VIANA HABÍA CREÍDO que su nuevo esposo la llevaría de vuelta a casa, dado que Harak le había entregado Rocagrís y todo el antiguo dominio del duque Corven. Pero Holdar también había recibido otras propiedades. Entre ellas se encontraba Torrespino, el castillo que escogió finalmente como residencia, que contaba con una poderosa muralla y estaba encaramado en lo alto de un risco de difícil acceso, no muy lejos de los límites del Gran Bosque. Rocagrís, por otro lado, era un recinto pensado para resultar lo más cómodo y habitable posible, dado que la familia del duque pasaba allí la mayor parte del tiempo, pero resultaba más vulnerable ante un posible ataque. Viana comprendió enseguida que su marido valoraba más las posibilidades defensivas de una morada que el hecho de que fuera confortable, y suspiró, pesarosa, al comprobar que compartiría su habitación con él, una estancia amplia, pero húmeda y fría, situada en lo alto del torreón erizado de espinos que daba su nombre al lugar.
Holdar apenas había dirigido la palabra a su joven esposa, como no fuera para darle órdenes, y de todas formas tampoco podía hablar mucho con ella, porque apenas conocía unos cuantos vocablos en el idioma de Nortia. Cuando Viana le suplicó que le permitiera conservar a Dorea como sirvienta, el bárbaro gruñó algo y se encogió de hombros, como dando a entender que le era indiferente si la nodriza los acompañaba o no. Durante el viaje, él y sus hombres se dedicaron a beber y a cantar a voz en grito en aquella lengua áspera que Viana no comprendía; a juzgar por sus risotadas, sospechaba que lo que cantaban eran baladas subidas de tono, o bien cantares de gesta y batallas, o bien ambas cosas. En cualquier caso, se alegró de no poder entenderlos.
Por otro lado, aquellos hombres apenas las miraban a ella y a Dorea, como si no las encontrasen atractivas, y Viana sintió renacer su esperanza. Pero esta no duró mucho; apenas había tenido ocasión de echar un vistazo desconsolado a su nueva habitación cuando Holdar dijo:
—Tú abajo. Cenar.
Viana había visto el estado en el que se encontraban Holdar y sus guerreros, y no dudaba que la cena que planeaban sería similar a la que había podido atisbar en el castillo del rey, después de que Harak casara a todas las damas de Nortia con sus rudos guerreros. No tenía ninguna gana de unirse a la celebración.
—No. No —repitió—. Yo… me duele la cabeza. Estoy cansada del viaje —lo repitió varias veces, gesticulando mucho, hasta que Holdar lo entendió.
—Mujer débil —opinó con un resoplido de desdén.
Viana no supo si pensaba que todas las mujeres en general eran frágiles o si se refería a ella en particular, pero no le importaba. El bárbaro se dio la vuelta para marcharse. La joven iba a suspirar, aliviada, cuando Holdar pareció acordarse de algo y la miró desde la puerta.
—Yo subo luego —gruñó, y le hizo un gesto grosero cuyo significado quedó bien claro hasta para una doncella como Viana.
Ella quedó tan horrorizada que no fue capaz de responder. Cuando el bárbaro se marchó, cerrando la puerta tras de sí, la muchacha se dejó caer sobre el camastro y rompió a llorar desconsoladamente. ¿Qué podía hacer? Jamás sería capaz de escapar de allí. Holdar no la había encerrado con llave, pero el castillo estaba repleto de bárbaros, y no podría llegar hasta el patio sin que la vieran. Descolgarse por la ventana tampoco era una opción, ya que el torreón estaba muy alto. Pero se negaba a someterse a su destino. ¿Tendría valor para seguir el ejemplo de su reina y quitarse la vida antes que perder su honor? De todas formas, tampoco había ninguna daga a su alcance. Se preguntó si podría usar la cuerda de su propio cinturón para ahorcarse…
No, no, jamás se atrevería. Temía demasiado a la muerte.
Permaneció un largo rato tendida sobre la cama, lamentándose de su suerte y preguntándose qué se suponía que debía hacer, hasta que se quedo dormida de puro agotamiento.
Se despertó varias horas más tarde, sobresaltada, cuando la puerta se abrió de golpe. Viana tardó apenas unos instantes en asimilar la situación en la que se encontraba: en el torreón de un solitario y lúgubre castillo, en la habitación de su esposo, el bárbaro, que se hallaba en la entrada, a todas las luces borracho como una cuba. Viana se levantó de un salto y retrocedió, asustada. Holdar, con el rostro totalmente colorado y el aliento apestando a alcohol, farfulló algo incomprensible en su tortuosa lengua natal y avanzó hacia ella tambaleándose. Viana se había propuesto ser fuerte y soportar estoicamente el destino que le había sido reservado, pero su miedo y su aprensión pudieron más que ella, y siguió retrocediendo, aterrorizada, hasta que su espalda chocó contra la pared. El bárbaro se rio estruendosamente y trató de alcanzarla…
… Pero dio un traspié y cayó de bruces al suelo. Viana se quedó quieta, conteniendo el aliento. Sin embargo, Holdar no se levantaba. La muchacha se atrevió a dar un pequeño paso, pero enseguida se detuvo, asustada, cuando su marido dejó escapar un eructo y un estruendoso ronquido, todo al mismo tiempo. Con el corazón latiéndole con fuerza, Viana aguardó un poco más. Pero Holdar ya no se movió. Aliviada, la joven avanzó poco a poco, esquivando el cuerpo del hombretón, hasta llegar a la puerta. Una vez allí, se quedó quieta otra vez. ¿A dónde iría? ¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Y si Holdar se despertaba y no la encontraba en la habitación? ¿Se enfurecería y la pegaría, como había hecho con Belicia su marido bárbaro? Observó a Holdar con inquietud. Ni siquiera parecía respirar. ¿Y si había muerto?
Viana se acercó un poco más al bárbaro caído y lo empujó con la punta del pie.
Él no se movió.
¡Quizá sí estuviera muerto! Viana no sabía muy bien qué había sucedido, pero las consecuencias de aquello se desplegaron en su mente como una baraja de naipes. Si Holdar estaba muerto, ella era libre. Como mujer viuda, podría recuperar sus posesiones y regresar a Rocagrís si así lo deseaba. Pero ¿y si el rey usurpador la casaba con otro bárbaro? No, no, eso no podía permitirlo… Quizá podría escapar ahora que su marido estaba muerto… o dormido… o inconsciente. Pero todos sus hombres seguían abajo y la verían. ¿Y cómo iba a explicar lo que le había sucedido a Holdar? ¿Y si la acusaban de haberlo asesinado? Aunque, con un poco de suerte, estarían todos dormidos o borrachos, y no la echarían en falta.
«Tengo que marcharme de aquí antes de que me encuentren», resolvió. Se abalanzó hacia la salida, pero, antes de que pudiera escapar, la puerta se abrió de golpe, y Viana lanzó una exclamación de miedo.
—¡Sssshh, no temáis, mi señora, soy yo! —susurró Dorea entrando en la estancia.
La muchacha se tranquilizó. Al llegar a Torrespino, su esposo había decretado que una mujer casada no necesitaba más compañía que la de su marido, por lo que había enviado a Dorea a alojarse con el resto de los sirvientes.
Viana la había echado muchísimo de menos.
—¡Dorea! —exclamó, con un punto de pánico en la voz—. ¡Holdar ha estado a punto de…! ¡Pero se ha desmayado, y creo que está muerto!
La nodriza lanzó un vistazo crítico al cuerpo del bárbaro, sin mostrarse sorprendida en absoluto.
—No os preocupéis, señora, solo duerme. No tenemos mucho tiempo. Os ayudaré a desvestiros.
—¿Cómo dices? ¡Dorea, con todo lo que ha pasado sería incapaz de dormir!
Pero la buena mujer sacudió la cabeza y empezó a aflojar las cintas del vestido de su ama. Viana, todavía trastornada por todo lo que había vivido en los últimos días, la dejó hacer. Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula al ver que Dorea arrojaba el vestido a un rincón de cualquier manera y, no contenta con ello, rasgaba la camisa de la muchacha por delante, dejando su pecho al descubierto.
—¿¡Pero qué haces!? —chilló ella, tapándose lo mejor que pudo.
—Calmaos, niña, es por vuestro bien. Ayudadme a llevar a vuestro esposo a la cama.
—Pero… pero… ¡mira cómo estoy! ¿Y si despierta?
—No despertará hasta bien entrada la mañana, os lo aseguro. Confiad en mí.
La voz suave y sosegada de Dorea tranquilizó a Viana. Las dos mujeres cargaron como pudieron con el enorme bárbaro y lo arrojaron al lecho, que crujió bajo su peso. Sin embargo, Holdar no se movió.
—¿Seguro que no está muerto? —preguntó Viana con aprensión. Dorea negó con la cabeza.
—Está profundamente dormido, mi señora. Le he echado un bebedizo en la copa. Pero, cuando despierte, deberá creer que se ha consumado el matrimonio, o volverá a intentarlo de inmediato.
Viana entendió entonces la jugada de su nodriza y la abrazó, llorando de puro alivio y agradecimiento.
—¡Oh, Dorea…! ¿Qué haría yo sin ti?
—Aún no hemos acabado, niña —dijo ella, apartándola con suavidad pero con firmeza.
Viana vio que tenía un cuchillo de cocina en la mano y soltó una exclamación ahogada. Pero Dorea no apuñaló al bárbaro, sino que se hizo un corte en el dedo y dejó caer unas gotas de sangre sobre las sábanas.
—Será la prueba de que ya no sois doncella —le explicó gravemente.
Viana contempló la mancha roja, anonadada.
—Pero todo el mundo pensará que él…
—Es mejor que lo piensen, niña, a que suceda de verdad.
Viana se mostró de acuerdo, aunque aún se sentía conmocionada. Se empeñó en vendar el dedo de Dorea con su propio pañuelo.
—Ya has hecho mucho por mí —murmuró—. Debería haberme cortado yo misma y…
—No —interrumpió ella—. Holdar no es tonto, aunque lo parezca. Una herida en vuestra delicada mano llamaría mucho la atención. Pero no tiene nada de particular que una vieja sirvienta se corte con un cuchillo de cocina mientras trocea las verduras para el puchero.
Viana la abrazó de nuevo, conmovida.
—Gracias, gracias… Esto nunca lo olvidaré.
Dorea sonrió.
—Administraré el somnífero a vuestro marido todas las noches para asegurarnos de que no vuelve a intentarlo —dijo—, pero no tardará en empezar a sospechar. Así que más vale que estéis encinta para entonces.
—¿Encinta? —repitió Viana alarmada.
—No de verdad, por supuesto —la tranquilizó Dorea—. Será otra de las muchas cosas que fingiremos estos días. Pero su propósito es engendrar un heredero en vos y, si cree que ya lo ha conseguido, quizá pierda el interés. De todas formas, le diremos que se trata de un embarazo delicado y que debéis guardar reposo. Eso debería mantenerlo alejado por unos meses.
—¿Y después?
Pero Dorea se encogió de hombros.
—Después, mi señora, ya se verá.
No era una solución definitiva, pero ahorraría a Viana el mal trago de compartir el lecho con Holdar, aunque no del todo…
—Debéis dormir a su lado, señora, o sospechara —le indicó Dorea—. No os preocupéis, no despertará en mitad de la noche, y mañana se sentirá demasiado indispuesto como para poneros la mano encima.
A Viana le revolvía el estómago la sola idea de yacer junto a aquel grandullón que apestaba a alcohol y a sudor, pero confiaba en su nodriza y estaba dispuesta a hacer todo lo que ella le indicara. De modo que se tumbó en la cama, de espaldas a Holdar, y se acurrucó lo más lejos de él que pudo. Dorea echó un último vistazo a la habitación para asegurarse de que todo estaba en orden, le dirigió a Viana una sonrisa alentadora y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
La joven sintió un acceso de pánico al verse sola con aquel hombre, pero luchó por dormirse y permanecer inmóvil.
Y así estuvo durante horas, sin osar mover un músculo, mientras Holdar dormía con un sueño tan profundo que probablemente no se habría despertado ni aunque Viana se hubiese puesto a dar saltos sobre la cama. Era ya casi mediodía cuando el bárbaro se estremeció y masculló algo en su idioma. Tras un último ronquido, se despertó con una sacudida y se volvió para mirarla con ojos legañosos.
Viana, aterrorizada, le devolvió la mirada, acurrucada en el otro extremo de la cama. Le dolía todo el cuerpo debido a la tensión a la que había estado sometida, pero Holdar no se percató de ello. Confuso todavía a causa del narcótico administrado por Dorea, se incorporó un poco y parpadeó mientras trataba de ponerse en situación. Pareció desconcertado al ver a Viana en su cama, probablemente porque no recordaba cómo había llegado hasta allí. Entonces reparó en la camisa desgarrada de la muchacha y en las sábanas, hechas un revoltijo. La mancha de sangre, ya reseca, era claramente visible entre ellas.
Una sonrisa de satisfacción iluminó la cara de Holdar, que se puso en pie de un salto —tuvo que apoyarse en la pared porque aún se sentía algo indispuesto— y lanzó un grito de triunfo. Viana, aún tapándose con la sábana, lo contemplo asustada, pero él le dirigió una mirada de desdén y salió a trompicones de la habitación, ignorándola por completo.
Viana aguardo un instante; cuando parecía claro que Holdar no iba a regresar, exhaló un profundo suspiro de alivio.
Dorea tenía razón: el bárbaro todavía acusaba los efectos del bebedizo, que él atribuiría, sin duda, a la resaca que sufría tras los excesos del día anterior. Por otro lado no parecía estar realmente interesado en ella. Solo quería una esposa con la que engendrar hijos que heredaran las tierras que Harak había conquistado. Una vez que pensara que había quedado encinta… tal vez la dejara en paz.
Respiró lentamente, tratando de aclarar las ideas. La noche anterior, el plan de Dorea le había parecido una locura, pero se había dejado llevar porque estaba asustada y porque no sabía qué otra cosa hacer. Ahora, sin embargo, a la luz de la mañana y pensándolo detenidamente, se dijo que podría funcionar…
Pasó el resto del día tratando de hacerse invisible para su marido. Encontró un refugio en las cocinas, donde habían colocado a Dorea y donde Holdar nunca entraba por considerarlo territorio de mujeres. Además, la mayor parte de los criados que trabajaban allí eran gente de Nortia, obligados a servir a los bárbaros, y sentían gran simpatía por la nueva señora de la casa, cuyo destino lamentaban de corazón.
Sin embargo, ni Dorea ni ella compartieron su plan con nadie. Para que saliera bien, ambas debían ser sumamente discretas y llevarlo a cabo con gran cuidado.
Aquella mañana, Holdar mostró la sábana manchada a sus hombres y fanfarroneó sobre algo que en realidad no podía recordar. Los bárbaros siguieron holgazaneando todo el día, y también el siguiente, exigiendo sin cesar comida y bebida a los criados. Holdar subió de nuevo a su habitación bien entrada la noche, y ahí estaba Viana, temblando de miedo. En esta ocasión, el bárbaro logró llevarla hasta la cama, pero se quedo profundamente dormido en cuanto tocó las sábanas.
La noche siguiente, ni siquiera aguantó tanto: cayó pesadamente sobre las escaleras mientras subía a la alcoba, y Viana tuvo que arrastrarlo hasta la cama con ayuda de un par de criados.
La muchacha contaba los días, deseando que llegara pronto el momento de fingirse embarazada; temía que un día Holdar resistiese más de lo habitual y el somnífero le hiciera efecto demasiado tarde.
Para asegurarse, Dorea aumento la dosis, de modo que, las noches siguientes, el bárbaro no llegó a levantarse de la mesa por su propio pie.
Durante todo aquel tiempo, Viana seguía fingiendo que su marido se las arreglaba para mantener con ella unas relaciones que era incapaz de recordar. Pero las dos mujeres sabían que no podrían continuar con aquella farsa durante mucho tiempo.
Y el plazo terminó antes de lo que ellas habían calculado.
Resultó que los banquetes amenizados con cánticos y borracheras no eran algo cotidiano entre los bárbaros, y que todo aquello había formado parte de las celebraciones por la conquista de Nortia. Pero llegó un momento en que Holdar decidió que ya estaba bien de haraganear y puso firmes a todos sus hombres. De la noche a la mañana, los bárbaros comenzaron a patrullar los alrededores de Torrespino para pacificar el territorio, sofocando todo atisbo de rebelión y asegurándose de que los campesinos estaban al tanto de que tenían un nuevo señor. Holdar pasaba todo el día fuera, recorriendo sus nuevas tierras y examinando con detalle cada aldea, cada camino y cada campo de labranza. El único lugar al que no se acercaron fue al Gran Bosque, pero eso no tenía nada de particular: nadie lo hacía.
Así pues, los bárbaros empezaron a parecerse más a los temibles guerreros que habían derrotado al ejército de Nortia y menos a la panda de borrachos que habían demostrado ser en los últimos días. Holdar estaba mucho más lúcido, y empezó a mirar a Viana con cierto aire de sospecha.
Por fortuna para ella, poco después de su boda empezaron a llegar más bárbaros desde el otro lado de las Montañas Blancas, incluyendo a las mujeres.
Al verlas, Viana empezó a entender por qué aquellos rudos guerreros no encontraban atractivas a las damas nortianas. Las mujeres bárbaras eran duras, fuertes y musculosas como ellos. Tenían la piel tostada por el sol y llevaban el cabello suelto y salvaje, y solo algunas se lo recogían en largas trenzas que llevaban casi siempre medio deshechas. Sus escotes generosos y sus modales desenvueltos, casi vulgares, las asemejaban más a mozas de taberna que a delicadas doncellas. A su lado, Viana parecía endeble y remilgada, una muchacha de rostro redondo y dulce y carnes blancas y blandas. Una flor de invernadero que no encendía tanto la pasión de los bárbaros como sus enérgicas y ardientes mujeres.
Cuando algunas de aquellas mozas del norte se instalaron en el castillo, bien como criadas o bien porque estaban casadas con los guerreros, Holdar fue perdiendo su interés por Viana. Aún acudía a su alcoba por la noche, porque consideraba que era su obligación engendrar un heredero, pero parecía que le resultaba fastidioso, sobre todo teniendo en cuenta que, por alguna extraña razón, no conseguía recordar los detalles de sus noches conyugales.
Dorea decidió entonces adelantar el falso embarazo de Viana.
—Pero ¿y si no se lo cree? —preguntó ella, inquieta—. Estos días ha estado ocupado con la ordenación del señorío, pero sé que me considera un asunto pendiente y que no va a dejar las cosas así. Ya debe de pensar que es extraño que duerma tan profundamente por las noches, sobre todo ahora que no bebe tanto como antes.
—Dejádmelo a mí, señora —replicó su nodriza—. Si todo va bien, esta será la última noche que paséis en la alcoba de vuestro esposo en mucho tiempo.
Animada por aquellas palabras, Viana se fue a dormir más temprano de lo habitual. Se despertó cuando, un rato después, Holdar entró tambaleándose y se derrumbó a los pies de la cama, pero no se molestó en moverlo de ahí. La perspectiva de poder mantenerse alejada de aquel hombre durante un largo período de tiempo la llenaba de fuerzas y esperanza.
Al amanecer, Dorea entró en el cuarto, pasó por encima del cuerpo de Holdar y despertó a Viana con suavidad. Traía un tazón con un líquido humeante.
—¿Qué es? —quiso saber Viana.
—Os ayudará a fingir la indisposición de las mujeres encinta, mi señora. Pero antes, ayudadme a colocar a vuestro esposo sobre la cama.
Las dos mujeres cargaron con Holdar y lo dejaron caer sobre el lecho, Dorea obligó a Viana a tomar la infusión antes incluso de permitirle recuperar el resuello.
—No tenemos mucho tiempo —susurró—. Bebedla toda, es importante.
La muchacha obedeció, pese a que era horriblemente amarga y aún estaba tan caliente que le quemó la lengua. Después, a instancias de su nodriza, volvió a tenderse en el lecho junto a su esposo. Dorea se marchó, cerrando la puerta tras de sí, y a ella no le quedó más remedio que esperar.
Holdar despertó poco después. Iba desarrollando cierta tolerancia al somnífero que le administraba Dorea, de modo que cada día se levantaba un poco más temprano y un poco menos desorientado.
—Esposa —la saludó en cuanto la vio.
Viana se incorporó un poco, dispuesta a alejarse de él si fuera necesario, pero se le revolvió el estómago y sintió unas horribles arcadas. Se levantó como pudo y se abalanzó sobre el bacín que había junto a la ventana para vomitar allí.
Holdar la contempló desconcertado. Viana se sentía tan mareada que tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse. Trató de decir algo, de avanzar hacia la puerta para ir a buscar a Dorea, pero no fue capaz, tras un par de pasos, todo empezó a darle vueltas y se desmayó sin poder evitarlo.
Cuando se despertó, un rato después, se encontraba en otra cama, en una habitación diferente, un poco más pequeña que la suya, pero soleada y bien airada. Dorea estaba a su lado.
—Lo siento mucho, niña, pero era necesario —le susurró mientras le secaba el sudor de la frente.
—¿Es… por la infusión que me has dado? —preguntó ella en el mismo tono; pero Dorea le indicó silencio, y Viana se dio cuenta de que había más personas en la habitación.
Una de ellas era su marido, que estaba recostado contra la pared, visiblemente incómodo. La otra era un bárbaro a quien Viana conocía de vista: se trataba de uno de los pocos guerreros del castillo capaces de chapurrear un poco el idioma de Nortia.
—¿La dama está enferma? —quiso saber el intérprete—. ¿Qué le pasa?
—La dama está encintada —declaró Dorea—, ya ha empezado a sufrir los rigores de su estado. Podéis dar la enhorabuena a vuestro señor: pronto, su esposa dará a luz a su hijo.
Viana se estremeció ante la sola posibilidad de que eso pudiera ser cierto. Pero el bárbaro las miró con desconfianza.
—¿Encinta? ¿Quieres decir que está embarazada? —contempló a Viana con disgusto y profundo desdén—. Mi esposa ha parido cinco hijos. Nunca guardó cama. Trabajó hasta el último momento. Así son las mujeres de nuestro pueblo —concluyó con desafiante ferocidad.
Pero Dorea no se inmutó.
—Bueno, pero su señor no ha escogido por esposa a una mujer de su condición —dijo—, sino a una dama noble de Nortia. Ellas son diferentes, más finas y delicadas. Además, hay algo en este embarazo que no termina de gustarme. Probablemente la señora tendrá que aguardar reposo hasta que dé a luz.
—¿Guardar reposo? ¿Quieres decir que estará ahí tumbada todo el día?
—O perderá al bebé —asintió Dorea.
El bárbaro frunció el ceño e informó de las novedades a Holdar, que había entendido solamente unas pocas palabras de aquella conversación. El saber que iba a ser padre pareció complacerle, pero, al igual que a su compañero, el hecho de que su esposa fuera tan floja lo disgustaba enormemente. Sin embargo, Dorea continuó insistiendo y, como Holdar estaba convencido de que las mujeres nortianas eran débiles por naturaleza, no le costó persuadirlo de que la vida del bebé peligraba y de que Viana debía descansar.
Finalmente, Holdar se encogió de hombros y salió de la estancia, seguido del otro bárbaro. No parecía que fuera a echar de menos a Viana, pero si estaba interesado en el hijo que ella podía darle, de modo que no discutió con Dorea al respecto.
Para guardar las apariencias, Viana siguió en cama durante unos días más, y Dorea continuó suministrando a Holdar su somnífero por las noches, ya que habría resultado sospechoso que se hubiese librado de un día para otro de aquel profundo sopor que lo aquejaba en los últimos tiempos. También Viana tomaba las infusiones de su nodriza con regularidad. Algunas de ellas le revolvían el estómago y la ayudaban a fingir las náuseas y vómitos de la embarazada, pero había una en concreto que debía beber a diario y que Dorea manejaba con gran cuidado.
—Evitará que tengáis la molestias del mes —le explicó en voz baja.
Viana la contempló con un nuevo respeto. Quiso saber por qué no le había facilitado antes aquella tisana en particular, pero su nodriza sacudió la cabeza y la miró con severidad.
—No se debe jugar con esas cosas —la regañó—. Es un bebedizo muy potente; administrado en grandes dosis o de forma continuada durante mucho tiempo, podría hacer que perdierais para siempre la capacidad de concebir.
Viana pronto empezó a encontrarse tan mal que nadie sospechó que estuviese fingiendo. La muchacha se juró a sí misma que se lo pensaría dos veces antes de tener que sufrir otro «embarazo», ya fuera real o simulado.
Los primeros días, Holdar iba a menudo a visitar a su esposa, pero ella intuía que se debía solamente a que temía por la vida de su heredero. Poco a poco, Dorea fue reduciendo las dosis y la joven empezó a sentirse mejor, aunque aún estaba pálida y marchita, y se mareaba si permanecía demasiado tiempo en pie. Al ver que el «embarazo» parecía progresar, Holdar dejó de prestar atención a Viana y empezó a ocuparse de otros asuntos, de modo que ella pudo llevar una vida más relajada. Daba cortos paseos por el castillo, preferentemente cuando su marido estaba fuera, y hasta salía al patio los días de sol. También pasaba bastante tiempo en la cocina con Dorea y las demás criadas, que se desvivían por cuidarla. Se le había permitido dormir en otra alcoba, junto a su nodriza, así que por las noches descansaba mejor.
Durante aquel tiempo tuvo por fin la oportunidad de asimilar todo lo que había sucedido y reflexionar sobre ello.
Su vida, eso estaba claro, nunca volvería a ser igual. Su padre estaba muerto, los bárbaros le habían arrebatado su hacienda y su posición y Robian la había traicionado, dejándola en manos de aquel bruto que apenas sabía juntar dos palabras en el idioma de Nortia. Ya no volvería a ser Viana de Rocagrís. De hecho, probablemente ni siquiera se le permitiría adoptar el título de Viana de Torrespino. Estaba condenada a ser solo la esposa de Holdar… para siempre.
Los primeros días lloró mucho al saberse tan desgraciada, mientras se sentaba junto a la ventana a contemplar el horizonte y soñaba que Robian acudiría a rescatarla; imaginaba que él solamente estaba fingiendo lealtad a Harak, de la misma manera que ella simulaba su embarazo ante Holdar, y que tarde o temprano encontraría la manera de llegar hasta su prometida. Pero el tiempo transcurría sin noticias de Robian.
El invierno fue duro en toda Nortia, y a Viana le pareció particularmente largo y oscuro. Por las noches, en las que solo escuchaba el silbido del viento septentrional y los aullidos de los lobos, la muchacha recordaba la felicidad de tiempos pasados y se sentía víctima de una pesadilla de la que no podía despertar. El dolor y la pena oprimían su alma, de la misma forma que los espinos asfixiaban el torreón donde trataba de dormir en aquellas frías noches.
Por fin llegó la primavera, pero las cosas no mejoraron. Pronto pasó la fecha en que, de no haber sido por la invasión bárbara, Viana se habría casado con Robian. Y con ella se evaporaron sus últimas esperanzas. Lloraba a menudo, preguntándose qué habría hecho ella para merecer tal destino. Recordaba todos los momentos que habían pasado juntos: sus juegos infantiles, sus sueños de futuro, sus besos a escondidas. Le costaba imaginar que el maravilloso Robian que ella conocía fuese el mismo joven que la había abandonado a su suerte. Revivía una y otra vez el momento en el que él la había entregado a los bárbaros, repasando cada gesto y cada palabra, en busca de algo que le hiciera concebir nuevas ilusiones. Pero siempre concluía que todo era tal y como parecía: Robian había renunciado a luchar por ella.
No la amaba tanto como ella creía. Y, desde luego, mucho menos de lo que ella lo amaba a él. Eso en el caso de que él la hubiese querido alguna vez, cosa que empezaba a dudar.
Así, poco a poco, fue haciéndose a la idea de que su historia de amor había acabado para siempre. Y, a medida que su vientre y sus pechos se iban abultando con el relleno falso que Dorea le había proporcionado, las lágrimas acabaron por secarse y una llama se encendió en su interior: la chispa del odio y la rabia empezaba a prender en ella.
Al principio lamentó no ser varón para poder luchar en aquella guerra y tratar de recuperar lo que había perdido. Si estuviera en el lugar de Robian, cavilaba, si tuviera la oportunidad de hacer algo, pelearía hasta el último aliento, tal y como había hecho su padre, en lugar de unirse a las filas de los cobardes y los traidores. Pero entonces empezó a preguntarse si realmente ella habría tenido el valor suficiente para plantar cara hasta el final. Sentía que se había dejado llevar en todo momento, y hasta su pequeño acto de rebeldía, aquel embarazo fingido, se lo debía a Dorea. De no ser por ella, probablemente a aquellas alturas estaría embarazada de verdad. Recordó que ni siquiera había sido capaz de quitarse la vida emulando a su reina, y comprendió que los bárbaros tenían razón cuando decían de ella que era una débil y pusilánime.
Y entonces nació en su corazón el deseo de ser diferente. Empezó a contemplar de reojo a las mujeres bárbaras del castillo y, si bien la disgustaba su actitud desvergonzada, comenzó a admirar su fuerza y su energía.
A medida que transcurrían los meses y el verano alcanzaba los últimos rincones de Nortia, Viana empezó a ser consciente de que iba a necesitar algo de esa fuerza bárbara si quería afrontar lo que sucedería en otoño, cuando saliese de cuentas y Holdar se encontrase con que no había ningún bebé creciendo en su interior. Dorea y ella habían hablado largamente del asunto. La buena mujer opinaba que lo mejor era fingir un parto complicado y declarar que el bebé había nacido muerto. Tratarían de que Holdar concediese a Viana un tiempo prudencial para recobrarse y después iniciarían de nuevo el ciclo de las relaciones simuladas y del narcótico en la bebida para anunciar poco después que Viana había vuelto a quedar en estado. Pero la joven dudaba de que aquello pudiera funcionar por segunda vez. En primer lugar, hacía tiempo que habían dejado de suministrarle al bárbaro su somnífero, y si de pronto regresaban el sueño pesado y los recuerdos borrosos acerca de sus noches conyugales, Holdar no tardaría en darse cuenta de que algo marchaba mal. Por otro lado, Viana no se sentía capaz de pasarse el resto de su vida aparentando un embarazo tras otro. Tenía que haber otra solución.
Pero no la encontraba por ninguna parte.
Para despejar los temores de Holdar de que su esposa diese a luz un hijo enfermizo, Dorea era generosa a la hora de preparar el relleno abdominal de Viana. Así, después de apenas seis meses de su falso embarazo, la joven mostraba un aspecto tan rotundo como si fuese a ponerse de parto al día siguiente. Dorea le había explicado a Holdar que ello se debía a que, probablemente, el bebé había heredado la constitución de su padre y crecía grande. Así que la nodriza aprovecho para insinuar que seguramente por eso la criatura estaba consumiendo tan deprisa las escasas fuerzas de su madre, más delicada, y amenazaba con apagarla por completo antes de que el embarazo llegara a término. Esto alarmó a Holdar y reforzó en él la idea de que Viana debía permanecer en reposo cuanto fuera necesario.
De modo que Viana seguía descansando; se quedaba en cama, vagaba por el castillo como un alma en pena o bien se sentaba junto a la ventana. Pero, pese a su aspecto lánguido y melancólico, su mente bullía de actividad. Tenía mucho tiempo para pensar, y los bárbaros se habían acostumbrado a su silenciosa presencia, por lo que también se presentaban muchas ocasiones para escuchar. Con el tiempo, había aprendido algo de la lengua de los conquistadores. Cuando se dio cuenta de que a menudo hablaban de la situación del reino, se esforzó todavía por comprender lo que decían. No tardó en enterarse de que Nortia había sido totalmente sometida. Todos los dominios de los antiguos nobles estaban ahora en manos de los jefes de los clanes bárbaros, y a los caballeros del rey Radis que habían jurado fidelidad a Harak se les había permitido conservar una parte de sus posesiones. «Robian», pensó Viana.
Las cosas iban bien para los bárbaros, pero Viana percibió cierta incomodidad en ellos, como si estuvieran desconcertados. Comprendió que les hacía falta acción: guerras, batallas, luchas… Lo que echaban de menos era la emoción de nuevas conquistas. Por lo que Viana sabía, Harak tenía intención de emprender una nueva campaña hacia el sur, más allá del río Piedrafría, pero los días pasaban y el rey bárbaro no movilizaba a sus tropas. Viana escuchaba… y reflexionaba.
A medida que pasaba el tiempo, los bárbaros de Holdar se sentían cada vez más inquietos. Sus correrías por el dominio incluían ahora aterrorizar a los campesinos, prender fuego a graneros y secuestrar a las mozas de las aldeas. Por lo que Viana sabía, Harak había sido claro al respecto: su gente debía respetar a sus nuevos vasallos porque ahora estaban bajo su responsabilidad y porque eran parte de su patrimonio. Pero en algunos señoríos, como el que ahora poseía Holdar, aquella norma no se seguía a rajatabla.
Viana hervía de ira. Nunca se había ocupado de las condiciones de los campesinos, aunque sabía que muchos de ellos vivían en la pobreza y pasaban hambre cuando la cosecha era mala, pero su padre jamás había abusado de ello ni sembrado el terror en las aldeas de aquella manera.
Sin embargo, no se atrevió a enfrentarse a su esposo ni a hacérselo notar… hasta que se le presentó una ocasión que no fue capaz de desaprovechar.
Sucedió a finales de verano, cuando apenas faltaban un par de meses para el supuesto alumbramiento del hijo de Holdar y Viana. Ella apenas salía de su alcoba por aquellos días. Pero esa tarde cayó una gran tormenta, tan intensa que los hombres de Holdar no salieron del castillo.
Aquella era una peculiaridad de los bárbaros: no temían las inclemencias del tiempo y podían cabalgar con nieve, viento, calor extremo o un frío glacial, pero la lluvia los molestaba sobremanera. Naturalmente, no habrían dejado de pelear en una batalla solo porque los hubiese sorprendido un aguacero inoportuno, pero en aquellos días no tenían gran cosa que hacer y hasta empezaban a aburrirse de mortificar a los campesinos. De modo que decidieron organizar un gran festín en el castillo, como los de los primeros tiempos de la conquista. Holdar exigió que, por muy avanzado que estuviese el estado de buena esperanza de su esposa, su obligación era supervisar el banquete, de modo que Viana, con un gran suspiro, bajó a las cocinas para asegurarse de que todo marchara bien.
Al principio no hubo grandes problemas. De tanto fingir que estaba fatigada por el embarazo, casi se había acostumbrado a estar siempre sentada, por lo que se dejó caer sobre un taburete junto a la mesa, como si portara una pesada carga, y empezó a dirigir los preparativos desde allí. Apenas unos meses antes, no habría tenido idea de cuánto tiempo debía permanecer el asado en el fuego, o de cómo de crujiente tenía que ser el pan, o de la cantidad de hortalizas que era necesario trocear para la sopa. Pero había pasado tantas horas en las cocinas charlando con Dorea y el resto de las sirvientas que había terminado por desarrollar un gran interés por todo lo que allí se hacía.
Aquella noche habían preparado un cerdo asado. Lo habían cocinado relleno y con una guarnición de manzanas que despedían un delicioso olor dulzón. Era el plato favorito de Holdar.
Estaba terminando de dorarse en el horno cuando uno de los guardias entró por la puerta que daba al patio. Tras él iba una mujer harapienta rodeada de niños. Viana contó hasta seis; el más pequeño de ellos era un bebé de pecho. Estaban empapados y tiritaban de frío.
—Han venido por las sobras —dijo el guardia con brusquedad—. Dales algo de sopa y que se vayan.
Una de las costumbres de los nobles de Nortia consistía en compartir algo de su comida con los campesinos más pobres de su dominio. Solía hacerse sobre todo en las grandes celebraciones porque siempre sobraba mucho para repartir, y normalmente era la dama del castillo la que se encargaba de ello. Viana lo había hecho cuando vivía con su padre, pero Holdar no veía con buenos ojos aquella práctica. No era ningún secreto que los bárbaros despreciaban a los mendigos y a todo aquel que no podía ganarse el pan por sí mismos.
Con el tiempo, Holdar había permitido que Viana abriese las puertas de Torrespino a los menesterosos, con la condición de que se les diera solo alimentos básicos: algunos mendrugos de pan, algo de queso, quizá un plato de sopa clara. Pero nada de carne, que estaba reservada a los hombres de verdad, a los guerreros. La carne alimentaba no solo sus poderosos cuerpos, sino también su ferocidad en la batalla. No valía la pena desperdiciarla en seres débiles que no iban a luchar.
Viana suspiró; ordenó que se los situara cerca del fuego y se les sirviera sopa a todos. Después, se sentó a la mesa con ellos, porque el aspecto desamparado de la mujer la había conmovido profundamente.
—¿Son todos tuyos? —le preguntó, refiriéndose a los niños.
—No, mi señora, soy solo madre de cuatro de ellos. Los otros dos son mis sobrinos; perdieron a sus padres en el último invierno.
Viana pensó que había sido muy generoso por su parte acogerlos a pesar de que era evidente que apenas podía alimentar a sus propios retoños.
—¿No tienes marido? —quiso saber.
La mujer miró a su alrededor antes de decir en voz baja:
—No, mi señora. Murió en el último asalto a la aldea.
—¿Asalto? ¿Quién os atacó? —preguntó Viana, aunque ya lo sospechaba.
Ella se puso a temblar de miedo y no se atrevió a contestar.
La aldea más grande del dominio se llamaba Campoespino y, al ser también la más cercana al castillo de Holdar, había sido la más atormentada por sus guerreros.
—Fueron los hombres de mi esposo, ¿verdad?
La mujer permaneció en silencio y con la cabeza baja, temerosa de que fueran a castigarla si acusaba a los huestes de Holdar. Aferró con fuerza a su bebé y trajo hacia sí las dos cabecitas infantiles que encontró más cerca, quizá temiendo que alguien fuera a hacerles daño.
No hizo falta que respondiera. Viana entendió muy bien que su marido era el responsable de la desgracia de aquella gente.
Sintió que la ira estallaba en su interior y no pudo evitar comparar el asado que acababan de sacar del horno con las tristes escudillas de sopa aguada que estaba cenando aquella familia.
—Alda —llamó a la cocinera—, corta una de las patas traseras para repartir entre nuestros invitados.
—¿Nuestros invitados? —repitió ella sin comprender—. Oh —dijo finalmente al ver que su ama se refería a los mendigos—. Ah —añadió cuando empezó a vislumbrar las consecuencias de aquella orden—. Señora, ¿estáis segura?
—Hazlo —insistió Viana.
Estaba tan furiosa que no le importó lo que diría Holdar al ver su cerdo mutilado. De hecho, una parte de ella deseaba fastidiarle la cena.
Si Dorea hubiese estado presente, sin duda le habría sacado aquella idea de la cabeza. Pero había ido al patio para llenar dos cubos de agua del pozo y no tuvo ocasión de intervenir.
Aún dudando, Alda y otra de las cocineras cortaron una de las patas traseras del cerdo y lo sirvieron a la hambrienta familia, que contempló el jamón como si una de las hadas del Gran Bosque lo hubiese hecho aparecer allí por arte de magia.
—Adelante —los animó Viana—. Comed.
La madre dudó, intuyendo que su anfitriona se metería en problemas por aquel gesto; pero no podía seguir ignorando el hambre de sus pequeños por más tiempo, de modo que le dio las gracias efusivamente y empezó a repartir la carne entre los niños.
—¿Qué hacemos con el asado, señora? —se atrevió a preguntar Alda.
—Servidlo en el salón.
—¿Así, como está?
—Así, como está.
Las cocineras lo consultaron entre ellas en voz baja, pero fue finalmente Alda quien se armó de coraje y tomó la fuente de la cena.
Transcurrieron unos angustiosos instantes, durante los cuales la cocina permaneció en silencio a excepción del crepitar del fuego y el ruido que hacían los niños al masticar.
Y entonces se oyó un rugido procedente del salón y algo que caía al suelo con un estrépito metálico y un grito. Viana temió que Holdar hubiese hecho daño a Alda, y empezaba a arrepentirse de su pequeño acto de rebeldía cuando su marido irrumpió en la estancia arrastrando a la cocinera del brazo. Estaba loco de ira; su rostro parecía tan rojo como su barba, y movía los ojos en todas direcciones en busca de un culpable. Vio entonces a la familia de campesinos, que se encogían de miedo en un rincón; el hueso del jamón era lo único que quedaba de su cena, pero para Holdar fue suficiente. Con un aullido de rabia, se abalanzó hacia ellos…
… Y se topó con Viana, que se erguía ante él, serena y desafiante.
—No, esposo —afirmó—. Yo les di la pata del cerdo para que cenaran.
Esperaba que él se enfureciera y le preguntara a voz de grito el motivo de semejante atrevimiento; pero Holdar era hombre de pocas palabras: cruzó la cara de su esposa con un sonoro bofetón que la arrojó contra la mesa, cuyo canto se le clavó profundamente en las costillas.
A Viana jamás le habían puesto la mano encima, y mucho menos con semejante brutalidad. Se quedó sin aliento y trató unos instantes en comprender lo que estaba pasando. Pero cuando resbaló hasta el suelo y un hilo de sangre empezó a brotar a su labio partido, todo el dolor estalló de pronto en su cuerpo con tanta fuerza que ni siquiera fue capaz de gritar. Jadeó y logro exhalar un gemido aterrorizado.
—¡Mi señora!
Las criadas se abalanzaron hacia ella, y fue la más joven quien se arrodilló primero a su lado. Antes de que Viana pudiera detenerla, la chica tentó su enorme barriga para asegurarse de que el bebé estaba bien. Una expresión de desconcierto asomó a su rostro cuando su mano se hundió en el blando relleno que simulaba el embarazo de su ama. Al ver la mirada horrorizada de Viana, trató de disimular su reacción, pero era demasiado tarde. Tal y como Dorea había dicho, y a pesar de que a menudo mostraba la bestialidad de un enorme oso de las cavernas, Holdar no era, ni mucho menos, estúpido. Entendió enseguida que pasaba algo raro entre las dos mujeres y, sin que Viana pudiese evitarlo, apartó a la sirvienta de un empujón, se inclinó junto a su esposa y palpó su vientre con su gran manaza. Viana ahogó un grito al sentir que la otra mano del bárbaro rebuscaba bajo sus faldas hasta extraer el relleno que había hecho pasar por un falso bebé.
La joven comprendió que todo había terminado cuando un relámpago de ira cruzó el rostro de su marido.
Pero entonces se oyó una exclamación consternada: Dorea acababa de regresar del patio y, alarmada por lo sucedido, había dejado caer el balde con el agua, que rodó por el suelo, derramando su contenido.
Aprovechando aquella distracción, Viana agarró el atizador del fuego y asestó con él un formidable golpe a Holdar en la cabeza. No fue un gesto consciente, sino una reacción instintiva, algo que hizo sin pensar. Imprimió en aquella agresión toda la fuerza de su miedo y su desesperación, porque intuía que, si no reaccionaba, no vería un nuevo amanecer.
Naturalmente, aquello no bastó para que Holdar perdiera el sentido, pero aun así lo tomó por sorpresa y lo hizo retroceder. Sin embargo, quiso la mala suerte que el bárbaro tropezara con el cubo que Dorea había dejado caer: resbaló, cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la repisa de piedra del horno.
Se oyó un desagradable crac… y el bárbaro se desplomó en el suelo. Bajo su nuca se formó rápidamente un charco de sangre.
Viana se incorporó a duras penas, aterrorizada.
—¿Qué… qué está pasando? —logro balbucir, como si acabara de despertar de un sueño.
—Mi señora. ¡Habéis matado a vuestro esposo! —casi chilló Alda, pero Dorea le tapó rápidamente la boca con la mano.
—¡Silencio! Dejadme pensar.
Mientras Dorea se inclinaba junto al enorme bárbaro para asegurarse de que, en efecto, estaba muerto y bien muerto. Viana no podía apartar la mirada de su cuerpo inerte. No había tenido intención de matarlo… ¿o sí? Lo cierto era que en sus momentos más amargos había fantaseado con aquella posibilidad, pero siempre llegaba a la conclusión de que le resultaría imposible, por lo que nunca lo había considera en serio. Y ahora… Holdar estaba muerto.
—Niña, debéis marcharos sin demora —dijo entonces Dorea, incorporándose trabajosamente—. Id a las caballerizas, ensillad un caballo y escapad lejos del castillo.
A Viana le daba vueltas la cabeza.
—Pero ¿cómo? ¡Me descubrirán los guardias! ¿Y a dónde iré? ¡No puedo dejarte aquí!
Su nodriza sacudió la cabeza.
—Está lloviendo a cántaros, mi señora. No hay ningún guardia en su puesto porque se han refugiado todos bajo el cobertizo, y además han dejado abierto el portón para que no se inunde el patio. Si huis ahora, no tendrán tiempo de reaccionar. Marchaos a cualquier parte, no importa a dónde. Los hombres de Holdar no tardarán en presentarse aquí y descubrirán lo que ha pasado. Y en cuanto a mi… no os preocupéis. Encontraré la manera de reunirme con vos.
—Pero…
—¡Marchaos! ¡Escapad! —la urgió Dorea, empujándola hacia la salida.
—Sí, señora, huid ahora que podéis —la sacudió Alda—. Según la ley de los bárbaros, el castigo para una mujer que acaba con la vida de su esposo no es otro que la muerte.
Viana dio un par de pasos hacia la salida, pero antes de irse se volvió hacia la cocina una última vez. Su mirada se detuvo sobre la familia cuya presencia había desencadenado el fatal incidente. La madre había reunido a los niños a su alrededor; todos temblaban, asustados, salvo el mayor, un chico de unos once o doce años, que contemplaba a Viana con franca admiración.
—Dorea, cuida de ellos —suplicó ella—. No dejes que les hagan daño, no tienen la culpa de nada.
La nodriza asintió.
—Y ahora marchad, niña —insistió.
Viana salió al patio. Bajo una lluvia torrencial, se deshizo de los últimos restos del relleno, recuperando su figura original, más ágil y ligera, y corrió hacia las caballerizas. Temía por Dorea y los demás, pero también sabía que, si salía huyendo, lo primero que harían los hombres de Holdar sería ir tras ella, y eso les daría un margen de tiempo para escapar.
Una vez en los establos, no perdió tiempo en buscar su palafrén en la oscuridad. Ensilló el primer caballo que vio, un alazán de aspecto nervioso, y montó en él tan rápido como pudo. El animal estuvo a punto de tirarla al suelo; pero Viana no podía permitir que un caballo obstinado desbaratase su huida, de forma que aferró bien las riendas y clavó los talones en sus flancos, pese a que era la primera vez en su vida que montaba a horcajadas, como los hombres. Logró mantenerse sobre su lomo de puro milagro, pero no pudo evitar que se encabritara y echara a correr fuera del establo.
La joven se aferró a las riendas y trató de guiarlo hacia las puertas del castillo. Ambos pasaron con rapidez ante los guardias, que, como había dicho Dorea, habían abandonado sus puestos para resguardarse de la lluvia. Viana, presa de la desesperación, aterrorizada y todavía dolorida, oyó las voces de los hombres tras ella y supo que no tardarían en salir en su persecución. Pero no podía dominar aquel caballo, así que se limitó a tratar de mantenerse sobre él y dejarse llevar a donde la condujese.
Tras una loca carrera bajo la lluvia que a Viana se le hizo eterna, el caballo se adentró en la espesura del bosque, pero la joven apenas fue consciente de ello, ni siquiera cuando empezó a verse azotada por ramas mojadas que arañaron su fina piel. Llegó un momento en que no pudo más y, aprovechando que el animal había aminorado la velocidad, se dejó resbalar de su lomo y cayó sobre los arbustos empapados. Trató de incorporarse, pero no fue capaz. Perdió el sentido y se hundió en la oscuridad.