrañar, por tanto, que ahora avanzaran por la floresta con la gracia de un buey atrapado en una alfarería.
Pero ¿cómo habían llegado hasta allí? ¿Por qué se habían tomado la molestia de penetrar en el Gran Bosque? Viana se estremeció, porque no se hallaban lejos de la cabaña en la que ella y Lobo vivían.
Trató de entender su conversación. Durante los largos meses que había pasado como esposa de Holdar, había aprendido su idioma lo bastante bien como para poder comprenderlos cuando hablaban, aunque había perdido mucha práctica. Por ello, al principio solamente pudo captar algunas palabras sueltas; pero se esforzó mucho por averiguar qué estaban diciendo exactamente, y no tardó en descubrir, con sorpresa y algo de aprensión, que hablaban de ella.
—No entiendo por qué seguimos buscando a esa mujer —se quejaba uno de los bárbaros—. A estas alturas ya debe de estar muerta.
—Harak dice que no la dará por muerta hasta que alguien ponga su cadáver a sus pies —respondió otro.
El primero bufó con sorna.
—Todo el mundo dice que huyó en dirección a este bosque. Y nadie la ha visto salir de aquí. Es imposible que haya sobrevivido al invierno. No era más que una damisela blanda como una flor de jardín.
—Pero hay quien dice que la ha visto cerca del pueblo —hizo notar el tercer bárbaro.
El corazón de Viana dejó de latir un instante.
—No, no, solo dicen que han visto a alguien que se le parece. Quizá un pariente, un primo o un hermano… Lo han descubierto merodeando alguna vez los días de mercado. Nadie sabe dónde vive, y trae caza buena, piezas que solamente podría obtener aquí.
—Entonces, ¿estamos buscando a ese chico o a la muchacha que mató a Holdar? Puede que haya sobrevivido si tenía un hermano que cuidara de ella.
—Seguro que no —insistió el primero bárbaro—. Pero quizá ese joven pretenda vengarla. En cualquier caso, Harak no quiere que haya gente deambulando por el bosque. Quién sabe cuántos rebeldes se esconden entre estos árboles.
Viana prestó atención. Había oído hablar de los «rebeldes» que supuestamente tenían su base en el Gran Bosque, pero no los había visto nunca, por lo que sospechaba que su existencia no era más que un rumor… probablemente propagado por Lobo, se dijo, sonriendo para sí.
—Y aquí están bien —replicó otro de los bárbaros—. Este lugar me da escalofríos. ¿Te acuerdas del grupo que mandó Harak para buscar a la chica antes de que llegara el invierno? No regresaron jamás.
El primer bárbaro gruñó algo que Viana no fue capaz de comprender.
—Vámonos —propuso el segundo—. Diremos que no hemos encontrado nada y ya está. Además, si ese muchacho es un rebelde, en el pueblo nos lo dirán.
Pero el tercero pareció dudar.
—¿Tú crees? Se oyen cosas… Algunos admiran a esa estúpida damisela por haber matado a Holdar. Si alguien sabe algo acerca de ella, no lo revelarán con facilidad.
El bárbaro se encogió de hombros.
—Sabemos que su vieja criada se esconde en una de las casas de Campoespino —respondió—. Ella nos lo dirá. No será difícil encontrarla durante esa fiesta de flores que están preparando. Todos los aldeanos salen de sus agujeros en cuanto oyen un poco de música, como chuchos hambrientos que olisquean un asado.
Viana reprimió un grito. ¡Estaban hablando de Dorea!
—Es verdad —concluyó el segundo bárbaro, visiblemente aliviado—. Volvamos al castillo.
Los tres hombres se alejaron de regreso al valle, pero Viana se quedó un buen rato en su escondite, pensando.
Lobo tenía razón. Alguien la había visto en el pueblo y había informado a los bárbaros. Viana creía que Harak ya habría dejado de buscarla, o que Hundad, que había sido la mano derecha de Holdar y que ahora gobernaba en Torrespino tras su muerte, tenía cosas mejores que hacer que atender a la obsesión del rey… sobre todo teniendo en cuenta que gracias a Viana se había convertido en jefe de su clan.
Estaba claro que los había subestimado. Y se había mostrado muy descuidada. Si era verdad que Dorea todavía rondaba por el pueblo, y si la capturaban…
Viana se puso en pie con presteza, recogió el jabalí y regresó a casa tan rápido como pudo. La recibió el sonido rítmico de unos martillazos: Lobo llevaba varios días arreglando la cabaña. La idea original había sido reforzar el tejado, que había quedado muy dañado tras las nieves y las lluvias del invierno, pero ahora estaba aprovechando para ampliarla porque creía que podía añadir una segunda habitación para Viana.
Lobo dejó el martillo al verla.
—¡Caramba, jabalí! —exclamó—. ¡Buena pieza, pequeña! Podemos hacerlo a la brasa y… ¿qué ha pasado, Viana? ¿Por qué traes esa cara?
La muchacha se sentó en el mismo tocón donde, meses atrás, su mentor le había cortado el pelo, y procedió a contarle atropelladamente la escena que había presenciado en el bosque. Lobo la escuchó con atención y el entrecejo fruncido.
—… Y tengo que ir a la Fiesta del Florecimiento para encontrar a Dorea antes de que lo hagan ellos —concluyó ella, muy nerviosa.
Pero Lobo sacudió la cabeza.
—Ni hablar, Viana. Tú no vas a ir a ninguna parte.
—¿Por qué no? —estalló ella—. ¡Si se encuentra en este lío es solo por mi culpa!
—No te voy a negar eso. Pero ahora no lo estropees más, ¿de acuerdo? Ya ha quedado claro que yo tenía razón: no puedes volver al pueblo, es demasiado peligroso. ¿Te he contado alguna vez cómo perdí la oreja izquierda? Fue en una batalla de la que no me retiré a tiempo. Nos rodeaban por todas partes y el rey ordenó que retrocediéramos, pero yo pensé que aún podía llevarme por delante a un par de enemigos más… y me cortaron la retirada. Salí vivo de milagro, pero con una oreja menos. Ese día aprendí dos cosas: que un guerrero demasiado soberbio es un guerrero muerto y que no todos los reyes son tan zoquetes como aparentan.
Viana se preguntó si se refería al difunto rey Radis. Lobo parecía mayor que él; quizá había combatido a las órdenes del monarca anterior. Sin embargo, en aquel momento no tenía interés en preguntarle al respecto.
—Pero ya no se trata solo de mí —insistió—. ¿Qué sucederá si capturan a Dorea?
—No sucederá nada, porque ella no sabe dónde estás y, por tanto, no puede delatarte.
La joven se quedó con la boca abierta.
—¿Crees que es eso lo que me preocupa? —casi gritó—. ¡Lo que quiero es asegurarme de que esos animales no le ponen las manos encima!
—Lo sé, pequeña, pero ya deberías haber aprendido que no siempre obtenemos lo que queremos.
Ella entornó los ojos.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Que debería hacer como que no me he enterado de nada y olvidarme de mi nodriza? ¡Me da igual lo que pienses; no pienso abandonarla a su suerte!
Ambos se estaban enfadando por momentos. Se miraron el uno al otro, a punto de montar en cólera, y finalmente Lobo respiró hondo y gruñó:
—Eres como un grano en el culo, Viana. Es muy difícil protegerte cuando no dejas de ponerte en peligro una y otra vez.
—Quizá yo no necesito que me protejas tanto —protestó ella.
—Te salvé la vida la noche en que mataste a Holdar, por si no lo recuerdas. Y, si no fuera por mí, aún serías una tonta damisela completamente inútil.
Viana pasó por alto el insulto. Hacía ya mucho tiempo que le resbalaban los malos modos de su maestro. Pero había otra cosa que la molestaba todavía más que lo que Lobo pudiera decir de ella.
—¿Y eso te da derecho a decidir sobre mi vida? ¡Qué sepas que estoy harta de que todo el mundo crea saber lo que es mejor para mí! ¡Me han concertado ya matrimonios con dos hombres diferentes, y solo tengo dieciséis años! ¡Hasta las personas que me han salvado de un futuro miserable lo han hecho sin preguntarme primero!
Lobo alzó las manos muy ofendido.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Es decir, que debería haber dejado que te pudrieras bajo la lluvia y que te encontraran los bárbaros que vinieron a buscarte, ¿no? ¡Es bueno saberlo!
Viana abrió la boca para replicar cuando, de pronto, asimiló lo que él acababa de decir.
—¿Vinieron los bárbaros a buscarme? ¿Cuándo?
—Un par de días después de que te escaparas —gruñó él, un poco más calmado—. Batieron el bosque en tu busca, pero… bueno, digamos que me ocupé de ellos.
Viana se imaginó al punto a Lobo oculto entre la maleza, disparando flechas a los bárbaros… flechas certeras y letales. Recordó lo que habían dicho los tres hombres a los que acababa de ver junto al arroyo: que Harak había enviado al bosque un grupo que nunca regresó.
—Así que ya ves todo lo que he hecho por ti —concluyó él—. ¿Vas a darme un voto de confianza? Hazme caso, Viana. No vayas a la Fiesta del Florecimiento. Será lo mejor para ti.
De pronto, Lobo parecía mucho más viejo y cansado. Volvió a asir el martillo, pero lo miró con aire ausente.
Viana también se sentía agotada.
—Deja eso por hoy —le aconsejó—. Puede que esos tres todavía anden merodeando por ahí, y estabas haciendo mucho ruido.
—Tienes razón —convino Lobo—. Voy a hacer los honores al jabalí. Aunque puede que el olor a cerdo asado los atraiga hasta aquí con más rapidez que cualquier sonido.
Viana dejó escapar una carcajada y lo acompañó al interior de la cabaña.
Ese día no discutieron más ni volvieron a hablar del tema. Aparentemente, la muchacha había aceptado el criterio de Lobo y estaba dispuesta a someterse a sus indicaciones.
Aparentemente.
Porque no pensaba perderse la Fiesta del Florecimiento por nada del mundo. Los bárbaros tenían razón: todos acudían a Campoespino durante los festejos, incluso gente de otros señoríos y hasta algún mercader de Normont. Si Dorea seguía por los alrededores, aquel sería el mejor momento para reencontrarse con ella. No podía dejar pasar aquella oportunidad.
Pero fingió que había abandonando la idea de regresar al pueblo para que Lobo no albergara ninguna sospecha acerca de sus verdaderas intenciones.
Por eso se llevó una desagradable sorpresa el día de la Fiesta del Florecimiento al descubrir, nada más levantarse, que Lobo había madrugado más que ella y se había marchado al bosque, dejándola encerrada en la cabaña. Viana lazó una serie de maldiciones muy impropias de una dama, la emprendió a patadas con la puerta y la zarandeó con rabia, pero esta no se abrió. Lobo no la había encerrado nunca con anterioridad, así que Viana comprendió que él había adivinado sus intenciones.
Pero no estaba dispuesta a dejar que él le ganase aquella mano. Examinó la puerta con atención, tratando de calmarse y de pensar con claridad. Estaba bien asegurada, de modo que no podría escapar por allí. Se dio la vuelta, buscando otra salida.
Y descubrió las ventanas.
La cabaña tenía dos; eran ventanucos muy estrechos, que solían estar casi siempre abiertos para facilitar la ventilación. Pero estaban demasiado altos y Viana no podía alcanzarlos.
Sin embargo, ella no se rindió. Arrastró el camastro hasta la pared y se encaramó sobre él. Sus pies se hundieron un poco en la paja, pero aun así logró izarse hasta una de las ventanas. Lanzó primero al exterior el arco, el carcaj y el morral, y luego culebreó para introducir su cuerpo a través de la estrecha abertura. Tras un breve momento de pánico en el que creyó que se había quedado trabada, logró liberarse y cayó al otro lado.
Viana reprimió un gemido de dolor y se puso en pie con precaución para asegurarse de que estaba más o menos ilesa. Caminó un par de pasos y, después de comprobar que las únicas secuelas que guardaría de la evasión serían un par de moratones, recogió sus cosas y echó a correr por el bosque, sintiéndose ligera como una pluma.
¡Había burlado a Lobo! Apreciaba mucho al maduro caballero que le había enseñado todo cuanto sabía, pero al mismo tiempo se sentía muy satisfecha por haberlo superado en ingenio. Además, aún estaba molesta con él por pretender convertirse en el dueño de su destino. Tras pasar casi medio año con él en el bosque, Viana había aprendido lo que significaba la auténtica libertad. Podría sobrevivir por sí misma si se encontrara sola y perdida; por primera vez sentía que no dependía de nadie más, y no pensaba renunciar a la autonomía que había conquistado dejándose mangonear por su maestro, por muy en deuda que se sintiese con él.
Cuando llegó al pueblo, la fiesta estaba ya casi en su apogeo. El mercado bullía de vida y había un buen número de juglares y saltimbanquis actuando en las plazas y las esquinas.
Viana se acordó de Oki. Parecían haber pasado siglos desde que aquel hombre tan peculiar les había contado la historia del viajero que había acampado en las lindes del Gran Bosque. La muchacha sonrió para sí misma. En todo aquel tiempo, nunca se había topado con ninguna extraña anciana que luego resultara ser una doncella de belleza ultraterrena. Nada había visto en el bosque que le pareciera insólito o sobrenatural, por lo que había llegado a creer que todo lo que se contaba acerca de él no eran más que cuentos para asustar a los niños.
Sacudió la cabeza para apartar aquellos pensamientos de su mente y se concentró en tratar de encontrar a Dorea entre la multitud. Por si acaso, se caló bien la capucha y procuró pasar desapercibida.
No tardó en dejarse arrastrar por la marea multicolor que inundaba el pueblo. La música se elevaba hasta un cielo brillante y despejado.
También había algunos bárbaros disfrutando de la fiesta. Viana tuvo que reconocer que, para ser invasores, se habían adaptado bastante bien a las costumbres de Nortia… especialmente si esas costumbres incluían baile, bebida y mujeres.
Pronto olvidó el propósito de su excursión a Campoespino. Había mucho que ver y en los últimos tiempos no había tenido ocasión de divertirse, ni cuando vivía con Holdar ni ahora que se había convertido en una proscrita. Vagó, pues, de un lado a otro, deteniéndose en todos los puestos y escuchando todas las canciones, aunque no se atrevió a participar en el baile de la plaza mayor. Allí, muchachas campesinas, con el cabello adornado con guirnaldas de flores, tentaban a los chicos del pueblo y los invitaban a unirse a una enérgica danza.
Había, sin embargo, un buen número de mozas que bailaban solas, y Viana descubrió entonces que quedaban pocos muchachos en Campoespino. Muchos de ellos habían caído en la resistencia contra los invasores. Otros habían emigrado a los reinos del sur, en busca de un futuro mejor. Paseando la mirada por la plaza, Viana comprendió que, en realidad, aquella alegría generalizada era solo aparente. Los nortianos no habían olvidado que celebraban su milenaria Fiesta del Florecimiento solo porque los bárbaros se lo permitían. Había un poso de tristeza bajo aquellas risas forzadas.
Aun así, a Viana le gustó la danza, tan briosa y desenfrenada; le hizo pensar en los bailes a los que había asistido cuando aún era noble. En ellos, todos los pasos estaban perfectamente medidos, y de igual modo estaban reglamentados otros detalles, como la distancia que los jóvenes debían guardar entre sí, los gestos y actitudes que estaban permitidos y los que faltaban a las normas del decoro. El baile campesino le pareció más auténtico, una verdadera expresión de los sentimientos de los danzantes. Su música era vivaz y pegadiza, y Viana se imaginó a sí misma con un vestido de aldeana y una corona de flores en el pelo, y se preguntó a quién invitaría a bailar.
Pensó en Robian y un aguijonazo de melancolía le traspasó el corazón.
Hacía mucho que no se acordaba de él. Había estado ocupada con otras cosas como, por ejemplo, sobrevivir al invierno en el bosque, y no había tenido tiempo de pensar en qué haría o qué diría si volviera a verlo. El rencor que había experimentado tiempo atrás parecía haberse derretido con los primeros rayos del sol de primavera.
Se preguntó si, ahora que era mayor y más sabia, sería capaz de entender los motivos de su traición. Tenía que hablarlo con Lobo. Sabía que él despreciaba profundamente a los traidores, pero era un caballero que había tenido un dominio a su cargo. Robian había heredado Castelmar de la noche a la mañana, y probablemente se habría considerado un fracasado si se hubiese visto incapaz de mantener las propiedades de su familia un solo día. Quizá por eso había optado por rendirse a los bárbaros.
Pero ¿qué habría preferido el duque Landan? ¿Perder su dominio con honor o conservarlo como traidor?
Viana era una doncella y no había tenido opción. Sin embargo, de haber nacido varón… ¿qué habría esperado su padre de ella?
Con un suspiro de pesar, la muchacha se alejó de la plaza donde los jóvenes seguían danzando, y se internó por las callejuelas del pueblo. Trató de centrarse en lo que había ido a hacer allí: buscar a Dorea. Y supo entonces por dónde debía empezar.
Se acercó al puesto del zapatero y le preguntó:
—Disculpad, ¿haríais el favor de indicarme dónde puedo encontrar el herbolario?
El hombre dio un respingo y la miró de forma extraña. Viana se preguntó qué habría hecho mal, y entonces se dio cuenta de que, perdida en los recuerdos del pasado, había recuperado parte de sus modales cortesanos. Y había olvidado fingir una voz varonil. Sin embargo, decidió que sería mejor mostrar seguridad en sí misma, por lo que sostuvo la mirada del zapatero mientras aguardaba una respuesta.
Él se aclaró la garganta, repuesto ya de la sorpresa.
—El herbolario… —murmuró—. Claro, herbolario… Girad a la izquierda en la siguiente esquina y lo hallaréis al final de la calle.
Viana inclinó la cabeza.
—Muchas gracias —respondió, y se alejó de allí, turbada por la extraña actitud del zapatero. ¿Acaso la habría reconocido?
En ese momento cayó en la cuenta de que no se había llevado su manto. Hacía ya tiempo que no se lo ponía porque el tiempo era más caluroso, y había olvidado que no lo usaba solo para abrigarse, sino también para ocultar su identidad. Sin embargo, con el ajetreo de su huida, pasó por alto aquel detalle, y sus formas femeninas se podían adivinar con bastante facilidad debajo de sus ropas.
Reprimió una maldición. Tuvo que reconocer que Lobo no andaba muy desencaminado cuando le reprochaba que mostrar demasiada confianza en sí misma la volvía descuidada y la ponía en peligro.
Por fortuna, había mucha gente en las calles y muchas cosas con las que distraerse. Aun así, se caló bien la capucha.
No tardó en divisar el puesto del herbolario. Al echar un vistazo desde su posición, el corazón le dio un vuelco: allí estaba Dorea, regateando con el dueño por un manojo de hojas secas. Viana se puso de puntillas para tratar de verla por encima de las cabezas de la multitud. Si, era ella. Parecía un poco más vieja y cansada, pero…
Entonces, como si hubiese sentido su mirada, Dorea alzó la cabeza. Y sus ojos se encontraron con los de Viana.
Ella quiso gritar su nombre, pero le falló la voz. En aquel momento, alguien la empujó al pasar y la joven perdió de vista a su nodriza. Cuando volvió a mirar, Dorea ya no estaba.
Viana trató de abrirse paso entre la gente, pero, antes de que pudiera alcanzar el puesto del herbolario, tropezó con un muchacho de unos once o doce años. Murmuró una disculpa y se dispuso a seguir su camino. Sin embargo, el chico lanzó una exclamación ahogada, y Viana se volvió hacia él para comprobar que no lo hubiera pisado o algo parecido.
Pero no parecía dolorido. Solo la miraba fijamente, como si hubiese visto un fantasma.
—¡Sois vos! —susurró—. ¡Habéis vuelto!
Viana, incómoda, no sabía qué responder.
—Me confundes con otro, muchacho —murmuró, tratando de imprimir a su voz un tono más grave. Pero él negó con la cabeza.
—¡No vayáis allí! —le advirtió, tirando de la manga de su jubón—. ¡Es una trampa!
Viana alzó de nuevo la vista para mirar al puesto del herbolario. Y descubrió a un par de bárbaros que remoloneaban por allí, aparentemente ociosos. Recordó entonces la expresión del rostro de Dorea en aquel breve instante en que sus ojos se habían cruzado. ¿Habría tratado de advertirla? ¿Por eso había desaparecido de aquella forma? ¿Sabían los bárbaros que estaba allí? ¿La habían utilizado como señuelo?
Eran demasiadas preguntas. Confusa, Viana se dejó arrastrar por el muchacho hasta un callejón desierto y silencioso. Pero se desembarazó de él cuando se dio cuenta de que insistía en conducirla al interior de una casa.
—¡Espera un momento! ¿A dónde me llevas? ¿Por qué me estás ayudando?
El chico alzó la mirada hacia ella. Era un aldeano como tantos otros: vestía gastadas ropas de lana, que pronto se verían sustituidas por prendas de lino cuando llegase el verano, y llevaba el pelo sucio y revuelto. Su rostro mostraba algunos chorretones de mugre, pero sus ojos negros brillaban con determinación.
Y, sin embargo, a Viana le resultaba familiar.
—Porque sé quién sois vos —dijo él, y su voz vibraba de emoción—. Os debo la vida.
Viana ladeó la cabeza y se quedó mirándolo.
Entonces lo reconoció.
Era uno de los hijos de aquella pobre mujer que había acudido al castillo en busca de un poco de comida para su familia, una noche de tormenta, a principios del otoño.
—¡Tú! —exclamó—. Ya te recuerdo. ¿Cómo está tu madre? ¿Y tus hermanos?
El muchacho pareció sentirse enormemente orgulloso de que ella supiese quién era. Parpadeó rápidamente, y Viana adivinó que estaba tratando de contener las lágrimas.
—Todos bien, gracias, señora… Bueno, menos el pequeño, que murió durante el último invierno.
—Lamento oír eso —murmuró Viana apenada; sin embargo, él se encogió de hombros.
—Hizo mucho frío —fue lo único que dijo—. Pero vos habéis vuelto a Campoespino —añadió, animado—. Siempre dije que regresaríais para destruir a Harak.
Viana se sintió desconcertada.
—¿Destruir a Harak? —repitió, como si no hubiese oído bien—. ¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?
—No sé… Vos matasteis a esa mala bestia de Holdar y os ocultasteis en el Gran Bosque, y seguís viva… Os atrevisteis a desafiar a los bárbaros, yo vi que os enfrentasteis a vuestro esposo sin ningún temor, aunque él era mucho más grande y fuerte que vos, —y la contempló con rendida admiración.
Viana comprendió la lógica de aquel muchacho: ya que había matado a un jefe bárbaro, no le resultaría difícil terminar con la vida de otro.
¿Sería cierto? ¿Podría ella enfrentarse a Harak?
Un aluvión de sentimientos la inundó por dentro. Recordaba muy bien al rey bárbaro y la prepotencia con la que la había tratado, entregándola a uno de sus hombres como si fuera un bien material: un castillo, un molino o un caballo de pura raza. Solo un medio para alumbrar a los hijos de los invasores que heredarían los señoríos de Nortia. Viana aún hervía de ira al evocar la humillante ceremonia en la que las damas de alcurnia del reino habían sido repartidas entre los jefes de los clanes como en una subasta de ganado. Sí; no podía negar que había soñado con hacérselo pagar a Harak, con ensartar su cuerpo con flechas hasta que los erizos del Gran Bosque lo confundieran con uno de sus parientes.
¿Sería capaz de hacerlo? ¿Precisamente ella?
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por las palabras de su acompañante:
—Entonces, mi señora… ¿no habéis venido a la fiesta para matar al rey Harak?
Viana se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir? ¿Harak está aquí?
El muchacho la miró con cierta desconfianza, como preguntándose cómo era posible que su heroína fuese tan despistada.
—Pues claro; llegó hace un par de días y se aloja en Torrespino, con Hundad. El sucesor de Holdar. El nuevo jefe de su clan —añadió.
—Ya sé quién es Hundad —replicó Viana—. Entonces, ¿Harak está aquí? ¿Ha asistido a la Fiesta del Florecimiento?
El chico asintió con energía.
—Dicen que ha venido a inspeccionar el dominio, pero yo creo que es una trampa, que lo que quiere es atrapar a los rebeldes.
Viana sabía perfectamente que no había tales rebeldes, y se dijo a sí misma que Harak no parecía un hombre propenso a creer en rumores y habladurías. Si era cierto que había preparado una trampa, sin duda, estaba destinada a ella.
—Hablo en serio —insistió el muchacho—. ¿No lo veis? ¡Incluso ha puesto un cebo para atraerlos!
—¡Un cebo! —repitió Viana—. ¡Dorea!
Pero su informador sacudió la cabeza.
—¿Dorea? No sé quién es esa —dijo—. No, mi señora, el cebo es el propio rey Harak. O el caballero que lo acompaña, no sé —añadió tras un instante de duda.
Viana acababa de descubrir que Lobo tenía razón: no debería haber acudido a la Fiesta del Florecimiento, porque la estaban esperando. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué Harak la veía como una amenaza? «O tal vez me considera una pobre ilusa que apunta demasiado alto», pensó, «y por eso no teme exponerse ante mí. Después de todo, todavía querrá castigarme por la muerte de Holdar».
Pero no había tiempo para pensar en eso: tenía otras cosas más urgentes que hacer.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Airic, señora —respondió él, con una torpe reverencia.
—Bien, Airic… ¿sabes dónde puedo encontrar a Harak?
El chico la contempló, radiante de alegría y admiración.
—Por supuesto, mi señora. Acudirá a la plaza con Hundad para que los regidores de las aldeas le rindan pleitesía. Eso será al mediodía, creo.
Viana miró hacia el sol, que estaba casi en su punto más alto. Después, disimuladamente, echó un vistazo hacia la callejuela donde había visto a Dorea. ¿Era todavía una mujer libre? ¿La habían capturado los bárbaros y la estaban usando de señuelo? ¿Dónde estaba la trampa: en el puesto del herbolario, con Dorea, o en la plaza donde se hallaría Harak?
Viana trató de atar cabos. Si Dorea era un cebo, no le haría ningún bien cayendo en la trampa. Y si Harak esperaba que Viana lo atacase a él directamente… entonces Dorea no estaba en peligro, ni tenía nada que ver con la trampa que supuestamente le habían preparado los bárbaros.
Recordó lo que Lobo había dicho en alguna ocasión acerca de los invasores: había que tomarlos por sorpresa, porque siempre esperaban que se les atacara de frente, ya que así era como luchaban ellos.
Quizá aún tuviera alguna oportunidad. Agarró a Airic por el hombro.
—Tengo que encontrar un punto elevado cerca de la plaza —le dijo—. ¿Me ayudarás?
El chico lo pensó un instante, a todas luces extrañado por la petición de Viana, y dijo al fin:
—Está el taller del herrero. Vive en una casa grande porque su familia es muy numerosa y, bueno, porque se lo puede permitir. Tiene dos pisos sobre la planta baja. Y está en la misma plaza.
—¡Eso será perfecto! —asintió Viana—. ¡Llévame hasta allí!
El muchacho, dejándose contagiar por su entusiasmo, la guio por callejuelas estrechas y oscuras, tratando de evitar la zona del mercado.
—Entraremos por la puerta de atrás —le dijo—. Siempre está abierta para que corra el aire, porque si no, el herrero pasa mucho calor.
—Pero ¿no habrá cerrado la herrería por ser día de fiesta?
Airic se rio.
—¿Cerrar la herrería? ¿Precisamente hoy, con tantos guerreros en el pueblo? Está claro que no conocéis a Gilrad.
—Bueno, pues es evidente que tú sí —replicó Viana, algo molesta—. ¿Nos dejará entrar en su casa, así, por las buenas?
—Soy amigo de uno de sus hijos —respondió Airic como si eso lo explicará todo.
Resultó que su joven guía tenía razón. La puerta trasera del taller estaba abierta y el herrero se afanaba sobre su yunque, al parecer ajeno a los festejos que tenían lugar en la plaza.
—Buenos días, Gilrad —saludó Airic—. ¿Está Peitan en casa?
—No lo sé —gruñó el herrero sin dejar de trabajar y sin molestarse en mirarlo; su voz era tan potente que resonaba por encima de los golpes del martillo—. No creo, pero sube a ver.
—¡Gracias!
Airic se apresuró a trepar por la escalera, y Viana lo siguió en silencio, maravillada por la astucia y el descaro del muchacho.
Subieron hasta el segundo piso sin encontrar a nadie; probablemente, todo el mundo estaba disfrutando de la fiesta. Airic condujo a su compañera hasta la habitación más alta, la que había justo bajo el tejado. Ambos se asomaron al ventanuco, que ofrecía una vista perfecta de la plaza.
Ya hacía rato que la danza había terminado. El carpintero estaba terminando de montar un estrado sobre el cual se había colocado el gran sitial de madera para el rey Harak. No muy lejos de allí, los regidores, nerviosos, esperaban el momento de rendir homenaje al caudillo bárbaro.
Y entonces los aldeanos dejaron paso a la comitiva real. Viana echó un vistazo al cielo: era casi mediodía. Se apresuró a montar su arco y extraer un par de flechas de su carcaj.
—¿Qué hacéis, mi señora? —preguntó Airic, inquieto.
Viana le dirigió una encantadora sonrisa.
—Vengar un agravio —respondió.
Tensó la cuerda del arco y buscó el blanco adecuado.
Vio que los bárbaros entraban a caballo en la plaza. Hundad, el nuevo señor de Torrespino, abría la marcha, acompañado por uno de sus guerreros. Detrás iba el rey Harak. Viana apuntó a su figura y esperó el momento oportuno.
Le llamó la atención el joven que cabalgaba junto al rey: era un caballero de Nortia, no un bárbaro. Llevaba cota de mallas y un sobreveste con los colores de su escudo de armas: una espada de oro que surgía entre olas de plata y azur sobre campo de gules. Un distintivo que Viana conocía muy bien. El escudo de Castelmar.
Viana bajó el arco con el corazón latiéndole con fuerza.
No podía ser. Seguramente se trataría de otra persona.
Examinó de nuevo al hombre que acompañaba a Harak y confirmó sus peores sospechas. En efecto, era Robian. Parecía mayor, más adulto quizá, y también más serio. Un rictus de amargura estropeaba sus bellas facciones, pero era él, sin duda; el muchacho que había crecido con Viana y a quien ella había jurado amor eterno.
Inspiró hondo. Aquello formaba parte de un pasado que ella había creído totalmente superado y, sin embargo… allí estaba Robian de nuevo para atormentarla con su presencia.
—¿Sucede algo, mi señora? —quiso saber Airic.
Viana se esforzó por concentrarse. El chico había sugerido la posibilidad de que Robian fuese el señuelo preparado por Harak. Enrojeció. ¿Tan conocida era entre el pueblo la relación que los había unido? Después comprendió que, desde el punto de vista de una hipotética fuerza rebelde nortiana, Robian era un traidor al que, sin duda, muchos querrían hacer pagar cara su decisión de servir a los bárbaros. No todo girada en torno a ella, se recordó a sí misma.
—No —respondió—. Nada en absoluto.
Volvió a apuntar y, por un instante, tuvo a Robian a tiro. Sería tan fácil soltar la flecha…
Pero no debía permitir que sus emociones interfirieran en la labor que pretendía llevar a cabo. Por otro lado, una parte de ella no deseaba ver muerto a Robian. La idea de que aún pudiera sentir algo por él la inquietaba, pero Viana no se detuvo a considerarla y apuntó cuidadosamente al corazón del rey bárbaro.
Aguardó, sin perder el blanco, a que él penetrara en la plaza. Y cuando decidió que era el instante adecuado, soltó la cuerda del arco.
La flecha hendió el aire con un silbido letal… y se hundió en el corazón de Harak.
—¡Lo habéis conseguido, señora! —exclamó Airic, jubiloso.
Viana bajó el arco, muy orgullosa de sí misma. Abajo, en la plaza, reinó el caos. Mientras Harak se tambaleaba sobre el caballo, sus hombres, desconcertados, miraban a todas partes en busca del autor del disparo. A Viana no le importaba que la vieran. No ahora que Harak estaba muerto…
Pero entonces…
—Mirad, señora… —susurró Airic, con un tono repleto de temor reverencial.
Viana ya lo estaba viendo, pero no podía creerlo.
Harak no había caído de su caballo. Por el contrario, se había arrancado la flecha del pecho y la alzaba en alto con un rugido de ira.
—No puede ser —murmuró la muchacha.
Buscó frenéticamente alguna explicación a lo que acababa de contemplar. Lo había herido en pleno corazón, estaba segura de ello. Y la flecha había salido de su pecho tinta en sangre, lo cual indicaba que no había sido detenida por ningún tipo de armadura.
Harak debería estar muerto.
Pero estaba vivo.
—Es el diablo, señora, el diablo… —musitó Airic.
Pero Viana no lo escuchaba.
Porque Harak los había descubierto en la ventana y, con un segundo grito de rabia, estaba lanzando a sus hombres contra ellos.